Saudade de Domingo #135: Letraherido en San Valentín

A eso de las doce años, en paralelo a ese obligado paso biológico de niño a hombre, solía leer libros y ver películas en busca de aquellas partes donde las parejas expresaban su amor —o simplemente su deseo— y sus rostros, sus cuerpos quedaban expuestos a mis ojos. Podía no ser nada explícito pero me estremecía ante esas muestras de cariño y pasión. Así me hice espectador frecuente del canal cinco en el que cada sábado por la noche, bajo el título de “cine candente” los programadores creían estar pasando películas pornográficas cuando en realidad pasaban películas europeas y latinas de culto. Por ahí pasó todo Almodóvar, Bigas Luna, Bertolucci, entre otros. El canal 5 y yo estábamos engañados, pero esa ignorancia me regaló imágenes que aun perduran en mi memoria (no solamente las eróticas).

Así fue como un sábado cualquiera me encontré a una jovencita rubia, de rostro y cuerpo tallado con precisión griega. Me perdí en esos ojos dulces que miraban a un hombre mayor, distante y terrenal. Estaban juntos, tenían mucho sexo pero era un amor otoñal, reposado así como era el cuerpo de esa mujer. Sus caderas, sus senos modestos eran captados con una luz tenue mientras él exhausto descansaba a su lado. Ella se movía con delicadeza, como si no fuera un ser de este mundo. Tiempo después descubrí, con la llegada masiva del internet, que esa mujer celestial era Nastassja Kinski y él hombre que llevaba la voz cantante en la relación, era Marcello Mastroianni. La película se llamaba Así como eres (Così come sei) de 1978 y en ella la alemana Kinski, hablaba en italiano, hecho adicional que me hizo ver de nuevo la cinta. Quería escucharla y sobre todo traer al presente a ese púber que fui.

Recuerdo que en esa segunda ocasión (ya andaba por los 23, 24 años) entendí mejor la historia, me envolví en la música de Ennio Morricone y los personajes me enamoraron. Diez años, con tantas pelis y libros en el medio, de Così come sei solo conservo retazos de imagen, la mirada de Mastroianni, la boca de Kinski, la fotografía cremosa, los trajes de invierno y evidentemente el cuerpo aéreo de Kinski que parecía flotar sobre las escenas.

Nastassja Kinki como Francesca en Cosi come sei (1978)

Hoy algunas imágenes de esta película me cayeron de sorpresa mientras trabajaba en la novela que escribo. Me dejé abrazar por ellas, googleé la película y ahí estaban Mastroianni y Kinski congelados en el tiempo, amándose con distancia, uniendo el cuerpo aunque no del todo corazón. Repasé algunas fotografías y me encontré con esta de aquí abajo, que para mí sintetiza el espíritu de esta historia. El amor distendido mezclado entre las sábanas, el tiempo sin tiempo.

En ese momento caí en la cuenta de que hoy es San Valentín. Ya mi papá, a su manera, nos había recordado esta mañana la fecha al compartir en el chat familiar un artículo sobre la palabra catalana Lletraferit, que en español se ha adaptado como letraherido, “el que ama de forma extrema la literatura”. Me identifiqué inmediatamente con esa palabra. Los libros me han acompañado en todos los momentos de mi vida, en las bibliotecas y en las librerías encuentro mis catedrales, el olor de sus páginas es mi afrodisíaco, repito mentalmente frases que se me han clavado en el corazón, en el menor descuido se me aparece algún personaje de un libro, mi escritura a veces “se contamina” de los libros que estoy leyendo. Soy un letraherido. San Valentín se confundió al no flecharme hacia una persona sino hacia los libros. Haría extensivo ese amor por los libros hacia las películas, que son letras en movimiento, palabras pintadas en una pantalla. Soy un filmherido también. 

