San Francisco tiene un rostro oscuro, como lo tienen las grandes ciudades. Es una ciudad de tecnología, de dinero, de casas victorianas con habitantes rebeldes, militantes, artistas. Pero esa misma libertad muestra su otro lado en barrios como Temberloin y las zonas aledañas al Union Square, donde decenas de vagabundos merodean y duermen donde caiga la noche. No son vagabundos que piden dinero, ellos están en “otro trip”. Hablan solos, gritan para un otro que no está, se golpean, tienen movimientos involuntarios en el cuerpo, escarban en la basura.
Los transeúntes circulan ensimismados en sus problemas existenciales de una clase acomodada ignorando la otra cara del capitalismo extremo en estos hombres y mujeres consumidos por las drogas. Esa mañana entré a un Starbucks y me sorprendió encontrarme con una mujer negra adicta tirada en el piso junto a la puerta al interior del café. Gritaba a la nada con vómito a su alrededor. A pesar de los gritos, la indiferencia de los clientes y de los cajeros era espeluznante. Todos actuaban como si no pasara nada. Dos chicos gays se tocaban las manos embelesados en el amor posible de San Francisco, una señora cincuentona leía el diario sumergida en las noticias internacionales, un señor blanco caucásico de mediana edad tomaba su café caliente mirando hacia la calle y un adolescente pelirrojo enchufado a la música con sus auriculares trabajaba en su portátil. Sólo un señor ya de tercera edad, de la misma etnia de la mujer que gritaba dirigió una mirada para ella y balanceó su cabeza mientras regresaba a la lectura de una revista. Yo esperaba, alterado, por mi café, frente a las bromas dignas de la serie Friends que se hacían los dependientes del Starbucks. Quería preguntarle a toda la gente que estaba ahí por qué no hacían algo, por qué al menos no la miraban, no sé, algo. Más allá de la responsabilidad que cada uno tiene sobre sus propios actos, existe el sentido de humanidad y creo que cuando dejamos de sorprendernos, pasamos a ser unos entes fríos, sin sangre en las venas. Una vez que me dieron mi café, dos policías gigantes (como los que se ven en las pelis) agarraron a la mujer, cada uno de un brazo y ella como muñeca de trapo flotó en el aire unos cuantos segundos. Mientras gritaba, parecía una marioneta en manos de esos policías colorados.
Luego una mujer policía se encargó de recoger la mochila de la mujer negra y la arrojó afuera del Starbucks. Los dos policías hicieron lo mismo con la mujer quien quedó sentada en la vereda, todavía alterada dando gritos. El señor afroamericano de tercera edad fue el único que observó los acontecimientos con una mezcla de rabia y de pena. Luego del incidente, el hombre fue al baño y al salir, cuando pasó cerca de mí, lo único que atiné a preguntarle fue: “¿Esto es común en San Francisco?”. Me dijo que lamentablemente es cada vez más común, que muchos de los homeless de San Francisco no son originarios de ahí sino que vienen de ciudades pequeñas. En San Francisco encuentran muchas facilidades para drogarse y luego terminan en situación de calle. Por lo que había podido darme cuenta hasta ese momento y que luego seguí confirmando en los días posteriores que estuve allá, es que había todo tipo de homeless. Jóvenes, viejos, hombres, mujeres, negros, blancos, asiáticos. No presencié ningún ataque de los homeless hacia el resto de transeúntes. Todo su rollo era con ellos mismos, sus diálogos incoherentes, los insultos, los golpes.