«Querido» 2020

Creo que luego de todo ese vendaval que has provocado, queda un aprendizaje durísimo, como cuando el profesor asigna un proyecto complejo y los estudiantes se rebanan la cabeza para resolver y cumplir la misión. Nuestra misión contigo fue persistir, no dejarnos caer, que aunque la enfermedad nos envolviera, se nos pusiera de frente en el cuerpo de amigos y familiares, había que luchar hasta el último aliento de vida. Miro hacia atrás, me recuerdo en ese oscuro mes de abril, en ese cumpleaños confinado que pasé, triste pero con el calor de mis padres, mi hermana, mis tíos y mis amigos que se manifestaron por videollamada, por mensajes de voz, por chat. Lo único que quedaba era agradecer por estar vivo, por no ser parte de esa estadística que contaba los muertos cada día, de los cuerpos sin sepultura que quedaban en las calles. Pienso en abril y escucho gritos, sirenas de ambulancia desesperada, el horror al pisar en la calle. Respirar, inflar los pulmones era mirar de frente al virus.

¡Qué año tan difícil! Parecías un buen año pero con el pasar de las primeras semanas, fuiste revelando lo frágiles que somos como seres humanos en un planeta oprimido, deprimido, histérico que de alguna manera nos ha devuelto la imagen que hemos creado. Nos hemos creído invencibles y tú, 2020, nos has abofeteado, escupido, pisoteado, maltratado y acá seguimos, cansados, tratando de explicarnos qué nos ha pasado y qué podemos aprender de todo esto.

2020, me mostraste que el amor trasciende lo físico. Tan acostumbrados estábamos al toque, al abrazo, a olfatear, que en vista del encierro necesario tuvimos que buscar otras alternativas para sostenernos. La virtualidad ayudó mucho en ese camino pero también volver al corazón, cerrar los ojos y encontrar esa corriente que nos une a todos sin importar el tiempo ni el espacio. A pesar de la ansiedad y la angustia, gracias por recordarnos que hay que conectar desde el interior. Suena a una obviedad pero ponerlo en práctica puede llevar toda la vida.

Mi celebración virtual de cumpleaños con mis colegas y amigos

Fuiste un año en el que me demostraste que tengo mucho para trabajar con mi propio cuerpo. Y no me refiero a lo superficial de tener un cuerpo musculoso sino de prestar atención a las señales que da, un leve dolor, ardor, un hincón. Localizar la parte que molesta y mirar más allá del órgano que da problemas. Ha sido duro encontrar dolor emocional escondido en un dolor corporal. Te agradezco por ese nuevo sistema de pensamiento que he empezado a olfatear.

Por otro lado no fuiste un año de viajes. Mientras que el 2019 me hizo subirme al avión un montón de veces, este año me demostraste que hay tiempo para todo y que era un momento de estacionar, de hibernar, de mirar el lugar que te habita. Tuve que viajar hacia el interior, también recorrer el barrio, las calles y también darme tiempo para pensar en lo que había aprendido en todos mis viajes de los años anteriores. Definitivamente espero volver a los viajes en el 2021, porque seguro yo tendré otra cabeza para encararlos.

En una de mis primeras salidas por la ciudad, cuando se empezó a flexibilizar el confinamiento en Guayaquil

Fuiste un año que me permitió sentarme a escribir. Trabajé varios cuentos, empecé un proyecto de serie, terminé el primer borrador de una novela y emocionado, he empezado una segunda novela. Volver al corazón me devolvió la alegría de crear, de atreverme, de abrazar el tiempo presente como única forma de supervivencia. De ti 2020 me llevo esto justamente: haberme forzado a empezar y concluir trabajos de escritura.

También fuiste un año de muchas lecturas (y muy variadas), de muchas series, de muchas películas. Como siempre digo la ficción nos salva y el haberme metido en historias de lugares y épocas distintas me permitió respirar otro aire en medio de estos meses de encierro.

No te guardo rencor, 2020. Para el mundo entero ha sido un año complicado, doloroso, un paréntesis extraño y espero que tus enseñanzas nos sirvan para vivir mejor los años venideros. Después de la zozobra, espero un año más reposado, de recuperar el afecto físico, de poder circular sin miedo y que con una nueva conciencia estemos más atentos a nosotros mismos.

Querido 2021, te espero con cariño, que nos traigas nuevos aires, mucha salud y la fuerza para seguir adelante, para rearmarnos como podamos y sobre todo, danos la capacidad de confiar. Con todo eso, ya tendríamos bastante para vivir.

Saudade de Domingo #132: Lo que aprendí de la escritura gracias a los viajes

Viajar no es sólo un deseo, es una necesidad. Puede ser un viaje largo o corto, pero el hecho de trasladarse a un lugar poco o nada conocido nos coloca en estado de aventura. Así, nuestros cinco sentidos se perciben de otra manera, prestan atención a aquellas cosas que los locales consideran cotidianas o sin valor. Nos convertimos en detectives de las pequeñas rutinas ajenas.

Empecé a escribir desde la infancia como una necesidad de contar historias al igual que lo hacían los autores que leía. En esos momentos tenía mucha influencia de Dickens, García Márquez, Balzac. Cuando aparecieron los viajes en mi vida, mi escritura fue tomando otro camino. Uno más libre, errático, de intentos, de textos inacabados en muchos casos. Tenían otra densidad, otro clima y eso de alguna forma, me volvió adicto a los viajes. 

En la Estação do Porto

No me atrevo a decir que soy un viajero (sería un irrespeto para quienes con una mochila han recorrido medio planeta), pero sí me considero un amante de los viajes, como ya lo dije en este otro post. Los disfruto desde la elección del destino, la planificación y por supuesto, a la llegada. Algo en mí se activa una vez que piso el aeropuerto y me vuelvo un ciudadano con maleta, pasaporte y visas. Olga Tokarczuk en Los errantes, dice que el tiempo de los viajeros es insular, conformado por los relojes de las estaciones de tren, por las horas de vuelo en los que el paso del día a la noche se reduce a un instante. Este cambio de tiempo nos coloca en otra sintonía, en una más alta quizás y de allí vienen las lecciones que aprendí sobre la escritura durante los viajes.  

