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Saudade de Domingo #136: Caminar la pandemia

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Que la pandemia nos ha cambiado nuestro modo de vida no es ninguna novedad. Horas de teletrabajo, distanciamiento social, flexibilidad en la circulación, toques de queda, aumento de casos, quédate en casa, usa mascarilla. Frases que retumban en la cabeza y que con el tiempo se han incorporado a nuestro diccionario cotidiano. Naturalizar la angustia, minimizar el impacto, suena horrible pero es necesario para no enloquecer en estos meses donde todo es aún incierto. 

En medio de este panorama, el aquí y ahora se ha vuelto el mantra. No hay futuro, el pasado ya fue y estamos viviendo de manera forzada, esa máxima de vida que para algunos es la clave la felicidad. Vive el presente, aprópiate de lo que tienes ahora, agradece por estar vivo y si tienes la dicha de tener trabajo, agradécelo también.

Aunque creo que me he adaptado relativamente bien a estos tiempos de guerra (no de cañones y bombardeos, pero sí la que cuenta por centenas y miles a los fallecidos en todo el planeta), al inicio tuve mucha resistencia. Quería convencerme de que esto no duraría más que unos meses y que podía seguir armando planes a futuro. Pronto las estadísticas, los noticieros, los planes de vacunación, las noticias de amigos y conocidos vencidos por el virus me estrellaron la realidad en la cara. Esto no es algo a corto plazo y me atrevería a decir que tampoco a mediano plazo. 

Había que buscar un paliativo a la situación. La lectura y la escritura fueron grandes aliadas pero no suficientes, mi cuerpo empezó a enfermarse de cualquier cosa, las visitas al médico se volvieron parte de mi agenda semanal y es ahí cuando me di cuenta que algo (o mucho) estaba mal.

Tenía que mirar mi cuerpo, abrazarlo y trabajar con él, no dejarlo afuera de mi propia búsqueda.

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Así fue como empecé a salir a caminar, primero por las propias citas médicas o algún encuentro eventual con amigos y luego ya por la mera necesidad de hacerlo. Caminar se convirtió en ese momento de desconexión, de escuchar los latidos del corazón, de reconocer la respiración, de sentir la armonía de los músculos y tejidos. Con mis audífonos puestos y escuchando algún playlist personal o un podcast, recorro las calles de Urdesa, mi barrio y cada tanto también Kennedy y Miraflores, que son los barrios vecinos. En esa práctica que realizo en algún momento de la jornada que puedo darme una pausa, he descubierto calles pequeñitas, casas abandonadas, árboles monumentales, el pasto que crece junto al estero, los perros que custodian algunos hogares, las parejitas que salen a trotar al final de la tarde, los chamberos que escarban entre la basura en búsqueda de cartones, papel y plásticos. En estos meses en los que he aceptado esta realidad extraña, sin ningún plan de viaje a la vista (los que me conocen saben que viajar es mi vitamina), me he hermanado con mi propio barrio. Estoy muy orgulloso de ser urdesino, de ser parte de este nuevo centro de la ciudad, de ver cómo el barrio se debate entre ser comercial y residencial. Lo he visto despertarse a la mañana, rugir al mediodía con el sol que lo carboniza todo, fluir con la brisa del estero al atardecer e impregnarse de su energía un viernes por la noche. Todas esas urdesas que he conocido han sido gracias a este periodo extraño, en el que mi ciudad ha intentado volver a una falsa normalidad abriendo comercios y relajando restricciones. 

Necesito mi hora de caminata, la espero con ansias. A veces preparo el repertorio, a veces me dejo llevar por lo que me sugiere el iPod. Saco algunas fotos de esos recorridos sobre todo cuando algo se activa y me llama la atención. Estoy realizando en mi barrio aquello que siempre he hecho en mis viajes a ciudades desconocidas. Me he vuelto un turista de lo cotidiano, un flâneur, como diría Baudelaire.

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David Le Breton dice que caminar es desafiarse y sobre todo desafiar las convenciones establecidas, ya que caminar sin un destino fijo sería considerado hoy en día como «perder del tiempo». Pienso en estos youtubers amos de la productividad que cronometran sus horas de lecturas, de comida, de sueño y hasta sus idas al baño y seguro me torcerían los ojos recordándome que podría aprovechar esa hora en trabajar en algo que genere réditos. Pobres de ellos que aun no entendieron el dolce far niente de los italianos y que además no se han dado cuenta que atreverse a caminar sabiendo que el mundo sigue girando, es un acto político de resistencia individual. Es salirse momentáneamente del sistema y pendular casi ingrávido en los pensamientos, en la música, en el olor de la ciudad.  Caminar es una ruptura al caos, dirá Frédréric Gros, y en esa ruptura, hay poesía. Es un momento de creación, en el que cualquier cosa puede ser un disparador para algo. En esas caminatas sin rumbo, en esos devaneos urbanos, me han aparecido imágenes de historias que me apresuro en escribir a modo de apuntes en el celular. Esta misma semana, me han “llegado” ideas para una novela que estoy trabajando y que durante el mes pasado estuvo como en una especie de hibernación. 

Y el caminar me ha devuelto la elasticidad que necesitaba con esa historia.

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Caminar es también meditar. No hay obligación en hacer algo en particular, en tener una expresión determinada, caminar a un ritmo adecuado. No. El cuerpo, el viento, la luz dictan cómo será caminar ese día en particular. Hay días en los que me siento muy compenetrado con el caminar y otros días en los que lo hago con pocas ganas o agobiado por la molestia que me produce a momentos la mascarilla. De todas formas, no dejo de caminar, es mi momento de conexión espiritual y de contraponer mi cuerpo con las casas, con los otros peatones, con los cables de luz cruzan de esquina a esquina, con los autos que rugen con el semáforo en rojo avisándote que si no te apuras en cruzar podrían caerte encima. 

Caminar es la expresión máxima del aquí y ahora. Lo que importa es el tránsito, no el destino.

Caminar (hacerlo solo, valga la aclaración) es aprender a estar con uno mismo.

Y esa práctica hay que renovarla cada día. 

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Saudade de Domingo #135: Letraherido en San Valentín

A eso de las doce años, en paralelo a ese obligado paso biológico de niño a hombre, solía leer libros y ver películas en busca de aquellas partes donde las parejas expresaban su amor —o simplemente su deseo— y sus rostros, sus cuerpos quedaban expuestos a mis ojos. Podía no ser nada explícito pero me estremecía ante esas muestras de cariño y pasión. Así me hice espectador frecuente del canal cinco en el que cada sábado por la noche, bajo el título de “cine candente” los programadores creían estar pasando películas pornográficas cuando en realidad pasaban películas europeas y latinas de culto. Por ahí pasó todo Almodóvar, Bigas Luna, Bertolucci, entre otros. El canal 5 y yo estábamos engañados, pero esa ignorancia me regaló imágenes que aun perduran en mi memoria (no solamente las eróticas).

Así fue como un sábado cualquiera me encontré a una jovencita rubia, de rostro y cuerpo tallado con precisión griega. Me perdí en esos ojos dulces que miraban a un hombre mayor, distante y terrenal. Estaban juntos, tenían mucho sexo pero era un amor otoñal, reposado así como era el cuerpo de esa mujer. Sus caderas, sus senos modestos eran captados con una luz tenue mientras él exhausto descansaba a su lado. Ella se movía con delicadeza, como si no fuera un ser de este mundo. Tiempo después descubrí, con la llegada masiva del internet, que esa mujer celestial era Nastassja Kinski y él hombre que llevaba la voz cantante en la relación, era Marcello Mastroianni. La película se llamaba Así como eres (Così come sei) de 1978 y en ella la alemana Kinski, hablaba en italiano, hecho adicional que me hizo ver de nuevo la cinta. Quería escucharla y sobre todo traer al presente a ese púber que fui.

Recuerdo que en esa segunda ocasión (ya andaba por los 23, 24 años) entendí mejor la historia, me envolví en la música de Ennio Morricone y los personajes me enamoraron. Diez años, con tantas pelis y libros en el medio, de Così come sei solo conservo retazos de imagen, la mirada de Mastroianni, la boca de Kinski, la fotografía cremosa, los trajes de invierno y evidentemente el cuerpo aéreo de Kinski que parecía flotar sobre las escenas.

Nastassja Kinki como Francesca en Cosi come sei (1978)

Hoy algunas imágenes de esta película me cayeron de sorpresa mientras trabajaba en la novela que escribo. Me dejé abrazar por ellas, googleé la película y ahí estaban Mastroianni y Kinski congelados en el tiempo, amándose con distancia, uniendo el cuerpo aunque no del todo corazón. Repasé algunas fotografías y me encontré con esta de aquí abajo, que para mí sintetiza el espíritu de esta historia. El amor distendido mezclado entre las sábanas, el tiempo sin tiempo.

En ese momento caí en la cuenta de que hoy es San Valentín. Ya mi papá, a su manera, nos había recordado esta mañana la fecha al compartir en el chat familiar un artículo sobre la palabra catalana Lletraferit, que en español se ha adaptado como letraherido, “el que ama de forma extrema la literatura”. Me identifiqué inmediatamente con esa palabra. Los libros me han acompañado en todos los momentos de mi vida, en las bibliotecas y en las librerías encuentro mis catedrales, el olor de sus páginas es mi afrodisíaco, repito mentalmente frases que se me han clavado en el corazón, en el menor descuido se me aparece algún personaje de un libro, mi escritura a veces “se contamina” de los libros que estoy leyendo. Soy un letraherido. San Valentín se confundió al no flecharme hacia una persona sino hacia los libros. Haría extensivo ese amor por los libros hacia las películas, que son letras en movimiento, palabras pintadas en una pantalla. Soy un filmherido también. 

Hoy no tendré una cita de cerveza, de café, ni nada más caliente, pero me pondré los auriculares y me lanzaré a la calle, caminando conmigo al lado, escuchando el soundtrack de mi corazón, el que he venido cultivando cada día con las canciones que me tocan, que me parten en pedazos, que me hacen llorar y reír, que están ahí para recordarme de dónde vengo y dónde estoy. Después volveré a casa, seguiré leyendo Por el camino de Swann y más tarde veré Così come sei, aunque quizás no sea tan hermosa como la recuerdo. Quizás hoy Mastroianni y Kinski me parezcan irreales, insoportables o a lo mejor sublimes e intocables. Me acompañarán mis libros en la cama, dispersos entre las almohadas y cada tanto abriré alguno de ellos mientras miro la película.

Hoy quiero ser mi mejor date

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Saudade de Domingo #134: Descubriendo a David Foster Wallace

Su nombre me sonaba de conversaciones con algunos amigos pero nunca lo había tomado muy en serio. Incluso por lo rimbombante de su nombre me parecía que era un autor decimonónico tipo Sir Conan Doyle o Robert Louis Stevenson (Sí, sí, my mistake). 

Mi primer acercamiento a su literatura fue en un taller de lectura en el 2019. El instructor nos hizo leer unos fragmentos de La broma infinita y desde entonces me obsesioné con su escritura. Mi primera impresión fue: ¿Este tipo me está hablando a mí? Me daba la sensación de que conversaba conmigo aún cuando a momentos sus frases largas me obligaban a prestar mucho atención a los detalles que daba. Lo sentía cercano, informal y muy actual. Como buen académico, no hice mejor cosa que investigar sobre Foster Wallace, en reuniones con amigos era yo ahora el que traía su nombre a la conversación. Quería saber todo de él y leer sus libros, que por aquel final de 2019 no logré encontrar en librerías, una cosa rara porque en cualquier lugar hay un espacio para Foster Wallace. 

No voy a abrumarlos con muchos datos de David Foster Wallace ya que podrán encontrar mucho de él en el Sr. Google, pero sí quisiera compartir algunos aspectos de su vida que me llamaron mucho la atención. Nació en Ithaca (New York), en 1962, sus padres fueron profesores universitarios (el padre en filosofía, la madre en literatura) y vivió su infancia y adolescencia en Champaign, Illinois. En la universidad estudió Inglés, Filosofía y fue profesor de Literatura. También realizó una maestría en Fine Arts con mención en Escritura Creativa en la Universidad de Arizona y su proyecto de titulación fue su primera novela La escoba del sistema (1986), que lo convirtió inmediatamente en un autor respetado. Tres años más tarde publicó La niña del pelo raro (1989), un conjunto de relatos que ya evidenciaba su escritura directa, milimétrica, con personajes nada convencionales que se mueven en todo lo largo y ancho de Estados Unidos. El libro no fue un éxito comercial en ese momento. Su obra se completa con otros dos volúmenes de cuentos (Entrevistas breves con hombres repulsivos y Extinción), varios libros de ensayos y su monumental novela La broma infinita.

La obra maestra de Foster Wallace

Foster Wallace fue también un gran aficionado al tenis, deporte sobre el cual escribió en su novela La broma infinita y en  algunos ensayos que luego se recogieron de forma póstuma en El tenis como experiencia religiosa. 

También pasó gran parte de su vida luchando contra sus adiciones (especialmente al alcohol) y la depresión. Se medicaba constantemente, se sometió a varios tratamientos para superar sus frecuentes episodios depresivos hasta que se suicidó en el 2008, dejando una novela inconclusa El Rey Pálido, que años más tarde se llegó a publicar.

Me gusta mucho el estilo que tenía a la hora de ser entrevistado. Era un pesimista y un soñador a la vez.  Se tomaba su tiempo para responder, sus primeras respuestas podían parecer muy simples y luego iban a creciendo en profundidad a medida que pensaba. Su cabeza maravillosa desplegaba sabiduría en cada una de sus frases. Le solía pedir a quienes lo entrevistaban que no le plantearan solo preguntas a él, sino que también ellos, los periodistas, respondieran las preguntas para que fuera más una conversación. Imagino que algunos se habrán sentido descolocados ante el pedido de Foster Wallace, pero es que él ante todo era un conversador, un docente que estaba acostumbrado al diálogo que permite el crecimiento de ambos interlocutores. 

Si tienen curiosidad pueden ver acá una entrevista que le hizo la televisión alemana en el año 2003 (está con subtítulos en inglés). 

¿Qué podemos aprender sobre la escritura de David Foster Wallace?

Creo que lo más valioso es su honestidad. A medida que uno va leyéndolo más, empezamos a ver sus obsesiones como autor. Las adicciones, las periferias, la complejidad del núcleo familiar, los problemas de pareja, el impacto de los medios de comunicación en la vida de cada uno de nosotros. Foster Wallace es un autor contemporáneo que nos habla en esa clave y no busca hacerse sentir inalcanzable. Lo que lees es lo que hay, pareciera ser su lema, aunque cuando volvemos a hacer una lectura más atenta vemos que hay mucha profundidad y eso es maravilloso.

La capacidad que tiene para describir ambientes. En general Foster Wallace no es un autor que escriba páginas enteras para describir un personaje, un espacio o una época, pero las pocas líneas de descripción que da son suficientes para sumergirnos en su universos. 

Sus diálogos. Creo que esto se debe a la larga tradición de literatura anglosajona que en general tiene escritores con gran dominio de los diálogos. Foster Wallace no es la excepción. Deja hablar a sus personajes y a través de ellos mismos descubrimos sus fobias, sus frustraciones, sus recuerdos. Incluso cuando los diálogos no sean en discurso directo como en el cuento La niña del pelo raro, sus personajes y el choque entre ellos es brutal. Si quieren leer un buen cuento sostenido únicamente a base de diálogo lean Aquí y allí, tiene un ritmo delirante que al inicio cuesta entender (no hay narrador que describa nada) pero luego es una delicia de lectura.

Sus personajes. Hay que ser honesto, los personajes de Foster Wallace son en general unos seres perturbados. Vistos desde afuera, son personajes exitosos, realizados generalmente en el ámbito profesional pero con vidas personales desastrosas. Foster Wallace consigue elevar esas miserias a un plano onírico pero que al mismo tiempo nos hace sentir que son personas que todos conocemos o que incluso podríamos llegar a ser nosotros mismos. 

Su sentido del humor. Esto va de la mano con sus personajes. Aunque son seres decadentes que sufren muchas veces por situaciones nimias o grandes conflictos familiares, la manera en que viven su problema conlleva a un humor ácido. Un hombre que prefiere besar la foto de su novia antes que a ella, una chica que se obsesiona con el pelo de una niña y quiere arrancárselo convencida de que tiene algún tipo de poder, son sólo algunos de los perfiles variopintos que tienen sus historias.

En su casa de Bloomington, Illinois (1996) — Imagen por Gary Hannabarger/Corbis

Aunque Foster Wallace nos dejó en el 2008, sus libros siguen tan vigentes, que podríamos decir que su escritura está más viva que nunca. Recomiendo empezar con La niña del pelo raro, que es un compendio de relatos que ya muestran la impronta innegable de Foster Wallace. Luego si quieren pueden leer el segundo volumen de cuentos Entrevistas breves con hombres repulsivos y Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, una antología de ensayos de estilo mordaz que, al igual que en la ficción, hace una feroz crítica a la sociedad norteamericana y a los medios de comunicación.

En el 2015, el director James Ponsoldt realizó la película The end of the tour (2015), basada en la larga entrevista que le hizo el periodista David Lipsky a Foster Wallace a propósito de la publicación de La broma infinita, en 1996.

Les dejo por acá una entrevista a Foster Wallace publicada en el diario El País, que muestra la genialidad y la honestidad del autor a la hora de hablar de su quehacer literario. 

En serio, no pierdan más el tiempo y lean a Foster Wallace. Es un autor imprescindible que todos deberían leer este 2021.

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Saudade de Domingo #133: Propósitos literarios para el 2021

Estamos ya iniciando la tercera semana de enero en un tiempo extraño para el mundo. Aunque sabíamos que el nuevo año no cambiaría el panorama pandémico, psicológicamente para todos en occidente, un año que inicia es un momento para fijarse metas. ¿Pero cómo tener objetivos el día de hoy cuando el escenario cambia minuto a minuto? Es por ello que este año más que fijarme metas personales que dependan de circunstancias externas, he preferido pensar en mis propósitos literarios. Durante el 2020 los libros fueron los compañeros fieles que estuvieron en mi escritorio, en mi velador, en mi cama, en la cocina para hacerme escapar por unos momentos de la realidad durísima que estamos viviendo. Todo esto me ha hecho pensar que puedo prescindir de muchas cosas menos de los libros y por ello me gustaría organizar un poco mis objetivos de lectura. Sólo un poco porque sé que en el camino se me aparecerán nuevos libros y no podré escaparme de ellos.

De modo que mis propósitos literarios para este 2021 son más bien una guía hacia donde quiero enfocar mis esfuerzos de lectura. He decidido que este año miraré más a los clásicos de la literatura, algunos de los cuales leí en la adolescencia y otros, con mucha vergüenza, admito que nunca leí. Quiero nutrirme de ese saber histórico, de esos textos que han influenciado a otros autores, de esas frases que perduran y flotan en la memoria colectiva de nuestra sociedad. Calculo que una buena parte del año me tomará en leer los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, pero me gustaría también darle espacio a otros libros. De momento ya empecé con Moby Dick, de Herman Melville, que lo estoy leyendo dentro del taller de lectura de Martín Felipe Castagnet. Es una maravilla leer este libro, pues al igual que la teoría del iceberg de Hemingway, Melville habla de mucho más que la ballena blanca. La cantidad de referentes en religión, historia, cetología, hacen de esta novela una lectura deliciosa.

Así que bueno, vamos acá con la lista de propósitos:

  1. Moby Dick – Herman Melville
  2. En busca del tiempo perdido – Marcel Proust
    1. Por la parte de Swan
    2. A la sombra de las muchachas en flor
    3. La parte de Guermantes
    4. Sodoma y Gomorra
    5. La prisionera
    6. Albertine desaparecida
    7. El tiempo recobrado
  3. Frankenstein – Mary Shelley
  4. Drácula – Bram Stoker
  5. La Ilíada – Homero
  6. La Odisea – Homero 
  7. La metamorfosis – Kafka
  8. Cumandá – Juan León Mera
  9. La Eneida – Virgilio
  10. La divina comedia – Dante Alighieri

Tuve ganas de incluir más clásicos pero la verdad es que tengo que ser realista con mis tiempos. El trabajo en la universidad, aunque es online, es muy absorbente por lo que no dispondré de muchas horas libres para dedicarlas a la lectura. También estoy trabajando en la escritura de dos novelas que me van a consumir tiempo y he empezado el estudio de un nuevo idioma, cuya experiencia contaré pronto en otro post.

Sobre lecturas más contemporáneas me interesaría leer:

  1. Shortcuts – Raymond Carver
  2. Solenoide – Mircea Cartarescu
  3. Cezara – Mihai Eminescu
  4. El túnel – Ernesto Sabato
  5. A hora da estrela – Clarice Lispector
  6. Unquiet – Linn Ullmann
  7. Rosemary’s baby – Ira Levin
  8. Nuestra parte de noche – Mariana Enríquez

Dejo la lista contemporánea así “breve”, porque en el camino sé que irán apareciendo otros libros y puede que cambie un libro por otro. Me dejo guiar mucho por la intuición en esto de leer. Si se me aparece un libro que buscaba hace tiempo en una librería, no me lo pienso, lo compro y lo empiezo a leer. Si escucho que alguien me lo recomienda y después me encuentro con ese libro en alguna circunstancia, tampoco me lo pienso y lo leo. Se trata más bien de una lista de ideales, de libros que me gustaría que me acompañen en este segundo año de pandemia. También estoy abierto a que sean otros libros los que me acompañen. Son los libros los que me buscan y no yo a ellos. Incluso si he elaborado esta lista de propósitos, responde a que en los últimos meses sus pasos me han rondado muy de cerca. 

Por lo pronto sigo en el Pequod buscando a Moby Dick. En febrero arranco con el primer tomo de En busca del tiempo perdido y Solenoide. Si quieren leer algún libro de la lista, pues bienvenidos. Sería bueno dialogar sobre estas lecturas. Soy un fiel creyente de que la lectura compartida magnifica el amor por los libros y juntos se aprende mejor.  

Si tienen ganas elaboren también su lista de propósitos literarios, pero ojo, no hay que obsesionarse con cumplir, que sea apenas una guía para la travesía. 

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«Querido» 2020

Creo que luego de todo ese vendaval que has provocado, queda un aprendizaje durísimo, como cuando el profesor asigna un proyecto complejo y los estudiantes se rebanan la cabeza para resolver y cumplir la misión. Nuestra misión contigo fue persistir, no dejarnos caer, que aunque la enfermedad nos envolviera, se nos pusiera de frente en el cuerpo de amigos y familiares, había que luchar hasta el último aliento de vida. Miro hacia atrás, me recuerdo en ese oscuro mes de abril, en ese cumpleaños confinado que pasé, triste pero con el calor de mis padres, mi hermana, mis tíos y mis amigos que se manifestaron por videollamada, por mensajes de voz, por chat. Lo único que quedaba era agradecer por estar vivo, por no ser parte de esa estadística que contaba los muertos cada día, de los cuerpos sin sepultura que quedaban en las calles. Pienso en abril y escucho gritos, sirenas de ambulancia desesperada, el horror al pisar en la calle. Respirar, inflar los pulmones era mirar de frente al virus.

¡Qué año tan difícil! Parecías un buen año pero con el pasar de las primeras semanas, fuiste revelando lo frágiles que somos como seres humanos en un planeta oprimido, deprimido, histérico que de alguna manera nos ha devuelto la imagen que hemos creado. Nos hemos creído invencibles y tú, 2020, nos has abofeteado, escupido, pisoteado, maltratado y acá seguimos, cansados, tratando de explicarnos qué nos ha pasado y qué podemos aprender de todo esto.

2020, me mostraste que el amor trasciende lo físico. Tan acostumbrados estábamos al toque, al abrazo, a olfatear, que en vista del encierro necesario tuvimos que buscar otras alternativas para sostenernos. La virtualidad ayudó mucho en ese camino pero también volver al corazón, cerrar los ojos y encontrar esa corriente que nos une a todos sin importar el tiempo ni el espacio. A pesar de la ansiedad y la angustia, gracias por recordarnos que hay que conectar desde el interior. Suena a una obviedad pero ponerlo en práctica puede llevar toda la vida.

Mi celebración virtual de cumpleaños con mis colegas y amigos

Fuiste un año en el que me demostraste que tengo mucho para trabajar con mi propio cuerpo. Y no me refiero a lo superficial de tener un cuerpo musculoso sino de prestar atención a las señales que da, un leve dolor, ardor, un hincón. Localizar la parte que molesta y mirar más allá del órgano que da problemas. Ha sido duro encontrar dolor emocional escondido en un dolor corporal. Te agradezco por ese nuevo sistema de pensamiento que he empezado a olfatear.

Por otro lado no fuiste un año de viajes. Mientras que el 2019 me hizo subirme al avión un montón de veces, este año me demostraste que hay tiempo para todo y que era un momento de estacionar, de hibernar, de mirar el lugar que te habita. Tuve que viajar hacia el interior, también recorrer el barrio, las calles y también darme tiempo para pensar en lo que había aprendido en todos mis viajes de los años anteriores. Definitivamente espero volver a los viajes en el 2021, porque seguro yo tendré otra cabeza para encararlos.

