Saudade de Domingo #119: La red de los afectos

Ayer por la tarde vi un clip de un experimento social en Dinamarca que buscaba demostrar cuán vinculados estamos los individuos en una comunidad, sin saberlo. Los vínculos que se mostraban iban desde un par de chicos que jugaron en la infancia una vez y no se volvieron a ver más, hasta una chica que conoce a dos refugiados de la II Guerra Mundial y que fueron salvados por el bisabuelo de esta. Más allá de la veracidad de este experimento social, la intención es loable. Buscar que una comunidad deje de mirarse hacia adentro y empiece a mirar los nexos que mantiene con los demás. El video muestra cómo las personas se emocionan al recordar hechos del pasado, cómo se sorprenden al encontrarse delante de alguien que tuvo una pequeña o una gran importancia dentro de sus vidas.

El vídeo activó en mí, mis propias memorias. Recordé personas y momentos minúsculos pero que de alguna manera han tenido una relevancia en mi vida. También pensé en los pequeños encuentros que seguramente sigo ignorando pero que hacen parte de mi historia. De repente me dieron ganas de participar en ese experimento social y dejarme sorprender. Luego pensé en el gran amigo de la universidad que reencontré esta semana, a propósito de su visita a Ecuador luego de varios años de ausencia. En su última visita no coincidimos, ya que yo vivía en Argentina por esa época, así que sacando cálculos teníamos casi diez años sin vernos. Y en el medio pasaron tantas cosas. Se casó, tuvo dos hijos, tuvo varios trabajos, aprendió una nueva lengua. Yo viví varios años en Argentina, regresé a Ecuador, aprendí lenguas, hice maestría, reinicié una carrera de docente. Pero la amistad seguía ahí, entre mensajes ocasionales de WhatsApp o de Twitter a lo largo de los años.

CD211F0A-77FF-4728-8127-DC7F1EEBDC0BEn este reencuentro ambos recordamos cosas que habíamos olvidado o que las pensábamos diferente. Con un whisky en la mano y en compañía de otro gran amigo mío que sí vive en Guayaquil, surgieron anécdotas de la época de la facultad, de los compañeros con los que seguimos en contacto o con los que no nos hemos vuelto a ver. Volvimos a reír como en otros años, de los mismos chistes, de nuestras actitudes aun infantiles de la época. Era como volver atrás en el tiempo y ser nuevamente los estudiantes de Audiovisual del 2006. La saudade de aquellos años se activó y al menos por ese breve espacio, volvimos a ser estudiantes despreocupados, solteros, enamoradizos, que farreaban cada viernes y sábado por la noche.

Y en esa red de afectos que se activó, también se ha ido formando una nueva, extendida, renovada con las parejas y los hijos de mis amigos. Nuevos integrantes que se suman a los afectos, al cariño que seguirá expandiéndose ad infinitum probablemente. Me encanta cuando descubro que alguien a quien quiero mucho es amigo, pareja, conocido de otra persona a la que quiero. Es caer en la cuenta de que todos formamos una gran red, una gran conexión y que estamos más juntos de lo que realmente creemos.

El viernes por la noche, ya en la despedida, con algunos tragos encima, mi amigo me dijo: «Sabes que aunque no hablemos mucho, la amistad siempre está ahí, en el corazón». El momento sensible se tornó luego cómico cuando agregó riendo: «Y anda a visitarnos, loco». Yo correspondiendo al momento le respondí»: «Mira que yo sí voy, me tomo un avión voy a Texas». Reímos, nos dimos un fuerte abrazo. Ese era y sigue siendo el tono de nuestra amistad.

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Ya volviendo a casa, recapitulando el encuentro, vino a mi mente la fiesta del cumpleaños de mi amigo, el martes pasado. Su esposa había invitado a varios amigos para celebrar su cumpleaños. Estábamos ahí, alrededor de la torta iluminados únicamente por las velas. Mi amigo sostenía entre sus brazos a su primogénito, su cuñada y otro amigo tomaban fotos y hacían un vídeo del momento. Todos cantamos «Feliz cumpleaños». Y yo mientras pensaba que nuestras vidas, las de todos, son como extractos de películas, pequeñas escenas encuadradas según los ojos de cada uno. Y yo era el director de esa película en la que veía a mi amigo cumplir 35 años junto a su hijo mayor en los brazos, con su esposa al lado. Y el hijo de mi otro amigo en un momento de la escena, intenta apagar él las velas, lo que provoca unas cuantas risas de todos. Sigo pensando en esta misma escena, aun ahora, cuando mi amigo y su familia ya han vuelto a Texas para continuar con sus vidas, generando y reforzando sus afectos. Sigo pensando en la importancia del vínculo, en la necesidad de reconocernos en los otros y eventualmente compartir esos vínculos con otros, como lo intentó ese clip del experimento social danés.

