Ayer domingo fue el día de la madre en Ecuador. Tengo la suerte de estar junto a mi mamá en esta cuarentena y poder celebrar su día como me gusta. Pero también está otra persona, que también ha sido mi madre. Mi tía Silvia, hermana de mi madre, cuidó de mí la mayor parte de mi vida. Las dos estuvieron para proteger, regañar y consentir al niño inquieto que siempre fui. Es inevitable que cuando llega el día de la madre, además de pensar en mi mamá (sobre quien ya he hablado por aquí), pienso en mi tía como esa otra madre. Podría decir tantas cosas sobre ella pero hoy sólo contaré una historia que quizás no sea la más linda y quizás no la recuerde al detalle pero es la que se me viene ahora.
Guayaquil, febrero de 2003. Mi mamá y mi hermana se habían ido a Colombia de vacaciones a visitar a la familia materna. Yo en ese momento tenía 16 años. En casa nos habíamos quedado mi papá, mi tía y yo. En pocas semanas, estaba programado que mi papá y yo fuéramos a Brasil, que era el gran sueño de mi vida en ese momento. Yo quería tener dinero para no depender tanto de mi papá así que mi tía decidió no usar el dinero que nos daba mi papá a cada uno para almorzar. Lo que le daba me lo daba a mí para ahorrarlo y que sirviera de algo para el viaje. Yo compartía mi almuerzo (que yo no sacrificaba) con ella. Así estuvimos como dos semanas hasta que logré un fondo para esos caprichos que mi papá seguro no me iba a dar. Mi tía me acompañó a buscar una casa de cambio en el centro que cambiara mis dólares por reales brasileños. Teníamos un poco de miedo de que el man nos hubiera tragado con billetes falsos pero bueno, había que correr ese riesgo. Ya en Brasil me enteraría.
Con mi tía, a finales del 2012
Afortunadamente todo salió bien, mis billetes eran verdaderos y cada uno de ellos simbolizaba el esfuerzo de mi tía, no solo el sacrificio de no almorzar plenamente sino el cuidarme mientras mi mami no estaba. Hasta ese momento habíamos vivido juntos tantos años que tenerla cerca era lo normal, lo habitual. Cuando se fue a Colombia, por cosas de la vida, vino el vacío, la falta del abrazo, de los juegos a los que mi hermana y yo la sometíamos, de nuestras conversaciones sobre libros y sobre las historias de nuestra familia. Luego me fui a vivir afuera, pasé muchas cosas, regresé al país y ahora en cuarentena con un presente y futuro extraños, le deseo a mi tía lo mejor que la vida le pueda ofrecer y le mando un abrazo enorme, de esos del corazón que no conocen distancias físicas.
Dentro de un mes exactamente será Nochebuena. Las tiendas de la ciudad ya se han vestido de navidad, los edificios y centros comerciales han encendido sus árboles navideños, ha comenzado la publicidad de los descuentos. En paralelo, desde el ámbito laboral ya se da por liquidado el 2019 y ha empezado la planificación del 2020. Me suena tan lejano ese número cuando en realidad está a la vuelta de la esquina. Agoniza el 2019, está en la recta final.
Este año ha sido particularmente muy movido, he viajado con mucha regularidad, he leído mucho y también, debo reconocerlo, no he escrito tanto como me hubiera gustado. Ha sido un año de mucho trabajo, de nuevos conocimientos. A diferencia de la trama aristotélica en la que podemos identificar un gran momento de clímax, en este año creo que he tenido varios puntos de giro pero nada catártico. Ayer por la noche se efectuó quizás el último giro del 2019. He comenzado a escribir las primeras líneas de una novela, una que ya tenía en la cabeza desde hace algún tiempo pero que no sabía cómo encararla.
Aun no sé cómo hacerlo pero ayer, luego de conversar con varios amigos que tienen sobre sus hombros proyectos ambiciosos e interesantes, me di cuenta que era el momento para emprender un nuevo desafío personal. Revisé los apuntes que tenía de esa historia y ahí vi que ya tenía «algo». Había marcado algunas directrices de la trama, algunos datos biográficos del personaje principal, anotaciones varias sobre el ambiente de la historia. Lo demás, lo sabía, se iría descubriendo en el mismo camino.