1. La “inspiración” se encuentra caminando. Soy un enamorado de las largas caminatas. Cuando he viajado acompañado he sido la tortura de algunos amigos, pues prefiero caminar todo lo que pueda y dejarme sorprender por lo que me encuentre en el trayecto. Una tienda de antigüedades, la conversación entrecortada a la espera del cambio de color del semáforo, el comerciante que intenta venderme alguna cosa, el olor de pan caliente de una confitería de barrio, la sala de cine que me seduce con películas en una idioma desconocido. Me gusta observarme en esas caminatas como un viajero sin piel que está expuesto a todo lo que ve, escucha, huele o toca. Y ahí aparecen personajes, líneas de diálogos imaginadas, escenarios posibles para un cuento o guion.

Caminando una noche en Oporto

2. Cualquier hallazgo puede transformarse en una historia. En los viajes, como en mi vida, creo en las causalidades y no en las casualidades. Si algo llega hasta mí es una señal del universo, del tiempo insular de Tokarczuk y lo aprovecho. Recuerdo que cuando caminaba por el barrio Gamla Stan en Estocolmo, en un momento me perdí entre los nombres de las calles y el google maps tuvo un ataque de histeria. De paso una lluvia fastidiosa me hacía luchar entre el paraguas, la mochila y el celular. No me quedó más que seguir caminando y a pocos pasos me encontré con una librería hermosa, pequeñita, con fachada de una casa, atendida por una librera de sonrisa amplia con quien me atreví a conversar por casi una hora. Podría haber seguido con los audífonos enchufados pero decidí explorar esa librería y me encontré con esta librera que me enseñó un poco sobre la literatura sueca actual. Ahora ella se ha convertido en un personaje que escribo.

«Mi» librería de Gamla Stan en Estocolmo, Suecia

3. La suspensión de los viajes ayuda a la relajación. Hay que reconocerlo, viajar cansa y mucho. Con una amiga solemos decir que luego de viajar necesitamos al menos una semana en casa para recuperarnos. Por eso es importante aprovechar los momentos de descanso como en las horas de tren, de avión o de bus. No soy de los que suele dormir pero sí intento enchufarme la música que me gusta, cerrar los ojos y repasar lo vivido, respirar y meditar. Algunas veces aparecen imágenes o frases y las anoto en mi libreta o en el procesador de textos de mi celular. 

Escribiendo en el vuelo Madrid-Oporto, en abril de 2019

4. Alternar momentos de compañía y soledad. Por lo general suelo viajar solo pero siempre hago amigos a donde voy. Me gusta eso de visitar lugares con los nativos pero también amo hacer mis propios hallazgos, dejarme sorprender. Cuando viajé a São Paulo el año pasado quería recorrer el centro histórico y varios amigos me dijeron que evitara ir, que era peligroso. No diré que no tuve miedo, pero tampoco estaba dispuesto a perderme la experiencia, luego de haber visto fotos de los edificios hermosos, los viaductos y las calles del centro histórico paulista. Descubrí ese sector de la ciudad denigrado por los propios locales y después tuve que entrar a un café a escribir lo que había vivido. La soledad es una buena compañera pero también cuando se pone aburrida, es importante buscar compañía para nutrirse de otras miradas. Así recargo energías y ese contacto me estimula a seguir escribiendo. 

Edificio Martinelli, en São Paulo

Viajar es una experiencia de extrañamiento. Es una lupa que se acerca y se aleja en un raro vaivén. Es un síndrome, un paréntesis, un desvarío. A la vuelta todo parece apretarse en la memoria y los bocetos se convierten en jeroglíficos que hay que descifrar, imagen por imagen, letra por letra. Aunque los tiempos actuales no son los propicios para emprender vuelo, vendrá el momento en que las fronteras se abran de nuevo, en que los otros cuerpos dejen de ser peligrosos y ahí sí, a cruzar mares otra vez, para escribir, para leer, para contar. 

Escribir

Escribo.

Escribo todo el tiempo. A puño y letra en las agendas, en el tecleo constante de un entrada de blog, en un guion, en un cuento. Escribo mails, mensajes de whatsapp, comentarios de Instagram, repentinos tweets y también en esas fugas literarias que nadie osaría llamar como “verdadera escritura”.

Escribo en las paredes de mi memoria, escribo en las melodías que me levantan cada mañana en una estación de radio jamás sintonizadas. Escribo en el vaivén que provoca la cuchara al revolver el café a las primeras horas del día. Escribo en el caminar insomne que me saca de la casa y me lleva al asfalto, aun tibio, de las once de la mañana.

Escribo la respuesta que no me atreví a mandar, en la carta que dejé de contestar, en el mensaje que me prohibieron enviar. Escribo lo que puedo y lo que creo que debo capturar antes que el tiempo se licúe.

Escribo a la mañana, con el cantar de los pajaritos que nunca veo volar. Escribo por la tarde resguardado del calor que incendia las ventanas y que transforma todo en un blanco de sombras duras. Escribo por la noche en medio de los olores de la cena, con el sabor del té verde que humedece los labios y suaviza las palabras. Escribo cuando duermo y sobresaltado agarro el celular para fijar las frases como códigos cifrados que nunca logro descubrir.

Escribo porque puedo, porque quiero, porque debo. Los verbos me buscan y no siempre yo a ellos. Persigo más bien a los adjetivos, a esos seres extraños que califican o denigran, que construyen o destruyen. Son ellos los seductores, los peligrosos de la lengua, los que cortan el aliento, la envidia de los sustantivos. Los escribo porque me tocan y me explican una partícula del mundo.

Escribo porque soy adicto a la palabra y en ella me arropo, me reconozco, me sustituyo, me rectifico, me sano.