Sigo pensando en los vínculos.

Sigo pensando que de esta red de afectos yo debería hacer alguna película.

Saudade de Domingo #6: Destino, el aire.

aircraft-464296_1280Viernes 30 de octubre, 17:15. Las pantallas en Ezeiza (Buenos Aires) mostraban el estado de mi vuelo: Demorado. En el counter me dijeron que embarcaríamos una hora después de lo previsto, pero que de igual forma tenía que hacer migración máximo a las 18. La nueva hora de salida sería a las 20:30. De cualquier manera no me lo tomé a mal. Este fue el único viaje con demora de todos los que he hecho este año. Quizás el aeropuerto sea el único lugar en el mundo donde me es placentero esperar. Estar rodeado de diferentes acentos, etnias, idiomas, abrigado por la voz impersonal que anuncia la llegada y salida de vuelos, con carritos que transportan maletas de todos los colores y formas, me resulta un escenario fascinante. La aventura de viajar se inicia desde ese momento en que se abren las puertas automáticas del aeropuerto y me inserto en un espacio donde personajes administrativos y pasajeros se mezclan en una sinfonía de movimientos a veces más lentos, a veces más acelerados dependiendo del vuelo que toque. Ese tránsito infinito me atrapa desde la infancia. Cuentan mis papás que aun cuando no sabía hablar, ya tenía trazada en la cabeza la ubicación del aeropuerto y que rompía en llanto cuando nos desviábamos de la ruta que conducía al Simón Bolívar (hoy José Joaquín de Olmedo). Tardaron algún tiempo en entender que no lloraba por hambre o sed sino porque nos estábamos alejando del aeropuerto. No sé qué santo o entidad hizo que mi papá en una de las salidas que hacíamos volviera a pasar por el aeropuerto y entendiera que lo que yo quería, siendo un nene menor de un año, era ver a los aviones.

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En algún lugar entre los Andes de Chile y Argentina

No hay una explicación lógica para mi fascinación por los aviones. Ya más grande, alrededor de los cinco años, el ir al aeropuerto sea o no para despedir o buscar a algún familiar, se convirtió en una paseo familiar bastante habitual. Me gusta observar cuando despegaban y aterrizaban los aviones en la época en que el aeropuerto de Guayaquil tenía esa especie de mirador donde los familiares podían despedir a los viajeros. Esa imagen se ha quedado grabada en mi memoria. El aeropuerto de Guayaquil en los 90 todavía tenía ese raro encanto de estación de pueblo, medio improvisado, caótico, familiar.

El paseo al aeropuerto se complementaba con algún almuerzo o merienda en el bar-restaurante que había en el segundo piso, desde donde se tenía vista directa a la pista de aterrizaje. Las mesas más peleadas obviamente eran aquellas que estaban junto a los ventanales. Me embargaba la emoción cuando encontraba una vacía y me adueñaba por completo de ella. También me emocionaba cuando veía la cara de decepción de alguien al vernos a mí y a mi familia en la mesa. De niño era un fanático de la competencia y no me gustaba perder. Recuerdo todavía el sabor de las papas fritas que pedía para comer mientras veía los aviones nacionales ya extintos de Saeta, San, Ecuatoriana. Me gustaban sus colores y ver a la gente bajar con sus bolsos de mano y caminar a pie sobre la pista.