En una de mis primeras salidas por la ciudad, cuando se empezó a flexibilizar el confinamiento en Guayaquil

Fuiste un año que me permitió sentarme a escribir. Trabajé varios cuentos, empecé un proyecto de serie, terminé el primer borrador de una novela y emocionado, he empezado una segunda novela. Volver al corazón me devolvió la alegría de crear, de atreverme, de abrazar el tiempo presente como única forma de supervivencia. De ti 2020 me llevo esto justamente: haberme forzado a empezar y concluir trabajos de escritura.

También fuiste un año de muchas lecturas (y muy variadas), de muchas series, de muchas películas. Como siempre digo la ficción nos salva y el haberme metido en historias de lugares y épocas distintas me permitió respirar otro aire en medio de estos meses de encierro.

No te guardo rencor, 2020. Para el mundo entero ha sido un año complicado, doloroso, un paréntesis extraño y espero que tus enseñanzas nos sirvan para vivir mejor los años venideros. Después de la zozobra, espero un año más reposado, de recuperar el afecto físico, de poder circular sin miedo y que con una nueva conciencia estemos más atentos a nosotros mismos.

Querido 2021, te espero con cariño, que nos traigas nuevos aires, mucha salud y la fuerza para seguir adelante, para rearmarnos como podamos y sobre todo, danos la capacidad de confiar. Con todo eso, ya tendríamos bastante para vivir.

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Saudade de Domingo #132: Lo que aprendí de la escritura gracias a los viajes

Viajar no es sólo un deseo, es una necesidad. Puede ser un viaje largo o corto, pero el hecho de trasladarse a un lugar poco o nada conocido nos coloca en estado de aventura. Así, nuestros cinco sentidos se perciben de otra manera, prestan atención a aquellas cosas que los locales consideran cotidianas o sin valor. Nos convertimos en detectives de las pequeñas rutinas ajenas.

Empecé a escribir desde la infancia como una necesidad de contar historias al igual que lo hacían los autores que leía. En esos momentos tenía mucha influencia de Dickens, García Márquez, Balzac. Cuando aparecieron los viajes en mi vida, mi escritura fue tomando otro camino. Uno más libre, errático, de intentos, de textos inacabados en muchos casos. Tenían otra densidad, otro clima y eso de alguna forma, me volvió adicto a los viajes. 

En la Estação do Porto

No me atrevo a decir que soy un viajero (sería un irrespeto para quienes con una mochila han recorrido medio planeta), pero sí me considero un amante de los viajes, como ya lo dije en este otro post. Los disfruto desde la elección del destino, la planificación y por supuesto, a la llegada. Algo en mí se activa una vez que piso el aeropuerto y me vuelvo un ciudadano con maleta, pasaporte y visas. Olga Tokarczuk en Los errantes, dice que el tiempo de los viajeros es insular, conformado por los relojes de las estaciones de tren, por las horas de vuelo en los que el paso del día a la noche se reduce a un instante. Este cambio de tiempo nos coloca en otra sintonía, en una más alta quizás y de allí vienen las lecciones que aprendí sobre la escritura durante los viajes.  

1. La “inspiración” se encuentra caminando. Soy un enamorado de las largas caminatas. Cuando he viajado acompañado he sido la tortura de algunos amigos, pues prefiero caminar todo lo que pueda y dejarme sorprender por lo que me encuentre en el trayecto. Una tienda de antigüedades, la conversación entrecortada a la espera del cambio de color del semáforo, el comerciante que intenta venderme alguna cosa, el olor de pan caliente de una confitería de barrio, la sala de cine que me seduce con películas en una idioma desconocido. Me gusta observarme en esas caminatas como un viajero sin piel que está expuesto a todo lo que ve, escucha, huele o toca. Y ahí aparecen personajes, líneas de diálogos imaginadas, escenarios posibles para un cuento o guion.

Caminando una noche en Oporto

2. Cualquier hallazgo puede transformarse en una historia. En los viajes, como en mi vida, creo en las causalidades y no en las casualidades. Si algo llega hasta mí es una señal del universo, del tiempo insular de Tokarczuk y lo aprovecho. Recuerdo que cuando caminaba por el barrio Gamla Stan en Estocolmo, en un momento me perdí entre los nombres de las calles y el google maps tuvo un ataque de histeria. De paso una lluvia fastidiosa me hacía luchar entre el paraguas, la mochila y el celular. No me quedó más que seguir caminando y a pocos pasos me encontré con una librería hermosa, pequeñita, con fachada de una casa, atendida por una librera de sonrisa amplia con quien me atreví a conversar por casi una hora. Podría haber seguido con los audífonos enchufados pero decidí explorar esa librería y me encontré con esta librera que me enseñó un poco sobre la literatura sueca actual. Ahora ella se ha convertido en un personaje que escribo.

«Mi» librería de Gamla Stan en Estocolmo, Suecia

3. La suspensión de los viajes ayuda a la relajación. Hay que reconocerlo, viajar cansa y mucho. Con una amiga solemos decir que luego de viajar necesitamos al menos una semana en casa para recuperarnos. Por eso es importante aprovechar los momentos de descanso como en las horas de tren, de avión o de bus. No soy de los que suele dormir pero sí intento enchufarme la música que me gusta, cerrar los ojos y repasar lo vivido, respirar y meditar. Algunas veces aparecen imágenes o frases y las anoto en mi libreta o en el procesador de textos de mi celular. 

Escribiendo en el vuelo Madrid-Oporto, en abril de 2019

4. Alternar momentos de compañía y soledad. Por lo general suelo viajar solo pero siempre hago amigos a donde voy. Me gusta eso de visitar lugares con los nativos pero también amo hacer mis propios hallazgos, dejarme sorprender. Cuando viajé a São Paulo el año pasado quería recorrer el centro histórico y varios amigos me dijeron que evitara ir, que era peligroso. No diré que no tuve miedo, pero tampoco estaba dispuesto a perderme la experiencia, luego de haber visto fotos de los edificios hermosos, los viaductos y las calles del centro histórico paulista. Descubrí ese sector de la ciudad denigrado por los propios locales y después tuve que entrar a un café a escribir lo que había vivido. La soledad es una buena compañera pero también cuando se pone aburrida, es importante buscar compañía para nutrirse de otras miradas. Así recargo energías y ese contacto me estimula a seguir escribiendo. 

Edificio Martinelli, en São Paulo

Viajar es una experiencia de extrañamiento. Es una lupa que se acerca y se aleja en un raro vaivén. Es un síndrome, un paréntesis, un desvarío. A la vuelta todo parece apretarse en la memoria y los bocetos se convierten en jeroglíficos que hay que descifrar, imagen por imagen, letra por letra. Aunque los tiempos actuales no son los propicios para emprender vuelo, vendrá el momento en que las fronteras se abran de nuevo, en que los otros cuerpos dejen de ser peligrosos y ahí sí, a cruzar mares otra vez, para escribir, para leer, para contar. 

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Escribir

Escribo.

Escribo todo el tiempo. A puño y letra en las agendas, en el tecleo constante de un entrada de blog, en un guion, en un cuento. Escribo mails, mensajes de whatsapp, comentarios de Instagram, repentinos tweets y también en esas fugas literarias que nadie osaría llamar como “verdadera escritura”.

Escribo en las paredes de mi memoria, escribo en las melodías que me levantan cada mañana en una estación de radio jamás sintonizadas. Escribo en el vaivén que provoca la cuchara al revolver el café a las primeras horas del día. Escribo en el caminar insomne que me saca de la casa y me lleva al asfalto, aun tibio, de las once de la mañana.

Escribo la respuesta que no me atreví a mandar, en la carta que dejé de contestar, en el mensaje que me prohibieron enviar. Escribo lo que puedo y lo que creo que debo capturar antes que el tiempo se licúe.

Escribo a la mañana, con el cantar de los pajaritos que nunca veo volar. Escribo por la tarde resguardado del calor que incendia las ventanas y que transforma todo en un blanco de sombras duras. Escribo por la noche en medio de los olores de la cena, con el sabor del té verde que humedece los labios y suaviza las palabras. Escribo cuando duermo y sobresaltado agarro el celular para fijar las frases como códigos cifrados que nunca logro descubrir.

Escribo porque puedo, porque quiero, porque debo. Los verbos me buscan y no siempre yo a ellos. Persigo más bien a los adjetivos, a esos seres extraños que califican o denigran, que construyen o destruyen. Son ellos los seductores, los peligrosos de la lengua, los que cortan el aliento, la envidia de los sustantivos. Los escribo porque me tocan y me explican una partícula del mundo.

Escribo porque soy adicto a la palabra y en ella me arropo, me reconozco, me sustituyo, me rectifico, me sano.

La escritura es un noviciado eterno. 

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Saudade de Domingo #131: El cuerpo que me habita

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Ayer por la tarde, como si se tratara de un evento especial salir a la calle, decidí “rebajarme” la barba. Ahí, mientras una mota de pelos se formaba en la loza del lavamanos, levanté la mirada y frente al espejo me encontré con una vasta región de la barbilla teñida de blanco. Digo teñida porque me he sorprendido de los habitantes decolorados que han usurpado la zona oscura de mi barba. Se han reproducido y aunque todavía parecen como una mancha de yogurt de vainilla que se me ha escurrido de la boca, su presencia es permanente. Me lo repito por si no me ha quedado claro. Su presencia es permanente. Empiezo a descubrir el cuerpo que me habita en esta cuarentena. 

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A lo largo de estas semanas de encierro, he pasado muchas horas sentado o en su defecto, acostado. De un momento a otro se acabaron las caminatas entre oficinas o aulas en la facultad, las escaleras de dos o tres pisos, el pasar horas de pie frente a los estudiantes. Ahí empezó a aparecer otro cuerpo, uno pesado, torpe, frágil, de movimientos extraños. Lo peor de todo: un cuerpo con miedo.

En una de mis mañanas de fin de semana

Al ser un cuerpo temeroso al contacto externo, el interno por debajo de la dermis empezó a enfermarse: intoxicación por comida, fiebres repentinas, molestias en los ojos, amígalas inflamadas, sudoración. La enfermedad y la muerte cubriéndolo todo, eran eco fácil para este cuerpo pesado que de a poco empezaba a engordar. Como si la ingesta de alimentos fuera el único camino para prevenir el horror de la tragedia. 

El ejercicio físico se convirtió en una alternativa viable para congeniar con este cuerpo extraño. Sentía falta de mi cuerpo anterior, más ágil, entusiasta ante el ejercicio, competitivo al querer siempre entrenar un poco más. Este nuevo cuerpo en cambio se resiste, pone excusas, se cansa rápido, no resiste, me (nos) boicotea. Su rechazo me hizo descubrir un nuevo dolor después de un entrenamiento. Al inicio no sabía cómo describirlo. Era una picazón excesiva a un costado superior de la espalda, debajo del omóplato derecho. Me rascaba de forma compulsiva y más al darme cuenta que la zona parecía adormecida, como si estuviera anestesiada, como si estuviera listo para una intervención quirúrgica. 

Y después vino lo peor. La picazón desapareció y llegó un ardor constante que se agudizaba con cualquier leve movimiento. Era como si mi espalda estuviera cerca a una antorcha ardiente y al mínimo contacto rozara con ella. Aprendí a convivir con ese ardor, a moverme lento, a identificar cómo sentarme, cómo acostarme, cómo pararme para evitar el quemón de la espalda. No era un dolor muscular, no era un aire encajado, era “otra” sensación, una dolencia ardiente, como si la piel se estirara desprendiendo calor. Luego del impacto, la zona empezaba la recuperación y quedaba la sensación de ardor suavizado, como si hubiera regresado de todo un día expuesto al sol en la playa. 

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El ardor fue desapareciendo con el paso de las semanas. Alguno que otro día, especialmente si había pasado muchas horas sentado en clase virtual, el ardor repuntaba. Los exámenes médicos sobre la ardiente dolencia de la espalda no arrojaron nada grave sobre eso, pero apareció otro asunto inquietante: un alto nivel de glucosa en la sangre. Fue necesario tomar medidas urgentes, suspender alimentos con alto índice glucémico, rechazar postres y retomar la actividad física que por el ardor en la espalda no había podido realizar. 

Este cuerpo nuevo se sigue negando a entrenar, le cuesta moverse, prefiere la suavidad de la cama, una lectura silenciosa o una maratón de series el fin de semana. Sin embargo debemos trabajar juntos, a pesar de los mareos, del cansancio, de la picazón constante en todo el cuerpo. Continuamos negociando las condiciones del trato. Ambos tenemos intereses creados, pues si no reducimos el dulzor de la sangre nos irá mal a ambos.

Han sido días extraños de restricción de comida, de investigar sobre lo que implica tener un cuerpo con alto nivel glucémico, de descubrir alimentos con o sin glucosa. Mi rutina de compras en el supermercado es otra. Ahora obligo a mi nuevo cuerpo a fijarse en el informe nutricional de cada alimento que coloco en el carrito. Con mi cuerpo anterior esa tablita con porcentajes y nombres de química orgánica me parecía insulsa y nunca hice el más mínimo esfuerzo por comprenderla. Ahora puedo decir que un poco entiendo, pues de ella depende ahora mi nivel de azúcar en sangre. Se ha vuelto literalmente mi “tabla” de salvación. Al menos por esta semanas hasta que la sangre se purifique, hasta que el mar regrese a la calma.

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Escucho la canción “A better man” de Robbie Williams. Me identifico más que nunca con esa letra y me da vergüenza. Ser cursi resulta más fácil para simplificar lo que no tiene explicación, lo que excede a la razón. Dejo entonces que el Spotify me siga recomendando otras canciones de cielo lluvioso inglés, de cadencias tristes aderezadas con guitarras. Y así el nuevo cuerpo, antes ardiente, ahora glucémico y con una motita blanca en la barba, se desparrama. Se amolda a la geometría de la silla, se acomoda, descansa unos minutos hasta que me despabile y sacuda las vértebras, las células, los calores. 

Y así cada día, por estos días.

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Saudade de Domingo #130: El poder de las historias

Desde hace una semana esperaba con ansias la temporada final de la serie Las chicas del cable (no habrá spoilers). Digo hace una semana porque me enganché “tarde”. Aunque se estrenó en el 2017, le di una oportunidad a la serie hace apenas un mes y la verdad no me arrepiento. Tiene un muy buen ritmo, actuaciones excelentes, una recreación interesante de los años 20/30 en España y aunque el guion a veces peca de irreal, la historia logra sostenerse a lo largo de los temporadas. No recuerdo un solo capítulo en el que me haya quedado indiferente. Siempre había tensión y eso como espectador se agradece. 

Las chicas del cable, temporada final

Por ello me devoré las temporadas en tres semanas. Veía normalmente uno o dos capítulos por noche y cuando se aproximaba el fin de alguna temporada llegué hasta ver tres por noche. Hace una semana había terminado la primera parte de la quinta temporada y esperaba ya el final season. Como dije, no haré spoilers pero debo decir que es un final sorprendente, inesperado y hasta cierto punto, consecuente a la mística de las chicas del cable. Ayer sábado terminé de ver los últimos tres capítulos y la verdad hasta ahora que escribo sigo pensando en los personajes, en la época franquista en la que se desarrolla esta última parte de la trama. Todavía las voces y las historias de cada personaje revolotean en mi cabeza, como si se trataran de personas reales. Soy escritor y guionista, mi trabajo son las historias y conozco desde adentro cómo se cuece esa maquinaria, sin embargo ante una buena historia caigo rendido como espectador lacrimógeno, “me como el cuento” y dejo habitar a esos personajes en mí.

Estoy convencido de que las historias sanan, tienen ese poder mágico, ancestral de devolvernos nuestra esencia humana. Somos seres narrativos y el vivir historias sea como una película, serie, telenovela, libro, canción no es un mero entretenimiento sino una necesidad. Sin un poco de ficción, la vida sería triste, aburrida. Las historias nos hermanan, nos tocan, nos reflejan, nos permiten conocernos más.

Creo que un requisito fundamental para crear historias es que salgan del corazón de su autor y lleguen directo al corazón del lector/espectador. Las historias más artificiosas, llenas de cifras duras o de datos demasiado genéricos no tocan. Pueden incluso ser lindas a nivel estético pero no tienen alma, no están vivas, no se meten en el corazón del que ve o que lee. Recuerdo ahora una frase emblemática de Hemingway que decía: “No cuentes la historia de la guerra, cuenta la historia del soldado”. Tenía tanta razón. Yo de la guerra civil española y el posterior franquismo tenía datos a nivel histórico pero reconozco que sabía poco de las historias de vida. Y con esta última temporada de Las Chicas del Cable (sí, perdón todavía no lo digiero) se me ha hecho el corazón chiquitito al ver sufrir a los personajes la represión, la tortura, la separación de las familias. Cosas que sabemos que son típicas en las guerras y en los gobiernos dictatoriales, pero como decía, cuando conocemos la historia en concreto de alguien, el mundo cambia.

La periodista brasileña Ana Holanda afirma que un texto (el que sea) escrito de una forma visceral es capaz de transformar, cambiar, aproximar y afectar. Por eso celebro que en el mundo de hoy las historias estén visibilizando a personajes de los cuales antes solo se conocían estereotipos sin ir hasta la raíz. Las historias de la comunidad afro, mujeres, LGBTIQ+, pueblos originarios, de clases menos privilegiadas, están ganando más espacio y sus conflictos se están tratando de una manera humana, cercana, son capaces de tocar el corazón y de abrir la mente de espectadores conservadores. Las historias crean puentes donde sólo hay abismos.

Me gustaría antes de concluir dar un paso más. Ser espectador es imprescindible, sanador y entretenido, pero de la misma manera lo es convertirse en creador de historias. Muchos dirán que no tienen el talento para eso, que su historia de vida no es interesante pero en realidad cuando algo es contado desde las vísceras, desde el corazón, el que lee o escucha nunca quedará indiferente. Podrá no ser perfecto a nivel de la forma quizás, pero esa historia igual tendrá vida. Todos somos muy fáciles a la hora de juzgar pero al momento que conocemos la historia personal de alguien se nos cae nuestro castillo de prejuicios, quedamos desarmados y a lo mejor, nos predisponemos a conocer más de esa persona o grupo social. 

Por eso necesario contar nuestras historias. Para que los otros sepan que existimos, para que los otros “cuenten con nosotros” en este camino de vida. 

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Saudade de Domingo #129: ¿Qué significa para mí no viajar?

Aquellos que me conocen por este espacio y en la vida real saben de mi obsesión/adicción por los viajes. Ni bien termino un itinerario, ya estoy planificando el siguiente. Durante los últimos cinco años he viajado todo lo que he podido, como si hubiera pretendido ponerme al día por todo el tiempo que viví en el extranjero con una vida de estudiante muy austera y sin viajes largos. También debo confesar que los viajes han sido una forma de escapar, de hacer un paréntesis de mis actividades cotidianas. En el fondo además está el deseo recóndito de huir de mí mismo y que el surcar otros territorios me devolviera la mirada de mi propio ser a modo de espejo. En realidad el acto de viajar no ha sido tanto un viaje hacia el exterior sino una propuesta de explorar mi interior. 

En todos las entradas que he escrito por acá (como Estocolmo, París o Roma) sobre los lugares que he conocido, percibo esa expedición de mi propio yo enfrentado a esas calles, a esas personas, a esos idiomas que me rodean durante mis días de fuga. Creo que los viajeros en general tenemos ese deseo de conocer al otro para terminar de situarnos en algún punto de la tierra. Uno está en el otro, en su otra lengua, en su manera diversa de comprender el amor, el trabajo, la vida. Es una búsqueda adictiva que no termina porque siempre hay un horizonte para conocer.

Compré este bolso en una librería hermosa de Estocolmo regentada por una librera que a sus cincuenta años dejaba de trabajar para otros y se animó a ser la dueña de su propio espacio.

Entre más viajo, más me alejo del canon turístico. Visitar aquellos lugares imprescindibles de cada ciudad según los criterios oficiales o mainstream se convierten en la parte más insignificante del recorrido. En los últimos viajes esas atracciones turísticas quedan relegadas al primero o segundo día de viaje, como si quisiera sacármelas de encima y después de eso sí, viene lo que me encanta: caminarme la ciudad, hablar con la gente, sentarme en un café mientras miro la ciudad cambiando de color con el paso de las horas, sumergirme en las librerías nuevas y antiguas para descubrir a los autores locales, tomar fotos de letreros, de parques escondidos entre edificios, de percibir el olor característico que tiene esa ciudad. Me gusta mirarme como un detective urbano de experiencias efímeras.

Antes de cruzar el Golden Gate (San Franciso). Ya había caminado cerca de 10 kms y recorrí parques, barrios y descampados que nunca habría encontrado en una guía turística.
Una parte de los libros que me traje de mi viaje a Sao Paulo, en noviembre de 2019

Como ya lo conté por acá, para mi cumpleaños en abril tenía previsto un viaje maravilloso: Madrid (por enésima vez porque me encanta)-Budapest-Praga. El día exacto de mi cumple estaría con una amiga catalana tomando cerveza negra en algún bar de Praga y habríamos resuelto los problemas del mundo mandando todo al carajo. No sucedió porque la pandemia nos cambió la vida, nos obligó a todos a un delay doloroso pero necesario. Se canceló ese viaje a Europa, se canceló un viaje a Buenos Aires, llegó la reclusión en casa. Mi cuarto sin quererlo se convirtió en mi guarida de sueños, en mi hervidero de ideas, en el mapa de ruta por donde quiero seguir una vez que el fin del confinamiento nos devuelva a todos a las calles. 

Berlín, una ciudad a la que espero regresar, cuando sea el momento propicio.

En este tiempo de encierro contemplo mis viajes como escenas sueltas de una película en proceso de escritura. Percibo calor, frío, aroma de especias, sabores de platos exóticos, acentos diversos. Abro cajones donde me encuentro con entradas de teatro, de cine, boletos de museos, programas de mano, servilletas, tarjetas, mapas de viajes, lápices, libretas. Cada uno de esos objetos que quizás me convertirían en el archienemigo de Marie Kondo, me transporta a esos lugares donde ese otro yo se dio a la tarea de mirar más allá de su propia ventana. Hoy, aun confinado y sin fecha exacta de salida, son esos objetos, mis fotografías, mis retazos de texto los que me mantienen en un viaje constante hacia mi propio ser. Vivo más allá de los límites de las paredes de mi cuarto.

Tengo un pasaje en espera que la aerolínea ha dejado abierto para cuando yo me sienta listo para emprender un nuevo viaje. En estos días me he visto tentado en poner una fecha, en preparar un itinerario nuevamente pero también he pensado que quiero parar un poco. Estoy en la fase de viajar a través de los viajes realizados y en ese nuevo mapa de ruta he descubierto otras sorpresas que no había visto o comprendido cuando pisé esos lugares. Me agradezco a mí mismo por no haberme deshecho de aquellas cosas pequeñitas que hoy son mis tesoros en medio de estos puntos suspensivos en los que nos encontramos.

La distancia me permite ver ahora a mi personaje detective de tierras lejanas con otros ojos y en ese periplo está apareciendo un nuevo viajero. Creo que de alguna manera viajé tanto para tener material en el futuro que hoy es mi presente. Así que me encuentro “tripeando” mis nuevos viajes y también habrá mucho que escribir sobre esos “nuevos” recorridos.

Una plaza pequeña cuyo nombre desconozco pero que me sirvió para escribir un cuento a la salida de la Biblioteca Pública de Estocolmo

Ayer leía en Los Errantes de Olga Tokarczuk que ella tiene un amigo que nunca podría viajar solo porque necesita compartir la experiencia con alguien. A modo de conclusión, Tokarzuc decía que su amigo no tenía madera de peregrino. Me gusta mirarme esa manera, como un peregrino que observa, que hace amigos locales y que disfruta de los momentos de soledad en los que uno agradece, en susurro, por salir de la comodidad de la casa y conocer otras casas, afuera, cruzando montañas y océanos.

El avión tendrá que esperar, el pasaporte deberá saborear el descanso hasta que se prenda la mecha y el corazón pida un nuevo recorrido a la caza de nuevos recuerdos.

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Mi otra mamá

Ayer domingo fue el día de la madre en Ecuador. Tengo la suerte de estar junto a mi mamá en esta cuarentena y poder celebrar su día como me gusta. Pero también está otra persona, que también ha sido mi madre. Mi tía Silvia, hermana de mi madre, cuidó de mí la mayor parte de mi vida. Las dos estuvieron para proteger, regañar y consentir al niño inquieto que siempre fui. Es inevitable que cuando llega el día de la madre, además de pensar en mi mamá (sobre quien ya he hablado por aquí), pienso en mi tía como esa otra madre. Podría decir tantas cosas sobre ella pero hoy sólo contaré una historia que quizás no sea la más linda y quizás no la recuerde al detalle pero es la que se me viene ahora.