Hoy no tendré una cita de cerveza, de café, ni nada más caliente, pero me pondré los auriculares y me lanzaré a la calle, caminando conmigo al lado, escuchando el soundtrack de mi corazón, el que he venido cultivando cada día con las canciones que me tocan, que me parten en pedazos, que me hacen llorar y reír, que están ahí para recordarme de dónde vengo y dónde estoy. Después volveré a casa, seguiré leyendo Por el camino de Swann y más tarde veré Così come sei, aunque quizás no sea tan hermosa como la recuerdo. Quizás hoy Mastroianni y Kinski me parezcan irreales, insoportables o a lo mejor sublimes e intocables. Me acompañarán mis libros en la cama, dispersos entre las almohadas y cada tanto abriré alguno de ellos mientras miro la película.

Hoy quiero ser mi mejor date

Mi otra mamá

Ayer domingo fue el día de la madre en Ecuador. Tengo la suerte de estar junto a mi mamá en esta cuarentena y poder celebrar su día como me gusta. Pero también está otra persona, que también ha sido mi madre. Mi tía Silvia, hermana de mi madre, cuidó de mí la mayor parte de mi vida. Las dos estuvieron para proteger, regañar y consentir al niño inquieto que siempre fui. Es inevitable que cuando llega el día de la madre, además de pensar en mi mamá (sobre quien ya he hablado por aquí), pienso en mi tía como esa otra madre. Podría decir tantas cosas sobre ella pero hoy sólo contaré una historia que quizás no sea la más linda y quizás no la recuerde al detalle pero es la que se me viene ahora.

Guayaquil, febrero de 2003. Mi mamá y mi hermana se habían ido a Colombia de vacaciones a visitar a la familia materna. Yo en ese momento tenía 16 años. En casa nos habíamos quedado mi papá, mi tía y yo. En pocas semanas, estaba programado que mi papá y yo fuéramos a Brasil, que era el gran sueño de mi vida en ese momento. Yo quería tener dinero para no depender tanto de mi papá así que mi tía decidió no usar el dinero que nos daba mi papá a cada uno para almorzar. Lo que le daba me lo daba a mí para ahorrarlo y que sirviera de algo para el viaje. Yo compartía mi almuerzo (que yo no sacrificaba) con ella. Así estuvimos como dos semanas hasta que logré un fondo para esos caprichos que mi papá seguro no me iba a dar. Mi tía me acompañó a buscar una casa de cambio en el centro que cambiara mis dólares por reales brasileños. Teníamos un poco de miedo de que el man nos hubiera tragado con billetes falsos pero bueno, había que correr ese riesgo. Ya en Brasil me enteraría.

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Con mi tía, a finales del 2012

Afortunadamente todo salió bien, mis billetes eran verdaderos y cada uno de ellos simbolizaba el esfuerzo de mi tía, no solo el sacrificio de no almorzar plenamente sino el cuidarme mientras mi mami no estaba. Hasta ese momento habíamos vivido juntos tantos años que tenerla cerca era lo normal, lo habitual. Cuando se fue a Colombia, por cosas de la vida, vino el vacío, la falta del abrazo, de los juegos a los que mi hermana y yo la sometíamos, de nuestras conversaciones sobre libros y sobre las historias de nuestra familia. Luego me fui a vivir afuera, pasé muchas cosas, regresé al país y ahora en cuarentena con un presente y futuro extraños, le deseo a mi tía lo mejor que la vida le pueda ofrecer y le mando un abrazo enorme, de esos del corazón que no conocen distancias físicas.

Te quiero mucho, tía.

Regálame un libro, nada más

Intenta adivinar qué me gusta, estúdiame, revisa mis escritos, imagina qué me aceleraría la pulsión en las venas. Apuesta poco o mucho, pero sedúceme con un libro. Quiero saber que has pensado varios días, que has barajado muchos títulos para finalmente elegir uno. Ese que en tu corazón resuena, ese con el que podamos establecer un hilo rojo y recordarnos en una frase cualquiera de la página 74, 98 o 105.

Piensa delicadamente en el olor que tiene ese libro. Que sea un olor amaderado en el que pueda sumergir la nariz en medio de las páginas. Quiero identificar y guardar el perfume que ese libro me deja para que, cuando tenga nostalgia de ese «yo» que leía, pueda evocar su presencia recordando el aroma.