No viajé mucho en avión durante la infancia y quizás por ello se fue alimentando en mí esa fantasía por lo aéreo. Me imaginaba ahí, abrochándome el cinturón, mirando por la ventanilla, teniendo la sensación de penetrar el aire, dejando la ciudad para llegar a otro destino. Algo así sentí a los 17 años cuando en el 2003, el avión de la desaparecida Varig me transportaba a São Paulo desde Bogotá. El horizonte desapareció para dar lugar a la ciudad más grande de Sudamérica. Siendo además fanático de Brasil, ese primer viaje largo me dejó sin aliento. Ver a São Paulo desde el aire es uno de los recuerdos más lindos que tengo relacionados a la aviación (qué ambicioso suena eso). Siempre trato de ubicarme en el asiento junto a la ventanilla para mirar las ciudades desde arriba y ver sus diferentes formas, a veces geométricas, otras con diseños urbanos más caprichosos. Algunas en medio de la selva, otras en medio de montañas, pero todas diminutas y frágiles desde lo alto.

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                           Guayaquil desde el aire

Con toda esta fascinación por los aeropuertos y aviones, pilotar es claramente una cuenta que tengo pendiente. Sueño con manejar un avión, surcar aires, nubes, sobrevolar campos, mares, desiertos, así como cuando de niño jugaba con los aviones que me regalaban, inventando además aeropuertos de partida y arribo. Algún día pilotearé aunque sea una avioneta. Luego de eso podré volver a ser un pasajero delirante, fanático de las esperas y de las escalas infinitas. El destino siempre estará en el aire.

Saudade de Domingo #4: Buenos Aires, te amo

Una primavera dormida, subyugada por un invierno moribundo. Así me recibe Buenos Aires con mínimas entre 12 y 14 grados, con máximas de 20 y 22. Pasaron apenas dos meses desde la última vez que estuve y siento más frío ahora que en agosto. No la paso mal porque amo sentir frío, algo de lo que mis colegas pueden dar fe cuando en la oficina pongo el aire acondicionado a 17 grados. Sangre caliente, temperatura alta, falla fisiológica, error del sistema, no lo sé. El asunto es que Buenos Aires me recibe con frío. No es una venida cualquiera. Regreso para participar del acto de colación (acá le dicen así a la ceremonia de graduación) de mi maestría en Comunicación Audiovisual, que comencé en el 2012.

Captura de pantalla 2015-10-18 a la(s) 13.01.50Si bien en agosto estuve acá por motivo de un viaje académico, este regreso tiene otro sabor. Es como una especie de fin de ciclo y con ello, han surgido emociones encontradas, recuerdos inesperados que me han asaltado en una calle, en un café, en alguna charla. Se trata de un regreso a una ciudad que es para mí, mi segundo hogar. Mirando atrás me encuentro pegado al GPS del celular, consultando mapas, tomando colectivos con desconfianza y aprendiendo nombres de calles y lugares que me sonaban agrios. Ahora cada una de esas calles y lugares guarda un recuerdo especial, de esos que arrancan una sonrisa ligera. Buenos Aires pasó de ser la ciudad de mis estudios a la ciudad de mis afectos.

No todo fue fácil tampoco, ni todos los recuerdos fueron agradables. Sentí en carne propia el agobio que produce toda ciudad grande, la sensación del anonimato y los vaivenes propios de una economía latinoamericana. Así como en cualquier relación, no se puede separar lo lindo de lo triste. Buenos Aires es para mí alegría, euforia, amor, pero también es melancolía, carencia  y aspereza.

La última gran capital de Sudamérica me modificó, yo entré en ella y ella entró enCaptura de pantalla 2015-10-18 a la(s) 13.02.50 mí. Nos fusionamos en un raro abrazo de tres años, nos apretujamos los huesos, lloramos, sudamos, nos escupimos a la cara también para luego volver a un cálido abrazo de verano. Me acurruqué en sus vericuetos de Retiro y Recoleta, descansé en sus bosques palermitanos, caminé enojado maldiciendo en Chacarita, pasé horas leyendo sobre ella en los colectivos y subtes. Nuestra relación siempre fue de pasiones extremas, nunca de medias tintas.

Volver a ella es reencontrarme, saberme vulnerable, extranjero nuevamente pero de alguna manera, un poco parte de esta ciudad. Me siento en casa, rodeado de amigos, con ganas locas de quedarme otra vez y vivir todo de nuevo. Este regreso me ha sorprendido meditativo, enajenado a momentos. Buenos Aires tiene ese raro encanto de nunca dejarte indiferente y creo que es eso justamente lo que nos ata. Seguimos aprendiendo de los silencios, de los caminos, del clima enrarecido y yo no puedo hacer más que regresar, tocarla de nuevo y seguirme preguntando quién soy junto a ella.