La escritura es un noviciado eterno. 

Saudade de Domingo #131: El cuerpo que me habita

1

Ayer por la tarde, como si se tratara de un evento especial salir a la calle, decidí “rebajarme” la barba. Ahí, mientras una mota de pelos se formaba en la loza del lavamanos, levanté la mirada y frente al espejo me encontré con una vasta región de la barbilla teñida de blanco. Digo teñida porque me he sorprendido de los habitantes decolorados que han usurpado la zona oscura de mi barba. Se han reproducido y aunque todavía parecen como una mancha de yogurt de vainilla que se me ha escurrido de la boca, su presencia es permanente. Me lo repito por si no me ha quedado claro. Su presencia es permanente. Empiezo a descubrir el cuerpo que me habita en esta cuarentena. 

2

A lo largo de estas semanas de encierro, he pasado muchas horas sentado o en su defecto, acostado. De un momento a otro se acabaron las caminatas entre oficinas o aulas en la facultad, las escaleras de dos o tres pisos, el pasar horas de pie frente a los estudiantes. Ahí empezó a aparecer otro cuerpo, uno pesado, torpe, frágil, de movimientos extraños. Lo peor de todo: un cuerpo con miedo.

En una de mis mañanas de fin de semana

Al ser un cuerpo temeroso al contacto externo, el interno por debajo de la dermis empezó a enfermarse: intoxicación por comida, fiebres repentinas, molestias en los ojos, amígalas inflamadas, sudoración. La enfermedad y la muerte cubriéndolo todo, eran eco fácil para este cuerpo pesado que de a poco empezaba a engordar. Como si la ingesta de alimentos fuera el único camino para prevenir el horror de la tragedia. 

El ejercicio físico se convirtió en una alternativa viable para congeniar con este cuerpo extraño. Sentía falta de mi cuerpo anterior, más ágil, entusiasta ante el ejercicio, competitivo al querer siempre entrenar un poco más. Este nuevo cuerpo en cambio se resiste, pone excusas, se cansa rápido, no resiste, me (nos) boicotea. Su rechazo me hizo descubrir un nuevo dolor después de un entrenamiento. Al inicio no sabía cómo describirlo. Era una picazón excesiva a un costado superior de la espalda, debajo del omóplato derecho. Me rascaba de forma compulsiva y más al darme cuenta que la zona parecía adormecida, como si estuviera anestesiada, como si estuviera listo para una intervención quirúrgica. 

Y después vino lo peor. La picazón desapareció y llegó un ardor constante que se agudizaba con cualquier leve movimiento. Era como si mi espalda estuviera cerca a una antorcha ardiente y al mínimo contacto rozara con ella. Aprendí a convivir con ese ardor, a moverme lento, a identificar cómo sentarme, cómo acostarme, cómo pararme para evitar el quemón de la espalda. No era un dolor muscular, no era un aire encajado, era “otra” sensación, una dolencia ardiente, como si la piel se estirara desprendiendo calor. Luego del impacto, la zona empezaba la recuperación y quedaba la sensación de ardor suavizado, como si hubiera regresado de todo un día expuesto al sol en la playa. 

3

El ardor fue desapareciendo con el paso de las semanas. Alguno que otro día, especialmente si había pasado muchas horas sentado en clase virtual, el ardor repuntaba. Los exámenes médicos sobre la ardiente dolencia de la espalda no arrojaron nada grave sobre eso, pero apareció otro asunto inquietante: un alto nivel de glucosa en la sangre. Fue necesario tomar medidas urgentes, suspender alimentos con alto índice glucémico, rechazar postres y retomar la actividad física que por el ardor en la espalda no había podido realizar. 

Este cuerpo nuevo se sigue negando a entrenar, le cuesta moverse, prefiere la suavidad de la cama, una lectura silenciosa o una maratón de series el fin de semana. Sin embargo debemos trabajar juntos, a pesar de los mareos, del cansancio, de la picazón constante en todo el cuerpo. Continuamos negociando las condiciones del trato. Ambos tenemos intereses creados, pues si no reducimos el dulzor de la sangre nos irá mal a ambos.

Han sido días extraños de restricción de comida, de investigar sobre lo que implica tener un cuerpo con alto nivel glucémico, de descubrir alimentos con o sin glucosa. Mi rutina de compras en el supermercado es otra. Ahora obligo a mi nuevo cuerpo a fijarse en el informe nutricional de cada alimento que coloco en el carrito. Con mi cuerpo anterior esa tablita con porcentajes y nombres de química orgánica me parecía insulsa y nunca hice el más mínimo esfuerzo por comprenderla. Ahora puedo decir que un poco entiendo, pues de ella depende ahora mi nivel de azúcar en sangre. Se ha vuelto literalmente mi “tabla” de salvación. Al menos por esta semanas hasta que la sangre se purifique, hasta que el mar regrese a la calma.

4

Escucho la canción “A better man” de Robbie Williams. Me identifico más que nunca con esa letra y me da vergüenza. Ser cursi resulta más fácil para simplificar lo que no tiene explicación, lo que excede a la razón. Dejo entonces que el Spotify me siga recomendando otras canciones de cielo lluvioso inglés, de cadencias tristes aderezadas con guitarras. Y así el nuevo cuerpo, antes ardiente, ahora glucémico y con una motita blanca en la barba, se desparrama. Se amolda a la geometría de la silla, se acomoda, descansa unos minutos hasta que me despabile y sacuda las vértebras, las células, los calores. 

Y así cada día, por estos días.

Saudade de Domingo #130: El poder de las historias

Desde hace una semana esperaba con ansias la temporada final de la serie Las chicas del cable (no habrá spoilers). Digo hace una semana porque me enganché “tarde”. Aunque se estrenó en el 2017, le di una oportunidad a la serie hace apenas un mes y la verdad no me arrepiento. Tiene un muy buen ritmo, actuaciones excelentes, una recreación interesante de los años 20/30 en España y aunque el guion a veces peca de irreal, la historia logra sostenerse a lo largo de los temporadas. No recuerdo un solo capítulo en el que me haya quedado indiferente. Siempre había tensión y eso como espectador se agradece. 