Elige un libro de páginas suaves pero jamás papel biblia. La delicadeza se encuentra en la distancia que hay entre el peso de las letras y la extensión completa del libro. Quiero sentir el sonido breve del recorrer las hojas y de acariciar las palabras, aquellas que intuyo leíste primero y que ahora, has seleccionado para mí.

libro regaloSorpréndeme con un libro de oraciones con incisos, de frases en cursiva en otras lenguas, de líneas irónicas que maldigan el amor y luego se reconcilien con él; que use adjetivos distantes para hablarme del llanto, de la risa, de la saudade. Un libro que no tema ser pequeño y que también esté orgulloso si decido fotografiarlo, compartirlo y ubicarlo en el altar de mis ansiedades.

Arráncalo de la estantería con firmeza pero sin prisa. Siente el ardor en tus manos imaginando ese primer momento cuando, a solas y acompañado de una luz ámbar, lo abra yo por primera vez. Sabrás seguro que lo voy a marcar, que le pondré la fecha, el lugar y las iniciales de tu nombre para que, en código secreto, pueda saber que fue el primer regalo de intimidad que decidiste obsequiarme.

Regálame un libro generoso, que me evoque otros libros y que me ayude a extender ad infinitum una cadena de historias que se preguntan y responden entre sí. De esa manera podré encontrar tu rostro matinal en una frase de final de capítulo, en un título hipotético o en la portada de un libro olvidado en la vitrina de una librería de secretos.

Saudade de Domingo #95: La película de mis papás

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El miércoles 5 de septiembre mis papás cumplieron 37 años de casados. La fecha no evidencia los 6 años de relación previa, por lo que sumando todo, llevan juntos más de 40 años unidos desde el corazón. Digo desde el corazón, porque esos primeros seis años estuvieron mediados por la distancia geográfica. Mi padre vivía acá en Guayaquil y mi madre en Santa Marta (Colombia). Las cartas de dos jóvenes enamorados iban y venían con promesas de amor, relatos familiares, proyectos e incluso discusiones (es que si no había cómo pelear había que hacerlo por carta).

La historia de mis papás es una suerte de película interactiva. Mi papá tiene una versión de los hechos más pragmática, más generalista y menos dulzona (aunque en las cartas se evidenciaba un Rimbaud guayaco); mi mamá en cambio tiene una versión más detallada, de mirada aguda y romántica ante todo. Mis tíos, tienen la versión de testigos, que observaban ese amor juvenil, sin imaginarse quizás que aun estarían escribiendo su historia 37 años.

 

2

Mis papás se conocieron en una fiesta en Guayaquil en 1975. Mi mamá, colombiana, venía a conocer a la familia ecuatoriana de parte de mi abuela. Tenía entonces 17 años y era su primer viaje «largo». Mi papá, de 19 años, guayaco hasta los huesos, estudiante de Derecho y músico en sus tiempos libres, aquella noche de fiesta dudaba si debía ir o no (la vida bohemia y la de estudiante responsable es una combinación difícil de llevar). Sin embargo, un impulso de último momento lo hizo salir de su letargo y se dispuso a ir a la fiesta. Probablemente el hilo rojo del amor del que habla la leyenda asiática fue quien lo espabiló y en un susurro inconsciente le dijo que esa noche en particular tenía que asistir.
Durante la noche mi mamá bailaba con otro joven y mi papá con otra chica. Se miraban por encima de sus parejas de baile. Algo empezaba a gestarse y según mi mamá, fue amor a primera vista. No hablaron durante la fiesta, sólo se miraron. Ya más adelante, cuando mi mamá decidió irse de la fiesta, mi papá fue tras ella. Mi mamá un poco asustada corrió hasta entrar en el auto de uno de sus primos. Ya «salvada», le sonrió a mi papá a la distancia y se despidió balanceando su mano. La primera carta estaba echada y empieza el nudo de la historia.