De modo que me animé a crear un nuevo documento de Scrivener (ese momento es siempre una ceremonia, es la iniciación de algo mágico), coloqué el título y empecé a escribir las primeras líneas. Al poco rato vino el Sr. Crítico a hacer de las suyas, a disuadirme de mi nueva tarea. Traté de no escucharlo, interrumpí la escritura para escuchar música un rato y luego regresé. Hice el ejercicio de no leer lo que había escrito y seguí con el flujo de conciencia, escribiendo lo que iba saliendo, continuando la escena.
Puse punto final a la escritura luego de algunas páginas pero mi cabeza siguió maquinando. Ya acostado, listo para dormir, hice unas anotaciones más que fueron apareciendo. Podía sentir como si todo fuera un dictado y las imágenes iban surgiendo como escenas sueltas de una película. Me sentí satisfecho. Al menos ayer.
Así que en medio de planificaciones laborales para el año que viene y la culminación del semestre con los respectivos trabajos finales, he empezado una novela en el tercer acto del 2019. No tendré mucho tiempo por estas semanas, pero es bueno saber que el 2019 reservaba esta sorpresa que me llena de expectativas y también de ansiedad.
Seguiré trabajando para ver cómo llega ese final del 2019.
Desde que recuerdo mi infancia, mi casa siempre estuvo llena de libros. En el baño, en el cuarto de mis papás, en la sala, en el comedor, incluso, en la cocina. Los había de diferentes clases: enciclopedias (Salvat y Larousse), algún tratado filosófico de Círculo de Lectores, varios de Códigos de Penales, otros tantos de Historia Universal y del Ecuador. Los libros hacían parte de la vida cotidiana, mi padre hablaba de alguno en especial y compartía ciertos pasajes a la hora de almorzar o mientras íbamos en el carro hacia una visita familiar o a la playa. Eventualmente me aburría porque citaba con solemnidad a un Sócrates o a un Platón que me eran desconocidos en ese momento y que dicho de sea paso, para un niño de siete años, resultaban muy aburridos. También me entretenía cuando papá contaba emocionado alguna anécdota de la Antigua Roma o Grecia. Debía tener unos diez años cuando contó que Nerón había asesinado a su madre Agripina, un relato que me llenó de horror. También recuerdo cuando citó con lujo de detalles, el juicio que se le hizo a Sócrates que terminó condenado a morir bajo cicuta. Siendo abogado, para mi papá era importante contar cómo fue el proceso judicial, que obviamente estaba cargado de irregularidades pues la idea era callar a Sócrates. Me gustaba escucharlo contar y también verlo leer acostado en su hamaca. Veía la portada del libro y sus ojos que danzaban de un lado a otro mientras recorría las páginas. Siendo padre y esposo, su lectura se veía interrumpida por múltiples labores, pero siempre volvía a sus libros y yo esperaba el momento en que cerrara el libro y nos contara lo que había sucedido en esas páginas.
A esos relatos orales usualmente se unía el reclamo de mi padre diciéndome que debía leer. Cuando mi hermana fue creciendo, el reclamo era para ambos. El tono era una mezcla de orden pero también de decepción. En múltiples ocasiones entró a mi cuarto con un libro en la mano con la intención de que lo leyera y volvía a sus prácticas habituales no sin antes decirme el beneficio que me traería esa lectura. Algunas veces intenté hacerlo pero la lectura me resultaba aburrida y pesada. Leer La República de Platón en la edición de Austral era lo menos agradable para alguien que a los diez años quería jugar al aire libre. De modo que leer era una actividad pesada y solemne que sólo mi papá podía cumplir sintiendo además un enorme placer.
El libro, ya desgastado, de La República, de Platón, que aun se encuentra entre los libros de cabecera de mi papá
En vista de que no funcionaba la recomendación, mis papás optaron por comprarme libros más «acordes» a mi edad. Libros de muchas imágenes, de animales marinos, la vida en la selva, textos que habían sido recomendados por un tío mío. Me acerqué a esos libros con curiosidad pero también me alejé. Si Platón era de difícil vocabulario, estos textos eran demasiado didácticos, con datos inútiles sobre la vida de los delfines o los leones en África. Llegué a pensar que la lectura no era para mí.