Las chicas del cable, temporada final

Por ello me devoré las temporadas en tres semanas. Veía normalmente uno o dos capítulos por noche y cuando se aproximaba el fin de alguna temporada llegué hasta ver tres por noche. Hace una semana había terminado la primera parte de la quinta temporada y esperaba ya el final season. Como dije, no haré spoilers pero debo decir que es un final sorprendente, inesperado y hasta cierto punto, consecuente a la mística de las chicas del cable. Ayer sábado terminé de ver los últimos tres capítulos y la verdad hasta ahora que escribo sigo pensando en los personajes, en la época franquista en la que se desarrolla esta última parte de la trama. Todavía las voces y las historias de cada personaje revolotean en mi cabeza, como si se trataran de personas reales. Soy escritor y guionista, mi trabajo son las historias y conozco desde adentro cómo se cuece esa maquinaria, sin embargo ante una buena historia caigo rendido como espectador lacrimógeno, “me como el cuento” y dejo habitar a esos personajes en mí.

Estoy convencido de que las historias sanan, tienen ese poder mágico, ancestral de devolvernos nuestra esencia humana. Somos seres narrativos y el vivir historias sea como una película, serie, telenovela, libro, canción no es un mero entretenimiento sino una necesidad. Sin un poco de ficción, la vida sería triste, aburrida. Las historias nos hermanan, nos tocan, nos reflejan, nos permiten conocernos más.

Creo que un requisito fundamental para crear historias es que salgan del corazón de su autor y lleguen directo al corazón del lector/espectador. Las historias más artificiosas, llenas de cifras duras o de datos demasiado genéricos no tocan. Pueden incluso ser lindas a nivel estético pero no tienen alma, no están vivas, no se meten en el corazón del que ve o que lee. Recuerdo ahora una frase emblemática de Hemingway que decía: “No cuentes la historia de la guerra, cuenta la historia del soldado”. Tenía tanta razón. Yo de la guerra civil española y el posterior franquismo tenía datos a nivel histórico pero reconozco que sabía poco de las historias de vida. Y con esta última temporada de Las Chicas del Cable (sí, perdón todavía no lo digiero) se me ha hecho el corazón chiquitito al ver sufrir a los personajes la represión, la tortura, la separación de las familias. Cosas que sabemos que son típicas en las guerras y en los gobiernos dictatoriales, pero como decía, cuando conocemos la historia en concreto de alguien, el mundo cambia.

La periodista brasileña Ana Holanda afirma que un texto (el que sea) escrito de una forma visceral es capaz de transformar, cambiar, aproximar y afectar. Por eso celebro que en el mundo de hoy las historias estén visibilizando a personajes de los cuales antes solo se conocían estereotipos sin ir hasta la raíz. Las historias de la comunidad afro, mujeres, LGBTIQ+, pueblos originarios, de clases menos privilegiadas, están ganando más espacio y sus conflictos se están tratando de una manera humana, cercana, son capaces de tocar el corazón y de abrir la mente de espectadores conservadores. Las historias crean puentes donde sólo hay abismos.

Me gustaría antes de concluir dar un paso más. Ser espectador es imprescindible, sanador y entretenido, pero de la misma manera lo es convertirse en creador de historias. Muchos dirán que no tienen el talento para eso, que su historia de vida no es interesante pero en realidad cuando algo es contado desde las vísceras, desde el corazón, el que lee o escucha nunca quedará indiferente. Podrá no ser perfecto a nivel de la forma quizás, pero esa historia igual tendrá vida. Todos somos muy fáciles a la hora de juzgar pero al momento que conocemos la historia personal de alguien se nos cae nuestro castillo de prejuicios, quedamos desarmados y a lo mejor, nos predisponemos a conocer más de esa persona o grupo social. 

Por eso necesario contar nuestras historias. Para que los otros sepan que existimos, para que los otros “cuenten con nosotros” en este camino de vida. 

Saudade de Domingo #129: ¿Qué significa para mí no viajar?

Aquellos que me conocen por este espacio y en la vida real saben de mi obsesión/adicción por los viajes. Ni bien termino un itinerario, ya estoy planificando el siguiente. Durante los últimos cinco años he viajado todo lo que he podido, como si hubiera pretendido ponerme al día por todo el tiempo que viví en el extranjero con una vida de estudiante muy austera y sin viajes largos. También debo confesar que los viajes han sido una forma de escapar, de hacer un paréntesis de mis actividades cotidianas. En el fondo además está el deseo recóndito de huir de mí mismo y que el surcar otros territorios me devolviera la mirada de mi propio ser a modo de espejo. En realidad el acto de viajar no ha sido tanto un viaje hacia el exterior sino una propuesta de explorar mi interior. 

En todos las entradas que he escrito por acá (como Estocolmo, París o Roma) sobre los lugares que he conocido, percibo esa expedición de mi propio yo enfrentado a esas calles, a esas personas, a esos idiomas que me rodean durante mis días de fuga. Creo que los viajeros en general tenemos ese deseo de conocer al otro para terminar de situarnos en algún punto de la tierra. Uno está en el otro, en su otra lengua, en su manera diversa de comprender el amor, el trabajo, la vida. Es una búsqueda adictiva que no termina porque siempre hay un horizonte para conocer.

Compré este bolso en una librería hermosa de Estocolmo regentada por una librera que a sus cincuenta años dejaba de trabajar para otros y se animó a ser la dueña de su propio espacio.