Guayaquil, febrero de 2003. Mi mamá y mi hermana se habían ido a Colombia de vacaciones a visitar a la familia materna. Yo en ese momento tenía 16 años. En casa nos habíamos quedado mi papá, mi tía y yo. En pocas semanas, estaba programado que mi papá y yo fuéramos a Brasil, que era el gran sueño de mi vida en ese momento. Yo quería tener dinero para no depender tanto de mi papá así que mi tía decidió no usar el dinero que nos daba mi papá a cada uno para almorzar. Lo que le daba me lo daba a mí para ahorrarlo y que sirviera de algo para el viaje. Yo compartía mi almuerzo (que yo no sacrificaba) con ella. Así estuvimos como dos semanas hasta que logré un fondo para esos caprichos que mi papá seguro no me iba a dar. Mi tía me acompañó a buscar una casa de cambio en el centro que cambiara mis dólares por reales brasileños. Teníamos un poco de miedo de que el man nos hubiera tragado con billetes falsos pero bueno, había que correr ese riesgo. Ya en Brasil me enteraría.

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Con mi tía, a finales del 2012

Afortunadamente todo salió bien, mis billetes eran verdaderos y cada uno de ellos simbolizaba el esfuerzo de mi tía, no solo el sacrificio de no almorzar plenamente sino el cuidarme mientras mi mami no estaba. Hasta ese momento habíamos vivido juntos tantos años que tenerla cerca era lo normal, lo habitual. Cuando se fue a Colombia, por cosas de la vida, vino el vacío, la falta del abrazo, de los juegos a los que mi hermana y yo la sometíamos, de nuestras conversaciones sobre libros y sobre las historias de nuestra familia. Luego me fui a vivir afuera, pasé muchas cosas, regresé al país y ahora en cuarentena con un presente y futuro extraños, le deseo a mi tía lo mejor que la vida le pueda ofrecer y le mando un abrazo enorme, de esos del corazón que no conocen distancias físicas.

Te quiero mucho, tía.

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Saudade de Domingo #128: Volver a enseñar (y a aprender)

El día de mañana inician las clases en mi universidad. Será una experiencia diferente en medio de esta pandemia. Durante semanas junto a mis colegas, hemos venido preparando contenidos para esta nueva modalidad de clases online. No ha sido fácil. Ha costado modificar el sistema de pensamiento en el que creemos que la mejor clase posible es la presencial, la del contacto visual con el estudiante, la de la discusión calurosa sintiendo el cuerpo vibrar.

Y quizás seguimos creyendo que esa sea la mejor manera de transmitir conocimientos…

Pero hoy el mundo es otro.

Las circunstancias son otras y como diría una colega amiga mía, debemos «estar a la altura». Y estar a la altura es adaptarnos, movernos, navegar en el sentido que la vida nos propone en estos momentos.

He preparado mis clases con cariño, buscando material nuevo, barriendo los contenidos que si bien fueron útiles en años anteriores, en este contexto actual serían absurdos y vacíos. He pensado en mis estudiantes, en sus cabezas llenas de expectativas ante esta nueva forma de aprender. Yo también tengo expectativas, de las buenas y de las malas. Miro con alegría y desconfianza este nuevo periodo de clases pero así como en el teatro, he aprendido que el «show debe continuar», que tengo que seguir con mi mística de trabajo, desafiarme y confiar. De las crisis surgen nuevos caminos y como latinoamericanos embadurnados de problemas por todos lados, sabemos que la luz siempre está ahí cuando realmente queremos mirar más allá del presente difícil.

Mañana no iré a la universidad, no iré a Secretaría a buscar mi cartola, no pasaré por la facultad a saludar antes de ir a mi clase, no tendré que prender el proyector mientras los chicos van ocupando sus asientos, no tendré que respirar profundo para dar las primeras palabras de bienvenida, no conversaré con los estudiantes a la hora del receso. Pero sí estaré en mi casa, con mi computadora encendida, con las mil y un carpetas abiertas, con videos esperando por el play, con pdfs listos para ser leídos, con la cámara encendida para dar la clase. Estaré ahí con el cuerpo, con el corazón delante de la pantalla tratando de estar a la altura de estos momentos, invocando a los espíritus de mis grandes maestros por quienes creí que también podía ser profesor.

No será fácil pero quiero confiar en mí y en mis estudiantes, también en la tecnología que hará posible esta conexión y en la universidad que está dando todo para que el mundo no pare, para que la educación persista. Porque hoy más que nunca necesitamos aprender, estudiar, secarnos las lágrimas y prepararnos para el mundo que vendrá. No vamos a bajar los brazos. Vamos a nadar juntos en busca de una nueva orilla.

Y lo vamos a lograr.

A modo de apéndice les dejo por acá un video sobre enseñar en estos tiempos de crisis. Ha sido una gran inspiración para seguir adelante.

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La historia que llama a la puerta

No puedo ser ordenado. Hoy no. Escribo esto como mejor me sale, como un impulso, como un arrebato, como escupitajo que debo leer dentro de varios días o semanas después para ver en qué estado me encuentro en este momento. 

Pasa que hay una historia, una trama, un juego o como quieran llamarlo, que ha tocado a mi puerta. Quiero decir, los personajes han estado en mi cabeza desde hace más de un año. Incluso llegué a bocetearlos en los viajes en metro, en las esperas de aeropuertos de Lisboa, Madrid y Estocolmo. Me hacía ilusión ver la historia que se dibujaba ante mí. Al mismo tiempo miraba con pena esa creación porque sentía que no tenía el tiempo para poder desarrollarla. Ni bien estaba naciendo y ya la ubicaba en un pedestal, en un sitio inaccesible al que yo no podría llegar por mi trabajo y por mis ocupaciones cotidianas. 

Pasaron los meses. Escribí algunos cuentos, escribí posts por acá, leí muchísimo y la historia entró, lo confieso, en las aguas del olvido. Todo lo que había avanzado se quedó reposando en un frío archivo de word con la esperanza de “encontrar” el tiempo perfecto para empezar a escribir. Porque debo decir que la había vuelto inaccesible ya que es una historia que habla mucho de mí y a la vez es muy lejana a mí. De alguna manera sentía que era una historia que me iba a remover hasta los huesos y la verdad es que también pocas veces me permito ser vulnerable (aunque lo soy y mucho).

Y ahí la pandemia llegó, hizo trizas el futuro, nos ha puesto delante un presente brumoso, con ansiedad y angustias. Pero el sol sigue ahí, el firmamento sigue siendo azul, los pajaritos cantan igual, mi perrito Noé mueve su rabito contento cuando me levanto, mis papás están sanos, mi hermana a la distancia nos cuenta cómo está viviendo su cuarentena. Estoy tranquilo y trato de mantenerme zen en medio de la crisis. Preparo mis clases con ganas, pensando en cada uno de mis estudiantes. Pienso, hago, pienso, hago.

Así una noche en Instagram me encontré con un post de una cuenta norteamericana de guionistas que proponía el desafío de escribir un guion en 14 días. Me encantó la planificación realista que sugerían. Y ahí en la cama pensando, apareció de nuevo la historia, pequeñita, juguetona tocando la puerta. Me recuerda que no hay tiempo precioso ni perfecto, que debo dejarla entrar y que pase lo que tenga que pasar, como cuando un amigo/a llega de imprevisto y hay que recibirlo bien en casa. 

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Siento que es la historia que siempre he querido contar y que este es el momento para escribir sobre ella. Pocas veces he tenido tanta emoción al pensar en una historia. No estoy pensando si saldrá bien o mal, si le gustará o no a alguien, si se volverá o no una película. Hay una libertad, un mar de posibilidades al escribir este guion. Me levanto pensando en los personajes, en las cosas que van a vivir, en los lugares que van a recorrer. Es una historia de amor con muchas vueltas. Se ha nutrido de mis propias experiencias y de personas cercanas. Estoy en el cuarto día de creación y no tengo miedo. Es liberador poder decir que no tengo miedo a pesar de la incertidumbre que siempre produce la escritura. En medio de estos tiempos raros, la creación aparece y no, no puedo escribir una historia sobre pandemia ni enfermedades. Quiero escribir sobre el amor, sobre esa fuerza sobrenatural que nos enloquece cuando estamos con quien amamos, cuando hacemos el amor, cuando damos un abrazo, cuando besamos, cuando decidimos vivir una historia con alguien a sabiendas que todo puede salir bien o mal. Este guion para mí es un homenaje al amor de pareja, al amor a la obra, al  amor a uno mismo. Y no, no será la gran historia, no será el Ulises de Joyce ni el Quijote de Cervantes, ni el Aleph de Borges, pero será mi historia personalísima y colectiva en medio del encierro. 

En estos momentos no sé desde qué otro lugar escribir que no sea como un arrebato o como una “coquetería”, parafraseando a un amigo mío que usa mucho ese adjetivo para decir que la creación es un juego atrevido y también seductor. ¿Me pongo coqueto cuando escribo? No lo sé, pero tengo claro que cuando escribo esta historia la pandemia se esfuma, se borra el tiempo y está sólo el amor. El amor a las palabras, a las historias de amor, a la vida que sigue latiendo.  

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Salir de compras como ejercicio «extremo»

Prepararme para salir, en estos días, es como pensar en un campo de batalla. Requiero de una preparación física y mental. Escoger la ropa que “creo” que me va a proteger de un posible contagio. En lo posible que sean pantalones largos y camisetas mangas largas que cubran la mayor parte de piel expuesta, guantes para “cuidar” las manos, zapatos con poco uso que no me importe perderlos luego de la cuarentena, una mascarilla previamente testeada que va a protegerme. Quizás en el ritual hay cosas que ni le hacen cosquillas al virus pero prefiero convencerme de que mi preparación me blinda ante cualquier contagio. Ahí es cuando viene el trabajo mental. Sentirme resguardado, protegido en el vientre materno de mis prendas de vestir, sabiendo que el exterior no puede tocarme de ninguna manera durante esas horas forzosas que debo salir para abastecer a la casa de productos.

Mi padre insiste en acompañarme. Le digo que debe quedarse en el carro, que no salga. Guarda silencio mientras maneja. Sé que está de acuerdo conmigo pero no está acostumbrado a obedecer y sobre todo, no está dispuesto a aceptar que al tener 63 años se encuentra en un franja etaria considerada de riesgo. Aunque su salud sea vigorosa sabe que debe cuidarse, como todos. Temo que no me haga caso y que igual decida salir al campo de batalla a mi lado, siendo ese escudo, ese compañero que cubre, que está alerta ante el enemigo. 

Llegamos al shopping donde se encuentra el supermercado. Son las 07h30 am, el lugar todavía no abre pero ya hay una fila que debe tener al menos unos 80 personas. Con la distancia social obligada, la fila es aun más larga. Mi papá y yo no decimos nada pero sabemos que la espera ahí a la intemperie, será por lo menos una hora y media o dos horas. 

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Empiezo a hacer la fila, una señora se coloca detrás mío y detrás de ella, mi papá. No quiso quedarse en el carro como le había dicho. No me sorprende pero sí me molesta. Con la señora en el medio, no nos decimos una palabra. Yo estaba más pendiente de ahorrar el aire, de respirar con tranquilidad, de escribir alguno que otro mensaje en WhatsApp. Delante mío está una pareja de esposos que debían andar por los 50 años y una hora más tarde ya no estaban solo ellos, sino sus dos hijos y una tía de ellos. Eventualmente el padre hace alguno que otro vídeo con el celular, a veces los hijos se van a descansar al carro que estaba parqueado cerca y luego regresan. Cada tanto miro a mi papá, que está en su celular viendo algún reportaje sobre el Coronavirus con un volumen poco discreto. En la fila cada quien está en su mundo o tratando de creárselo para sobrellevar la espera. La señora de atrás recibe una llamada y comienza a enumerar todos los productos que va a comprar. Quiere estar segura de que comprará todo lo que necesiten en su casa. La llamada debió durar una media hora. Más atrás hay un gringo ecuatoriano que discute a alto volumen con un inglés poco cuidado. Y el tiempo transcurre lentamente a pesar de que la fila es bastante ágil. No hay sol todavía y eso más llevadera la espera. Contengo las ganas de rascarme la cara, de acomodarme el pelo. Mis manos me son extrañas, como una especie de agentes patógenos de las que debo cuidarme. Las guardo en los bolsillos cada tanto a pesar de la incomodidad del roce con los guantes. 

Me acerco a la entrada, me piden que extienda los brazos y las piernas como si fueran a revisarme. “Cierre los ojos”, me advierte el guardia del supermercado. Lo hago y escucho el rocío de un líquido sobre mí acompañado de un olor leve de desinfectante con agua destilada. No sé lo que es pero agradezco que me bañen, que me desinfecten del aire de angustia que se vive en Guayaquil. Entro y me espera un funcionario con un frasco grande de alcohol en gel, me froto las manos compulsivamente para que el líquido viscoso se impregne en los guantes. Mi padre sale momentáneamente de la fila para ir a la farmacia del shopping. Ruego que no regrese, que se dé cuenta que lo mejor es que vuelva al carro y me espere. Agarro el carrito de compras, respiro un aire fresco y empiezo a recorrer los pasillos atendiendo a la lista que me dio mi mamá. Me alegro de encontrar todo, que las perchas luzcan llenas y que todos los que circulamos en el super podamos comprar con tranquilidad. Pienso en mi papá, me preparo para la sorpresa de encontrármelo por alguna partes. Siento que no puedo con él. No logro imponerme ante él. Sé que me escucha, me respeta, me admira en secreto pero siempre hace lo que él quiere y me cuida aun cuando no se lo pido, aun cuando tengo la edad suficiente para que sea yo quien ahora lo cuide. No me permite hacer el cambio de rol. Quiere seguir siendo el padre proveedor, que vela, que protege. Y yo lo único que quiero es que una vez en la vida me haga caso y se recluya en el auto hasta que llegue con las compras.

Captura de Pantalla 2020-04-25 a la(s) 16.35.47Consulto con mi mamá por WhatsApp sobre la marca que quiere de mantequilla, de queso, de azúcar. Pongo en el carrito además una botella de vino y un six pack de Pilsener. Me sorprendo. Nunca bebo y de pronto al necesitar provisiones pienso que un poco de alcohol no me hará mal. Lo contraindican para esta pandemia pero pienso que nadie sabe más de mi salud mental que yo mismo.  Avanzo, agarro los paquetes de galletas La Universal que le gustan a mi papá. Mi mamá en la lista escribió que agarre cuatro. No le serán suficientes si pretendemos no volver en al menos un mes, pienso. Sigo avanzando, me siento en cuenta regresiva, como si hubiera un tiempo máximo para poder agarrar todo y que pasado ese tiempo, no podría meter más nada al carrito. Respiro y trato de no sentirme perseguido. Me tomará el tiempo que me deba tomar porque no pretendo volver en un mes. 

Cuando voy por el pasillo de los cereales me encuentro a mi papá, quien tiene también su carrito casi tan lleno como el mío. Conversamos sobre la lista de mi mamá. Vemos que tenemos casi todo. Nos dividimos la misión de conseguir lo poco que falta. Mientras busco, pienso que debo escribir sobre esto, pero no de una manera reflexiva sino apenas limitarme a contar la anécdota. No será fácil, me digo, porque siempre se me hace difícil escribir sobre mi papá y más aun sobre su testarudez. 

Me encuentro con él en la fila, sigue revisando su Twitter buscando estar al día de los improperios que dice el gobierno ecuatoriano a través de sus múltiples portavoces. Mira los dos carritos y me dice: “te hubieras vuelto loco si hacías todo esto solo”. Lo dice con aquel tono de salvador, de cuidado. En esta ocasión no hay en él un tono de superioridad sino más bien de colaboración, de altruismo. Inmediatamente entabla conversación con el chico de la caja y la chica que coloca las cosas en las fundas. Los hace reír, les pregunta a modo de chiste, cómo se enamorarían dos personas entre tanta mascarilla y gafas para evitar el contagio. Los chicos ríen, se relajan. Pareciera que les hace bien el humor de mi papá. Sonrío tranquilo viendo a mi papá tranquilo. Como siempre él intenta hacer bromas para aligerar la situación. Me identifico en él. Veo sus manos que ponen las compras en la caja, con pecas gruesas y la piel sensible. Las mismas manos de mi abuelo. Mi papá se parece ahora más a mi abuelo. Y yo seré mi papá y mi abuelo en el futuro. Si es que la pandemia lo permite.

En el auto le digo que no volveremos a salir. Esta vez mi tono es agresivo y no me importa cómo lo tome. No volveremos a salir, pediremos a alguien que nos ayude, ya se verá que se hace pero no volveremos a salir. Él se ríe y no me dice nada, me habla del virus en la ciudad. Sé que me entiende, sabe que se ha arriesgado y sabe también que tuvo advertencias suficientes. Sé que esta vez hará caso, que no me dará la razón con sus palabras pero que guardará reclusión absoluta en casa.

Llegamos a casa, subimos las compras. Mi mamá nos espera a la entrada del departamento para ir metiendo de a poco todas las fundas. Mi papá como ya es su costumbre desde que empezó la cuarentena, maldice a los chinos, no a todos sino al gobierno chino, pero en su desesperación siempre dice “los chinos”. Entramos a casa, me saco toda la ropa y la tiro a lavadora. Quedo prácticamente desnudo delante de mis papás y me meto a la ducha, no sin antes decirle a mi papá que haga lo mismo y que desinfecte su celular. Me dice que lo hará, mientras ayuda a mi mamá a sacar algunas cosas de las fundas. 

Me ducho con agua caliente, como si sintiera el virus merodeando por mi cuerpo. Estabas todo cubierto, me repito, no tienes nada. Dejo que el agua me queme un poco la piel como si de esa manera pudiera corroer al virus. Me enjabono todo, me restriego los brazos, las piernas, la cara. Me siento mejor. Me convenzo de que el baño profiláctico me ha dejado puro, sano de nuevo. Me digo que he ganado la batalla pero no la guerra y que ahora es mejor no salir más, no provocar al enemigo y mantener a mi papá bajo resguardo. Me relajo, respiro, digo que está todo bien, aunque sé que en los próximos días chequearé mi cuerpo varias veces para convencerme de que sigo sano, de que el virus no ha entrado a casa y de que mis padres pueden todavía reír en medio de todo el horror que se vive afuera, en las calles de mi ciudad, que hoy siento ajenas. 

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Mi cumple en cuarentena

Poco antes de que terminara el 7 de abril, me puse en la tarea de plasmar lo que había experimentado en el día. Acá los pensamientos y los divagues por mi cumpleaños en el aislamiento:

Se suponía que hoy estaría en Praga. 

Cuando el plan de Praga se vino abajo por la pandemia, cambié mi vuelo a Buenos Aires.  También se hizo arena, cuando el Covid-19 nos sorprendió en América Latina.

Tuvimos que aislarnos en nuestras casas mientras veíamos el horror en nuestras ciudades desde la tele, el celular, la compu. El mundo empezó a cambiar.

De modo que mi cumpleaños (7 de abril) lo he pasado encerrado con mis padres. Tuvimos un hermoso almuerzo los tres, sin poder evitar colocar sobre la mesa el tema del virus: las negligencias del gobierno, los amigos que han fallecido, los que aun luchan por su vida. Aunque ya el Covid-19 hace parte de nuestras charlas, es imposible “naturalizarlo”. Nunca la muerte repentina puede volverse cotidiana. El horror se manifiesta en cada tuit, en cada post desesperado de algún conocido que pide ayuda en las redes. 

Sin embargo, hoy me he conectado con esa energía sideral de los amigos, familiares, colegas y estudiantes que se han tomado el trabajo de escribirme por las redes, de llamarme, de dejarme un cálido mensaje de voz. Algunos hasta me cantaron “feliz cumpleaños”. Me he sentido acompañado todo el día con sus buenos deseos.  

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Hoy no hubo torta (sólo una especie de espumilla), pues estamos tratando de salir lo menos posible en casa. Pero hubo cariño, amor, el agradecimiento por tener salud, por ver a mis papás vigorosos. Mis compañeros y amigos de la facultad me organizaron una “fiesta virtual” sorpresa. Una amiga me hizo creer que tendríamos una reunión entre los dos y ahí me encontré con mi jefe y mis amigos colegas deseándome un feliz cumpleaños, a pesar de las circunstancias adversas.

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Debo decir que dormir es complicado en estos días, me da miedo levantarme y encontrarme en el celular con alguna mala noticia repentina. Pero en este día de cumpleaños pude al fin dormir un poco más, desconectarme de todo y volver a mí, fetal, minúsculo, acurrucado en mi corazón para tomar fuerzas, para poder sonreír a pesar de los allegados que están perdiendo la batalla.

El día de mi cumple está terminando. Han llegado notificaciones de conocidos que han fallecido. Finalizo mi día triste, con las manos temblorosas y una sensación entre rabia y pena. Me contengo, no quiero llorar. No hoy al menos. 

Veo las fotos de mis salidas con mis amigos, de mis viajes y me he sentido ajeno. Como si se tratara de un personaje alejado de mí, de otra época en la que no estaba prohibido abrazarse, en la que no había hacer fila para ir al super, en la que no había que cubrirse la boca y la nariz. Me da vértigo pensar que nunca volveremos a ese tiempo, que para bien o para mal, el mundo es otro, que ha llegado una nueva era, incierta, desconocida.

Son ya las 00h30 del 8 de abril. El calendario de mi compu aun no entiende que el mundo cambió, que no necesita recordarme mi itinerario de Praga a Madrid, o de Guayaquil a Buenos Aires. Que no tomaré esos aviones, que mi lugar ahora está en Guayaquil, junto a mis papás, batallando no sólo contra el virus, sino contra el miedo y tratando sonreír por la dicha de otro día más con salud.

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Saudade de Domingo #127: Tiempo de resistir

«Hola Santiago, estás bien? He visto en la tele imágenes de cuerpos en las calles de Guayaquil», me escriben varios amigos de diferentes latitudes del mundo, consternados, preocupados por lo que pasa en Ecuador a causa del Covid-19. «Hola. Estoy bien, mi familia también, estamos confinados hace más de dos semanas pero tenemos salud». Se me hace un nudo en la garganta el responderles a mis amigos porque pienso en todas las personas que en mi ciudad están sufriendo la enfermedad, que están en la larga lista de espera por una cama en un hospital, los que desesperadamente reclaman el cuerpo de un ser querido, los que dejan los cuerpos en la calle como medida desesperada para evitar más contagios dentro de sus familias.

Esto es una pesadilla. Los días pasan y aunque en el confinamiento igual estoy haciendo teletrabajo, cada vez se torna más difícil concentrarse, desentenderse del mundo y cumplir con las tareas de mi empleo. Me siento mucho más cansado que cuando tengo que movilizarme y pasar diez horas trabajando en la universidad. Estos últimos días opté  por no engancharme mucho con las noticias ni en tele ni en las redes, pero el Covid-19 se ha colado en todos los rincones de la vida cotidiana. Ya no es suficiente con evitar los noticieros, los tuits de conocidos desesperados que claman medidas contundentes por parte del gobierno. El Coronavirus está también en los pedidos de auxilio por un respirador, por un medicamento en los grupos de whatsapp, en las declaraciones vacías de un gobierno que está más preocupado por su imagen internacional que por resolver el grave problema de los cuerpos sin destino, del cuidado del personal médico que se juega la vida en los hospitales, de la escasez de pruebas para detectar el Covid-19. Siento pena y rabia por lo que estamos pasando.

A modo sublimación, he tenido la necesidad de documentar mi encierro. A partir de mi cuenta en Instagram (@Saudade86) me he puesto en la tarea de fotografiarme y de escribir cada noche sobre el día que se termina. Hay días que cuesta más escribir, que preferiría no decir nada pero siento que necesito esa catarsis diaria para seguir adelante. Lo real de toda esta situación es que acá en Ecuador estamos a la deriva. Un completo abandono, una desolación en la que no nos queda otra cosa más que cuidarnos entre nosotros pues el Estado (o mejor dicho este gobierno) es incapaz de proporcionarnos la salud pública mínima que como ciudadanos y seres humanos nos merecemos. Y no digo que esto sea solo un problema ecuatoriano exclusivamente, pero acá las medidas improvisadas del gobierno desde que apareció el primer caso, dejaron crecer el número de contagios hasta llegar (hoy domingo 5 de abril) a mas de 3600 casos. Mi ciudad, Guayaquil, ha sido la más golpeada del país.

Esto es una guerra. Hay quienes se resisten a la comparación y lo respeto, pero yo no encuentro nada cercano ni vivido antes para explicar la desazón, la impotencia, la ansiedad, las noticias desalentadoras en todo el mundo contabilizando el número de nuevos contagios y el número de fallecidos. Y yo en silencio, con un nudo en la garganta me pregunto: ¿Me tocará a mí el Covid-19? ¿Tocará a algún ser querido? Hay que luchar contra ese miedo que no da tregua, como cuando alguien espera que el bombardeo no toque su casa ni mate a nadie de los suyos.

El nudo en la garganta, suavizado por gárgaras diarias, sigue ahí, recordando que esto nos está pasando a todos, que nada ni nadie puede protegernos por el momento. En estos tiempos dolorosos, la sociedad civil ha activado sus redes de colaboración y es conmovedor ver cómo muchos están haciendo más por la ciudad, que las mismas autoridades que elegimos en las urnas. Lo que nos toca, desde el privilegio del encierro para algunos, es honrar el toque de queda, no salir, lavarse las manos de forma compulsiva y sobre todo resistir.

Resistir.

Resistir.

Resistir.

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La historia que no sucedió

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Hoy, a esta hora, debía estar en Madrid.

Como de costumbre, habría salido a caminar por donde me hubiera alojado, habría mandado mensajes a mis amigos informando que ya estaba ahí.

