Saudade de Domingo #129: ¿Qué significa para mí no viajar?

Aquellos que me conocen por este espacio y en la vida real saben de mi obsesión/adicción por los viajes. Ni bien termino un itinerario, ya estoy planificando el siguiente. Durante los últimos cinco años he viajado todo lo que he podido, como si hubiera pretendido ponerme al día por todo el tiempo que viví en el extranjero con una vida de estudiante muy austera y sin viajes largos. También debo confesar que los viajes han sido una forma de escapar, de hacer un paréntesis de mis actividades cotidianas. En el fondo además está el deseo recóndito de huir de mí mismo y que el surcar otros territorios me devolviera la mirada de mi propio ser a modo de espejo. En realidad el acto de viajar no ha sido tanto un viaje hacia el exterior sino una propuesta de explorar mi interior. 

En todos las entradas que he escrito por acá (como Estocolmo, París o Roma) sobre los lugares que he conocido, percibo esa expedición de mi propio yo enfrentado a esas calles, a esas personas, a esos idiomas que me rodean durante mis días de fuga. Creo que los viajeros en general tenemos ese deseo de conocer al otro para terminar de situarnos en algún punto de la tierra. Uno está en el otro, en su otra lengua, en su manera diversa de comprender el amor, el trabajo, la vida. Es una búsqueda adictiva que no termina porque siempre hay un horizonte para conocer.

Compré este bolso en una librería hermosa de Estocolmo regentada por una librera que a sus cincuenta años dejaba de trabajar para otros y se animó a ser la dueña de su propio espacio.

Entre más viajo, más me alejo del canon turístico. Visitar aquellos lugares imprescindibles de cada ciudad según los criterios oficiales o mainstream se convierten en la parte más insignificante del recorrido. En los últimos viajes esas atracciones turísticas quedan relegadas al primero o segundo día de viaje, como si quisiera sacármelas de encima y después de eso sí, viene lo que me encanta: caminarme la ciudad, hablar con la gente, sentarme en un café mientras miro la ciudad cambiando de color con el paso de las horas, sumergirme en las librerías nuevas y antiguas para descubrir a los autores locales, tomar fotos de letreros, de parques escondidos entre edificios, de percibir el olor característico que tiene esa ciudad. Me gusta mirarme como un detective urbano de experiencias efímeras.

Antes de cruzar el Golden Gate (San Franciso). Ya había caminado cerca de 10 kms y recorrí parques, barrios y descampados que nunca habría encontrado en una guía turística.
Una parte de los libros que me traje de mi viaje a Sao Paulo, en noviembre de 2019

Como ya lo conté por acá, para mi cumpleaños en abril tenía previsto un viaje maravilloso: Madrid (por enésima vez porque me encanta)-Budapest-Praga. El día exacto de mi cumple estaría con una amiga catalana tomando cerveza negra en algún bar de Praga y habríamos resuelto los problemas del mundo mandando todo al carajo. No sucedió porque la pandemia nos cambió la vida, nos obligó a todos a un delay doloroso pero necesario. Se canceló ese viaje a Europa, se canceló un viaje a Buenos Aires, llegó la reclusión en casa. Mi cuarto sin quererlo se convirtió en mi guarida de sueños, en mi hervidero de ideas, en el mapa de ruta por donde quiero seguir una vez que el fin del confinamiento nos devuelva a todos a las calles. 

Berlín, una ciudad a la que espero regresar, cuando sea el momento propicio.

En este tiempo de encierro contemplo mis viajes como escenas sueltas de una película en proceso de escritura. Percibo calor, frío, aroma de especias, sabores de platos exóticos, acentos diversos. Abro cajones donde me encuentro con entradas de teatro, de cine, boletos de museos, programas de mano, servilletas, tarjetas, mapas de viajes, lápices, libretas. Cada uno de esos objetos que quizás me convertirían en el archienemigo de Marie Kondo, me transporta a esos lugares donde ese otro yo se dio a la tarea de mirar más allá de su propia ventana. Hoy, aun confinado y sin fecha exacta de salida, son esos objetos, mis fotografías, mis retazos de texto los que me mantienen en un viaje constante hacia mi propio ser. Vivo más allá de los límites de las paredes de mi cuarto.

Tengo un pasaje en espera que la aerolínea ha dejado abierto para cuando yo me sienta listo para emprender un nuevo viaje. En estos días me he visto tentado en poner una fecha, en preparar un itinerario nuevamente pero también he pensado que quiero parar un poco. Estoy en la fase de viajar a través de los viajes realizados y en ese nuevo mapa de ruta he descubierto otras sorpresas que no había visto o comprendido cuando pisé esos lugares. Me agradezco a mí mismo por no haberme deshecho de aquellas cosas pequeñitas que hoy son mis tesoros en medio de estos puntos suspensivos en los que nos encontramos.

La distancia me permite ver ahora a mi personaje detective de tierras lejanas con otros ojos y en ese periplo está apareciendo un nuevo viajero. Creo que de alguna manera viajé tanto para tener material en el futuro que hoy es mi presente. Así que me encuentro “tripeando” mis nuevos viajes y también habrá mucho que escribir sobre esos “nuevos” recorridos.