Las cosas darían un vuelco a mi favor cuando en la escuela tuve una materia llamada Biblioteca. Recuerdo que me llamó la atención ver en el horario de clases, el nombre de esta materia en medio de los largos bloques de Matemáticas, Gramática, Ortografía e Historia. La clase, por supuesto, no sería en el aula habitual sino en «la biblioteca» de la escuela que yo hasta ese momento no conocía. Al entrar vi que las dimensiones eran las mismas que las de un aula normal, pero estaba llena de estantes de hierro en el que reposaban un sinnúmero de libros resguardados en vitrinas con candado. Había dos mesas largas con sillas alrededor en las que los sesenta niños que éramos nos distribuíamos como mejor podíamos. Pensaba que cada uno agarraría a su propia voluntad un libro de los estantes, pero la profesora que debía tener unos treinta años, nos dijo que esa sería una clase de lectura y que ello nos indicaría los libros que leeríamos.
El primer libro de la clase fue Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. Di la orden en casa y al día siguiente ya tenía sobre la mesa, un libro largo y delgado, de portada roja cuya imagen era la de un burro comiendo pasto y en primer plano un hombre de sombrero y barba, que escribía con pluma sobre unas hojas blancas. Empecé a leerlo lentamente, me parecía ridículo en ese momento la extrema sensibilidad del personaje masculino hacia un burro a quien consideraba su gran amigo. Hubiera dejado de leer sino hubiera sido porque la profesora de una semana a la otra nos exigió un resumen de los primeros diez capítulos de la novela. Para mis compañeros la tarea no iba a ser tan compleja porque ellos habían comprado la versión simplificada de Platero, de la colección Clásicos de Siempre mientras que mi papá me había comprado la edición de Antares, que traía la versión íntegra de la novela. Por tanto, mucho más para leer.
Sin embargo, poco a poco me fue seduciendo la historia, por ese extraño vínculo entre el personaje protagonista que además era el mismo autor y el burro Platero. Mientras leía y hacía un resumen de cada capítulo en mi cuaderno, empecé a sentir que algo me llevaba a leer más allá de la exigencia de la clase. Quería saber cómo avanzaba la historia y sobre todo quería llegar al final.
De pronto la clase de Biblioteca se convirtió en una de mis materias favoritas. Leíamos los resúmenes, la profesora nos hacía practicar dictado, nos interrogaba sobre lo leído y nos contaba un poco sobre la vida de los autores que leíamos. Cuando terminamos de leer Platero y yo, unas semanas después, la profesora nos hizo una oferta interesante. Nos mostró una lista de los libros de la colección Clásicos de Siempre. Eran alrededor de 26. De esos nos contó brevemente la trama de unos cinco y nos preguntó cuál de esos libros nos gustaría leer. La decisión se tomó levantando la mano y fue así que empezamos a leer Robinson Crusoe. La historia me encantó y recuerdo la sensación de alegría cuando escribía los resúmenes. Tanto me gustó que quise ir más allá y agarré la enciclopedia Larousse para buscar quién era Daniel Defoe. Me impresionó saber que era un escritor del siglo XVII y su imagen de abundante pelo largo rubio y rostro serio. Me parecía que su imagen no se correspondía con la historia de Robinson. Lo imaginé escribiendo con pluma de ave las anécdotas de la novela. Fue ahí que empecé mis primeros intentos de escritura, motivado por los libros que en ese momento sí leía.
Después de Robinson Crusoe, leímos Las minas del Rey Salomón. Este libro no me gustó tanto pero ya en mí se había instalado la necesidad de leer, así que un día fui a la página final del libro de Robinson y leía todos los títulos de Clásicos de Siempre. Pedí orientación a mi tía Silvia, que también leía con avidez y ella hizo las veces de la profesora de Biblioteca en casa contándome un poco la trama de cada libro. Fue ahí cuando decidí que iba a leerme todos los libros de la colección. Sabía que no eran las versiones íntegras pero en ese momento lo único que quería era leer. Había encontrado que lo que más me atrapaba en la lectura (aun hasta ahora), es el hecho de seguir la vida de un personaje que se tiene que enfrentar a diversos obstáculos. Ese recorrido de ciudades de latitudes diversas, de héroes y villanos cuyos nombres cambiaban dependiendo de la nacionalidad del autor o autora, me fascinaba. Era un poco como viajar en el tiempo y en el espacio. Fue así como leí Corazón,Heidi, El libro de la selva, Mujercitas, Hombrecitos, Oliver Twist, Tom Sawyer, Cumandá, El maravilloso viaje de Nils Holgersson, entre muchos otros.
Los libros de la colección Clásicos de Siempre, que aun conservo.