10947412_10153247763912491_4571813623553746487_o.jpgEl amor había hecho su primera jugada y mi papá no iba a quedarse tranquilo. Como buen personaje complejo, iba a hacer todo lo posible para saber quién era esa chica de larga cabellera rubia. Supo que un compañero del colegio era primo de ella. No eran tan cercanos en la época, pero el primo de mi mamá siempre fue de esos acolitadores, vivaces, buena gente y no tuvo problema en ser un personaje ayudante dentro de la historia. Indirectamente a él le debo que mis papás pudieran acercarse.

Mi mamá tenía su visa de turismo por tres meses, la extendió (ya sabemos por qué) y terminó quedándose casi un año. Luego a su vuelta a Colombia, empezó sus estudios en Publicidad, mi papá continuó estudiando Derecho. Las cartas, que aun conserva mi mamá, ya amarillas por el tiempo, son testigos mudos de esa relación, en las que me llama la atención la personalidad dubitativa de mi papá y tan soñadora la de mi mamá. La distancia de los años me hace verlos diferentes y encontrármelos por carta, me muestra a dos jóvenes inexpertos, que se movían por un amor que parecía prometedor.

 

3

En 1978 mi papá emprendió un viaje por tierra desde Guayaquil hasta Santa Marta. Tres días de viaje, cambiando de colectivo, comiendo en el camino, mientras se acortaba la distancia con mi mamá. Allá en Santa Marta conoció a mis abuelos, a mis tíos. Fue bien acogido por todos. Lo hicieron sentir como en casa. Las fotos del paso de mi papá por Colombia, lo muestran en la vida cotidiana de mi mamá. Ya desde entonces mi papá trabó amistad con mi tío tocayo, que por esos años era un preadolescente y cuya camaradería continúa hasta la fecha.

Como en toda película, siempre hay un momento de crisis. En 1980 tuvieron una pelea que los distanció durante todo ese año. Revisando las cartas a modo de investigador, me di cuenta que no llegaban ni a cinco. En teoría todo había terminado. Mi mamá buscaba organizar una familia, habían pasado ya cinco años y buscaba certezas. Mi papá aun bohemio y estudiante no quería un compromiso serio hasta licenciarse de abogado. Cada uno entonces siguió con su vida, hasta que, claro, el amor habla más fuerte y volvieron las cartas, las llamadas telefónicas y con ellas, el inevitable destino de caminar juntos.

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El 5 de septiembre de 1981, mis papás se casaron por la iglesia. Un mes atrás se habían casado por el civil y antes de eso, se hizo la reunión de cambio de aros. Mis papás cumplieron con todos los protocolos de la época. Veo sus fotos y los veo felices, jóvenes, con aquellos trajes que me hacen pensar en las películas ochenteras. En esas fotos, mi papá tenía 25 y mí mamá 23 años. Mucho más jóvenes de lo que yo soy ahora (tengo 32). Las fotos me hacen entender la distancia de la época. No veo ni cerca la idea del matrimonio y no creo que cumpliría con ninguno de los protocolos que ellos cumplieron. Me alegro que ellos convirtieron esos protocolos en una filosofía de vida y que sigan unidos más allá de un «deber ser».

 

4

Han pasado 37 años de esa unión eclesiástica. Cinco años después, luego de algunos intentos, nací yo. Cuatro años más tarde, mi hermana. Creo que somos una familia como cualquier otra, con sus problemas, sus cualidades. Lo más lindo de esta familia es ver a mis papás amándose y demostrándolo sin pensar que se trata de un deber o de una apariencia. Se aman y lo demuestran en la intimidad de su habitación, en la sala de la casa mientras toman un trago, en la cocina mientras cocinan un domingo a la tarde, cuando ven televisión ya entrando la noche.