Entre más viajo, más me alejo del canon turístico. Visitar aquellos lugares imprescindibles de cada ciudad según los criterios oficiales o mainstream se convierten en la parte más insignificante del recorrido. En los últimos viajes esas atracciones turísticas quedan relegadas al primero o segundo día de viaje, como si quisiera sacármelas de encima y después de eso sí, viene lo que me encanta: caminarme la ciudad, hablar con la gente, sentarme en un café mientras miro la ciudad cambiando de color con el paso de las horas, sumergirme en las librerías nuevas y antiguas para descubrir a los autores locales, tomar fotos de letreros, de parques escondidos entre edificios, de percibir el olor característico que tiene esa ciudad. Me gusta mirarme como un detective urbano de experiencias efímeras.

Antes de cruzar el Golden Gate (San Franciso). Ya había caminado cerca de 10 kms y recorrí parques, barrios y descampados que nunca habría encontrado en una guía turística.
Una parte de los libros que me traje de mi viaje a Sao Paulo, en noviembre de 2019

Como ya lo conté por acá, para mi cumpleaños en abril tenía previsto un viaje maravilloso: Madrid (por enésima vez porque me encanta)-Budapest-Praga. El día exacto de mi cumple estaría con una amiga catalana tomando cerveza negra en algún bar de Praga y habríamos resuelto los problemas del mundo mandando todo al carajo. No sucedió porque la pandemia nos cambió la vida, nos obligó a todos a un delay doloroso pero necesario. Se canceló ese viaje a Europa, se canceló un viaje a Buenos Aires, llegó la reclusión en casa. Mi cuarto sin quererlo se convirtió en mi guarida de sueños, en mi hervidero de ideas, en el mapa de ruta por donde quiero seguir una vez que el fin del confinamiento nos devuelva a todos a las calles. 

Berlín, una ciudad a la que espero regresar, cuando sea el momento propicio.

En este tiempo de encierro contemplo mis viajes como escenas sueltas de una película en proceso de escritura. Percibo calor, frío, aroma de especias, sabores de platos exóticos, acentos diversos. Abro cajones donde me encuentro con entradas de teatro, de cine, boletos de museos, programas de mano, servilletas, tarjetas, mapas de viajes, lápices, libretas. Cada uno de esos objetos que quizás me convertirían en el archienemigo de Marie Kondo, me transporta a esos lugares donde ese otro yo se dio a la tarea de mirar más allá de su propia ventana. Hoy, aun confinado y sin fecha exacta de salida, son esos objetos, mis fotografías, mis retazos de texto los que me mantienen en un viaje constante hacia mi propio ser. Vivo más allá de los límites de las paredes de mi cuarto.

Tengo un pasaje en espera que la aerolínea ha dejado abierto para cuando yo me sienta listo para emprender un nuevo viaje. En estos días me he visto tentado en poner una fecha, en preparar un itinerario nuevamente pero también he pensado que quiero parar un poco. Estoy en la fase de viajar a través de los viajes realizados y en ese nuevo mapa de ruta he descubierto otras sorpresas que no había visto o comprendido cuando pisé esos lugares. Me agradezco a mí mismo por no haberme deshecho de aquellas cosas pequeñitas que hoy son mis tesoros en medio de estos puntos suspensivos en los que nos encontramos.

La distancia me permite ver ahora a mi personaje detective de tierras lejanas con otros ojos y en ese periplo está apareciendo un nuevo viajero. Creo que de alguna manera viajé tanto para tener material en el futuro que hoy es mi presente. Así que me encuentro “tripeando” mis nuevos viajes y también habrá mucho que escribir sobre esos “nuevos” recorridos.

Una plaza pequeña cuyo nombre desconozco pero que me sirvió para escribir un cuento a la salida de la Biblioteca Pública de Estocolmo

Ayer leía en Los Errantes de Olga Tokarczuk que ella tiene un amigo que nunca podría viajar solo porque necesita compartir la experiencia con alguien. A modo de conclusión, Tokarzuc decía que su amigo no tenía madera de peregrino. Me gusta mirarme esa manera, como un peregrino que observa, que hace amigos locales y que disfruta de los momentos de soledad en los que uno agradece, en susurro, por salir de la comodidad de la casa y conocer otras casas, afuera, cruzando montañas y océanos.

El avión tendrá que esperar, el pasaporte deberá saborear el descanso hasta que se prenda la mecha y el corazón pida un nuevo recorrido a la caza de nuevos recuerdos.

Mi otra mamá

Ayer domingo fue el día de la madre en Ecuador. Tengo la suerte de estar junto a mi mamá en esta cuarentena y poder celebrar su día como me gusta. Pero también está otra persona, que también ha sido mi madre. Mi tía Silvia, hermana de mi madre, cuidó de mí la mayor parte de mi vida. Las dos estuvieron para proteger, regañar y consentir al niño inquieto que siempre fui. Es inevitable que cuando llega el día de la madre, además de pensar en mi mamá (sobre quien ya he hablado por aquí), pienso en mi tía como esa otra madre. Podría decir tantas cosas sobre ella pero hoy sólo contaré una historia que quizás no sea la más linda y quizás no la recuerde al detalle pero es la que se me viene ahora.

Guayaquil, febrero de 2003. Mi mamá y mi hermana se habían ido a Colombia de vacaciones a visitar a la familia materna. Yo en ese momento tenía 16 años. En casa nos habíamos quedado mi papá, mi tía y yo. En pocas semanas, estaba programado que mi papá y yo fuéramos a Brasil, que era el gran sueño de mi vida en ese momento. Yo quería tener dinero para no depender tanto de mi papá así que mi tía decidió no usar el dinero que nos daba mi papá a cada uno para almorzar. Lo que le daba me lo daba a mí para ahorrarlo y que sirviera de algo para el viaje. Yo compartía mi almuerzo (que yo no sacrificaba) con ella. Así estuvimos como dos semanas hasta que logré un fondo para esos caprichos que mi papá seguro no me iba a dar. Mi tía me acompañó a buscar una casa de cambio en el centro que cambiara mis dólares por reales brasileños. Teníamos un poco de miedo de que el man nos hubiera tragado con billetes falsos pero bueno, había que correr ese riesgo. Ya en Brasil me enteraría.