Seguramente habría tomado unas cañas por la noche en algún bar en Malasaña, escuchando música al aire libre y queriendo resolver el mundo con los amigos.

Mañana domingo seguramente habría ido a Retiro a tomar fotos, escribir un rato y sobre todo, habría caminado, mucho, mucho, agradeciéndome por lanzarme a otro viaje en solitario.

Quizás por la tarde habría ido a algún museo o me habría encontrado con algún amigo, a comer churros o a tomar un café.

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Dentro de unos días habría ido a Praga a encontrarme con una gran amiga catalana. Nos hacía tanta ilusión volvernos a ver luego del verano intenso que compartimos en Barcelona. Seguro que con ella me habría emborrachado sin pena en la víspera de mi cumpleaños. Y habríamos caminado del brazo por Praga, sintiendo que flotábamos sobre la calle, puteando a los políticos, riendo de los días calurosos en Barcelona, recordando a los autores que nos gustan.

Seguramente la noche de mi cumpleaños, ella me sorprendería con algún detalle y yo bebido de nostalgia ante el regreso inminente al Ecuador, le habría dado un abrazo, le habría susurrado en catalán que ahora a ella le tocaba venir a Guayaquil, a conocer a mis amigos, el lugar donde trabajo y que seguro le encantaría.

Pero bueno, son imágenes de una película que no se rodó.

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El mundo empezó a cambiar a inicios de este año. Muchos creímos que una epidemia china no nos tocaría hasta que el virus se hizo presente en nuestro país, en nuestra ciudad, en nuestro barrio. De repente el mundo como dice el refrán, es un pañuelo. Un pañuelo enfermo, paranoico, temeroso.

Ayer recibí formalmente las cancelaciones de mis vuelos. Respiré aliviado desde mi cuarentena. Pensé en mis viajes y también en lo afortunado de tener a mis padres, mis mascotas en casa y a mi hermana, mis amigos en el mundo conectados conmigo desde el corazón y la virtualidad.

Es momento de recogimiento, de relacionarnos de otra manera con el tiempo. Aunque tenga home office, el paso del tiempo es diferente, las horas tienen otro ritmo, la secuencia del día a la noche camina en otro sentido.

En tiempos en los que los afectos físicos están prohibidos, toca mirar hacia dentro. Aceptar que el tiempo que tenemos es este y que en la languidez el encierro, debemos fluir con otras reglas. Habrá momentos de tedio, de mirar a un punto fijo sin esperar nada más, de silencios voluntarios y forzados. Habrá que hacer el esfuerzo de sacarnos el chip de “estoy perdiendo el tiempo”, porque en estos momentos el tiempo tiene otro sentido.

Hay que abrazar la monotonía, comprender que el paso de los minutos responden a otra lógica y que está bien que así sea. Quiero creer que estamos frente a un punto de giro en la trama que nos está tocando vivir, que todo esto es un punto de inflexión para dar paso a algo que todavía desconocemos.

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Hoy no estoy en Madrid.

Estoy en mi cuarto en Guayaquil, escribiendo estas líneas y conectado con mis afectos presentes y lejanos. No recrimino nada, no maldigo, no me mortifico. Pienso en el planeta y cómo esta nueva realidad ha provocado un efecto dominó. Se habla de fake news, de conspiraciones, de un plan conveniente para arrodillar el mundo. Quizás sí, quizás no. En todo caso, los contagiados, los fallecidos y nuestro encierro es real y con seguridad algo se aprenderá de este momento extraño, cercano y distante a la vez.

Cuando todo esto pase, lo primero que me gustaría a hacer es abrazar a esos familiares y amigos que hacen parte de mi geografía personal. También salir, comer, ir a la playa, a la montaña, volver a esas cosas básicas y necesarias en las que el tiempo también corre de otra manera.

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Saudade de Domingo #126: No ser una máquina

En el trabajo de mesa de una obra que montaremos en el futuro con unos compañeros, surgió, entre varios cuestionamientos, qué es lo que nos diferencia a los humanos de las máquinas/robots/plataformas. Aunque la respuesta podría ser obvia y cargada de verdades absolutas y de lugares comunes, el asunto se complejizó cuando empezamos a discutir acerca de la humanidad versus el automatismo de las máquinas. ¿Podemos los humanos «volvernos» robots cuando tenemos comportamientos automáticos y «perdemos» la sensibilidad? ¿Los robots, las máquinas y/o plataformas se irán perfeccionando en el futuro en materia de humanidad? Aunque suenan a preguntas descabelladas, hacen mucho sentido para el montaje de una obra de teatro en la que la humanidad y la robótica se unen, generando malentendidos y problemas que más allá de ser una ficción invitan a una reflexión.

Así que la pregunta sobre la humanidad me ha seguido dando vueltas. No basta con tener un corazón que lata para hablar de humanidad cuando vivimos en rutinas sistematizadas, organizadas para encajar y cumplir. Es inevitable bajo este esquema cuestionar relaciones afectivas, laborales, el vínculo con la ciudad, con el mundo. Aunque suena a frase hecha, creo que más que nunca es necesario «salir de la zona de confort», probarnos en otras áreas, reinventarnos y sobre todo ganar confianza. Es el miedo lo que paraliza.

En una época donde todos corren y como diría Byung-Chul Han, la realización personal está en explotarse a uno mismo, creo necesario hacer un alto y pensar en las cosas que hacemos. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué objetivo? Sin duda son preguntas existenciales que las máquinas no podrían hacerse y que los humanos estamos perdiendo la capacidad de formularlas.

Aunque pareciera no tener relación, en paralelo a este nuevo proceso de teatro, estuve leyendo el libro The Bullet Journal Method, que básicamente se enfoca en llevar un diario monitoreando todas las actividades que realizamos en el día a día, a través de colecciones anuales y mensuales. Empecé a leerlo con recelo, con sospecha de que fuera otro libro más de coaching, de mindfulness para dummies. Sin embargo mientras avanzaba la lectura me encontré con un texto sólido en el que queda claro que el diario es sólo una herramienta para realmente estar felices con lo que hacemos. Más allá de la parte técnica que propone utilizando nomenclaturas, índices de clasificación, el valor real que tiene este libro para mí es que invita a reflexionar sobre cada actividad que hacemos preguntándonos si es útil o no, por qué la realizamos, por qué la posponemos (oh, maldita procrastinación) y si vale la pena invertir tiempo en ella.

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Aprovechando el inicio de mes, he decidido llevar adelante mi primer bullet journal. Me he tomado el tiempo de armarla de acuerdo a mis necesidades (eso es lo interesante de esta metodología) y de ir anotando las actividades que tengo y quiero hacer durante este mes y en lo sucesivo. Si bien ya llevaba registro con el Google Calendar, creo que el volver a lo analógico, al cuaderno y a la tinta me permite desconectar un poco de lo digital y sobre todo me hace reflexionar sobre lo que hago y lo que dejo de hacer. Trabajar en un diario ofrece una relación intimista, voluntaria y necesaria.

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Podría parecer que con el Bullet Journal se perdería la naturalidad de lo espontáneo pero esta dinámica no es rígida sino que está abierta a los cambios y cada uno la puede adaptar a lo que necesite. Me gusta el hecho de que el diario sea como una especie de inventario de mis actividades y de esa manera puedo tener la cabeza con más aire, con más espacio para pensar en cómo llevar a cabo lo que quiero. Siempre me he sentido ahorcado de trabajo, de actividades que se suceden una a la otra y ahora llevando un registro puedo mirar en qué estoy invirtiendo mi tiempo real.

Puede que el Bullet Journal no sea para todo el mundo pero creo que está bien probarlo y ver si funciona. Creo que ya es ganancia el hecho de hacer un alto momentáneo a lo digital y concentrarse en uno mismo y el papel, dejando que sea esa relación la que invite a pensar, a reflexionar, a saber cuándo decir no. El Bullet Journal es una herramienta con la que se puede salir del automatismo diario, del ser una emulación robótica que al final del día siempre se recriminará no hacer lo que realmente quiere «por falta de tiempo». Yo diría que es por falta de organización y de ganas de cambiar lo que no ha funcionado hasta ahora.

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Saudade de Domingo #125: Los mapas de la infancia

Abro el Google Maps, escribo la dirección a la que tengo que ir. Quince minutos caminando a buen ritmo, me pronostica la aplicación. Trazo mi recorrido imaginario por calles que conozco pero que en la vista satelital lucen como venas grises que se interceptan, se cortan o siguen largos tramos en línea recta. Muchas veces me he sorprendido “jugando” con Google Maps. Elijo una ciudad que se me viene a la cabeza y la recorro, fantaseo con sus formas, con el verdor (o la ausencia) de árboles, los tejados de las casas, la aparición repentina de ríos o de playas. Juego por unos cuantos minutos como cuando en la infancia jugaba con los mapas. Con un lápiz trazaba caminos, posibles rutas para ir de una ciudad a otra, también los calcaba y me desafiaba a ubicar ciudades sin la ayuda del mapa original. 

Me parecía fascinante comparar mapas de diferentes libros. Algunos eran más planos, otros pretendían emular el relieve real de las montañas y valles. Los había también de diferentes colores y tipografías. Debo decir que todos me gustaban y ningún atlas estaba de más, todos sumaban, todos me emocionaban. Todos me hacían viajar a lugares distantes.

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Debía tener ocho años cuando mi abuela y mi tía me regalaron un atlas que editó diario El Comercio, a partir de una edición de National Geographic. Su pasta dura, imponente, de color azul y una fotografía de la Tierra, esférica, perfecta, descansando sobre un mapamundi. Lo abrí, exploré sus páginas blancas de papel couché y me encantó ver que cada país tenía una modesta descripción cultural con datos importantes como capital, ciudades importantes, idiomas, moneda. Había además varias fotos de manifestaciones culturales de cada país que me permitían hacerme una idea de cómo eran esos países.

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Otra cosa que me encantaba eran los colores de los mapas. Amaba mi atlas, con él aprendí cómo lucían las personas en Escandinavia, las monedas de los países del Medio Oriente, las impactantes imágenes de Seúl y Tokyo, lo enorme que era Australia y lo solitaria que era al interior del país. Fue uno de los regalos más hermosos que recibí en la vida y recuerdo haber dormido muchas noches junto a mi atlas. Soñaba que visitaba esos lugares, me veía como un explorador que iba tachando el mapa de cada país que  visitaba. Gracias a mi atlas, con ocho años, ya me sabía de memoria todas las capitales del mundo. 

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Además de mi atlas, que se volvió mi libro de cabecera, seguí como detective cazando mapas. Cada año pedía de regalo de navidad el Almanaque Mundial, que me brindaba vasta información de cada país con su respectivo mapa. En la escuela, en el cuarto año de primaria, incluyeron en la lista de útiles escolares, un atlas de América y del Ecuador. Fue ahí cuando me enteré que Ecuador había tenido un territorio vasto y que con el paso del tiempo, luego de varios conflictos con Colombia, Perú e incluso Brasil, quedó del tamaño que tiene actualmente. Recuerdo haberme “cabreado” pensando en cómo nos fuimos empequeñeciendo frente a los otros vecinos invasores. Ahora, obviamente, es historia superada.

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No podría precisarlo bien, pero creo que los mapas influyeron también en mi pasión por los idiomas. De cada idioma que estudiaba, me gustaba calcar los mapas de los países hablantes. Era una manera de apropiarme de esas regiones, de esas provincias. Calqué y pinté muchas veces los mapas de Brasil, Italia, Francia, Portugal, Alemania, Estados Unidos. También el hecho de recorrer los mapas con ciudades de fonéticas extrañas para mí en ese momento, me incitaba a saber más sobre las lenguas. Vi fotografías de Moscú y su alfabeto familiar y distante del latino me hacía pensar en cómo se escucharía hablar a los rusos. Lo mismo me pasaba con el árabe y el mandarín. Las ciudades chinas, por ejemplo, eran las más difíciles de pronunciar y recordar. 

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Llegó luego el internet, podía descargarme los mapas pero no era lo mismo. Llegué a imprimir a algunos pero no me emocionaban de la misma manera. Los mapas fueron quedando en el desván de mi memoria. Cada tanto en algún lugar podía encontrar un mapamundi y atraído como imán lo observaba de cerca, pero nada más. Ya adulto empezaron los viajes y ahí volvieron otra vez los mapas en las guías de Lonely Planet. Las ciudades y sus sitios emblemáticos, sus calles, sus plazas, sus montañas volvían a tener sentido para mí. Me preparaba para vivir esos lugares que había explorado tanto desde los mapas. 

Debo decir que a cada lugar que viajo, sigo comprando atlas de ese país que visito. Me sirven de colección y a la vez como guía durante los recorridos. Es verdad que el Google Maps es una herramienta fabulosa, una guía en tiempo real que ofrece atajos, que anuncia tiempos y que además anticipa con fotos lo que uno se va a encontrar. Pero también es verdad que necesito del mapa en papel y tinta, resistente ante las fallas del wifi e indoloro ante las horas sin batería. Necesito lo imprevisto que me ofrece la representación gráfica del mapa frente al espacio real.  A veces prefiero la incertidumbre de lo que está por descubrirse en un mapa que está diseñado para ser enmarcado, doblado, mojado, estrujado y que aun así seguirá siendo un mapa con historia.

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Saudade de Domingo #124: En busca del tiempo «perdido»

Tomo prestado el título de Proust. Lo saco de su contexto para mirar mis primeras semanas del 2020 y llegar a una pequeña conclusión ahora que el mes está por concluir en unos días: quiero recuperar las cosas que me hacían feliz en otras épocas. Cosas que dejé de lado por licuarme en la vida diaria, por creer que nunca encontraría el tiempo perfecto para dedicarme a ellas, por pensar que seguramente habría miles de personas mejores que yo para hacer esas cosas que yo quería hacer. En fin, todas trampas que me ponía para dejar de lado los desafíos y quedarme en el confort que ofrece tener un trabajo asalariado como profesor universitario.

En estas semanas en las que he tenido un horario regular de oficina (todavía las clases no han comenzado), pude destinar tiempo para una pasión que en los últimos años ha tenido altos y bajos: estudiar idiomas. El año pasado coqueteé con el japonés y el polaco pero ambos proyectos de aprendizaje no duraron más de tres meses. Una lengua requiere tiempo, paciencia y entusiasmo, cosas que yo no tenía por esos momentos a nivel emocional. Estaba por una crisis treintañera con mucha ansiedad y fui picoteando en muchas cosas en busca de algo que me abstrajera de esos problemas. Los idiomas cumplieron esa misión sólo por un breve lapso de tiempo.

IMG_0927A fines del año pasado, no sé por cuál razón, me propuse aprender ruso. Con metas pequeñas, me bajé Duolingo para practicar tranquilo, sin exigirme nada más que cinco minutos diarios; luego pasé a Memrise, una plataforma de cursos en línea, especialmente de idiomas, que me permitió aprender el alfabeto cirílico. Comencé a escuchar música en ruso, a leer sobre la historia reciente de Rusia y lo más importante comencé a hacer amigos rusoparlantes en internet. Toda esta combinación ha hecho que estudiar ruso no sea una tortura. Ni siquiera he pensado que es considerada una de las lenguas más difíciles del mundo, que su gramática es caprichosa, que la fonética es complicada. Pienso más bien en lo que voy progresando. Puedo escribir frases completas en ruso a mis nuevos amigos, cosa que hace unas semanas no podía hacer. Puedo leer ciertas frases aunque no sepa qué signifiquen. Hoy ví la película Brat (Hermano) considerada ya un clásico del cine ruso y me emocioné al escuchar palabras que ya me son familiares. Estas pequeñas hazañas, estas «microvictorias» son el combustible para seguir aprendiendo. Ahora he comprado un libro para aprender ruso en el que siguiendo todas las lecciones llegaría al nivel B2.

En paralelo quiero volver a dibujar, algo que me gustaba hacer y a lo que le dedicaba varias horas hace un par de años. Lo dejé de hacer porque me criticaba mucho, quería una prolijidad, una perfección que estaba matando ese espíritu creativo con el que empecé a hacerlo. Hace unos días me ha vuelto el deseo de retomar eso, reabrí un curso de dibujo online que había comprado en aquella época y me he puesto nuevamente a bocetear. Hace dos años compré varios kits de acuarelas, papeles de diferentes formas y gramajes, así que pienso utilizarlos, recuperar esas horas de trabajo y regresar a dibujar, a pintar. Quiero apenas probar y expresarme a través de las manos sobre el papel, escribiendo imágenes.

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También he vuelto a escribir con regularidad en mi diario, siguiendo los consejos de las páginas matutinas de Julia Cameron. Apenas escribir tres páginas sobre lo que sea al despertarse, cuando la mente está más despejada. Ha sido un ejercicio terapéutico volver a esas páginas, reflexionar sobre lo que me pasa y disfrutar de ese viaje de autoconocimiento diario. No hace falta más que despertarse, sentarse a escribir y ver qué sale hasta completar tres páginas.

Y así es como espero recuperar el tiempo perdido, preservando mi área personal, mis actividades de tiempo libre, mi oxígeno en soledad. Sólo así podré encontrar algo de equilibrio en medio de una época en la que se exige rapidez y como dice Byung-Chul Han, acabamos extenuados.

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Saudade de Domingo #123: La génesis del 2020

Después de la euforia del fin de año viene el momento de la verdad. Poner las metas y deseos en marcha. Si ya era complicado colocar una lista de prioridades, más desafiante resulta comenzar a trabajar en los objetivos. Hay que aprovechar el envión del nuevo año, las ganas que son un motor importante y ver hacia dónde vamos.

En estas primeras semanas del año he estado trabajando en mi interior, haciendo una  limpieza espiritual, saliendo con mis amigos, practicando mis idiomas, preparando clases para el nuevo ciclo, leyendo mucho, escribiendo poco (lamentablemente). De todo esto me sorprendo de mis ganas de aprender ruso (lo empecé a estudiar a fines de diciembre) y hasta ahora me gusta lo que voy conociendo. Es una lengua difícil, de muchas reglas y de una pronunciación a veces indescifrable, pero es un desafío que me gusta. Me enfrento a palabras que no tienen conexión conmigo, que no lucen ni como parienta lejana de las lenguas que hablo, pero está siendo una oportunidad de abrir otras puertas, de conocer a la familia eslava. El lenguaje es una manera de entrar, por las bases, a otras culturas. En este mes de aprendizaje he aprendido mucho sobre Rusia y los ex países de la Unión Soviética. Estudiar una lengua activa en mí una sed por conocer más que hay en esa cultura, en esas personas que utilizan ese idioma.

Este año he comenzado con los frutos de dos investigaciones que realicé el año pasado y que se han publicado finalmente en revistas académicas. En el mundo de la academia la paciencia es una gran virtud y el único camino, pues los tiempos de las revistas son propios. Toca esperar, reescribir, seguir una serie de procesos burocráticos hasta que finalmente la publicación aparece. Estas dos investigaciones fueron productos de mucho esfuerzo, curiosidad y cariño. Mientras los resultados de estos proyectos ven la luz, he aprovechado para trabajar en el cierre de la investigación realizada el año pasado y que ojalá pueda publicarse este mismo año. Pero como dije, hay que tener paciencia, ya que los tiempos dependen de las revistas.

También han sido semanas para preparar clases. Leer libros, subrayando temas, extrayendo fragmentos que traen a su vez otros textos y a manera de puzzle, he ido armando las clases. Estoy haciendo el ejercicio de reestructurar mis clases habituales casi al 100 por ciento. Me pasa que me suelo aburrir de dar los contenidos de la misma manera y necesito oxígeno, algo que sólo me lo puede dar la revisión de nuevos autores, discusiones recientes y gatillos que permitan que recobre el entusiasmo cuando me toque estar frente a los alumnos otra vez a fin de mes. Asimismo duele desprenderse un poco de ciertos ejercicios, de ciertas citas pero también me recuerdo que ya no soy el que diseñó esas clases y que necesito plasmar mis nuevas inquietudes.

Este fin de semana he tenido un reposo obligatorio ya que tuve extraerme una muela que no daba más. En paralelo he estado leyendo la novela Sistema Nervioso, de Lina Meruane que es un himno tortuoso a la enfermedad y al dolor. Estos días con la encía latiendo a mil, he pensado en unas de las frases que dice el padre de la protagonista de la historia. «Es el dolor el que nos hace estar vivos». Si nos referimos netamente a lo físico (desde una visión espiritual sería diferente) esto es más que cierto. El dolor avisa, resguarda del peligro pero también recuerda. El cuerpo tiene memoria y el dolor ocupa un sitial importante dentro de ese espacio. De modo que pensar en mi dolor de muela extraída, me ha hecho tomar conciencia de aquello que se fue, de lo que me desprendí. Un dolor para evitar otro dolor, el permanente de una muela enferma.

Han sido semanas también de pensar qué quiero hacer con el resto del año. El 2020 me suena a un año clave para plantear nuevos caminos, de mirar las cosas de otra manera y de soltar aquello que ya no funciona.

Agradecer. La clave es siempre agradecer por lo que se deja y por lo que se obtiene. Todo hace parte de la misma experiencia.

 

 

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Querido 2019

Querido 2019:

Has sido un año intenso, de muchas sorpresas. Como los años anteriores, te esperé con muchas ansias. 

Algunos proyectos se concretaron, otros quedaron en el tintero. 

Me hiciste recorrer San Francisco, Oporto, Lisboa, Madrid (por segunda y tercera vez), Barcelona (por segunda vez), Estocolmo, Berlín, São Paulo, Bariloche y Buenos Aires (que ya ni cuento las veces que estuve aquí porque es mi segunda casa). 

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Me hiciste también llegar a los 33, me hice rubio de pura locura, me tatué la palabra Saudade en Lisboa, de la mano de un tatuador portugués que conocía el significado de esa palabra desde lo más profundo de su ser.

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Leí más que cualquier otro año, conocí gente maravillosa de muchos lugares del mundo hablando en muchos idiomas y así sin darme empecé el aprendizaje de mi sexta y séptima lengua.

IMG_6828.jpgFuiste también un año que me puso en crisis, quizás como diría Campbell, llegué a la caverna más profunda. Enfrenté monstruos, crucé mares, pensé en tirar la toalla, retirarme de la vida y salir del juego, pero vinieron aliados a mi rescate para seguir participando. Gracias por no dejarme caer. 

Fuiste un año que me demostró que tengo otras capacidades, que hay espacios en mi ser que aún no he explorado, me pusiste en contacto con el afecto, el cariño de extraños, fui el hombro de personas que apenas conocía. Me hiciste entender que hay algo que nos une a todos y es la hermosa experiencia humana de recorrer este plano.

Cierro hoy nuestro capítulo de vida, con gratitud, alegría y con mucha saudade, dejando atrás aquello que ya cumplió su función y rescatando las lecciones para mi siguiente café con el año que viene. 

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Querido 2020, deseo que me permitas seguir creciendo y sobre todo quiero aprender de ti que tengo que hacer lo que yo quiera y que me importe tres carajos lo que lo demás piensen. Es decir, 2020, te recibo con los brazos abiertos para mandar a la mierda a los que restan y no suman; te recibo con los brazos abiertos para sumar en el mundo, para producir y generar cambios en el entorno que me encuentre; te recibo con los brazos abiertos para recorrer más ciudades, para leer más, para escuchar más música, para ver más películas, para ver más teatro, para escribir más y sobre todo para amar más y mejor. 

Deseo para todos un hermoso 2020, en el que sigamos aprendiendo sobre nosotros mismos y seamos mejores seres humanos. Solo eso. 

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Saudade de Domingo #122: Idiomas que vienen y van

Estudiar idiomas hace parte de mi vida. Es tan importante como escribir en este blog, los cuentos o la novela que escribo. Tan importante como leer, ver películas u obras de teatro. Los idiomas me permiten conocer también otros mundos a través de la gramática, de la manera en que se nombran las cosas, de la fonética que emplea cada lengua y cómo cada una de ellas se reproducen en la literatura, en el cine, en la música.

Cada lengua crea mundo y un sinnúmero de posibilidades filosóficas. Es lo más íntimo que podemos tener como especie, aquello que nos permite colocarnos frente a otros, reconocernos y diferenciarnos. Cuando los regímenes totalitaristas buscaban aniquilar la cultura de un lugar, lo primero que se procedía era a prohibir el uso de la lengua local. Al hacerlo, la gente tenía que apropiarse una lengua ajena con la que no tenían lazos históricos. Era como arrebatarles a la madre, quedándose desprotegidos, débiles, sin el bagaje gramatical, lexical que les daba un lugar en el mundo.

El proceso de aprender un idioma, sobre todo en la etapa inicial, es arduo y requiere de mucha paciencia. Es en esta primera fase donde se adquiere el vocabulario básico, las expresiones esenciales y la gramática general. Es también el momento en que la mayoría tira la toalla con el idioma. «Muchas palabras para memorizar», «las conjugaciones son de terror», «la pronunciación es difícil». Frases recurrentes en las que amigos y conocidos me cuentan, con decepción, que perdieron la batalla con una lengua que al inicio les llamaba la atención.