Para satisfacer mi nueva adicción, empecé a ahorrar el dinero que me daban diariamente para que comiera en el colegio, así que cuando llegaba el día viernes la mayor alegría era pedirle a mi mamá que me llevara a la librería Científica, del centro de Guayaquil para comprar libros. Y ahí descubrí que había más mundo además de Clásicos de Siempre. Vi los mismos libros que leía en las versiones íntegras que eran mucho más voluminosas. Descubrí en esos recorridos, los nombres de otros autores más contemporáneos como Kafka, Borges, García Márquez, Vargas Llosa. Mi primer gran desafío de lectura por esos años fue leer Cien años de soledad, inducido por mi tía y por mi abuela que también lo habían leído en reiteradas ocasiones. Aunque era un libro grande, me atrapó ese universo mágico al punto que lo terminé de leer en tres semanas. Y en ese momento era también yo y no solo mi papá, quien contaba lo que leía.
Pude entender entonces el placer que provoca la lectura y sobre todo la pasión que incita el hablar y reflexionar sobre lo leído. En esa época mis primeras grandes oyentes eran mi abuela y mi tía. Nuestras conversaciones largas sobre libros eran estimulantes y siempre aparecían nuevos autores a la lista. Fue necesario que mi papá ideara una biblioteca para mis libros que ya no eran pocos y así fue creciendo durante años hasta que cuando estudiaba en la universidad, mi mamá me dijo un día: «Santi, ya deja de comprar tantos libros, ya no tienes espacio donde ponerlos». Me dio risa su pedido porque ella sabía que era en vano y al mismo tiempo enojo, porque dejar de comprar libros podía tener cualquier justificación menos la falta de espacio. Siempre he encontrado un lugar, un rincón, para ubicar a un nuevo integrante a la familia. Me agrada saber y encontrar en mi nueva biblioteca, libros que no he leído aun y que me recuerdan lo infinitamente pequeño que soy en relación a tanto libro impreso. Es mi manera de recordarme que la lectura es una fuente inagotable, que podría pasar las 24 horas del día leyendo y que nunca terminaría de leer todo lo que se ha escrito en el mundo.
Y qué bueno que así sea.
Qué bueno que la lectura sea ese espacio íntimo que me acerca a mí mismo y que también me acerca a otros.
Qué bueno que los libros me rodeen en mi casa, en mi oficina de trabajo y en las conversaciones con mis amigos y mis alumnos.
Como suelo decir, cuando viajo, escribo poco en el blog. Estoy más enfocado en sentir, en fotografiar, escribir apuntes de cosas que voy descubriendo. Recientemente estuve en Portugal por un congreso académico que tuvo lugar en Oporto y luego estuve en Lisboa y Madrid. Fueron días intensos ya que además de ser mi primera ponencia de investigación, seguí trabajando a distancia algunos asuntos de la universidad. Ha sido como tener un pie en Guayaquil y otro en Europa. De todas formas el paréntesis vino bien para repensar cosas que «encontré» en San Francisco y en Buenos Aires.
Portugal ya era un sueño de longa data. Como fanático de Brasil y del idioma, conocer al padre Portugal me generaba una curiosidad desde hacía varios años. De hecho, cuando empecé a estudiar portugués por mi cuenta, comencé con un libro que enseñaba el portugués lusitano. Así que Portugal siempre ha estado cerca. En mi primer viaje a Europa el año pasado, pensé en darme un brinco a Lisboa, pero los días eran ajustados y quería disfrutar la ciudad con más tiempo. El sueño siguió siendo entonces un proyecto a futuro.
Este año en febrero, gracias a la insistencia de una colega mandé una propuesta de ponencia sobre una investigación que hice con estudiantes el año pasado y fui seleccionado. La ciudad: Oporto. Confieso que más que la ponencia, me emocionaba ir a Portugal. Se acercaba mi sueño y con eso otro sueño aun más profundo, uno que tenía guardado hace mucho tiempo: tatuarme la palabra Saudade en Lisboa.
No podía ser en otro país, no podía ser en otra ciudad. Si me iba a tatuar Saudade debía ser en Lisboa y debía hacerlo un portugués o portuguesa, alguien que entendiera desde lo profundo de su ser el significado de esa palabra que en español no existe. Una traducción aproximada sería nostalgia o añoranza, pero en portugués uno puede sentir saudade de una película, de una persona, de un lugar. Es mucho más amplio y no necesariamente tiene una connotación negativa. No soy fan de los tatuajes pero sentía que si debía escoger tatuarme algo, debía ser esa palabra.
Con el plástico, a pocas horas de haberme hecho el tatuaje.