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Con mi tía, a finales del 2012

Afortunadamente todo salió bien, mis billetes eran verdaderos y cada uno de ellos simbolizaba el esfuerzo de mi tía, no solo el sacrificio de no almorzar plenamente sino el cuidarme mientras mi mami no estaba. Hasta ese momento habíamos vivido juntos tantos años que tenerla cerca era lo normal, lo habitual. Cuando se fue a Colombia, por cosas de la vida, vino el vacío, la falta del abrazo, de los juegos a los que mi hermana y yo la sometíamos, de nuestras conversaciones sobre libros y sobre las historias de nuestra familia. Luego me fui a vivir afuera, pasé muchas cosas, regresé al país y ahora en cuarentena con un presente y futuro extraños, le deseo a mi tía lo mejor que la vida le pueda ofrecer y le mando un abrazo enorme, de esos del corazón que no conocen distancias físicas.

Te quiero mucho, tía.

Saudade de Domingo #128: Volver a enseñar (y a aprender)

El día de mañana inician las clases en mi universidad. Será una experiencia diferente en medio de esta pandemia. Durante semanas junto a mis colegas, hemos venido preparando contenidos para esta nueva modalidad de clases online. No ha sido fácil. Ha costado modificar el sistema de pensamiento en el que creemos que la mejor clase posible es la presencial, la del contacto visual con el estudiante, la de la discusión calurosa sintiendo el cuerpo vibrar.

Y quizás seguimos creyendo que esa sea la mejor manera de transmitir conocimientos…

Pero hoy el mundo es otro.

Las circunstancias son otras y como diría una colega amiga mía, debemos «estar a la altura». Y estar a la altura es adaptarnos, movernos, navegar en el sentido que la vida nos propone en estos momentos.

He preparado mis clases con cariño, buscando material nuevo, barriendo los contenidos que si bien fueron útiles en años anteriores, en este contexto actual serían absurdos y vacíos. He pensado en mis estudiantes, en sus cabezas llenas de expectativas ante esta nueva forma de aprender. Yo también tengo expectativas, de las buenas y de las malas. Miro con alegría y desconfianza este nuevo periodo de clases pero así como en el teatro, he aprendido que el «show debe continuar», que tengo que seguir con mi mística de trabajo, desafiarme y confiar. De las crisis surgen nuevos caminos y como latinoamericanos embadurnados de problemas por todos lados, sabemos que la luz siempre está ahí cuando realmente queremos mirar más allá del presente difícil.

Mañana no iré a la universidad, no iré a Secretaría a buscar mi cartola, no pasaré por la facultad a saludar antes de ir a mi clase, no tendré que prender el proyector mientras los chicos van ocupando sus asientos, no tendré que respirar profundo para dar las primeras palabras de bienvenida, no conversaré con los estudiantes a la hora del receso. Pero sí estaré en mi casa, con mi computadora encendida, con las mil y un carpetas abiertas, con videos esperando por el play, con pdfs listos para ser leídos, con la cámara encendida para dar la clase. Estaré ahí con el cuerpo, con el corazón delante de la pantalla tratando de estar a la altura de estos momentos, invocando a los espíritus de mis grandes maestros por quienes creí que también podía ser profesor.

No será fácil pero quiero confiar en mí y en mis estudiantes, también en la tecnología que hará posible esta conexión y en la universidad que está dando todo para que el mundo no pare, para que la educación persista. Porque hoy más que nunca necesitamos aprender, estudiar, secarnos las lágrimas y prepararnos para el mundo que vendrá. No vamos a bajar los brazos. Vamos a nadar juntos en busca de una nueva orilla.

Y lo vamos a lograr.

A modo de apéndice les dejo por acá un video sobre enseñar en estos tiempos de crisis. Ha sido una gran inspiración para seguir adelante.

La historia que llama a la puerta

No puedo ser ordenado. Hoy no. Escribo esto como mejor me sale, como un impulso, como un arrebato, como escupitajo que debo leer dentro de varios días o semanas después para ver en qué estado me encuentro en este momento. 

Pasa que hay una historia, una trama, un juego o como quieran llamarlo, que ha tocado a mi puerta. Quiero decir, los personajes han estado en mi cabeza desde hace más de un año. Incluso llegué a bocetearlos en los viajes en metro, en las esperas de aeropuertos de Lisboa, Madrid y Estocolmo. Me hacía ilusión ver la historia que se dibujaba ante mí. Al mismo tiempo miraba con pena esa creación porque sentía que no tenía el tiempo para poder desarrollarla. Ni bien estaba naciendo y ya la ubicaba en un pedestal, en un sitio inaccesible al que yo no podría llegar por mi trabajo y por mis ocupaciones cotidianas. 

Pasaron los meses. Escribí algunos cuentos, escribí posts por acá, leí muchísimo y la historia entró, lo confieso, en las aguas del olvido. Todo lo que había avanzado se quedó reposando en un frío archivo de word con la esperanza de “encontrar” el tiempo perfecto para empezar a escribir. Porque debo decir que la había vuelto inaccesible ya que es una historia que habla mucho de mí y a la vez es muy lejana a mí. De alguna manera sentía que era una historia que me iba a remover hasta los huesos y la verdad es que también pocas veces me permito ser vulnerable (aunque lo soy y mucho).

Y ahí la pandemia llegó, hizo trizas el futuro, nos ha puesto delante un presente brumoso, con ansiedad y angustias. Pero el sol sigue ahí, el firmamento sigue siendo azul, los pajaritos cantan igual, mi perrito Noé mueve su rabito contento cuando me levanto, mis papás están sanos, mi hermana a la distancia nos cuenta cómo está viviendo su cuarentena. Estoy tranquilo y trato de mantenerme zen en medio de la crisis. Preparo mis clases con ganas, pensando en cada uno de mis estudiantes. Pienso, hago, pienso, hago.