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Me resulta curioso que aun con la rutina sigan enamorados y sigan con proyectos. Ahora están muy concentrados en las reformas de su habitación. Entre las cajas que mueven y sacan, brota por ahí alguna que otra foto que delata otro tiempo. Algún artefacto que cumplió alguna función en particular en un momento de nuestra vida familiar. Y así pasan los días, ocupados y felices compartiendo el tiempo juntos. Sus cuerpos no son los flexibles y vigorosos de los 20. Las canas aparecen, la piel se fragiliza pero aun tienen la fuerza a sus 60 para emprender y seguir caminando juntos. Verlos muchas veces me hace pensar que algún día me encantaría encontrar un amor así, para caminar en compañía, sea que esté a la vuelta de la esquina o al otro lado del mundo.

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Gracias a mis papás, siento que estoy listo para amar de la forma que sea. Hay quienes creen que un amor en distintas coordenadas es de tontos, pero yo sí puedo creer que el amor a distancia es posible, ya que yo soy fruto de él.

Reencuentro

Con los cuerpos gastados, luego de años buscándose en otros cuerpos, se reconocieron al instante, en esa calle húmeda y melancólica de una Guayaquil que aun dormía entre sus alcoholes de la noche anterior. Con la ciudad en resaca, el reconocimiento de sus cuerpos fue más fácil. Se fundieron en un abrazo extraño, intenso pero distante, suave pero violento, dulce pero agrio. Se miraron unos segundos para encontrarse en la mirada del otro, sonrieron. Ninguno de los dos emitió comentario alguno. No querían romper la morfología del silencio. Caminaron juntos de la mano, se internaron por una avenida cuyo nombre desconocían. El calor del día empezaba, pronto tuvieron las manos transpiradas y el contacto provocaba una suerte de asco y excitación. Cuando lo asqueroso se vuelve placer, había pensado ella, sin imaginarse que él también había hecho la misma reflexión.

Siguieron caminando, se detuvieron a desayunar en un café que se caía a pedazos y cuyo olor a frutas batidas invadía el ambiente. Sentados frente a frente, con la mesa de por medio, juntaron sus cuatro manos, se acercaron, quisieron besarse pero pensaron que sería incómoda la escena y prefirieron esperan el bolón de verde, el café y el batido de naranja.

Unas horas más tarde, yacían exhaustos el uno al lado del otro, mirándose al espejo clavado en el techo. Estaban gastados, usados, algo marchitos pero eran ellos, auténticos en sus defectos físicos. No había nada más que decir. Se habían encontrado como querían, en una ciudad imposible, de sudores amargos a la hora del alba.

Como dos extraños

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No quiero tus migajas, ni el cansancio de tus caminos fallidos. Ya lo viví, lo digerí, lo escupí y me propuse mil veces no volver a caer.

Quiero otros labios que me seduzcan, otra piel que me erice y una página en blanco para escribir alguna historia.

Duró tan poco nuestra página, como los escasos renglones de una A5. Fue un tiempo fugaz que quisimos estirar, tratando de encontrar un sabor a aquella esencia jugosa que se extinguió en los últimos abrazos.

Hoy no volviste a escribir. Se te olvidó, me dijiste. Tu ausencia sólo precipitó el final de la partida. Nos perdimos, no ganamos. Había que salir sin demora para no provocar algún final lacrimógeno. Te escribí unas cuantas líneas porque sabes que me expreso mejor enterrando la tinta en el papel.

No sé la impresión que te causaron mis palabras porque te bloqueé de todas las redes posibles. No quedó nada de ti, nada de nosotros. Te convertiste en un sueño extraño que pudo haber sido real. Me devoré tus migajas, tus frases dulzonas extraídas de películas melodramáticas y con un aire de recuerdo sentencié el final de esta historia no nacida.

Espero olvidar tu registro.

Que dure lo que tenga que durar

ATARDECER EN FRÁNCFORT

Que dure lo que dura un suspiro, un parpadeo,

La decisión de lanzarse o no,

El toque suave de una llama de vela

La espera de un mail,

La llamada que llegó y se cortó

 

Que dure lo que dura un libro

Que persista entre versos y violetas

Que se disipe como las nubes, como las gaviotas

Que dure como el vaivén de un bolero callado.