Hablo cinco idiomas con relativa fluidez y cada uno de ellos ha sido una travesía con muchas alegrías y también frustraciones. Hace parte del viaje. No siempre aprender puede ser entretenido y por eso mismo se valora más cuando hablas con un nativo y la conversación fluye sin que te pregunte cosas que no ha podido entenderte. Los mejores halagos que alguien le puede hacer a un estudiante de idiomas es que su pronunciación es buena, que casi no comete errores y la más seductora, la más orgásmica: «a veces me olvido que no eres nativo».

Usualmente me preguntan para qué estudio idiomas si no soy diplomático, ni trabajo en negocios internaciones ni soy profesor de lenguas. Me lo preguntan con curiosidad, como si hubiera un truco, algún secreto que me niego a revelar. La respuesta corta es siempre la misma: «porque me gustan los idiomas». La respuesta larga sería porque me gusta descifrar cómo se expresa la vida en otros idiomas, cómo palabras que me gustan en mi propia lengua suenan en otra, porque los idiomas ayudan a tender puentes entre las personas, porque los idiomas me permiten acceder a manifestaciones culturales sin la mediación de un traductor, porque los idiomas me hacen más humano.

Mi primer momento de conciencia de que existían idiomas aparece en la infancia, cuando veía el programa de Xuxa y escuchaba sutilmente que debajo de la voz en castellano, se podía escuchar una voz extraña. Era muy delicada y yo tenía que hacer un esfuerzo para poder acceder a esa voz en segundo plano. Le pregunté a mi mamá una vez, qué voz era esa y me dijo que Xuxa hablaba portugués, el idioma de Brasil. Me sonaba raro pero me gustaba cantar Ilariê, Lua de cristal chamuscando un portugués que luego olvidé cuando aparecieron los discos de Xuxa en español.

Luego vino el segundo momento cuando mi tía Manuela vino de visita a Guayaquil. Ella vivía en ese entonces en Fortaleza, estaba casada con un brasileño y algunas veces la escuché a hablar en portugués. Sonaba a Xuxa y eso me llamaba la atención. Imaginaba cómo sería ir a un país en el que no hablaran español.

Después empecé a estudiar inglés en la escuela ya con textos y ejercicios de escritura. Lo asumí como algo natural y normal hasta cuando me encontré con el alemán. Mi tía Silvia, había empezado a estudiar inglés y alemán en la universidad y comenzó a enseñarme un poco de la lengua de Goethe. Me gustó la pronunciación, aprendí muchas palabras, pero en la inquietud de la infancia, no era posible estudiar con disciplina más allá de las materias de la escuela. De modo que el alemán fue un primer encuentro y muy breve.

Ya en la adolescencia aparecieron los idiomas que me acompañaron durante esos años hormonales: portugués, italiano y francés. Disfruté estudiarlos, aprendí mucha historia, geografía y literatura de los países donde se hablan esos idiomas. Me aprendí decenas de canciones, hice cientos de oraciones para practicar. En aquella época no había YouTube de modo que me tocaba grabar en VHS las películas brasileñas y europeas que daban en Cinemax. Fueron años de mucha felicidad estudiando idiomas, años donde me imaginaba cómo sería vivir en Brasil, Italia y Francia.

Es loco pensar que aun sigo «estudiando» estos idiomas. Digo estudiando porque en una lengua nunca se deja de aprender, ni siquiera en la lengua nativa. Ahora mi estudio es más fácil por la tecnología. Escucho podcasts, uso apps para recordar reglas gramaticales, fichas virtuales para memorizar palabras, chateo con amigos de diferentes partes del planeta. Todo en nombre de seguir en contacto con los idiomas que he aprendido.

También con la tecnología han aparecido otros idiomas. He estudiado ruso, griego, latín, noruego, sueco, alemán, japonés, coreano, árabe y polaco. No puedo decir que «hablo» ninguno de estos idiomas. Apenas los he estudiado por un tiempo y luego me he desencantado de ellos. Creo que sucede porque con los idiomas necesito crear un vínculo afectivo que sirva de combustible y construir esos caminos toman tiempo. Estudié varios meses japonés pero al no encontrar muchos productos culturales que me vincularan con el idioma, terminé desistiendo. Lo mismo me pasó con el ruso, el polaco, el árabe, pero tampoco me preocupo. Cada idioma para mí, tiene su momento.

Ahora me encuentro estudiando alemán. Me siento cómodo con el idioma, seguramente por los años de la infancia. Todavía estoy en una fase de construir lazos afectivos con él. Trato de ver películas alemanas, programas alemanes, escuchar canciones en alemán. Todo para tratar de «llenarme» de ese sonoridad y de esa estructura sintáctica compleja.

No sé si seguiré con el alemán, probablemente vuelva al japonés o decida explorar el checo o el húngaro. Todo puede ser. Lo que importa en mi proceso de estudio de idiomas es el camino, la exploración, jugar con las palabras, practicar acentos y seguir buscando. Los idiomas no tienen por qué tener esa aura sagrada de exámenes difíciles, de personas con un talento único y horas de sufrimiento leyendo en una lengua extranjera. Muy por el contrario el ir y venir de las lenguas es como entrar en diferentes casas y visitar, recorrer pasillos, conversar y salir cuando uno quiera.

Y cualquiera puede embarcarse en el viaje de estudiar una lengua extranjera.

 

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Saudade de Domingo #121: El último acto del 2019

Dentro de un mes exactamente será Nochebuena. Las tiendas de la ciudad ya se han vestido de navidad, los edificios y centros comerciales han encendido sus árboles navideños, ha comenzado la publicidad de los descuentos. En paralelo, desde el ámbito laboral ya se da por liquidado el 2019 y ha empezado la planificación del 2020. Me suena tan lejano ese número cuando en realidad está a la vuelta de la esquina. Agoniza el 2019, está en la recta final.

Este año ha sido particularmente muy movido, he viajado con mucha regularidad, he leído mucho y también, debo reconocerlo, no he escrito tanto como me hubiera gustado. Ha sido un año de mucho trabajo, de nuevos conocimientos. A diferencia de la trama aristotélica en la que podemos identificar un gran momento de clímax, en este año creo que he tenido varios puntos de giro pero nada catártico. Ayer por la noche se efectuó quizás el último giro del 2019. He comenzado a escribir las primeras líneas de una novela, una que ya tenía en la cabeza desde hace algún tiempo pero que no sabía cómo encararla.

Aun no sé cómo hacerlo pero ayer, luego de conversar con varios amigos que tienen sobre sus hombros proyectos ambiciosos e interesantes, me di cuenta que era el momento para emprender un nuevo desafío personal. Revisé los apuntes que tenía de esa historia y ahí vi que ya tenía «algo». Había marcado algunas directrices de la trama, algunos datos biográficos del personaje principal, anotaciones varias sobre el ambiente de la historia. Lo demás, lo sabía, se iría descubriendo en el mismo camino.

De modo que me animé a crear un nuevo documento de Scrivener (ese momento es siempre una ceremonia, es la iniciación de algo mágico), coloqué el título y empecé a escribir las primeras líneas. Al poco rato vino el Sr. Crítico a hacer de las suyas, a disuadirme de mi nueva tarea. Traté de no escucharlo, interrumpí la escritura para escuchar música un rato y luego regresé. Hice el ejercicio de no leer lo que había escrito y seguí con el flujo de conciencia, escribiendo lo que iba saliendo, continuando la escena.

Puse punto final a la escritura luego de algunas páginas pero mi cabeza siguió maquinando. Ya acostado, listo para dormir, hice unas anotaciones más que fueron apareciendo. Podía sentir como si todo fuera un dictado y las imágenes iban surgiendo como escenas sueltas de una película. Me sentí satisfecho. Al menos ayer.

Así que en medio de planificaciones laborales para el año que viene y la culminación del semestre con los respectivos trabajos finales, he empezado una novela en el tercer acto del 2019. No tendré mucho tiempo por estas semanas, pero es bueno saber que el 2019 reservaba esta sorpresa que me llena de expectativas y también de ansiedad.

Seguiré trabajando para ver cómo llega ese final del 2019.

 

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Saudade de Domingo #120: La lectura como origen del todo

Desde que recuerdo mi infancia, mi casa siempre estuvo llena de libros. En el baño, en el cuarto de mis papás, en la sala, en el comedor, incluso, en la cocina. Los había de diferentes clases: enciclopedias (Salvat y Larousse), algún tratado filosófico de Círculo de Lectores, varios de Códigos de Penales, otros tantos de Historia Universal y del Ecuador. Los libros hacían parte de la vida cotidiana, mi padre hablaba de alguno en especial y compartía ciertos pasajes a la hora de almorzar o mientras íbamos en el carro hacia una visita familiar o a la playa. Eventualmente me aburría porque citaba con solemnidad a un Sócrates o a un Platón que me eran desconocidos en ese momento y que dicho de sea paso, para un niño de siete años, resultaban muy aburridos. También me entretenía cuando papá contaba emocionado alguna anécdota de la Antigua Roma o Grecia. Debía tener unos diez años cuando contó que Nerón había asesinado a su madre Agripina, un relato que me llenó de horror. También recuerdo cuando citó con lujo de detalles, el juicio que se le hizo a Sócrates que terminó condenado a morir bajo cicuta. Siendo abogado, para mi papá era importante contar cómo fue el proceso judicial, que obviamente estaba cargado de irregularidades pues la idea era callar a Sócrates. Me gustaba escucharlo contar y también verlo leer acostado en su hamaca. Veía la portada del libro y sus ojos que danzaban de un lado a otro mientras recorría las páginas. Siendo padre y esposo, su lectura se veía interrumpida por múltiples labores, pero siempre volvía a sus libros y yo esperaba el momento en que cerrara el libro y nos contara lo que había sucedido en esas páginas.

A esos relatos orales usualmente se unía el reclamo de mi padre diciéndome que debía leer. Cuando mi hermana fue creciendo, el reclamo era para ambos. El tono era una mezcla de orden pero también de decepción. En múltiples ocasiones entró a mi cuarto con un libro en la mano con la intención de que lo leyera y volvía a sus prácticas habituales no sin antes decirme el beneficio que me traería esa lectura. Algunas veces intenté hacerlo pero la lectura me resultaba aburrida y pesada. Leer La República de Platón en la edición de Austral era lo menos agradable para alguien que a los diez años quería jugar al aire libre. De modo que leer era una actividad pesada y solemne que sólo mi papá podía cumplir sintiendo además un enorme placer.

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El libro, ya desgastado, de La República, de Platón, que aun se encuentra entre los libros de cabecera de mi papá

En vista de que no funcionaba la recomendación, mis papás optaron por comprarme libros más «acordes» a mi edad. Libros de muchas imágenes, de animales marinos, la vida en la selva, textos que habían sido recomendados por un tío mío. Me acerqué a esos libros con curiosidad pero también me alejé. Si Platón era de difícil vocabulario, estos textos eran demasiado didácticos, con datos inútiles sobre la vida de los delfines o los leones en África. Llegué a pensar que la lectura no era para mí.

Las cosas darían un vuelco a mi favor cuando en la escuela tuve una materia llamada Biblioteca. Recuerdo que me llamó la atención ver en el horario de clases, el nombre de esta materia en medio de los largos bloques de Matemáticas, Gramática, Ortografía e Historia. La clase, por supuesto, no sería en el aula habitual sino en «la biblioteca» de la escuela que yo hasta ese momento no conocía. Al entrar vi que las dimensiones eran las mismas que las de un aula normal, pero estaba llena de estantes de hierro en el que reposaban un sinnúmero de libros resguardados en vitrinas con candado. Había dos mesas largas con sillas alrededor en las que los sesenta niños que éramos nos distribuíamos como mejor podíamos. Pensaba que cada uno agarraría a su propia voluntad un libro de los estantes, pero la profesora que debía tener unos treinta años, nos dijo que esa sería una clase de lectura y que ello nos indicaría los libros que leeríamos.

IMG_7871El primer libro de la clase fue Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. Di la orden en casa y al día siguiente ya tenía sobre la mesa, un libro largo y delgado, de portada roja cuya imagen era la de un burro comiendo pasto y en primer plano un hombre de sombrero y barba, que escribía con pluma sobre unas hojas blancas. Empecé a leerlo lentamente, me parecía ridículo en ese momento la extrema sensibilidad del personaje masculino hacia un burro a quien consideraba su gran amigo. Hubiera dejado de leer sino hubiera sido porque la profesora de una semana a la otra nos exigió un resumen de los primeros diez capítulos de la novela. Para mis compañeros la tarea no iba a ser tan compleja porque ellos habían comprado la versión simplificada de Platero, de la colección Clásicos de Siempre mientras que mi papá me había comprado la edición de Antares, que traía la versión íntegra de la novela. Por tanto, mucho más para leer.

Sin embargo, poco a poco me fue seduciendo la historia, por ese extraño vínculo entre el personaje protagonista que además era el mismo autor y el burro Platero. Mientras leía y  hacía un resumen de cada capítulo en mi cuaderno, empecé a sentir que algo me llevaba a leer más allá de la exigencia de la clase. Quería saber cómo avanzaba la historia y sobre todo quería llegar al final.

De pronto la clase de Biblioteca se convirtió en una de mis materias favoritas. LeíamosIMG_7870 los resúmenes, la profesora nos hacía practicar dictado, nos interrogaba sobre lo leído y nos contaba un poco sobre la vida de los autores que leíamos. Cuando terminamos de leer Platero y yo, unas semanas después, la profesora nos hizo una oferta interesante. Nos mostró una lista de los libros de la colección Clásicos de Siempre. Eran alrededor de 26. De esos nos contó brevemente la trama de unos cinco y nos preguntó cuál de esos libros nos gustaría leer. La decisión se tomó levantando la mano y fue así que empezamos a leer Robinson Crusoe. La historia me encantó y recuerdo la sensación de alegría cuando escribía los resúmenes. Tanto me gustó que quise ir más allá y agarré la enciclopedia Larousse para buscar quién era Daniel Defoe. Me impresionó saber que era un escritor del siglo XVII y su imagen de abundante pelo largo rubio y rostro serio. Me parecía que su imagen no se correspondía con la historia de Robinson. Lo imaginé escribiendo con pluma de ave las anécdotas de la novela. Fue ahí que empecé mis primeros intentos de escritura, motivado por los libros que en ese momento sí leía.

Después de Robinson Crusoe, leímos Las minas del Rey Salomón. Este libro no me gustó tanto pero ya en mí se había instalado la necesidad de leer, así que un día fui a la página final del libro de Robinson y leía todos los títulos de Clásicos de Siempre. Pedí orientación a mi tía Silvia, que también leía con avidez y ella hizo las veces de la profesora de Biblioteca en casa contándome un poco la trama de cada libro. Fue ahí cuando decidí que iba a leerme todos los libros de la colección. Sabía que no eran las versiones íntegras pero en ese momento lo único que quería era leer. Había encontrado que lo que más me atrapaba en la lectura (aun hasta ahora), es el hecho de seguir la vida de un personaje que se tiene que enfrentar a diversos obstáculos. Ese recorrido de ciudades de latitudes diversas, de héroes y villanos cuyos nombres cambiaban dependiendo de la nacionalidad del autor o autora, me fascinaba. Era un poco como viajar en el tiempo y en el espacio. Fue así como leí Corazón, Heidi, El libro de la selva, Mujercitas, Hombrecitos, Oliver Twist, Tom SawyerCumandáEl maravilloso viaje de Nils Holgersson, entre muchos otros.

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Los libros de la colección Clásicos de Siempre, que aun conservo. 

Para satisfacer mi nueva adicción, empecé a ahorrar el dinero que me daban diariamente para que comiera en el colegio, así que cuando llegaba el día viernes la mayor alegría era pedirle a mi mamá que me llevara a la librería Científica, del centro de Guayaquil para comprar libros. Y ahí descubrí que había más mundo además de Clásicos de Siempre. Vi los mismos libros que leía en las versiones íntegras que eran mucho más voluminosas. Descubrí en esos recorridos, los nombres de otros autores más contemporáneos como Kafka, Borges, García Márquez, Vargas Llosa. Mi primer gran desafío de lectura por esos años fue leer Cien años de soledad, inducido por mi tía y por mi abuela que también lo habían leído en reiteradas ocasiones. Aunque era un libro grande, me atrapó ese universo mágico al punto que lo terminé de leer en tres semanas. Y en ese momento era también yo y no solo mi papá, quien contaba lo que leía.

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Pude entender entonces el placer que provoca la lectura y sobre todo la pasión que incita el hablar y reflexionar sobre lo leído. En esa época mis primeras grandes oyentes eran mi abuela y mi tía. Nuestras conversaciones largas sobre libros eran estimulantes y siempre aparecían nuevos autores a la lista. Fue necesario que mi papá ideara una biblioteca para mis libros que ya no eran pocos y así fue creciendo durante años hasta que cuando estudiaba en la universidad, mi mamá me dijo un día: «Santi, ya deja de comprar tantos libros, ya no tienes espacio donde ponerlos». Me dio risa su pedido porque ella sabía que era en vano y al mismo tiempo enojo, porque dejar de comprar libros podía tener cualquier justificación menos la falta de espacio. Siempre he encontrado un lugar, un rincón, para ubicar a un nuevo integrante a la familia. Me agrada saber y encontrar en mi nueva biblioteca, libros que no he leído aun y que me recuerdan lo infinitamente pequeño que soy en relación a tanto libro impreso. Es mi manera de recordarme que la lectura es una fuente inagotable, que podría pasar las 24 horas del día leyendo y que nunca terminaría de leer todo lo que se ha escrito en el mundo.

Y qué bueno que así sea.

Qué bueno que la lectura sea ese espacio íntimo que me acerca a mí mismo y que también me acerca a otros.

Qué bueno que los libros me rodeen en mi casa, en mi oficina de trabajo y en las conversaciones con mis amigos y mis alumnos.

Qué bueno es saber que no estoy solo.

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Mujeres luchadoras

Al fin vio la luz un proyecto al que me sumé hace algunos meses: el libro Aventuras desconocidas de mujeres bacanes. Elisa De Janón, una ex alumna de la universidad, vino a mi oficina a contarme que quería hacer un proyecto de titulación que traspase una calificación y tuviera una contribución social. Escuché con mucha atención su idea de realizar un libro escrito por varios autores en el que cada uno contara en formato de cuentos para niños, un momento de la vida de una heroína ecuatoriana que estuviera poco o nada visibilizada en la historia nacional. Me mostró varios libros de referencia editados en el extranjero, la guié sobre los siguientes pasos que debía hacer para formalizar su proyecto en la universidad, aunque nada garantizaba que lo fueran a aceptar, pues lo usual es que los profesores sean los que presenten proyectos. De todas formas, la motivé a hacerlo. Tiempo después supe que lo había conseguido, su proyecto fue aprobado y ahí vendría el trabajo duro: hacer realidad ese proyecto.

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El proyecto tuvo dos profesoras guías y varios compañeros en el proceso, con los que fueron eligiendo las mujeres ecuatorianas que debían ser incluidas en el libro. Así surgieron los nombres de Nela Martínez, Tránsito Amaguaña, Carlota Jaramillo, Manuela Espejo, Manuela Cañizares, entre otras. Los estudiantes se contactaron con varios escritores para contarles la idea y hacerlos partícipes del libro. Me sentí muy halagado al haber sido tomado en cuenta para el proyecto y escribir sobre Marietta de Veintemilla, una mujer aguerrida que fue primera dama del Ecuador en el siglo XIX y que siempre desafió los convencionalismos de la época.

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Después de varias idas y vueltas de correcciones, más las respectivas ilustraciones de cada cuento, el libro se presentó en la Feria del Libro de Guayaquil el sábado 30 de septiembre pasado. Ahí estuvimos algunos de los autores e ilustradores, se leyeron dos cuentos para los niños con personajes femeninos caracterizados como algunas de las mujeres reseñados en el libro. Fue un momento muy lindo no sólo por la cristalización de un proyecto necesario, sino porque pude ver la felicidad en el rostro de Elisa, una chica tranquila pero con la fuerza uterina necesaria para mover un proyecto de esa magnitud. Sin duda, una de las muchas glorias que realizará en su futuro.

Se espera que el libro se distribuya gratuitamente en escuelas municipales de Guayaquil que es su principal grupo objetivo: los niños.

Si tienen ganas de leerlo online acá está el sitio donde se puede descargar y además a conocer a los autores, ilustradores de los cuentos.

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Saudade de Domingo #119: La red de los afectos

Ayer por la tarde vi un clip de un experimento social en Dinamarca que buscaba demostrar cuán vinculados estamos los individuos en una comunidad, sin saberlo. Los vínculos que se mostraban iban desde un par de chicos que jugaron en la infancia una vez y no se volvieron a ver más, hasta una chica que conoce a dos refugiados de la II Guerra Mundial y que fueron salvados por el bisabuelo de esta. Más allá de la veracidad de este experimento social, la intención es loable. Buscar que una comunidad deje de mirarse hacia adentro y empiece a mirar los nexos que mantiene con los demás. El video muestra cómo las personas se emocionan al recordar hechos del pasado, cómo se sorprenden al encontrarse delante de alguien que tuvo una pequeña o una gran importancia dentro de sus vidas.

El vídeo activó en mí, mis propias memorias. Recordé personas y momentos minúsculos pero que de alguna manera han tenido una relevancia en mi vida. También pensé en los pequeños encuentros que seguramente sigo ignorando pero que hacen parte de mi historia. De repente me dieron ganas de participar en ese experimento social y dejarme sorprender. Luego pensé en el gran amigo de la universidad que reencontré esta semana, a propósito de su visita a Ecuador luego de varios años de ausencia. En su última visita no coincidimos, ya que yo vivía en Argentina por esa época, así que sacando cálculos teníamos casi diez años sin vernos. Y en el medio pasaron tantas cosas. Se casó, tuvo dos hijos, tuvo varios trabajos, aprendió una nueva lengua. Yo viví varios años en Argentina, regresé a Ecuador, aprendí lenguas, hice maestría, reinicié una carrera de docente. Pero la amistad seguía ahí, entre mensajes ocasionales de WhatsApp o de Twitter a lo largo de los años.

CD211F0A-77FF-4728-8127-DC7F1EEBDC0BEn este reencuentro ambos recordamos cosas que habíamos olvidado o que las pensábamos diferente. Con un whisky en la mano y en compañía de otro gran amigo mío que sí vive en Guayaquil, surgieron anécdotas de la época de la facultad, de los compañeros con los que seguimos en contacto o con los que no nos hemos vuelto a ver. Volvimos a reír como en otros años, de los mismos chistes, de nuestras actitudes aun infantiles de la época. Era como volver atrás en el tiempo y ser nuevamente los estudiantes de Audiovisual del 2006. La saudade de aquellos años se activó y al menos por ese breve espacio, volvimos a ser estudiantes despreocupados, solteros, enamoradizos, que farreaban cada viernes y sábado por la noche.

Y en esa red de afectos que se activó, también se ha ido formando una nueva, extendida, renovada con las parejas y los hijos de mis amigos. Nuevos integrantes que se suman a los afectos, al cariño que seguirá expandiéndose ad infinitum probablemente. Me encanta cuando descubro que alguien a quien quiero mucho es amigo, pareja, conocido de otra persona a la que quiero. Es caer en la cuenta de que todos formamos una gran red, una gran conexión y que estamos más juntos de lo que realmente creemos.

El viernes por la noche, ya en la despedida, con algunos tragos encima, mi amigo me dijo: «Sabes que aunque no hablemos mucho, la amistad siempre está ahí, en el corazón». El momento sensible se tornó luego cómico cuando agregó riendo: «Y anda a visitarnos, loco». Yo correspondiendo al momento le respondí»: «Mira que yo sí voy, me tomo un avión voy a Texas». Reímos, nos dimos un fuerte abrazo. Ese era y sigue siendo el tono de nuestra amistad.

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Ya volviendo a casa, recapitulando el encuentro, vino a mi mente la fiesta del cumpleaños de mi amigo, el martes pasado. Su esposa había invitado a varios amigos para celebrar su cumpleaños. Estábamos ahí, alrededor de la torta iluminados únicamente por las velas. Mi amigo sostenía entre sus brazos a su primogénito, su cuñada y otro amigo tomaban fotos y hacían un vídeo del momento. Todos cantamos «Feliz cumpleaños». Y yo mientras pensaba que nuestras vidas, las de todos, son como extractos de películas, pequeñas escenas encuadradas según los ojos de cada uno. Y yo era el director de esa película en la que veía a mi amigo cumplir 35 años junto a su hijo mayor en los brazos, con su esposa al lado. Y el hijo de mi otro amigo en un momento de la escena, intenta apagar él las velas, lo que provoca unas cuantas risas de todos. Sigo pensando en esta misma escena, aun ahora, cuando mi amigo y su familia ya han vuelto a Texas para continuar con sus vidas, generando y reforzando sus afectos. Sigo pensando en la importancia del vínculo, en la necesidad de reconocernos en los otros y eventualmente compartir esos vínculos con otros, como lo intentó ese clip del experimento social danés.

Sigo pensando en los vínculos.

Sigo pensando que de esta red de afectos yo debería hacer alguna película.

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El silencio en Estocolmo

Estocolmo era el sueño de la infancia, la ciudad lejana de cuentos de hadas. El sendero que buscaba recorrer en verano para apreciar el brillo anaranjado sobre el Báltico. Era la cima del mundo que pretendía alcanzar, el lugar donde sabía que el viaje provocaría otra clase de afectos.