Pedí ayuda a un amigo portugués para que eligiera el lugar. Contactó a una amiga suya que tenía varios tatuajes, así que fuimos a una tienda de Bairro Alto, llamada Bad Bones. Llevé la tipografía que quería, esperamos. Estaba ansioso, trataba de disimular un poco los nervios. Si hasta la fecha no me había hecho ningún tatuaje era porque me daba miedo la eternidad, me aterraba el hecho de que sería algo que llevaría de por vida. Al mismo tiempo sentía que si una palabra tuviera que acompañarme hasta el día de mi muerte, esa palabra debería ser Saudade, ya que en ella estarían simbolizados mis recuerdos, mis amigos, mis amores fugaces, los actuales, los futuros, mis viajes, mis libros, mi familia.
Quien me tatuó fue Telmo, un portugués contemporáneo a mi en edad. Tenía la calidez y al mismo tiempo la distancia típica de los lisboetas. Hizo una primera prueba de la palabra en tinta sobre mi brazo, para estar seguros del tamaño de la palabra. Me miré al espejo y confirmé que estaba bien. Luego empezó el verdadero trabajo. Pensaba que iba a doler mucho, pero en realidad se sentía como un leve pinchazo muy superficial. Más me asustaba el sonido de la máquina. Decidí quedarme con la mente en blanco, tratando de adivinar qué letra estaba tatuando Telmo sobre mi brazo. Respiraba tranquilo, sintiendo cómo la saudade se escribía sobre mí. Fue como un momento de iniciación, en el que oficialmente era hijo de la saudade, hijo de la lengua portuguesa, hijo de Lisboa.
Al terminar vi el resultado, me impresionó ver la palabra tatuada y la minuciosidad del trabajo de Telmo. Las serifas de cada letra, el grosor de la tinta. Me explicó los cuidados que debía tener durante los primeros días. Mi amigo hizo algunas fotos y un vídeo sobre el momento. Luego, con el brazo aun ardiendo levemente, fuimos a cenar mientras veíamos un show de fados.
En los días sucesivos, tuve el cuidado de lavar e hidratar el tatuaje. Lo hacía con cariño, como si se tratara de una nueva parte de mí. Estoy feliz por la palabra que tengo en la piel y no tengo ninguna intención de tatuarme nada más. No veo a mi cuerpo como un lienzo para tatuar, pues soy muy volátil y me arrepentiría de los tatuajes. Con este primero y único, mi relación es diferente, hay una conexión que va más allá de la piel y que ahora emerge a la superficie, a lo material, a través del tatuaje.
Así como el conocido Camino del Héroe, de Campbell, la aventura siempre tiene su fin, aunque no se trata de un desenlace cualquiera. El héroe siempre llega transformado, crecido, enriquecido por la experiencia y retorna a casa listo para la siguiente misión. Así me siento siempre que empiezo el recorrido de vuelta. Repleto de experiencias, de charlas, de conocimientos, de sensaciones. A veces la carga es tan fuerte que a la vuelta me termino enfermando. No siempre puedo manejar el aluvión de energía recibida durante el viaje.
Regresar siempre es difícil aunque ya me sé de memoria los pasos. Todo empieza con una ansiedad en el estómago horas antes del viaje y luego del check in. Trato de hacer con normalidad los últimos recorridos, los últimos encuentros con amigos, pero mi mente continua haciendo la cuenta regresiva. Trato de impregnarme con fuerza de las imágenes de la ciudad, de los olores, de los sonidos, como si siempre fuera la última vez que estaré ahí. Luego organizo las cosas en las maletas, las peso, distribuyo los kilos para no pasarme, ordeno los documentos de viaje, los billetes en dólares y en la moneda que tenga esa ciudad. Llega un momento en que todo está listo para llamar al taxi y busco dilatar los minutos en busca de no sé qué, como si quisiera evitar lo inminente.
Ya camino al aeropuerto, me despido de la ciudad. Los edificios y las calles me hacen venia, me lleno de nostalgia. Escucho la radio en la que se cuenta cualquier cosa cotidiana recordando que la ciudad sigue, que habrá paros, conciertos en la noche, estrenos de películas la semana que viene, que mañana habrá frío polar o calor extremo. Cosas que yo ya no podré sentir a la distancia.