 

Que dure lo que dura el llanto,

que rompa el agua de los silencios ajenos,

que se haga trizas en el polvo de otros tiempos.

 

Y así vivirá, lo que tenga que durar, en el éter, 

en los pliegues de una foto antigua, 

en los vértices, en los ángulos de las manos enlazadas.

 

Que dure, que perdure con la fuerza extraña de un salto hacia el susurro.

It’s a match: Daniela y Diego se gustan

Me llamó Dani, sin mayor preámbulo, tan diferente a los otros babosos que se creen bacanes diciendo huevadas melosas de entrada. Que me llamara Dani me producía una suerte de cercanía a pesar de las máscaras que envuelven a estas aplicaciones fugaces. No era de acá, estaba de paso. “Ya me lo esperaba. Los babosos son los locales”, pensé. Como también pensé o mejor dicho, caí en cuenta, que los dos teníamos nombres que iniciaban con D. Mi abuela me dijo una vez que cuando dos personas se gustan y tienen la misma inicial, la atracción es más fuerte. Como ella y mi abuelo, como mi papá y mi mamá. Vaya sentencia. No debí visitarla ese verano.

tinderMientras los mensajes de otros se acumulaban en la pantalla, la charla con Diego tenía la misma densidad que la de un instante al aire. En breves minutos ya habíamos recorrido el mundo diez veces, repasado novelas decimonónicas, discutido el existencialismo sartriano, chateado en varios idiomas sólo para testear, a modo de juego, la capacidad de flirtear en lenguas ajenas. Recorrí sus fotos varias veces, me metí en sus paisajes, en sus neuronas, quise entender la matemática de sus pensamientos y ver si podía lograr que se quedara un día más, que no dejara la ciudad en busca de nuevos territorios sino que usara y recorriera el mío. Pero sus caminos ya estaban trazados y haría mutis en cualquier momento sin la catarsis aristotélica anunciando el desenlace.

¿Por qué no te “vi” antes?, su pregunta resonó en mí sin piso aparente. Me recordó mi atracción involuntaria hacia los tiempos cíclicos del subjuntivo y del condicional. Conmigo no funcionan ni el indicativo ni el imperativo. Otro chico que se perdería en los caminos de la virtualidad, que no podría conocer. El tiempo -y la gramática- siempre han sido mis amables enemigos.

Se despidió, prometió volver a la ciudad con un dejo de duda (lo deduje, claro). Aunque estoy cebada para la pérdida (creo), un encuentro siempre gatilla en mí una posibilidad, pero luego quedan las ganas, las promesas, la ausencia del chat, la ruptura de un vínculo extraño entre dos extraños.

Sin más apago el celular, lo dejo caer al abismo de mis memorias en modo potencial. Salgo de casa asfixiada de nostalgia (¿es posible la nostalgia de la nada?), camino, acelero, freno, transpiro.

Es un miércoles soleado.

Tu sabor

Tus besos eran especiales. La conjunción de tus papilas, el hiato que se marcaba en las diferentes zonas de tu lengua me provocaba tal adicción que más que sexo lo único que buscaba era besarte. Sí, el mejor sexo que he tenido ha sido degustando tu boca, envuelto en ese sabor que hoy me recuerda a otros tiempos, a los sábados de invierno recorriendo bares, escuchando música que no nos gustaba, comiendo panqueques de sabores raros.

1489173477_873928_1489173694_noticia_normalNunca me gustó besar a alguien cuya lengua tuviera sabor de cenicero, pero la mezcla de café pasado con nicotina, alquitrán y menta para intentar opacar los sabores interiores, le dotaba a tus besos de un gusto especial. Había además el  resquicio de algún añejo vino mendocino en tu paladar. Bucear en tu boca era mi deporte favorito y así con los ojos cerrados, enredaba mi lengua con la tuya hasta cuando el aliento escaseaba y era preciso respirar ese aire gélido de julio.