Estocolmo es un perfume de bosque, una fotografía en la que cualquier rostro o edificio adquiere un efecto bergmaniano. Gamla Stan es una fiesta vikinga de músicos callejeros, de turistas ávidos de un fika, y de suecos silenciosos, sonrientes, preocupados por la pureza de sus aguas. Skogskyrkogården es el mausoleo donde encontré a Greta Garbo en su sueño eterno de artista, modesta, elegante, acariciada por el pasto cortado cada dos días.

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Me enamoré del silencio de las casas, de las calles rectilíneas, de los árboles alegres en verano. Escribí mucho en medio de esos silencios, pensé en Tranströmer y sus letras de un verdor casi tropical, pensé en el agua se cuela por los recovecos de la ciudad, en el azul que disputa su hombría con el bronce del verano. Ambos pelean por el dominio del cielo a cualquier hora del día. El reflejo de las aguas es también otro campo de batalla. Hay una vívida paleta de colores entre el azul y el bronce. En el medio se vive el silencio del agua correntosa.

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Estocolmo es la gloria del pasado, el peso de la historia que danza con la suavidad de los vientos del norte. En ella convive la música de ABBA y la mitología de Bergman. El arte y el comercio se han hermanado en Estocolmo, hay museos para glorificar a los Vikingos y también para homenajear a Dancing Queen.

Me disfracé con el inglés para no asfixiarme con el burbujeante sonido del sueco. Hacía trampas para evitar la lengua. Me resultaba difícil recordar los nombres de las calles y asociarlos con la manera en que la gente los pronunciaba. Decidí vivir el sueco solo  escrito a través del Google Maps. El idioma, aunque suave y amable al igual que los nativos de Estocolmo, era distante, difícil de abrazar. Silencio.

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No pude escapar de mi bibliofilia y ahí estaban los libros, en inglés y sueco adornando las vitrinas de librerías grandes y pequeñas. Las hay bulliciosas como en Gamla Stan pero también silenciosas como en Akademibokhandeln. Estocolmo me envolvió en sus letras aun cuando me negaba a probarlas. La voz aspirada en los momentos de silencio, las consonantes apretujadas ausentes de vocales parecían volverse dóciles en la lectura de Selma Lagerloff, Stieg Larsson o en la negrura de su literatura actual. Ese gótico que descansa en la morfología glacial de una Estocolmo oscura en los días de invierno. Silencio otra vez. Pensar antes de hablar, siempre será un bien común en ese entorno.

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Las albóndigas de carne, rebosantes, ofrecidas por una mesera de Laponia serán siempre un manjar repetible aunque la receta sea la misma. En Estocolmo la repetición en la cocina, en la fotografía siempre es un nuevo encuentro con el cotidiano desconocido que cuando susurra no habla y cuando habla es silencio.

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Por la noche, el terror gélido se evapora con la música techno. Extranjeros y locales beben y aunque gritan, mantienen en silencio lo que incomoda. La calle es el escenario del bienestar, nunca de la molestia. El silencio sigue reinando en medio de la noche millennial.

Estocolmo es una geografía insular de pensadores. Una ciudad de largas caminatas, cruzando los puentes que conectan a las pequeñas islas, a los pequeños mundos que se han forjado artistas, científicos y migrantes. Se puede escuchar el susurro del viento con el olor salino, casi dulce que proviene del Báltico. El error no es posible en Estocolmo, la percepción incluso para el turista se afina, se encandila y cualquier razonamiento o juicio será el correcto al recorrer Gamla Stan, Skeppsholmen o Djurgården. Caminar en Estocolmo es un acto de suspensión.

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Al final, la partida nublada, es siempre una promesa para regresar. Estocolmo sigue ahí calmada, verde, tocada por el manto de un sol polar que no quema. Las lágrimas en sueco no dicen adiós.

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Saudade de Domingo #118: Devaneos, aproximaciones sobre la escritura

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Me propongo escribir hoy a modo de regurgitación, divagando sobre la escritura. En primer lugar para clarificar las lecturas y conversaciones relacionadas que tuve esta semana sobre ese acto creativo que en principio parece solitario aunque en realidad convoca toda una serie de dispositivos. Debo agradecer a mi amiga Bertha Díaz, por su generosidad al compartir sus inquietudes respecto al acto de escribir en su taller sobre el cuerpo como activador de escrituras.

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Habría que encarar el proceso de escritura/creación (llámese una obra de teatro, un cuento, una novela, una canción, etc.) buscando «desautomatizar los sentidos», tratando de percibir el entorno de otra manera. En nuestros espacios, los cincos sentidos han sido formateados para que sean usados iguales. El mirar, el escuchar, el oír, el tocar, el saborear tienen formas tan fijas que cualquier intento de cambio, resulta extraño. De ahí que algunos creadores como Lynch, Lispector, Bergman, Artaud o Dalí, causen extrañeza, ya que claramente se han propuesto subvertir el orden en que perciben el mundo. La propuesta sería, por tanto, poder establecer «otra» relación posible con las cosas.

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La escritura siempre trae al presente una ausencia de «algo». El que escribe a través de la palabras, de las melodías, de las imágenes intenta atrapar, fijar aquello que ya no está y que el lector (en su sentido amplio) percibe como real y presente. Es decir, el que escribe «intenta» ser los ojos, los oídos, la boca, la nariz, la piel del lector.

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En el acto de escribir está implicado el cuerpo del que escribe y su cuerpo trae a otros cuerpos simbólicos y físicos: sus memorias, sus referentes, su genética, sus relaciones con los otros. Por tanto, la escritura es una sinfonía, un concierto en el que intervienen muchas voces. El escribir es un constante desplazamiento.

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Así como hay cuerpos que intervienen e inciden en la escritura como una antesala, en el mismo acto de escribir, surge «algo más». Aparece algo que es nuevo para el que escribe y que no puede controlar. Es un «algo» que aparece fruto de la potencia, de la fuerza de los sentidos. Jean Luc Nancy, a propósito de la escritura crítica diría que es «sacar a la luz un carácter».

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Ese «algo» que emerge luego propicia una forma específica: un guion cinematográfico, una novela, un cuento, una canción, una pintura o híbridos de todo lo anterior. Al cambiar la manera de usar los cinco sentidos, se habilitan nuevas posibilidades, emerge «algo» que luego tendrá un gestus, un formato específico.

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De modo que el cuerpo del escribiente trae otros cuerpos a su antesala y en el acto de escritura surge un carácter, producto de buscar una relación más sensorial con el mundo. Bajo esta visión el que escribe (en el más amplio sentido de escribir), se vuelve un «operario» que permite que emerja «algo» nuevo. Lo importante ya no será pensar en el  artista y su ego creador, sino más pensarlo como un canal que permite la aparición de nuevas fuerzas, de nuevos caracteres.

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La escritura siempre está inscrita en una red de temporalidades, de espacios, de afectos, de cuerpos. Por tanto escribir no es soledad.

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Saudade de Domingo #117: La escritura en taller

Lo confieso. Soy un fanático de tomar talleres, especialmente aquellos de escritura creativa. Me gusta encontrar nuevos métodos de encarar el proceso de crear historias, conocer personas que están con la misma búsqueda e instructores que me llenan de referentes para seguir explorando.

Doy muchas clases en la universidad y en ese ejercicio constante de impartir conocimiento tengo la necesidad de seguir alimentándome, de volver a ser estudiante para aprender más. A lo largo de todos estos años he tomando múltiples talleres de diferentes actividades pero si debo destacar los que más me han marcado señalaría tres: Escritura en la ciudad que hice en el 2017 con María Negroni y Guillermo Martínez en Nueva York, La voz propia en septiembre de este año en Barcelona con Esmeralda Berbel y Jordi Amenós, Aquí pasan cosas extrañas que hice también recientemente en Guayaquil con la escritora Solange Rodríguez. Fueron espacios donde conocí nuevas formas de entrar a la escritura, nuevos autores que me iluminaron y compañeros con los que sigo en contacto hasta hoy. Los talleres son pretextos para que las personas se junten, discutan, escriban, lean y finalmente aprendan. Llevo las enseñanzas de estos talleres en mi piel y en clases como la de Storytelling o Guion, que empecé esta semana, siento que a través de mí hablan los profesores de estos talleres, los libros que he leído y así me siento acompañado en la tarea de ser profesor de más de veinte estudiantes.

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Durante la lectura de mi cuento en el taller Aquí pasan cosas extrañas.

Ayer sábado tuvimos la presentación final del taller Aquí pasan cosas extrañas y todos los talleristas leímos un trabajo realizado. Fue una energía muy potente leer un cuento que trabajé con mucho cariño y escuchar los de mis compañeros. En todos había una evolución desde la primera lectura hacía varias semanas a lo que escuché el día de ayer. Reconfirmé la importancia de ese trabajo de hormiga pero necesario que es la reescritura. Distanciarse del texto, mirarlo y ser un poco cruel por el mismo bienestar del texto, cortando frases o incluso párrafos enteros. Las palabras del primer borrador, las divagaciones y las redundancias son necesarias para que el texto cobre vida pero luego hay que extraerlas, con precisión quirúrgica.

Silvia Kohan, reconocida escritora e instructora de talleres de escritura, ve a este espacio como una travesía en la que uno acepta el riesgo de encaminarse en una dirección equivocada para encontrar «algo». El taller de escritura es el estadio ideal para indagar, probar, borrar, mutilar, volver a armar y quizás darse cuenta que lo que uno buscaba era «otra cosa». Pienso también en Pérez Andrújar cuando dijo alguna vez: «Sólo sabré lo que pienso cuando lo escriba y lo lea». La claridad que aparece en la escritura a veces se torna evidente con los comentarios del instructor y de los compañeros. A veces esa claridad repentina asusta y ahí también emerge la contención de grupo para ayudar o simplemente acompañar en ese proceso de búsqueda de la propia voz de autor. De modo que quiero seguir buscando mi voz y encontrar las de otros que resuenen o se contrapongan con la mía.

Los talleres de escritura son espacios de magia.

 

 

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Saudade de Domingo #116: El aula de clase como una posibilidad

Aunque suena a frase hecha, los estudiantes enseñan también a sus profesores. Con el paso de los años, tengo más diferencia generacional entre mis estudiantes que cuando empecé a los 22. Ahora ellos me ponen al día de lo que está «in», de lo que funciona a nivel social e incluso técnico, pensando en el ámbito audiovisual. Me gusta saberme inexperto también y que sean ellos quienes terminen provocando en mí las ganas de seguir aprendiendo.

En este nuevo ciclo de clases que empieza mañana, vuelvo a tener a cargo la materia de Storytelling. Es una asignatura que armé con amor, pensando en cada clase con su parte teórica y su respectivo taller. Leí mucho para entregar un material que le sirviera al estudiante en su desarrollo profesional. De todas las materias que he tenido, debo decir que Storytelling fue una de las que más disfruté. Pude hablar en ella sobre mi pasión por la escritura, escuchar los relatos de los alumnos y ver en qué funcionaban o en qué no. Pude escuchar los comentarios de otros estudiantes que me hacían ver las historias desde otra perspectiva. Muchas veces armando esta materia, me decía: «me encantaría a mí hacer este taller con ellos». Pero bueno, parafraseando al meme famoso «luego me acuerdo que soy el profesor y se me pasa». También debo decir que en Storytelling conocí a estudiantes brillantes con los que aun hoy tengo contacto. Me encanta cuando una materia propicia luego una amistad que sobrepasa las barreras del campus universitario. No siempre sucede pero cuando pasa, lo agradezco.

Han pasado tres años desde que di esa materia, revisé el syllabus, recordé los talleres y la carta que le escribí a cada estudiante al final del curso por haberse dejado «afectar» (en buen sentido) por el trabajo de escritura. Leyendo de nuevo el syllabus me sentí otro. Miré con cariño los contenidos mientras pensaba que este año no quería replicar lo que hice en el 2016. En el transcurso de estos tres años, ha habido nuevas lecturas, nuevos escritos, talleres que cursé en diferentes lugares. De modo que el Storytelling de este año debía estar acorde con el Santiago profesor que soy en el 2019. Ahí comenzaron a emerger un sinnúmero de ejercicios, temas para explorar. La carta abierta del decano para permitirme que los estudiantes exploren su creatividad a través de la escritura, me hizo que pensara en esta materia casi las 24 horas del día. Cualquier conversación, lectura ocasional o video en Facebook era una posibilidad para convertirse en un posible taller o módulo de la materia. Tenía la misma emoción que cuando curso un taller de escritura y me invade la ansiedad por no saber lo que voy a escribir.

Aunque suelo ser bastante digital, cuando tengo proyectos nuevos (sea de clases o de escritura) necesito fijar cosas en papel. Así que cuando empecé el proceso caótico de dar forma a las clases, agarré una hoja y empecé a bocetear, primero temas generales con lecturas y videos, para luego ir depurando hasta llegar al contenido clase a clase. En ese proceso algunas cosas se han quedado afuera. Talleres que me encantaría dar pero que quizás llevarían a la clase por otro camino, lecturas que pueden ser interesantes pero que serían más pertinentes para otra asignatura. Tuve que depurar contenidos para que las clases también fueran más ligeras y permitieran la espontaneidad necesaria en una clase de escritura.

No sé lo que pasará en este ciclo de clases, no sé qué estudiantes tendré ni qué tan  dispuestos estén para arriesgarse en lo difuso que puede ser el camino del escritor. Lo que sí tengo claro es que esta materia habla mucho de mí, de lo que busco, de lo que me conmueve en este 2019. Quizás como en otros años y en otras materias, algunos estudiantes me sirvan como espejo y pueda aprender también qué taller funcionó, qué lectura fue fundamental o qué definitivamente falló. En esta materia por la estructura que tiene, el único error posible es el de no arriesgarse. Todo lo demás es bienvenido, porque afortunadamente, todo suma en el proceso de escritura.

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Saudade de Domingo #115: Eterna Barcelona

De un momento a otro apareció Barcelona en mi calendario. No lo había planificado, no figuraba en mi lista de destinos del 2019, sin embargo cuando surgió como posibilidad, no ignoré el llamado. Tenía que cruzar el Atlántico, salir un poco de la rutina y dejar que la escritura, nuevamente, me mostrara el camino.

Así llegué a un taller de escritura terapéutica. La idea de encontrar en la escritura (o través de ella) una forma de sanación me llamó la atención. Confieso que no sabía mucho sobre el tema, había leído algo sobre el centro que lo hace en Barcelona pero nada más. Iba dispuesto a dejarme sorprender.

Llegué al taller impartido por Jordi Amenós y Esmeralda Berbel un jueves por la mañana. Como me suele suceder en otros talleres, la noche anterior estuve un poco ansioso imaginando quiénes serían los instructores y cómo serían mis compañeros. A la entrada del edificio me encontré con una chica que luego supe se llamaba Rosa y que sería una compañera del taller. Subimos el ascensor sin decir una sola palabra pero nos miramos varias veces. Estábamos en fase de reconocimiento, como luego pasó con el resto de compañeros, todos desconocidos que se dieron cita ante un llamado voluntario pero que todos sentimos necesario.

Por las mañanas, Esmeralda daba las sesiones de escritura creativa, que aunque parecían ejercicios de escritura libre tenían una intencionalidad profunda, desconocida para nosotros los talleristas. Como después nos diría Jordi, lo importante en la narrativa terapéutica en lo que se esconde detrás de la historia. Y eso lo iríamos descubriendo en cada sesión, en el que un texto aparentemente espontáneo e inocente, de pronto daba cuenta de un linaje familiar conflictivo, de culpas asumidas, de roles impuestos, de una voz propia que se veía alterada por los mandatos del padre o de la madre. Con Jordi y Esmeralda, miré a la escritura desde otro lugar y siento que llegó a mi vida en el momento que más lo necesitaba. He venido de varios procesos de crisis, de euforia, de creación y como en todo proceso, surgen muchas inquietudes. Llegué al taller, sin saberlo, para buscar una explicación, una posible curación de la mano de otros compañeros con otras necesidades pero con el mismo deseo de mejorar sus vidas.

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Mis compañeros fueron un gran regalo. Cada uno desde su propio universo abrió su corazón para que el taller funcionara. Las sesiones de la tarde, a cargo de Jordi, en las que se escudriñaban los textos y se hacían ejercicios relacionados con la Gestalt, constelaciones familiares y más, eran muy movilizadoras. Al final de cada sesión me sentía devastado, con una desolación producto de esos espejos rotos que son nuestras historias. Pero también encontré el apoyo de los compañeros, en las charlas de cerveza, de café, hablando de las sesiones o de cualquier cosa. Lo importante era no perdernos y ser una red, una hiedra de piel.

Y en medio de esas sesiones, también aprendí más de Cataluña. A través de los relatos y de las charlas de pasillo, conocí lugares cotidianos de Barcelona, nombres de ciudades pequeñas de Cataluña, los diferentes acentos de catalán dependiendo del lugar. Escuché infinidad de veces conversaciones que empezaban en castellano y que luego saltaban al catalán como si fuera un cambio de estrofa en una canción. Era natural, orgánico y aunque al principio me sentía abrumado, luego el catalán empezó a entrar en mí, como un mantra, como si fuera una plegaria que me daba la llave para penetrar en el corazón de una ciudad a la que estaba conociendo.

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La última sesión, al igual que la última media hora de una película en la que se llega a la catarsis, fue un momento sublime. Terminamos de hermanarnos entre todos los compañeros como si de una confraternidad secreta se tratara. Fue el día de la unción, de la graduación, del recibirnos en una casa colectiva para empezar un nuevo camino. En medio de los abrazos y las lágrimas, procuramos capturar el momento con fotos, intercambiando correos, para no licuarnos en la cotidianidad y no olvidar la búsqueda de cada uno.

Para mí además la despedida del taller tenía otro componente. Era la despedida de Barcelona, una ciudad que había explorado ya el año pasado pero que ahora tenía otro color y otro sabor. Barcelona no es solo una ciudad muy querida por mí, sino que además ahora guarda un sitio especial dentro de mis memorias. Su olor a mar, a nostalgia con esa musicalidad suave y rasposa del catalán son como las páginas de un libro que me trae recuerdos agradables. Trayendo nuevamente Barcelona a mi cabeza a través de estas líneas, la siento viva, mayúscula, dúctil y recuerdo que un libro de catalán me espera para empezar un nuevo romance, ahora con el estudio del idioma.

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Saudade de Domingo #114: La saudade en mi piel

Como suelo decir, cuando viajo, escribo poco en el blog. Estoy más enfocado en sentir, en fotografiar, escribir apuntes de cosas que voy descubriendo. Recientemente estuve en Portugal por un congreso académico que tuvo lugar en Oporto y luego estuve en Lisboa y Madrid. Fueron días intensos ya que además de ser mi primera ponencia de investigación, seguí trabajando a distancia algunos asuntos de la universidad. Ha sido como tener un pie en Guayaquil y otro en Europa. De todas formas el paréntesis vino bien para repensar cosas que «encontré» en San Francisco y en Buenos Aires.

Portugal ya era un sueño de longa data. Como fanático de Brasil y del idioma, conocer al padre Portugal me generaba una curiosidad desde hacía varios años. De hecho, cuando empecé a estudiar portugués por mi cuenta, comencé con un libro que enseñaba el portugués lusitano. Así que Portugal siempre ha estado cerca. En mi primer viaje a Europa el año pasado, pensé en darme un brinco a Lisboa, pero los días eran ajustados y quería disfrutar la ciudad con más tiempo. El sueño siguió siendo entonces un proyecto a futuro.

Este año en febrero, gracias a la insistencia de una colega mandé una propuesta de ponencia sobre una investigación que hice con estudiantes el año pasado y fui seleccionado. La ciudad: Oporto. Confieso que más que la ponencia, me emocionaba ir a Portugal. Se acercaba mi sueño y con eso otro sueño aun más profundo, uno que tenía guardado hace mucho tiempo: tatuarme la palabra Saudade en Lisboa.

No podía ser en otro país, no podía ser en otra ciudad. Si me iba a tatuar Saudade debía ser en Lisboa y debía hacerlo un portugués o portuguesa, alguien que entendiera desde lo profundo de su ser el significado de esa palabra que en español no existe. Una traducción aproximada sería nostalgia o añoranza, pero en portugués uno puede sentir saudade de una película, de una persona, de un lugar. Es mucho más amplio y no necesariamente tiene una connotación negativa. No soy fan de los tatuajes pero sentía que si debía escoger tatuarme algo, debía ser esa palabra.

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Con el plástico, a pocas horas de haberme hecho el tatuaje.

Pedí ayuda a un amigo portugués para que eligiera el lugar. Contactó a una amiga suya que tenía varios tatuajes, así que fuimos a una tienda de Bairro Alto, llamada Bad Bones. Llevé la tipografía que quería, esperamos. Estaba ansioso, trataba de disimular un poco los nervios. Si hasta la fecha no me había hecho ningún tatuaje era porque me daba miedo la eternidad, me aterraba el hecho de que sería algo que llevaría de por vida. Al mismo tiempo sentía que si una palabra tuviera que acompañarme hasta el día de mi muerte, esa palabra debería ser Saudade, ya que en ella estarían simbolizados mis recuerdos, mis amigos, mis amores fugaces, los actuales, los futuros, mis viajes, mis libros, mi familia.

Quien me tatuó fue Telmo, un portugués contemporáneo a mi en edad. Tenía la calidez yIMG_2872 al mismo tiempo la distancia típica de los lisboetas. Hizo una primera prueba de la palabra en tinta sobre mi brazo, para estar seguros del tamaño de la palabra. Me miré al espejo y confirmé que estaba bien. Luego empezó el verdadero trabajo. Pensaba que iba a doler mucho, pero en realidad se sentía como un leve pinchazo muy superficial. Más me asustaba el sonido de la máquina. Decidí quedarme con la mente en blanco, tratando de adivinar qué letra estaba tatuando Telmo sobre mi brazo. Respiraba tranquilo, sintiendo cómo la saudade se escribía sobre mí. Fue como un momento de iniciación, en el que oficialmente era hijo de la saudade, hijo de la lengua portuguesa, hijo de Lisboa.

Al terminar vi el resultado, me impresionó ver la palabra tatuada y la minuciosidad del trabajo de Telmo. Las serifas de cada letra, el grosor de la tinta. Me explicó los cuidados que debía tener durante los primeros días. Mi amigo hizo algunas fotos y un vídeo sobre el momento. Luego, con el brazo aun ardiendo levemente, fuimos a cenar mientras veíamos un show de fados.

En los días sucesivos, tuve el cuidado de lavar e hidratar el tatuaje. Lo hacía con cariño, como si se tratara de una nueva parte de mí. Estoy feliz por la palabra que tengo en la piel y no tengo ninguna intención de tatuarme nada más. No veo a mi cuerpo como un lienzo para tatuar, pues soy muy volátil y me arrepentiría de los tatuajes. Con este primero y único, mi relación es diferente, hay una conexión que va más allá de la piel y que ahora emerge a la superficie, a lo material, a través del tatuaje.

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Historias de San Francisco #9

El viaje a San Francisco fue un reencuentro hacia aspectos de mi vida que siempre había dejado de lado. Las horas de soledad obligaron a pensar, a replantear preguntas y a imaginar futuros hipotéticos. La geografía de la ciudad, entre mar y colinas, entre lo antiguo y lo moderno, lo liberal y lo conservador, ayudó a encontrar posibilidades. Me gusta mirarme en los viajes como si estuviera descarnado, con la piel cortada y las mucosas expuestas, absorbiendo todo lo que el paisaje y la gente me va mostrando.

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San Francisco fue ese espacio de reflexión y así como en las obras clásicas griegas, llegando al Golden Gate apareció la anagnóresis, el descubrimiento, la verdad de lo que quiero para mí ahora que se aproximan los 33 años. Fue un momento revelador, suspendido en la inmensidad de la bahía, mientras los autos iban de un extremo al otro a toda velocidad y los turistas en pequeños grupos recorrían el puente. Me tomé mi tiempo para llenarme del aire salino de California. Era la última tarde en San Francisco, quedaban ya pocas cosas por cumplir en el itinerario planteado. Repasé los momentos más intensos del viaje. Habían valido la pena las largas horas de viaje en tan pocos días. 

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Historias de San Francisco #8

En mi último día de viaje en San Francisco decidí volver a Japantown con una misión clara: conseguir una tetera japonesa. De alguna manera recogí los pasos de la primera visita y me perdí en los recovecos del Japan Center Mall. De todas formas perderse hace parte del conocer y en una de esas tiendas japonesas (que ya todas me parecían iguales, de lo mareado que estaba) encontré un mostrador lleno de teteras de diferentes colores y tamaños. Entré a la tienda que tenía un suave olor de sahumerio y al fondo se encontraba en la caja, un viejito japonés que veía alguna novela asiática en su iPad. Recorrí el mostrador, viendo las teteras. Los precios eran igual de altos como la antigüedad de la marca que avalaba su prestigio. Las teteras Iwachu son toda una institución cultural en Japón, tienen más de cien años de existencia y un riguroso control de calidad. Al final me decidí por una tetera negra y elegí dos tazas. Me acerqué al mostrador y el rostro inexpresivo del japonés sumergido en su tablet, desplegó una sonrisa al verme, inclinó un poco la cabeza y saludó en un inglés con sabor nipón. Le conté que tenía la costumbre de tomar el té con mi mami y hacía algún tiempo buscábamos una tetera de hierro. El viejito me dijo que agarrara algo del inferior del mostrador. Era una pequeña base de madera. Me dijo que era para colocar la tetera. “It’s a present for your mom”. Le agradecí en japonés, sonrió y ambos hicimos una leve inclinación de reverencia.