Luego el aeropuerto, ese lugar de tránsito, de lenguas mezcladas, de rostros diversos, de trajes de invierno y verano entreverados, abrazos, adioses, comisarios a bordo impecables con sus pequeñas maletas, familias con carritos de maletas, enamorados que se besan por última vez, las promociones de Mc. Donald’s, el servicio de embalaje de maletas a menos precio, personas que llegan atrasadas al counter, los mochileros confundidos en una lengua que no entienden, los padres que despiden a sus hijos en su primer viaje al exterior. Todo me sabe a nostalgia, a un escenario gigante en el que cada personaje sabe bien (o cree saber) cómo encarar la partida, la separación de los cuerpos. El aeropuerto es un no lugar y al mismo tiempo es el lugar de todos. Todos los aeropuertos son las sucursales de un mismo país, de ese país melancólico y dinámico en el que se siguen una serie de pasos para enfrentar la partida y la llegada, el encuentro y la despedida. Me fascino observando el ritmo de cada aeropuerto que conozco. Pienso en el último que estuve, en el de Ezeiza, quizás al que más he llegado y del que más he partido. Podría decir que me conozco cada recoveco del aeropuerto (al menos de las terminales A y B). Me encanta su estructura metálica, de amplios pisos claros, de grandes vidrios que filtran esa luz ámbar del sur de América Latina. Pienso en la próxima vez que regresaré, me regocija saber que ahí estará Ezeiza, en el mismo lugar para recibirme.
Luego, la parte que menos me gusta. Los filtros de metales y migración. Por alguna razón desconocida siempre me pongo nervioso aunque ahora lo manejo mejor. La espera del avión me relaja un poco de la tensión de que algo pudiera entorpecer mi viaje y se activa mi espíritu de autor. Con los auriculares puestos, miro los ventanales donde se ven los aviones saliendo y llegando, miro a quienes como yo esperan. Cansados, ansiosos, conversones, somnolientos, alegres, tristes. Los bolsos y las pequeñas maletas de los más variados colores hablan más por sus dueños que ellos mismos. Siempre hay algunos apurados que media hora antes del embarque ya hacen la fila aun cuando luego una representante de la aerolínea les pida que se sienten.
Ya en el avión, me acomodo, mando unos últimos mensajes para mis familiares y amigos. Reviso las redes, subo alguna foto o story en Instagram. En esos momentos, mientras el avión se abastece de combustible y los pasajeros se van acomodando, suelo escribir mucho. Frases, imágenes, diálogos que se me vienen y con las que luego espero armar algo. Respiro profundo para el momento de la partida no porque tenga miedo de volar, sino porque ese momento del despegue es sublime para mí. El avión con toda su artillería se pone en marcha para desafiar el aire, me invado de ese energía demencial hasta que se eleva y por unos segundos queda ingrávido. Una sensación de placer, de triste, de desarraigo y alegría me invade por completo. La ciudad va quedando diminuta y la cabeza me regala en cuestión de segundos, fragmentos de las escenas vividas en el viaje. Agradezco en silencio, por la oportunidad de vivir, de viajar, de encontrar gente hermosa en el camino. Me siento un privilegiado al viajar y regresar cargado, con más experiencia, más viejo. Miro hacia atrás cuando salía de mi ciudad de origen y me gusta darme cuenta de las cosas lindas e inesperadas que sucedieron durante el viaje. Me agarra una sensibilidad insoportable que luego constato cuando leo lo que escribí en ese estado. No todo lo uso, pero me gusta ese ambiente que se concentra en lo escrito y eso sí que lo uso para algún cuento o guion.
Hace pocos días, terminé mi camino del héroe en Argentina (digo el camino, no es que me siente «héroe»). Estoy de vuelta, crecido, enriquecido, recuperándome de una gripe fuerte que me dio al retorno. Me preparo para un nuevo destino, con la ansiedad, la expectativa de dejarme sorprender por la misma magia que encierra cada viaje.
Reviso mi biblioteca como usualmente hago cuando quiero regodearme de mis libros y entre ellos, me encuentro, de forma no premeditada con este hermoso texto de Milan Kundera. Fue un libro que me recomendó leer la coordinadora de mi maestría en Buenos Aires, cuando en ese momento quería hacer de la migración mi tema de tesis. Lo leí con avidez, me asfixié de nostalgia, rayé todo el libro destacando las frases que más me golpearon. Recuerdo haber vivido esos días como una especie de limbo. Estudiando, recorriendo la ciudad (Buenos Aires) y pensando en la mía (Guayaquil). Sentí la migración en la piel, en los huesos, me preguntaba por mi regreso, me anticipaba a imaginar mi futuro yo post-migración.