Así una noche en Instagram me encontré con un post de una cuenta norteamericana de guionistas que proponía el desafío de escribir un guion en 14 días. Me encantó la planificación realista que sugerían. Y ahí en la cama pensando, apareció de nuevo la historia, pequeñita, juguetona tocando la puerta. Me recuerda que no hay tiempo precioso ni perfecto, que debo dejarla entrar y que pase lo que tenga que pasar, como cuando un amigo/a llega de imprevisto y hay que recibirlo bien en casa. 

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Siento que es la historia que siempre he querido contar y que este es el momento para escribir sobre ella. Pocas veces he tenido tanta emoción al pensar en una historia. No estoy pensando si saldrá bien o mal, si le gustará o no a alguien, si se volverá o no una película. Hay una libertad, un mar de posibilidades al escribir este guion. Me levanto pensando en los personajes, en las cosas que van a vivir, en los lugares que van a recorrer. Es una historia de amor con muchas vueltas. Se ha nutrido de mis propias experiencias y de personas cercanas. Estoy en el cuarto día de creación y no tengo miedo. Es liberador poder decir que no tengo miedo a pesar de la incertidumbre que siempre produce la escritura. En medio de estos tiempos raros, la creación aparece y no, no puedo escribir una historia sobre pandemia ni enfermedades. Quiero escribir sobre el amor, sobre esa fuerza sobrenatural que nos enloquece cuando estamos con quien amamos, cuando hacemos el amor, cuando damos un abrazo, cuando besamos, cuando decidimos vivir una historia con alguien a sabiendas que todo puede salir bien o mal. Este guion para mí es un homenaje al amor de pareja, al amor a la obra, al  amor a uno mismo. Y no, no será la gran historia, no será el Ulises de Joyce ni el Quijote de Cervantes, ni el Aleph de Borges, pero será mi historia personalísima y colectiva en medio del encierro. 

En estos momentos no sé desde qué otro lugar escribir que no sea como un arrebato o como una “coquetería”, parafraseando a un amigo mío que usa mucho ese adjetivo para decir que la creación es un juego atrevido y también seductor. ¿Me pongo coqueto cuando escribo? No lo sé, pero tengo claro que cuando escribo esta historia la pandemia se esfuma, se borra el tiempo y está sólo el amor. El amor a las palabras, a las historias de amor, a la vida que sigue latiendo.  

Salir de compras como ejercicio «extremo»

Prepararme para salir, en estos días, es como pensar en un campo de batalla. Requiero de una preparación física y mental. Escoger la ropa que “creo” que me va a proteger de un posible contagio. En lo posible que sean pantalones largos y camisetas mangas largas que cubran la mayor parte de piel expuesta, guantes para “cuidar” las manos, zapatos con poco uso que no me importe perderlos luego de la cuarentena, una mascarilla previamente testeada que va a protegerme. Quizás en el ritual hay cosas que ni le hacen cosquillas al virus pero prefiero convencerme de que mi preparación me blinda ante cualquier contagio. Ahí es cuando viene el trabajo mental. Sentirme resguardado, protegido en el vientre materno de mis prendas de vestir, sabiendo que el exterior no puede tocarme de ninguna manera durante esas horas forzosas que debo salir para abastecer a la casa de productos.

Mi padre insiste en acompañarme. Le digo que debe quedarse en el carro, que no salga. Guarda silencio mientras maneja. Sé que está de acuerdo conmigo pero no está acostumbrado a obedecer y sobre todo, no está dispuesto a aceptar que al tener 63 años se encuentra en un franja etaria considerada de riesgo. Aunque su salud sea vigorosa sabe que debe cuidarse, como todos. Temo que no me haga caso y que igual decida salir al campo de batalla a mi lado, siendo ese escudo, ese compañero que cubre, que está alerta ante el enemigo. 

Llegamos al shopping donde se encuentra el supermercado. Son las 07h30 am, el lugar todavía no abre pero ya hay una fila que debe tener al menos unos 80 personas. Con la distancia social obligada, la fila es aun más larga. Mi papá y yo no decimos nada pero sabemos que la espera ahí a la intemperie, será por lo menos una hora y media o dos horas. 

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Empiezo a hacer la fila, una señora se coloca detrás mío y detrás de ella, mi papá. No quiso quedarse en el carro como le había dicho. No me sorprende pero sí me molesta. Con la señora en el medio, no nos decimos una palabra. Yo estaba más pendiente de ahorrar el aire, de respirar con tranquilidad, de escribir alguno que otro mensaje en WhatsApp. Delante mío está una pareja de esposos que debían andar por los 50 años y una hora más tarde ya no estaban solo ellos, sino sus dos hijos y una tía de ellos. Eventualmente el padre hace alguno que otro vídeo con el celular, a veces los hijos se van a descansar al carro que estaba parqueado cerca y luego regresan. Cada tanto miro a mi papá, que está en su celular viendo algún reportaje sobre el Coronavirus con un volumen poco discreto. En la fila cada quien está en su mundo o tratando de creárselo para sobrellevar la espera. La señora de atrás recibe una llamada y comienza a enumerar todos los productos que va a comprar. Quiere estar segura de que comprará todo lo que necesiten en su casa. La llamada debió durar una media hora. Más atrás hay un gringo ecuatoriano que discute a alto volumen con un inglés poco cuidado. Y el tiempo transcurre lentamente a pesar de que la fila es bastante ágil. No hay sol todavía y eso más llevadera la espera. Contengo las ganas de rascarme la cara, de acomodarme el pelo. Mis manos me son extrañas, como una especie de agentes patógenos de las que debo cuidarme. Las guardo en los bolsillos cada tanto a pesar de la incomodidad del roce con los guantes. 