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Luego fui a otra tienda donde vendían diferentes tés y allí madre e hija me hicieron degustar todos los tés disponibles: té verde con matcha, con menta, jengibre, lavanda. Me decidí por el té verde más suave que tenían. Intenté practicar mi japonés de principiante con ellas y se emocionaron. Me desearon un feliz retorno a casa. Me fui del Japan Center con una sensación de saudade, como si fuera a extrañar ese pequeño Japón en California. “Debo volver a San Francisco”, pensé y me dirigí al hotel a recoger mis maletas. 

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Historias de San Francisco #7

Luego de subirme en el tranvía en Powell St y bajar en la última estación (o la primera) en Hyde St, decidí caminar en reversa hacia Lombard Street, una de las calles más famosas de San Francisco. Aunque el día estaba nublado, esa vista de la ciudad prometía. Fue un gran ejercicio subir las calles en pendientes, pero la vista valía la pena. San Francisco parecía un lienzo victoriano con la bahía azul de fondo. Una decena de turistas se hacían selfies con la ciudad de fondo. Había parejas, familias enteras que eran dueños temporales de ese lugar.

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Fuera de ese perímetro, en el barrio se respiraba la calma de un lunes por la mañana. Saqué las fotos que creí necesarias, me impregné del sitio, traté de conectar con el silbido del viento. Bajé un poco las escaleras de la calle para ver las curvas caprichosas de Lombard Street, que se construyó en 1920 para evitar una pendiente demasiado abrupta. Son ocho curvas importantes y ha sido calificada como la calle más “sinuosa” de Estados Unidos. Mientras sacaba unas fotos, me encontré con un hijo y su madre que se abrazaban mientras miraban la ciudad. Eran probablemente españoles, por el acento. El padre y la otra hija seguían caminando. En la madre había cansancio aunque también la satisfacción de haber llegado hasta Lombard Street. El chico se aferraba a ella en un abrazo genuino, en una pausa necesaria. Son aquellos paréntesis valiosos que se dan en los viajes. Pequeños instantes en los que puedes quedarte suspendido en un abrazo, en un beso, en una mirada. Estar fuera del escenario habitual permite mirar otras cosas, prestar atención a otros detalles, como ese chico y su madre, que se abrazaban cansados, pero felices de compartir una aventura en conjunto. 

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Historias de San Francisco #6

Uno de los objetivos claros en San Francisco era conocer los lugares que habían recorrido los escritores de la generación Beat como Kerouac, Burroughs, Ginsberg. Fue así como llegué gracias a Google Maps a la librería City Lights y de ahí visité el Vesuvio y el caffè Trieste. Entré al Vesuvio llevado por la curiosidad y allí me encontré con un bar atestado de gente, en un after office ideal para parejas y compañeros de trabajo. Revisé la carta y sin pensarlo mucho me decidí por el cóctel Kerouac (en honor al autor): ron, tequila, rodaja de limón, naranja y arándanos. Me ubiqué en una mesa en el segundo piso del bar y saqué el libro que había comprado en el Museo de la Generación Beat: Naked Lunch de Burroughs. Fue un momento de música chill, lectura y bebida. No había almorzado, así que traté de beber con calma. El Vesuvio era tan acogedor que a pesar de mi soledad, me sentí parte del lugar y de todas esas conversaciones pescadas al vuelo. Sentía que estaba en el lugar donde debía estar y pensé, quizás con un poco del alcohol en la cabeza, que la patria es el metro cuadrado donde uno se encuentra.

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Saudade de Domingo #113: El regreso de la aventura

Así como el conocido Camino del Héroe, de Campbell, la aventura siempre tiene su fin, aunque no se trata de un desenlace cualquiera. El héroe siempre llega transformado, crecido, enriquecido por la experiencia y retorna a casa listo para la siguiente misión. Así me siento siempre que empiezo el recorrido de vuelta. Repleto de experiencias, de charlas, de conocimientos, de sensaciones. A veces la carga es tan fuerte que a la vuelta me termino enfermando. No siempre puedo manejar el aluvión de energía recibida durante el viaje.

Regresar siempre es difícil aunque ya me sé de memoria los pasos. Todo empieza con una ansiedad en el estómago horas antes del viaje y luego del check in. Trato de hacer con normalidad los últimos recorridos, los últimos encuentros con amigos, pero mi mente continua haciendo la cuenta regresiva. Trato de impregnarme con fuerza de las imágenes de la ciudad, de los olores, de los sonidos, como si siempre fuera la última vez que estaré ahí. Luego organizo las cosas en las maletas, las peso, distribuyo los kilos para no pasarme, ordeno los documentos de viaje, los billetes en dólares y en la moneda que tenga esa ciudad. Llega un momento en que todo está listo para llamar al taxi y busco dilatar los minutos en busca de no sé qué, como si quisiera evitar lo inminente.

Ya camino al aeropuerto, me despido de la ciudad. Los edificios y las calles me hacen venia, me lleno de nostalgia. Escucho la radio en la que se cuenta cualquier cosa cotidiana recordando que la ciudad sigue, que habrá paros, conciertos en la noche, estrenos de películas la semana que viene, que mañana habrá frío polar o calor extremo. Cosas que yo ya no podré sentir a la distancia.

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Luego el aeropuerto, ese lugar de tránsito, de lenguas mezcladas, de rostros diversos, de trajes de invierno y verano entreverados, abrazos, adioses, comisarios a bordo impecables con sus pequeñas maletas, familias con carritos de maletas, enamorados que se besan por última vez, las promociones de Mc. Donald’s, el servicio de embalaje de maletas a menos precio, personas que llegan atrasadas al counter, los mochileros confundidos en una lengua que no entienden, los padres que despiden a sus hijos en su primer viaje al exterior. Todo me sabe a nostalgia, a un escenario gigante en el que cada personaje sabe bien (o cree saber) cómo encarar la partida, la separación de los cuerpos. El aeropuerto es un no lugar y al mismo tiempo es el lugar de todos. Todos los aeropuertos son las sucursales de un mismo país, de ese país melancólico y dinámico en el que se siguen una serie de pasos para enfrentar la partida y la llegada, el encuentro y la despedida. Me fascino observando el ritmo de cada aeropuerto que conozco. Pienso en el último que estuve, en el de Ezeiza, quizás al que más he llegado y del que más he partido. Podría decir que me conozco cada recoveco del aeropuerto (al menos de las terminales A y B). Me encanta su estructura metálica, de amplios pisos claros, de grandes vidrios que filtran esa luz ámbar del sur de América Latina. Pienso en la próxima vez que regresaré, me regocija saber que ahí estará Ezeiza, en el mismo lugar para recibirme.

Luego, la parte que menos me gusta. Los filtros de metales y migración. Por alguna razón desconocida siempre me pongo nervioso aunque ahora lo manejo mejor. La espera del avión me relaja un poco de la tensión de que algo pudiera entorpecer mi viaje y se activa mi espíritu de autor. Con los auriculares puestos, miro los ventanales donde se ven los aviones saliendo y llegando, miro a quienes como yo esperan. Cansados, ansiosos, conversones, somnolientos, alegres, tristes. Los bolsos y las pequeñas maletas de los más variados colores hablan más por sus dueños que ellos mismos. Siempre hay algunos apurados que media hora antes del embarque ya hacen la fila aun cuando luego una representante de la aerolínea les pida que se sienten.

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Ya en el avión, me acomodo, mando unos últimos mensajes para mis familiares y amigos. Reviso las redes, subo alguna foto o story en Instagram. En esos momentos, mientras el avión se abastece de combustible y los pasajeros se van acomodando, suelo escribir mucho. Frases, imágenes, diálogos que se me vienen y con las que luego espero armar algo. Respiro profundo para el momento de la partida no porque tenga miedo de volar, sino porque ese momento del despegue es sublime para mí. El avión con toda su artillería se pone en marcha para desafiar el aire, me invado de ese energía demencial hasta que se eleva y por unos segundos queda ingrávido. Una sensación de placer, de triste, de desarraigo y alegría me invade por completo. La ciudad va quedando diminuta y la cabeza me regala en cuestión de segundos, fragmentos de las escenas vividas en el viaje. Agradezco en silencio, por la oportunidad de vivir, de viajar, de encontrar gente hermosa en el camino. Me siento un privilegiado al viajar y regresar cargado, con más experiencia, más viejo. Miro hacia atrás cuando salía de mi ciudad de origen y me gusta darme cuenta de las cosas lindas e inesperadas que sucedieron durante el viaje. Me agarra una sensibilidad insoportable que luego constato cuando leo lo que escribí en ese estado. No todo lo uso, pero me gusta ese ambiente que se concentra en lo escrito y eso sí que lo uso para algún cuento o guion.

Hace pocos días, terminé mi camino del héroe en Argentina (digo el camino, no es que me siente «héroe»). Estoy de vuelta, crecido, enriquecido, recuperándome de una gripe fuerte que me dio al retorno. Me preparo para un nuevo destino, con la ansiedad, la expectativa de dejarme sorprender por la misma magia que encierra cada viaje.

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Saudade de Domingo #112: Los mapas turísticos

Los mapas turísticos funcionan como una suerte de lienzo maquillado, una cobertura linda que oculta imperfecciones y en caso de que se decidiera integrar alguna de ellas (un barrio «decadente», una calle “popular”), se la somete a las leyes del mercado, se sacrifica lo genuino de la propuesta para ajustarse a las condiciones de estar visibilizado en el mapa.

Es difícil encontrar ese «otro mapa» de la ciudad, aquel que se cuela y rebosa por fuera del mapa turístico. A veces los esfuerzos de otros viajeros retratados en blogs y revistas de viajes ayudan a cruzar esos perímetros oficiales. Gracias a varios artículos de viajeros he podido encontrar restaurantes caseros, galerías escondidas en una calle sin nombre, bares tradicionales e importantes para un pequeño grupo social, un parque con historia que por alguna razón política no figura en el mapa “oficial”. Pero lo más enriquecedor sin duda es relacionarse con los nativos, con los que circulan día a día esa ciudad y que a fuerza de la costumbre han naturalizado su propia mapa de vida. Interactuar con los locales permite captar otra realidad, vivir el viaje con ojos más realistas. Recuerdo que cuando fui a Montevideo por primera vez, en el hotel donde me hospedé en la ciudad vieja, me dieron un mapa en el quedaba claramente divididas las zonas “lindas”, “las que valía la pena conocer”. La división contemplaba las primeras calles cercanas al Río de la Plata. La división era tan notoria, que la recepcionista me dijo “de acá para arriba ya no hay nada interesante para ver, es pura ciudad”.  Me di cuenta que de forma inconsciente o quizás consciente, lo que un turista como yo quería era ver el artificio oficial y no “la ciudad”, la vivida por los montevideanos juntos a todos sus circuitos de socialización. A ojos de la recepcionista, por seguridad, yo merecía la Montevideo que algunas autoridades habían armado para mí. 

Colocándome del lado de los locales, no reconozco la ciudad que muestra el turismo oficial de Guayaquil. Es una ciudad poco vivida por el guayaquileño y guayaquileña común. Son una serie de espacios interesantes pero que no capturan la esencia de una ciudad costeña, de un puerto de grandes contrastes, de pequeñas historias que se encuentran escondidas, marginadas de las guías oficiales. A mis amigos que vienen a conocer Guayaquil, trato de hacerles vivir ese Guayaquil menos turístico y sí más «sabroso». Es obvio que ese Guayaquil varía de persona a persona, pero sin duda será más cercano por el vínculo que establece con los locales.

Siempre miro los mapas turísticos con cierta desconfianza aunque no por eso prescindo de ellos totalmente. Los utilizo, me dan el primer acercamiento pero luego me olvido de ellos en algún libro o cuaderno. En ocasiones me sorprendo al encontrarlos. Recuerdo mi primer mapa de Buenos, todo rayado, con indicaciones adicionales, poniendo números para destacar orden de importancia. Luego de haber vivido allá varios años, desconozco esa ciudad del mapa, en la que solo ciertos espacios se destacan y otros brillan como un pequeño cuadrado blanco sin identificación ni color. Esos espacios, esas calles son los que me interesan descubrir, ahí donde la ciudad adquiere otros matices.

Armar el mapa no oficial es ya en sí mismo un viaje. Implica horas de investigación, de charlas con los locales, de confiar en los instintos y salir a recorrer. Vale la pena relacionarse con una ciudad de otra manera y que sean los propios ojos quienes juzguen cuáles serán las memorias que se conservarán y que se pueden compartir a otros compañeros interesados también en ir más allá de los trazos oficiales de turismo.

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Historias de San Francisco #5

Ir a San Francisco y no visitar la isla de Alcatraz, es perderse la experiencia completa de haber “vivido” la ciudad. Bueno, esto no lo sabía hasta que Lotty, una colega del trabajo me dijo que tenía que ir a la ex prisión de alta seguridad, que es un must. La verdad no estaba muy interesado, aunque confieso que tampoco tenía mucha idea de lo que me iba a perder. Investigué sobre el lugar, su historias, sus presos famosos como Al Capone. Una prisión en medio de la Bahía.

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La primera noche en San Francisco hice las averiguaciones respectivas para llegar a Alcatraz. La idea era ir el domingo pero vi que todos los boletos del barco estaban vendidos para ese día. De modo que elegí ir el lunes de mañana. Tenía que ir hasta la zona de Embarcadero y llegar al Pier 39. Decidí ir caminando desde el Union Square y así palpar el ritmo de la ciudad un día de lunes común de trabajo. Me introduje en el downtown para luego salir a la zona de Embarcadero. Había una fila moderada y en medio de extranjeros de lenguas extrañas y norteamericanos de otras partes del país, pensaba en Alcatraz. Le escribí a Lotty que ya estaba por ir a la isla y empecé a mandarle fotos desde el barco a medida que me iba acercando. Era una forma de hacerla partícipe de mi viaje y de agradecerle por insistirme en ir a ese lugar. De alguna manera fue como si hubiera viajado con ella, escribiéndole los mensajes que le habría comentado si hubiéramos hecho el viaje juntos. Un día como ese, deseé viajar acompañado. No siempre me sucede pero en medio de los viajes en solitario, hay momentos en los que me apetece compañía. Y ahí estaba Lotty, mi amiga del trabajo, mi vecina de escritorio, de forma virtual en Alcatraz. Estas fueron algunas de esas fotos que atestiguan el recorrido. 

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Historias de San Francisco #4

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No podía pasar por Japantown sin probar un plato japonés. De modo que entré a un restaurante dentro del Japan Center atestado de gente y me pedí un plato híbrido: Pollo teriyaki con arroz y curry (la mezcla no la hice yo, venía así desde el menú). Compartí mesa con alguien que manejaba muy bien los palillos. Yo hice mi mejor esfuerzo pero al final me rendí y pedí un tenedor. La cantidad de comida fue abismal y no pude terminar de comer todo. Me he dado cuenta que cuando viajo suelo comer poco. En mí no funciona mucho eso del turismo gastronómico, al menos no cuando voy a una ciudad por primera vez. En ese primer encuentro con una ciudad prefiero devorar sus espacios, sus plazas, sus calles. Comer se vuelve un accesorio que a veces me resulta un obstáculo para alcanzar a hacer todo lo que me propongo en el día. Por ello, muchas veces no desayuno y termino almorzando a las seis de la tarde en el primer restaurante que encuentro o ceno unas Pringles cerca de la medianoche.

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Hay días como este en Japantown en la que la comida hace parte del itinerario, por ello pude disfrutarla y salir a conocer las otras tiendas japonesas de la zona como Kinokuniya, esa tienda maravillosa que había conocido en New York y que es una de las más grandes del Japantown de San Francisco. Allí entre descendientes de japoneses y blancos norteamericanos, todos compartían el amor hacia la cultura japonesa. Un padre junto a sus dos hijos pequeñas descifraban unos títulos escritos en Hiragana. En algún momento el padre llegó a confundir una sílaba y enseguida el hijo más pequeño lo corrigió y leyó de corrido todo el título. Al padre no le quedó más que aceptar la victoria de su hijo. En la sección de cuentos infantiles, una mamá rubia con su hija sentada en las rodillas le leía la versión bilingüe de un cuento de hadas. Primero en inglés, luego en japonés. Otros se inclinaban hacia los cómics, especialmente los adolescentes. Podían elegir leerlos directamente en japonés o en inglés. No me pude contener y fui a la sección de aprendizaje de idioma y compré varios libros para estudiar japonés. 

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Historias de San Francisco #3

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San Francisco tiene un rostro oscuro, como lo tienen las grandes ciudades. Es una ciudad de tecnología, de dinero, de casas victorianas con habitantes rebeldes, militantes, artistas. Pero esa misma libertad muestra su otro lado en barrios como Temberloin y las zonas aledañas al Union Square, donde decenas de vagabundos merodean y duermen donde caiga la noche. No son vagabundos que piden dinero, ellos están en “otro trip”. Hablan solos, gritan para un otro que no está, se golpean, tienen movimientos involuntarios en el cuerpo, escarban en la basura.

Los transeúntes circulan ensimismados en sus problemas existenciales de una clase acomodada ignorando la otra cara del capitalismo extremo en estos hombres y mujeres consumidos por las drogas. Esa mañana entré a un Starbucks y me sorprendió encontrarme con una mujer negra adicta tirada en el piso junto a la puerta al interior del café. Gritaba a la nada con vómito a su alrededor. A pesar de los gritos, la indiferencia de los clientes y de los cajeros era espeluznante. Todos actuaban como si no pasara nada. Dos chicos gays se tocaban las manos embelesados en el amor posible de San Francisco, una señora cincuentona leía el diario sumergida en las noticias internacionales, un señor blanco caucásico de mediana edad tomaba su café caliente mirando hacia la calle y un adolescente pelirrojo enchufado a la música con sus auriculares trabajaba en su portátil. Sólo un señor ya de tercera edad, de la misma etnia de la mujer que gritaba dirigió una mirada para ella y balanceó su cabeza mientras regresaba a la lectura de una revista. Yo esperaba, alterado, por mi café, frente a las bromas dignas de la serie Friends que se hacían los dependientes del Starbucks. Quería preguntarle a toda la gente que estaba ahí por qué no hacían algo, por qué al menos no la miraban, no sé, algo. Más allá de la responsabilidad que cada uno tiene sobre sus propios actos, existe el sentido de humanidad y creo que cuando dejamos de sorprendernos, pasamos a ser unos entes fríos, sin sangre en las venas. Una vez que me dieron mi café, dos policías gigantes (como los que se ven en las pelis) agarraron a la mujer, cada uno de un brazo y ella como muñeca de trapo flotó en el aire unos cuantos segundos. Mientras gritaba, parecía una marioneta en manos de esos policías colorados.

Luego una mujer policía se encargó de recoger la mochila de la mujer negra y la arrojó afuera del Starbucks. Los dos policías hicieron lo mismo con la mujer quien quedó sentada en la vereda, todavía alterada dando gritos. El señor afroamericano de tercera edad fue el único que observó los acontecimientos con una mezcla de rabia y de pena. Luego del incidente, el hombre fue al baño y al salir, cuando pasó cerca de mí, lo único que atiné a preguntarle fue: “¿Esto es común en San Francisco?”. Me dijo que lamentablemente es cada vez más común, que muchos de los homeless de San Francisco no son originarios de ahí sino que vienen de ciudades pequeñas. En San Francisco encuentran muchas facilidades para drogarse y luego terminan en situación de calle. Por lo que había podido darme cuenta hasta ese momento y que luego seguí confirmando en los días posteriores que estuve allá, es que había todo tipo de homeless. Jóvenes, viejos, hombres, mujeres, negros, blancos, asiáticos. No presencié ningún ataque de los homeless hacia el resto de transeúntes. Todo su rollo era con ellos mismos, sus diálogos incoherentes, los insultos, los golpes. 

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Historias de San Francisco #2

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Esto fue en Yerba Buena Gardens. Yerba Buena es uno de los centros culturales más importantes de San Francisco. Fui el domingo a eso de las 9 am y como no había actividades todavía, decidí recorrer los jardines. Me encontré con esta caída de agua en la que por detrás había una exposición de frases pronunciadas por Martin Luther King, con traducción en muchos idiomas. Yo esperaba mi entrada al Museo de Arte Moderno de San Francisco que abría a las 10 am. La visita al museo era el espacio que además necesitaba para que me reubicaran de habitación en el hotel, luego de haber tenido problemas de ruido constantes de las paredes durante la noche. Decidí grabar el sonido para que en recepción no me tomaran por loco. La recepcionista de turno, Mary, una norteamericana rubia, gorda y de voz muy aguda estaba sorprendida y avergonzada por lo sucedido. Enseguida me prometió que hablaría con el gerente para autorizar mi cambio a otra habitación. Me dijo que recorriera la ciudad y que a mi regreso a la hora que fuera me daría la tarjeta de mi nueva habitación. De todas formas tenía pensado volver al hotel, como una parada antes de ir a Japantown.

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IMG_4465A mi regreso del hotel, Mary desplegó una sonrisa y dijo que me habían asignado una habitación en el quinto piso y que podía ir a la cafetería del hotel mientras terminaban la limpieza de la habitación. Aproveché para escribir un poco sobre las primeras impresiones de la ciudad. Las releo días después e identifico mi “síndrome de primer día”, en la que siempre me arrepiento del viaje. Luego Mary me anunció que la habitación estaba lista. Intenté agarrar mi maleta pero Mary dijo que la llevaría ella. Su poder de decisión me hizo no querer contrariarla, de modo que subí al ascensor con ella pero era Mary quien tenía la custodia de mi maleta. Al entrar a la habitación me hizo un tour rápido por la misma y me dijo señalando un estante en la parte superior de la habitación: Acá tienes varios libros si quieres leer. Fue ahí que caí en la cuenta de que le había dejado un bolso con varios libros para que me lo tuviera en recepción. Seguramente se dio cuenta de mi predilección por los libros. 

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Historias de San Francisco #1

IMG_4444Esta fue la primera imagen que me regaló San Francisco, a la salida de la estación de Powell Street. Tenía pocas horas de sueño, los ojos enrojecidos pero la ansiedad de hacer el check in en el hotel y salir a conocer los alrededores del Union Square, lugar que ya había explorado por el Google Maps. Me gusta leer esos nombres de calles que me resultan extraños y ajenos desde el celular, para luego apropiármelos cuando los atravieso físicamente.

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Al salir de Powell Street, me encontré con el Cable Car (tranvía). Seguí mi camino por Powell hasta Geary. Escuché varios idiomas y vi gente de diferentes etnias, como también muchos vagabundos drogadictos, con colchones enrollados en sus mochilas remendadas. Así como en Miami o New York, las grandes tiendas de ropa estaban presentes con sus vitrinas brillantes de seducción con falsas ofertas. Aun en ese momento no sabía que estaba en la ciudad más cara de Estados Unidos. 

Hice el check in en el hotel, acomodé mis cosas, me di una ducha y salí hacia Union Square. Ya era de noche y había una leve llovizna. La iluminación mortecina de la plaza le daba a ese sector emblemático de la ciudad, una sensación de novedad y misterio. Saqué algunas fotos antes de irme a Apple Store. 

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Saudade de Domingo #111: La lengua que me acoge

En estos últimos meses de introspección y reflexión, han aparecido amigos, situaciones que funcionan como una suerte de espejo. Me permiten «ver» aquello que debo mejorar en mí, cuestionar creencias, trazar nuevos destinos. Claramente no es un proceso fácil, hay mucha ansiedad, sensación de vértigo. A momentos podría decir que no tengo ninguna certeza a pesar de que quizás proyecte una imagen de solidez y decisión. Sin embargo, debo decir que de cierta forma me gusta lo que estoy transitando. Siento que es el camino a algo, el trayecto a ser alguien con madurez. Y en medio de toda esta crisis treintañera me sorprendo, muchas veces, pensando en portugués.

No es algo que me lo propongo, simplemente fluye. No me doy cuenta cuando ya estoy pensando en portugués, haciéndome preguntas en portugués, barajando decisiones en portugués. Como si la lengua portuguesa fuera «meu porto seguro», mi lugar de calidez. En esta época también busco inconscientemente música brasileña, fragmentos de producciones brasileñas, lecturas en portugués. En medio de la crisis, quiero a tener al portugués muy cerca, como si el idioma, sus palabras, su fonética pudieran hacerme el camino más ligero.