Luego Buenos Aires se volvió mía y la sensación de extranjero fue diluyéndose y con ello, mi tema de tesis. Ya no me llamaba la atención, pues había vivido mi propio proceso con la lectura de Kundera y la escritura de algunos cuentos. Encontrarme con este libro, me ha recordado a mi yo migrante, mi yo estudiante sediento de cine, mi yo viajero hambriento de comerme a Buenos Aires. Ya han pasado casi 7 años desde la primera lectura del libro y hoy frente al texto, se ha difuminado el tiempo y he vuelto a ser aquel que soñaba con el regreso de Ulises, con el nostos, con la literatura como cobija para proteger los sueños.
Esta semana tuvo lugar uno de los momentos más esperados del año universitario: la defensa de tesis de mis estudiantes de grado. Fueron casi siete meses de trabajo arduo, de revisión teórica profunda, ocho semanas de campo, de reuniones semanales. Lo más difícil sin duda fue tener a cargo, cual papá, a nueve estudiantes tan disímiles entre sí.
Ya más relajados, luego de la defensa.
El viernes 30, día de la sustentación, me desperté a las 5 am (cosa rara en mí). Sólo me pasa eso cuando hay algo apremiante, cuando el corazón rebosa de ansiedad por alguna razón. Esta presentación era importante para mí, era como si fuera yo el que defendiera su tesis. A esa hora de la mañana, con un sol perezoso, recordé mis defensas tesis personales: la de licenciado y la de master. Era la misma ansiedad, aquel temor mezclado con pasión, con ganas de compartir con el jurado mi proyecto. Era también la misma ansiedad que me da cuando estreno una obra, cuando todas las cartas están echadas y hay que seguir adelante.
Una noche en Artur’s Café de Las Peñas, reunidos con los chicos por la visita de la asesora de la investigación, Ana Wortman. Además, Marina, gran actriz y una de las fundadoras de la Universidad Casa Grande.
También recordé que me reuní con varios de ellos, al inicio del año, para comentarles que quería investigar sobre los consumos culturales de la gente que acude a los sitios de entretenimiento en el barrio Las Peñas. Algunos de ellos se engancharon inmediatamente, otros creo que no entendían bien de qué se trataba eso de consumos culturales, pero apostaron por mí y por el proyecto. Mi sorpresa fue que el proyecto tuvo mucha acogida en la universidad (más de 80 estudiantes lo habían colocado como primera opción) y del departamento de investigación me pidieron que acogiera a 9 estudiantes (en principio había puesto 6 como máximo).
Tenía muchas dudas de cómo manejaría a tantos estudiantes. Como profesor y guía de tesis de años anteriores sé bien que en estos procesos no solo se aborda la parte académica sino también la personal. Cada estudiante es un mundo y el desafío es siempre traerlo, enamorarlo del proyecto, explicarle que a través de este proyecto está forjando en cierta medida su futuro. La clave sin duda es la confianza. Yo debo confiar en ellos y ellos deben confiar en mí. Sin eso no hay proyecto que aguante, no hay dedicación, no hay perseverancia, no hay amor.
Gracias querida, por compartir esta aventura académica
Este proceso no habría sido posible sin mi codirectora, Belén, quien muchas veces tomó el rol de mamá con los chicos. Conciliadora, paciente, estricta a momentos pero más dulce que yo, sin duda alguna. Como en otros proyectos, hemos formado una pareja académica que funciona. Negociamos, conversamos sobre los chicos. Muchas veces creímos que íbamos a fracasar, pero como ya nos ha pasado en otros procesos de la vida, hay que confiar y dar un paso cada vez. Con Belén tenemos el mismo grado de compromiso con el trabajo, cosa que no es habitual en compañeros de trabajo.