Una plaza pequeña cuyo nombre desconozco pero que me sirvió para escribir un cuento a la salida de la Biblioteca Pública de Estocolmo

Ayer leía en Los Errantes de Olga Tokarczuk que ella tiene un amigo que nunca podría viajar solo porque necesita compartir la experiencia con alguien. A modo de conclusión, Tokarzuc decía que su amigo no tenía madera de peregrino. Me gusta mirarme esa manera, como un peregrino que observa, que hace amigos locales y que disfruta de los momentos de soledad en los que uno agradece, en susurro, por salir de la comodidad de la casa y conocer otras casas, afuera, cruzando montañas y océanos.

El avión tendrá que esperar, el pasaporte deberá saborear el descanso hasta que se prenda la mecha y el corazón pida un nuevo recorrido a la caza de nuevos recuerdos.

El silencio en Estocolmo

Estocolmo era el sueño de la infancia, la ciudad lejana de cuentos de hadas. El sendero que buscaba recorrer en verano para apreciar el brillo anaranjado sobre el Báltico. Era la cima del mundo que pretendía alcanzar, el lugar donde sabía que el viaje provocaría otra clase de afectos.

Estocolmo es un perfume de bosque, una fotografía en la que cualquier rostro o edificio adquiere un efecto bergmaniano. Gamla Stan es una fiesta vikinga de músicos callejeros, de turistas ávidos de un fika, y de suecos silenciosos, sonrientes, preocupados por la pureza de sus aguas. Skogskyrkogården es el mausoleo donde encontré a Greta Garbo en su sueño eterno de artista, modesta, elegante, acariciada por el pasto cortado cada dos días.

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Me enamoré del silencio de las casas, de las calles rectilíneas, de los árboles alegres en verano. Escribí mucho en medio de esos silencios, pensé en Tranströmer y sus letras de un verdor casi tropical, pensé en el agua se cuela por los recovecos de la ciudad, en el azul que disputa su hombría con el bronce del verano. Ambos pelean por el dominio del cielo a cualquier hora del día. El reflejo de las aguas es también otro campo de batalla. Hay una vívida paleta de colores entre el azul y el bronce. En el medio se vive el silencio del agua correntosa.

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Estocolmo es la gloria del pasado, el peso de la historia que danza con la suavidad de los vientos del norte. En ella convive la música de ABBA y la mitología de Bergman. El arte y el comercio se han hermanado en Estocolmo, hay museos para glorificar a los Vikingos y también para homenajear a Dancing Queen.

Me disfracé con el inglés para no asfixiarme con el burbujeante sonido del sueco. Hacía trampas para evitar la lengua. Me resultaba difícil recordar los nombres de las calles y asociarlos con la manera en que la gente los pronunciaba. Decidí vivir el sueco solo  escrito a través del Google Maps. El idioma, aunque suave y amable al igual que los nativos de Estocolmo, era distante, difícil de abrazar. Silencio.

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No pude escapar de mi bibliofilia y ahí estaban los libros, en inglés y sueco adornando las vitrinas de librerías grandes y pequeñas. Las hay bulliciosas como en Gamla Stan pero también silenciosas como en Akademibokhandeln. Estocolmo me envolvió en sus letras aun cuando me negaba a probarlas. La voz aspirada en los momentos de silencio, las consonantes apretujadas ausentes de vocales parecían volverse dóciles en la lectura de Selma Lagerloff, Stieg Larsson o en la negrura de su literatura actual. Ese gótico que descansa en la morfología glacial de una Estocolmo oscura en los días de invierno. Silencio otra vez. Pensar antes de hablar, siempre será un bien común en ese entorno.

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Las albóndigas de carne, rebosantes, ofrecidas por una mesera de Laponia serán siempre un manjar repetible aunque la receta sea la misma. En Estocolmo la repetición en la cocina, en la fotografía siempre es un nuevo encuentro con el cotidiano desconocido que cuando susurra no habla y cuando habla es silencio.

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Por la noche, el terror gélido se evapora con la música techno. Extranjeros y locales beben y aunque gritan, mantienen en silencio lo que incomoda. La calle es el escenario del bienestar, nunca de la molestia. El silencio sigue reinando en medio de la noche millennial.

Estocolmo es una geografía insular de pensadores. Una ciudad de largas caminatas, cruzando los puentes que conectan a las pequeñas islas, a los pequeños mundos que se han forjado artistas, científicos y migrantes. Se puede escuchar el susurro del viento con el olor salino, casi dulce que proviene del Báltico. El error no es posible en Estocolmo, la percepción incluso para el turista se afina, se encandila y cualquier razonamiento o juicio será el correcto al recorrer Gamla Stan, Skeppsholmen o Djurgården. Caminar en Estocolmo es un acto de suspensión.

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Al final, la partida nublada, es siempre una promesa para regresar. Estocolmo sigue ahí calmada, verde, tocada por el manto de un sol polar que no quema. Las lágrimas en sueco no dicen adiós.