Hablo otras lenguas también pero quizás el portugués sea la lengua con la que más recuerdos tengo. Ya he mencionado en otros posts mi amor hacia el portugués. Este idioma me abrió un nuevo universo, me ha acompañado miles de horas de música, de lecturas, de películas, de novelas y a lo largo de la vida, me ha dado muchos amigos brasileños. Estudié portugués en la adolescencia con las mismas ansias con la que un chico buscaría salir a fiestas. Dediqué cientos de horas leyendo textos. Estudié portugués en la época del internet jurásico, de modo que no existían aplicaciones como Duolingo ni vídeos de YouTube ni mucho menos Italki para aprender más sobre un idioma. Me tocaba meterme en las escasas secciones de idiomas de las librerías de mi ciudad, rogar que hubiera algo en portugués, así como cuando iba a la tienda de discos y por casualidad encontraba un disco de Caetano, Simone o la banda sonora de una telenovela de Globo. Así, a retazos y con esfuerzos fui construyendo un yo en portugués. Fueron años divertidos en los que mis compañeros de clases me pedían que les dijera frases en portugués y algunos de ellos se entusiasmaban repitiéndolas hasta que lograban decirlas de forma fluida.

Luego vinieron otros idiomas, a los que también les he dedicado muchas horas y que me han abierto otros caminos. En ese ínterin el portugués siempre estuvo presente, aunque en un segundo plano. Y ahora, a las puertas de los 33 años, el portugués se me presenta como una posibilidad, como si el idioma quisiera hacerme la vida más fácil. Como si la saudade me recordara que ella es mucho más amplia que la nostalgia, que ella (la saudade) puede asfixiar a momentos pero también es un canto de alegría y de impulso para seguir adelante.

Pienso ahora en Fernando Pessoa y en ese texto hermoso «A minha pátria é a língua portuguesa», en la que hace una declaración de amor a su propio idioma. Me da gusto pensar que la lengua portuguesa, esa lengua que acoge mis pensamientos por ahora, es mi patria también.

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Saudade de Domingo #110: La vida empieza (o termina) en el Golden Gate

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Viajar siempre me pone en un estado febril horas antes. Me pregunto, me anticipo. 

Soy otro yo cuando viajo, más sensible, más predispuesto al vacío, más errático quizás, con mucha sed de aprender. Puedo llegar a sentirme superpoderoso, capaz de hacer lo que se me cante. No tengo limitaciones, es mi sombra jungiana la que toma las riendas de los recorridos.

Suelo llorar mucho en los viajes. Desde que me subo al avión, cuando las turbinas suenan y la ciudad se vuelve una alfombra. Me acompañan los personajes que escribo, las películas, las series que he visto, las personas cercanas que admiro. No es un llanto de tristeza, sino de alegría y euforia. Mi padre diría que al viajar estoy solo contra el mundo. Yo más bien diría que estoy solo con el mundo, pues en todos mis viajes he tenido la suerte de encontrarme con gente que me hace el camino más agradable.

Para cada viaje, siempre termino eligiendo una canción que repito de forma compulsiva, como si volviera un himno de ese recorrido. Lejos de cansarme la misma melodía, se me vuelve adictiva, necesito escucharla para impregnarme más de lo que veo, de lo que siento mientras camino. A momentos puedo sorprenderme con los ojos llenos de lágrimas invadidos por la música, por el paisaje, por las imágenes que vienen a mi cabeza y que se transforman, eventualmente, en historias para escribir.

Cada viaje me pone también muy reflexivo, encuentro respuestas a preguntas que no sabía como formular, también descarto las respuestas que de alguna manera ya superé. También me pasa de volver a preguntas que creía superadas. Estas duelen mucho, porque me da la sensación de que no aprendo y de que la vida me vuelve a poner las lecciones al frente.

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En este viaje a San Francisco tuve una mezcla de sentimientos muy extraños. Como siempre me pasa el primer día, odio la aventura, me arrepiento de viajar, quisiera mandar todo el carajo y regresar a mi ciudad. Luego el segundo día es mejor y de ahí en adelante me como la ciudad literalmente. Cada esquina, cada calle, cada rostro se vuelve un territorio para descubrir. 

En San Francisco hice uno de los recorridos más importantes hasta ahora en mi vida de viajero. Me tomé el tranvía en Union Square y me bajé en Lombard Street. Saqué algunas fotos, caminé por esas pendientes caprichosas y de ahí me lancé a caminar hasta el Golden Gate. Google Maps calculaba para mí una hora y cuarenta de camino. Era un recorrido largo, hacía frío, había amenaza de lluvia, pero me lancé. Había caminado ya el Brooklyn Bridge en New York, así que decidí equilibrar el juego con San Francisco.

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Llegué casi por accidente al Parque Histórico Nacional Marítimo de San Francisco, con las embarcaciones del siglo XIX de fondo. Algunos arriesgados nadaban en esas aguas pacíficas y heladas, mientras que otros preferían trotar con auriculares. Me llené de ese aire salino frío del invierno húmedo de California. Pensé en la loca generación beat, en sus recitales, en su rebeldía, en esas creaciones atropelladas llenas de desacato, caliente, de estados alterados. Estaba en California, la tierra del arte, de las batallas, de la lucha por los derechos civiles y ahora la tierra de la tecnología. En los viajes, así como suelo llorar mucho, me obsesiono con mi extranjería. En Estados Unidos, por ejemplo pareciera que me esfuerzo en hablar el inglés con mucho acento latino. Se establece en mí una dialéctica entre el amor que tengo por la aventura, pero al mismo quisiera resguardarme de esos “otros” diferentes. Sin embargo, ahí en el muelle, pensando en San Francisco, en California, me sentí en casa, con más puntos en común con sus habitantes que diferencias. 

Seguí el camino con Sale, Amore e Vento, de Tiromancino. Esa melodía italiana, nostálgica y enérgica que Federico Zampaglione escribió de un solo tirón luego de haberse soñado a sí mismo como un narco latino enamorado de una mujer que vivía recluida en una isla. Esa canción eyaculatoria, pasional, acompañaba mis pasos por el Marina District, un sector del San Francisco residencial, geométrico, formal de una clase pudiente muy alejado a la imagen postal de la ciudad. 

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A medida que el camino avanzaba las personas iban desapareciendo hasta encontrarme dentro de un descampado a orillas del mar, en la que eventualmente pasaba algún ciclista. Me sentía agotado, sudando frío pero también estaba la canción, los mensajes que me enviaba con algunos amigos y el deseo de atravesar el Golden Gate. Cualquier cansancio era nimio frente a la fuerza que de pronto parecía salir dentro de mí, a pesar de la poca confianza que me tengo muchas veces.

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12En ese camino largo tuve tiempo suficiente para pensar en lo que quiero de mí en los próximos años. Era enfrentarse a ese demonio cuestionador que me recuerda que este año cumplo 33, que me hace pensar si estoy contento con la vida que llevo, que si no es hora de encontrar a alguien y formar una vida en conjunto o quizás tomar la aventura de viajar hacia algo más extenso e intenso. Lejos de ser un encuentro doloroso como siempre pensaba y que evadía en la tranquilidad de mi ciudad y de mi trabajo, mirar ese demonio-espejo, fue la posibilidad de mirar de frente ese monstruo que suelo ser. La reflexión se hacía más llevadera con ese cielo gris de San Francisco, con la calma de la naturaleza, el vaivén del mar que rozaba la orilla y las fotos que iba tomando a manera de testimonio mudo de la experiencia. 

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Cuando llegué finalmente al Golden Gate, algunas preguntas estaban respondidas. Las respuestas (decisiones) me daban y me dan miedo, pero al entrar al Golden Gate, insuflado por la fortaleza de esa mole de hierro que desafía cualquier desastre natural, me sentí protegido y que cualquier cosa que decidiera iba a estar bien. De pronto no me dolían las piernas, no me sentía cansado. Además hice las respectivas fotos y selfies para capturar el momento, ya que divertirme conmigo es también parte de la aventura. No recuerdo exactamente cuánto tiempo me tomó atravesar el puente. Estaba más emocionado por la música, el mar debajo de mí, el esperpento naranja que se alzaba encima mío y sobre todo, por mi lugar en el mundo. 

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Al emprender el regreso por el puente, me detuve a la mitad a contemplar la isla de Alcatraz y a San Francisco, ecléctica, rebelde, al fondo. A pesar de los turistas que como yo cruzaban el camino, me sentí conectado en soledad con esa naturaleza plomiza invernal. Hice un pacto con el Golden Gate. Con el corazón ardiente (siempre quise usar ese adjetivo), dejé a la suerte, al destino, a la nada, lo que tenga que suceder. Yo ya tengo algunas respuestas así que debería poder detectar las señales y cuando aparezca lo que fuera, sé bien lo que tengo que hacer (ojalá).

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Por alguna razón El Golden Gate (y su trayecto) le ha dado un punto de giro al guion de mi vida hasta ahora. Pienso en mis clases de estructura dramática en la que el personaje luego de un punto de giro experimenta un cambio y también crisis. Me reconozco en ese momento de crisis, pienso en los 33 que cumpliré en menos de un mes y en lo que espero hacer en mi propia película de vida. También recuerdo que en mis clases de estructura dramática le digo a los estudiantes que las crisis llegan a un punto álgido para luego resolver la historia. Me proyecto hacia ese punto en el que haya sido superado lo que tengo que aprender ahora y mientras tanto, recuerdo mi paso por el Golden Gate, amable y protector que me permitió atravesar el umbral hacia un nuevo camino. 

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Saudade de Domingo #109: La familia literaria

Hace unos días leí una larga entrevista telefónica que le hizo Liliana Villanueva al escritor Abelardo Castillo, a propósito de su libro sobre maestros de talleres literarios. En un parte de aquella entrevista, quizás una de las más me llamó la atención, estaba la idea que Castillo llama “la familia literaria”. Para él, esta familia consta de aquellos libros que cada autor siente como esenciales para su desarrollo como escritor. Castillo recomienda leer las autobiografías, los diarios de los autores con los que uno siente un diálogo constante para encontrar en ellos cuáles son esos libros que ellos admiran y citan con regularidad. De esa manera, según Castillo, se crea una familia espiritual que probablemente inició con un “padre” o “abuelo” espiritual para luego encontrarse con una parentela literaria que puede ir creciendo -o modificándose- a lo largo del tiempo.

IMG_2990Castillo me ha hecho pensar en mi propia familia literaria, idea sobre la que nunca había reparado ni se me habría ocurrido posible. Es decir, sé a grandes rasgos qué autores y autoras son los que me movilizan pero nunca los vi como “una familia”. De pronto esta idea me parece tierna y pertinente. Me hace recordar que durante mis años de adolescente, sin duda alguna mi padre literario fue García Márquez. Leí toda su obra narrativa, además de su autobiografía Vivir para contarla y los libros que compilan sus textos periodísticos. Era inevitable al leer a García Márquez no pensar en Kafka y en Faulkner, autores que el colombiano consideraba imprescindibles para su propia formación. De hecho, entré a Kafka y Faulkner por García Márquez. La lectura de La Metamorfosis o de Días de agosto, fue fundamental para pensar en esa línea difusa de realismo y fantasía, en el que era narrable cualquier universo posible.

En la misma adolescencia y en los primeros años de la facultad, leí mucho literatura clásica, textos teatrales, pero quien tomó la posta de García Márquez en cuanto a la paternidad literaria fue Roberto Bolaño. A Bolaño no llegué por ningún libro sino por un dramaturgo ecuatoriano, quien declaraba con toda seguridad, que Cortázar estaba sobrevalorado y que quien merecía todos los laureles del mundo era Bolaño. Desde entonces, retuve su nombre en la cabeza hasta que encontré Detectives Salvajes, en una librería de Guayaquil. Luego, no hubo vuelta atrás. Leí todo cuanto pude de Bolaño, incluyendo su obra poética, que en ese entonces, no logré entender.

En los últimos dos años debo decir que me he volcado (sin proponérmelo) hacia la literatura escrita por mujeres. Ahora mis madres y tías literarias son Clarice Lispector, Samanta Schweblin, Mariana Enríquez, María Negroni, Marília Garcia. De ellas he aprendido un nuevo manejo del lenguaje, una capacidad microscópica para ver realidades. Son autoras que se mueven en el terror cotidiano, en la angustia que genera la calma del vacío. Ellas también me han llevado a otros autores como Stephen King, quizás uno de los padres literarios de Enríquez, quien asegura que el autor norteamericano es mucho más que un autor “comercial”. Asimismo entré en Pizarnik gracias a María Negroni. Además de tener el honor de haber sido alumno de Negroni, en clases nos transmitió su pasión y devoción por la obra poética y narrativa de Pizarnik. Siempre vi la poesía como algo sublime a la que no podía tener acceso, pero con Negroni,  ese salvoconducto me llevó a conocer además a Nicanor Parra, Emily Dickinson, Sylvia Plath, William Carlos Williams.

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Como propósito de este año, he decidido leer durante los primeros meses, una serie de libros escritos por autores que he leído poco o nada. Elegí a algunos de ellos por recomendación de conocidos, otros por otros familiares literarios y alguno que otro por instinto. No sé si estos autores y autoras nuevos se volverán parte de mi familia, pero creo que vale la pena intentar conocer otros “primos” posibles. 

Para los que quieran leer la entrevista completa de Villanueva a Castillo y otras que realizó a otros maestros de talleres, les dejo por acá el link.

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Claire y Amélie Nothomb en París

Era mi segundo día en París. La ciudad se vestía de un color ámbar con nubarrones dispersos, por lo que parisinos no perdieron la oportunidad de lanzarse a las plazas y recibir un poco de sol. Claire, mi gran amiga de la época universitaria, me explicó que cuando se asomaba aunque fuera un rayo de sol en París, el espíritu colectivo cambiaba. Todos repentinamente eran felices, las amistades se reforzaban, el amor se volvía posible y los largos paseos parecían tener la misma duración desde cualquier punto de la ciudad. No nos sentamos sobre el pasto de ninguna plaza (aunque lo hubiera querido) pero sí recorrimos algunos puntos tal como lo habíamos planificado. Estuvimos en la casa de Víctor Hugo, almorzamos en un pequeño restaurante de Le Marais, nos introducimos en la catedral de Notre Dame. Nos tomamos las fotos respectivas que subimos enseguida a las redes, a la espera de likes. Claro, no se viaja igual si no estás acompañado de comentarios de admiración o de recomendaciones en Facebook o Instagram. 

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Una vez que cruzamos el Pont Saint Michel se podría decir que empezó, sin haberlo buscado, una nueva etapa de lector para mí. Me encontré con la librería Gibert Jeune. Su característico amarillo intenso era una sorpresa dentro de la paleta de colores de París que prefería los colores tierra en contraste con los rojos. Pronto me sumergí en los estantes de libros en rebaja que se ubicaban a la entrada de la librería. Claire era una lectora asidua. Habíamos comentado varios libros en diferentes momentos durante la universidad pero nunca habíamos visitado una librería juntos. Me alegré de tener en ese instante la oportunidad de re-conocernos entre libros. Yo hasta ese momento no sabía que Gibert Jeune era una librería que tenía más de cien años de existencia y que además compartía el mismo origen con otra, Gibert Joseph. Claire me explicó un poco de la historia de cómo se dividieron los dueños, de las diferentes sucursales de Gibert Jeune (casi todas en la zona de Saint Michel) y sus eventuales compras de libros de arte en esa misma tienda, cuando aun cursaba en el Intuit Lab. 

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Ya en el interior, la librería se abría como una casa majestuosa de diferentes pasillos y con gente circulando con varios libros y niños de la mano. Los dependientes de la tienda ofrecían su ayuda a varios clientes desorientados y algunos otros acomodaban los libros que por descuido o pereza, ciertos visitantes colocaban donde mejor podían, en un intento por deshacerse de aquello que ya no querían leer. Algo en su ambiente me recordó a la Strand de Nueva York, por lo que me sentí un poco en casa. IMG_2949Esa primera planta estaba destinada a útiles escolares, stationery y herramientas de arte. Me alegré al
encontrarme con un letrero grande que indicaba la distribución de los libros en todo ese caserón. Sin pensarlo fui al segundo piso, donde se encontraban todos los de literatura. Claire seguía mis pasos con curiosidad. Supongo que le intrigaba saber qué libros escogería. Por unos breves segundos, mientras sentía la mirada entusiasta de Claire, pensé en la responsabilidad que tenía al escoger un primer libro. Decidí jugar a lo seguro y saqué de la estantería L’étranger de Camus. Claire sonrió y me dijo que Camus fue un autor clave para ella en sus primeros años en París, cuando todavía se sentía ajena y orgullosa de su corazón mediterráneo. Le comenté que había leído poco de Camus y más de Sartre. Ella respondió que había leído poco de Sartre y más de Simone de Beauvoir. La breve charla se interrumpió por un mensaje que Claire recibió de su hermana. Yo volví a los libros, me encanté mirando las portadas, recorriendo las páginas de libros de literatura francesa como si los descubriera de nuevo, ahora en su lengua original. A mi alrededor la gente entraba y salía, escuchaba retazos de conversación en las que alguien recomendaba o defenestraba a un autor. Otros, más jóvenes, se sentaban en el piso con audífonos a leer mientras otros como yo, preferían leer de pie, frente a las estanterías. 

Luego del mensaje, Claire recorrió por su cuenta varios estantes. La soledad es buena compañía en pocas dosis cuando se entra a una librería. Yo por mi parte, ya tenía entre manos varios libros que decidí comprar, aunque confieso que la elección estuvo mediada por dos variables: el peso ligero del libro (para no pasarme de lo permitido en la maleta) y el interés que me despertaba el autor. Minutos después apareció Claire con un libro en IMG_2961mano. Debes leerla, me dijo mientras me mostraba la portada de un libro en la que una mujer muy blanca, despeinada y de labios rojos miraba fijamente al lector potencial. Era una suerte de vampiresa moderna cuyo nombre ya había escuchado aunque nunca la había visto: Amélie Nothomb. Recordé haber leído una entrevista que le hicieron alguna vez en el diario El País y recordé también haber tenido la sensación de querer leerla. 

Mientras leía la contraportada, Claire desapareció unos segundos para traerme otros libros de Nothomb: Hygiène de l’assassin, Le sabotage amoureux y Les Catilinaires. Los tres libros eran de la editorial Albin Michel, con la que Nothomb tiene contrato de hace muchos años. Los tres eran livres d’occasion, como se denomina en francés a los libros de segunda mano. Aunque Claire es tranquila y analítica, su alma de diseñadora transgresora se manifiesta en sus lecturas. El universo tragicómico de Nothomb le atrae y casi con orgullo, dice haber leído todas sus novelas publicadas. Por ella supe que Nothomb había vivido gran parte de su vida en Japón y que de alguna manera varias de sus novelas se remiten a esa experiencia, especialmente en Stupeur et Tremblements, que fue el primer libro que me mostró. Ante su entusiasmo, me sentí en la responsabilidad de leerla. No quería desairar a Claire devolviéndole los libros con una sonrisa mientras le decía que ya había elegido mis libros. De modo que me tocó negociar entre Camus, Céline, Reza y Le Clézio para convenir quién se iba conmigo y quién se quedaba en el estante. Por cada libro que dejara, entraría uno de Nothomb. Así fue como abandoné Voyage au bout de la tuit de Céline y Théâtre de Reza y entró Stupeur er Tremblements y Hygiène de l’assassin. Me propuse empezar a leer el primer libro ni bien llegara al departamento de Claire. Quería conocer cómo Nothomb había logrado insertarse como mujer occidental en una empresa japonesa, cómo una belga de habla francesa tan irreverente se insertó en el mundo laboral nipón donde la jerarquía tiene un peso omnipotente. Delante de Claire leí algunos párrafos y sentí que sería amigo de Nothomb. 

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Luego, entusiamada, me hizo leer el inicio de Hygiène de l’assassin, en el que un escritor octogenario, Premio Nobel de Literatura al que le quedaban dos meses de vida, era asediado por periodistas de diferentes partes del mundo en busca de una última entrevista. El escritor había ordenado a su secretaria que hiciera una estricta selección de ese único periodista siguiendo entre otros criterios, que no fuera de lengua extranjera, que no fuera negro, que no fuera de ninguna revista femenina o de algún canal de televisión. La escritura de Nothomb fluía en mí como si fuera música, aunque no soy un francoparlante nativo. Las eventuales palabras desconocidas las deducía por contexto y seguía en la lectura mientras Claire me escuchaba.img_2963.jpg No estaba muy seguro de mi francés pero Claire decía que estaba muy bien y me miraba como si me diera permiso de seguir con la lectura. De repente, me sentía en una clase de idioma del colegio con los ojos esmeralda de Claire, muy abiertos, muy expectantes, como si sintiera que se acercaba algo importante dentro de la novela. Sudé un poco por el compromiso que me puso Claire en ese momento pero también por esa pequeña escena que teníamos en medio de las personas que circulaban en una librería amarilla de la plaza de Saint Michel. La situación me resultaba digna de Nothomb. Terminé las dos primeras páginas y ya sentía que detestaba al escritor anciano. No te imaginas lo que vendrá, me dice Claire con una leve sonrisa como quien guarda un lindo secreto.

La lectura de Nothomb me dejaron un poco alterado. Las palabras retumbaban en la cabeza, así que mientras estábamos en la fila para pagar, no dudé en volver a la lectura. Claire, muy cerca mío, lee conmigo. A los pocos segundos, respirábamos al unísono, con la armonía de un reloj de pedestal. El sonido suave de su respiración me hizo sonreír y ella como respuesta, sonrió también. No supimos en qué momento pasamos de la sonrisa a la risa amplia, en medio de la fila con parisinos callados que se encontraban entre su pantalla de celular y el libro que iban a comprar. Claire era ahora una Nothomb y yo tenía el privilegio de estar con ella. Toqué una de sus manos (no recuerdo cuál) y entrelazada con la mía llegamos a la caja. A la salida de librería, respirando el invierno de París, caminamos por el boulevard Saint Michel y ya en el Jardin de Luxembourg, saqué Stupeur et Tremblements. Leímos a dos voces, casi en susurro, las primeras cinco páginas de la novela.

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Regálame un libro, nada más

Intenta adivinar qué me gusta, estúdiame, revisa mis escritos, imagina qué me aceleraría la pulsión en las venas. Apuesta poco o mucho, pero sedúceme con un libro. Quiero saber que has pensado varios días, que has barajado muchos títulos para finalmente elegir uno. Ese que en tu corazón resuena, ese con el que podamos establecer un hilo rojo y recordarnos en una frase cualquiera de la página 74, 98 o 105.

Piensa delicadamente en el olor que tiene ese libro. Que sea un olor amaderado en el que pueda sumergir la nariz en medio de las páginas. Quiero identificar y guardar el perfume que ese libro me deja para que, cuando tenga nostalgia de ese «yo» que leía, pueda evocar su presencia recordando el aroma.

Elige un libro de páginas suaves pero jamás papel biblia. La delicadeza se encuentra en la distancia que hay entre el peso de las letras y la extensión completa del libro. Quiero sentir el sonido breve del recorrer las hojas y de acariciar las palabras, aquellas que intuyo leíste primero y que ahora, has seleccionado para mí.

libro regaloSorpréndeme con un libro de oraciones con incisos, de frases en cursiva en otras lenguas, de líneas irónicas que maldigan el amor y luego se reconcilien con él; que use adjetivos distantes para hablarme del llanto, de la risa, de la saudade. Un libro que no tema ser pequeño y que también esté orgulloso si decido fotografiarlo, compartirlo y ubicarlo en el altar de mis ansiedades.

Arráncalo de la estantería con firmeza pero sin prisa. Siente el ardor en tus manos imaginando ese primer momento cuando, a solas y acompañado de una luz ámbar, lo abra yo por primera vez. Sabrás seguro que lo voy a marcar, que le pondré la fecha, el lugar y las iniciales de tu nombre para que, en código secreto, pueda saber que fue el primer regalo de intimidad que decidiste obsequiarme.

Regálame un libro generoso, que me evoque otros libros y que me ayude a extender ad infinitum una cadena de historias que se preguntan y responden entre sí. De esa manera podré encontrar tu rostro matinal en una frase de final de capítulo, en un título hipotético o en la portada de un libro olvidado en la vitrina de una librería de secretos.

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La ignorancia, de Kundera

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Reviso mi biblioteca como usualmente hago cuando quiero regodearme de mis libros y entre ellos, me encuentro, de forma no premeditada con este hermoso texto de Milan Kundera. Fue un libro que me recomendó leer la coordinadora de mi maestría en Buenos Aires, cuando en ese momento quería hacer de la migración mi tema de tesis. Lo leí con avidez, me asfixié de nostalgia, rayé todo el libro destacando las frases que más me golpearon. Recuerdo haber vivido esos días como una especie de limbo. Estudiando, recorriendo la ciudad (Buenos Aires) y pensando en la mía (Guayaquil). Sentí la migración en la piel, en los huesos, me preguntaba por mi regreso, me anticipaba a imaginar mi futuro yo post-migración.

Luego Buenos Aires se volvió mía y la sensación de extranjero fue diluyéndose y con ello, mi tema de tesis. Ya no me llamaba la atención, pues había vivido mi propio proceso con la lectura de Kundera y la escritura de algunos cuentos. Encontrarme con este libro, me ha recordado a mi yo migrante, mi yo estudiante sediento de cine, mi yo viajero hambriento de comerme a Buenos Aires. Ya han pasado casi 7 años desde la primera lectura del libro y hoy frente al texto, se ha difuminado el tiempo y he vuelto a ser aquel que soñaba con el regreso de Ulises, con el nostos, con la literatura como cobija para proteger los sueños.