El viernes por la tarde, como papá, estuve sentado en el público viendo la defensa de cada uno de los chicos. Había que luchar contra el reloj para que no se extendieran más de la cuenta. Quería estar ahí adelante con ellos para resolver algún trastabilleo producto de los nervios, pero ahí entendí que el amor de profesor, al igual que cualquier otro tipo de amor, es soltar y confiar. Yo debía confiar en ellos, en sus horas de ensayo, en el proceso personal de cada uno. Estuve una hora y treinta y cinco minutos en ascuas, con la respiración retenida, la garganta apretada. Luego vino la ronda de preguntas del jurado. Me emocioné mucho al ver cómo defendieron su proyecto, cómo se apropiaron de la teoría, cómo describieron sus noches de campo en medio de la farra de los guayacos en Las Peñas. Me sentí orgulloso de ellos y también agradecido por haber elegido mi proyecto de investigación para titularse, por confiar, por dejarse “afectar” por el camino. Lo más lindo, además de la defensa, fue verlos seguros, armados como equipo, hermanados. Eran una fortaleza de seres humanos valiosos que atravesaron el umbral del aprendizaje. El jurado, sensible ante el compromiso, dio un feedback positivo, entusiasta. Belén y yo ya podíamos respirar más tranquilos.
El abrazo fraterno de los chicos, luego de la defensa.
Después vinieron las notas finales, los abrazos, las felicitaciones. Una sala llena de familiares y amigos orgullosos. En medio de las fotos y las charlas recordando anécdotas, pensé en que lo que estaba sucediendo era un poco mi “culpa”. En un arranque de locura decidí que sería chévere investigar los consumos en el barrio Las Peñas y mi asesora Ana Wortman, durante una charla de café en Buenos Aires, me dijo que sería estupendo estudiar ese barrio y me llenó de un montón de referentes en menos de diez minutos. Pensándolo no es que sea mi “culpa” como tal, creo que componentes del tiempo y del espacio se conjugaron para que todos pudiéramos aprender juntos.
No es un lugar común decir que los estudiantes enseñan a veces más de lo que uno como profesor puede hacerlo. Este grupo me ha aportado mucho, me he visto reflejado en algunos de ellos, he aprendido de sus reflexiones, de sus angustias. Lo más grato de todo esto, es haber superado las dificultades, haber llegado a la hora cero y sentir que he ganado unos nuevos amigos. Siempre guardaremos este proceso en el corazón, como cuando me encuentro con compañeros actores y recordamos los largos ensayos y las presentaciones. Es como si quedara un código cifrado que solo los involucrados podemos identificar y leer.
Uno de los recuerdos más vívidos de mi infancia era el trayecto de ir al aeropuerto. Y no necesariamente para viajar, era apenas un deleite mío estar ahí, llegar, ver la cartelera de partidas y arribos, llenarme de la atmósfera de viaje y contemplar desde el bar del antiguo aeropuerto de Guayaquil, los aviones que despegaban y aterrizaban. Durante muchos años esa fue una de nuestras frecuentes salidas familiares.
En otras ocasiones, cuando era mi papá el que viajaba, llegábamos al aeropuerto con mucha anticipación para poder disfrutar de ese ambiente. Lo mismo sucedía cuando teníamos que recibir a algún pariente del extranjero. Yo en mi mente rogaba que hubiera algún retraso para estar más tiempo, escuchando las voces impersonales en los altoparlantes, viendo a la gente llegar apurada con sus maletas, viendo casi de manera teatral las despedidas de familiares justo en la puerta hacia migración. Aunque no viajara, me hacía la experiencia, era un espectador participante de los viajes de los otros.
Cada vez que escucho esta canción mi cabeza se transporta a Buenos Aires en verano, a ese sol brillante, de cielo turquesa, de aire enrarecido. Con el iPod adherido al cuerpo, repetía una y otra vez esta canción en mis caminatas intensas, sudando, marcando la ciudad con los pasos, palpando el calor violento capaz de cortar el aliento. La voz grave de Ana Carolina era mi compañera en esos tiempos muertos de subte y de tren. Aun sin en el iPod, la canción me acompañaba en la cabeza como banda sonora en los banquetes, en las horas de amor y en el sabor dulzón de la granadina con soda. Sí, para mí el verano porteño tiene gusto a granadina.
Enero en Buenos Aires es una caldera de cuerpos quemados, de camisas transpiradas, de faldas cortas, de planes de playa, de no complicarse y resolver el mundo bajo un árbol en una plaza tomando mate con amigos. De muchas horas al sol, de empezar la fiesta con los últimos rayos de sol a las 20h00. ¡Qué nostalgia de esos meses solares, en los que el amor era posible de cualquier manera!
Escuchando Ana Carolina vuelvo a vivir el sol porteño asándome la cara, donde era feliz con unos cuantos pesos en el bolsillo, amando hasta partirme los huesos como si no hubiera mañana. Y así, en Buenos Aires, con casi 50 grados de sensación térmica, aprendí a amar al verano.
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