En la despedida más que extrañar los abrazos, las noches de cama o las salidas de bares, me carcomía más la imposibilidad de volver a marcar el territorio de tu boca. Emprender la retirada de tus labios era más triste que el no escucharte o no tocarte más. Me hice adicto a tu sabor y así cuando en alguna alineación astrológica me fumo un tabaco mientras tomo café, detecto en mi propia lengua ese gusto particular tan tuyo. Regreso de la mano de Proust al pasado y me encuentro ahí, en invierno mirándote, perdido en tus ojos luego de lanzarnos al primer beso enfurecido.

Ya a la vuelta, doy una última pitada y apago el recuerdo en el cenicero.

Saudade de Domingo #57: Sobre los objetos y los afectos

La sincronía y la atracción existen. No quiero teorizar a lo académico sobre esto sino pensar en la energía propia y ajena que suscitan aparentes «casualidades». En los últimos días he estado pensando mucho acerca de objetos que antes usaba y que ahora han sido reemplazados por la cuestión digital. Para estas divagaciones mentales hubo dos acontecimientos que, ahora que escribo, pienso que fueron detonantes: El primero, un trabajo universitario que con una colega redactamos para estudiantes de Audiovisual del último año, con el objetivo de rescatar la memoria perdida -olvidada- de Guayaquil a través de documentales cortos. El segundo, ver a mi papá desempolvando su vieja cámara HI8 para recordar a nuestra perrita que falleció hace algunos años. El recuerdo como recurso siempre me ha interesado en la creación y dar por sincronía o atracción con una obra de teatro que habla sobre esa temática, me ha removido aun más. Y removido sin saber bien qué hacer con esta nueva ansiedad.

Y en este remolino interno de pretéritos inacabados, de objetos que resisten al tiempo, me encuentro con la obra de teatro La máquina de la soledad. Sin saber muy bien de qué se trataba, una amiga la recomendaba a ciegas en Facebook y por la confianza que le tengo, decidí probar suerte con esta obra. La máquina de la soledad es una pieza que hace un homenaje a la carta como objeto y como símbolo. Shaday Larios (México) y Jomi Oligor (España) montan una obra de lo mínimo, encontrando en el detalle de la miniatura, la magia, la partícula de la memoria. La obra se inserta en el espectador de una forma tal que no se sabe bien cuándo empieza ni cuándo termina. Es como la memoria, en la que aparecen fragmentos, retazos con los que componemos una médula del recuerdo. La espina dorsal de la obra son las cartas y ellas arman una historia de amor de una pareja en el San Luis Potosí del 1900. Jomi cuenta el relato con la intimidad que el mismo espacio produce y con la voz en susurro como si nos contara un secreto, respetando la privacidad que se esconde en una correspondencia ajena. La misma que ahora es dramaturgia.

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Y con las cartas de la obra, pensé en las cartas que Milton y Betsy (mis papás) se escribieron entre 1975 y 1981, sosteniendo seis años de amor por correspondencia. Cartas que luchan contra los aguijones del tiempo, papel que resiste a la aridez del espacio. Le doy vueltas a hacer algo con esas cartas, así como con las fotos y los vídeos familiares que reposan en el olvido perenne de los álbumes  y de cajas de casetes. Es mi historia, la de mi familia, aun cuando en una primera lectura pudiera pensar que es sólo la historia directa de mis papás, de mis abuelos o de mis tíos.

Escribiendo en este teclado de MacBook Air me veo a mí mismo, hundiendo con fuerzas las teclas de la máquina Olimpia en la que escribí algunos cuentos. Esa máquina, de las primeras que hubo en casa, fue la que me enseñó a teclear con velocidad, fue mi escuela para competir con la velocidad de mis pensamientos y la que ejercitó mis dedos para enfrentarme al cansancio de la mano ansiosa. Así como en la obra, donde la actriz Shaday Larios se preguntaba cuántas palabras habría escrito la máquina de un escribano, me pregunto por la vieja Olimpia que escribió por mi papá y por mí hace ya tiempo. Sin duda algo debo hacer para aligerar y reubicar a todos estos objetos, obesos de memoria y afectos.