Me acerco a la entrada, me piden que extienda los brazos y las piernas como si fueran a revisarme. “Cierre los ojos”, me advierte el guardia del supermercado. Lo hago y escucho el rocío de un líquido sobre mí acompañado de un olor leve de desinfectante con agua destilada. No sé lo que es pero agradezco que me bañen, que me desinfecten del aire de angustia que se vive en Guayaquil. Entro y me espera un funcionario con un frasco grande de alcohol en gel, me froto las manos compulsivamente para que el líquido viscoso se impregne en los guantes. Mi padre sale momentáneamente de la fila para ir a la farmacia del shopping. Ruego que no regrese, que se dé cuenta que lo mejor es que vuelva al carro y me espere. Agarro el carrito de compras, respiro un aire fresco y empiezo a recorrer los pasillos atendiendo a la lista que me dio mi mamá. Me alegro de encontrar todo, que las perchas luzcan llenas y que todos los que circulamos en el super podamos comprar con tranquilidad. Pienso en mi papá, me preparo para la sorpresa de encontrármelo por alguna partes. Siento que no puedo con él. No logro imponerme ante él. Sé que me escucha, me respeta, me admira en secreto pero siempre hace lo que él quiere y me cuida aun cuando no se lo pido, aun cuando tengo la edad suficiente para que sea yo quien ahora lo cuide. No me permite hacer el cambio de rol. Quiere seguir siendo el padre proveedor, que vela, que protege. Y yo lo único que quiero es que una vez en la vida me haga caso y se recluya en el auto hasta que llegue con las compras.

Captura de Pantalla 2020-04-25 a la(s) 16.35.47Consulto con mi mamá por WhatsApp sobre la marca que quiere de mantequilla, de queso, de azúcar. Pongo en el carrito además una botella de vino y un six pack de Pilsener. Me sorprendo. Nunca bebo y de pronto al necesitar provisiones pienso que un poco de alcohol no me hará mal. Lo contraindican para esta pandemia pero pienso que nadie sabe más de mi salud mental que yo mismo.  Avanzo, agarro los paquetes de galletas La Universal que le gustan a mi papá. Mi mamá en la lista escribió que agarre cuatro. No le serán suficientes si pretendemos no volver en al menos un mes, pienso. Sigo avanzando, me siento en cuenta regresiva, como si hubiera un tiempo máximo para poder agarrar todo y que pasado ese tiempo, no podría meter más nada al carrito. Respiro y trato de no sentirme perseguido. Me tomará el tiempo que me deba tomar porque no pretendo volver en un mes. 

Cuando voy por el pasillo de los cereales me encuentro a mi papá, quien tiene también su carrito casi tan lleno como el mío. Conversamos sobre la lista de mi mamá. Vemos que tenemos casi todo. Nos dividimos la misión de conseguir lo poco que falta. Mientras busco, pienso que debo escribir sobre esto, pero no de una manera reflexiva sino apenas limitarme a contar la anécdota. No será fácil, me digo, porque siempre se me hace difícil escribir sobre mi papá y más aun sobre su testarudez. 

Me encuentro con él en la fila, sigue revisando su Twitter buscando estar al día de los improperios que dice el gobierno ecuatoriano a través de sus múltiples portavoces. Mira los dos carritos y me dice: “te hubieras vuelto loco si hacías todo esto solo”. Lo dice con aquel tono de salvador, de cuidado. En esta ocasión no hay en él un tono de superioridad sino más bien de colaboración, de altruismo. Inmediatamente entabla conversación con el chico de la caja y la chica que coloca las cosas en las fundas. Los hace reír, les pregunta a modo de chiste, cómo se enamorarían dos personas entre tanta mascarilla y gafas para evitar el contagio. Los chicos ríen, se relajan. Pareciera que les hace bien el humor de mi papá. Sonrío tranquilo viendo a mi papá tranquilo. Como siempre él intenta hacer bromas para aligerar la situación. Me identifico en él. Veo sus manos que ponen las compras en la caja, con pecas gruesas y la piel sensible. Las mismas manos de mi abuelo. Mi papá se parece ahora más a mi abuelo. Y yo seré mi papá y mi abuelo en el futuro. Si es que la pandemia lo permite.

En el auto le digo que no volveremos a salir. Esta vez mi tono es agresivo y no me importa cómo lo tome. No volveremos a salir, pediremos a alguien que nos ayude, ya se verá que se hace pero no volveremos a salir. Él se ríe y no me dice nada, me habla del virus en la ciudad. Sé que me entiende, sabe que se ha arriesgado y sabe también que tuvo advertencias suficientes. Sé que esta vez hará caso, que no me dará la razón con sus palabras pero que guardará reclusión absoluta en casa.

Llegamos a casa, subimos las compras. Mi mamá nos espera a la entrada del departamento para ir metiendo de a poco todas las fundas. Mi papá como ya es su costumbre desde que empezó la cuarentena, maldice a los chinos, no a todos sino al gobierno chino, pero en su desesperación siempre dice “los chinos”. Entramos a casa, me saco toda la ropa y la tiro a lavadora. Quedo prácticamente desnudo delante de mis papás y me meto a la ducha, no sin antes decirle a mi papá que haga lo mismo y que desinfecte su celular. Me dice que lo hará, mientras ayuda a mi mamá a sacar algunas cosas de las fundas. 

Me ducho con agua caliente, como si sintiera el virus merodeando por mi cuerpo. Estabas todo cubierto, me repito, no tienes nada. Dejo que el agua me queme un poco la piel como si de esa manera pudiera corroer al virus. Me enjabono todo, me restriego los brazos, las piernas, la cara. Me siento mejor. Me convenzo de que el baño profiláctico me ha dejado puro, sano de nuevo. Me digo que he ganado la batalla pero no la guerra y que ahora es mejor no salir más, no provocar al enemigo y mantener a mi papá bajo resguardo. Me relajo, respiro, digo que está todo bien, aunque sé que en los próximos días chequearé mi cuerpo varias veces para convencerme de que sigo sano, de que el virus no ha entrado a casa y de que mis padres pueden todavía reír en medio de todo el horror que se vive afuera, en las calles de mi ciudad, que hoy siento ajenas.