Claire y Amélie Nothomb en París

Era mi segundo día en París. La ciudad se vestía de un color ámbar con nubarrones dispersos, por lo que parisinos no perdieron la oportunidad de lanzarse a las plazas y recibir un poco de sol. Claire, mi gran amiga de la época universitaria, me explicó que cuando se asomaba aunque fuera un rayo de sol en París, el espíritu colectivo cambiaba. Todos repentinamente eran felices, las amistades se reforzaban, el amor se volvía posible y los largos paseos parecían tener la misma duración desde cualquier punto de la ciudad. No nos sentamos sobre el pasto de ninguna plaza (aunque lo hubiera querido) pero sí recorrimos algunos puntos tal como lo habíamos planificado. Estuvimos en la casa de Víctor Hugo, almorzamos en un pequeño restaurante de Le Marais, nos introducimos en la catedral de Notre Dame. Nos tomamos las fotos respectivas que subimos enseguida a las redes, a la espera de likes. Claro, no se viaja igual si no estás acompañado de comentarios de admiración o de recomendaciones en Facebook o Instagram. 

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Una vez que cruzamos el Pont Saint Michel se podría decir que empezó, sin haberlo buscado, una nueva etapa de lector para mí. Me encontré con la librería Gibert Jeune. Su característico amarillo intenso era una sorpresa dentro de la paleta de colores de París que prefería los colores tierra en contraste con los rojos. Pronto me sumergí en los estantes de libros en rebaja que se ubicaban a la entrada de la librería. Claire era una lectora asidua. Habíamos comentado varios libros en diferentes momentos durante la universidad pero nunca habíamos visitado una librería juntos. Me alegré de tener en ese instante la oportunidad de re-conocernos entre libros. Yo hasta ese momento no sabía que Gibert Jeune era una librería que tenía más de cien años de existencia y que además compartía el mismo origen con otra, Gibert Joseph. Claire me explicó un poco de la historia de cómo se dividieron los dueños, de las diferentes sucursales de Gibert Jeune (casi todas en la zona de Saint Michel) y sus eventuales compras de libros de arte en esa misma tienda, cuando aun cursaba en el Intuit Lab. 

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Ya en el interior, la librería se abría como una casa majestuosa de diferentes pasillos y con gente circulando con varios libros y niños de la mano. Los dependientes de la tienda ofrecían su ayuda a varios clientes desorientados y algunos otros acomodaban los libros que por descuido o pereza, ciertos visitantes colocaban donde mejor podían, en un intento por deshacerse de aquello que ya no querían leer. Algo en su ambiente me recordó a la Strand de Nueva York, por lo que me sentí un poco en casa. IMG_2949Esa primera planta estaba destinada a útiles escolares, stationery y herramientas de arte. Me alegré al
encontrarme con un letrero grande que indicaba la distribución de los libros en todo ese caserón. Sin pensarlo fui al segundo piso, donde se encontraban todos los de literatura. Claire seguía mis pasos con curiosidad. Supongo que le intrigaba saber qué libros escogería. Por unos breves segundos, mientras sentía la mirada entusiasta de Claire, pensé en la responsabilidad que tenía al escoger un primer libro. Decidí jugar a lo seguro y saqué de la estantería L’étranger de Camus. Claire sonrió y me dijo que Camus fue un autor clave para ella en sus primeros años en París, cuando todavía se sentía ajena y orgullosa de su corazón mediterráneo. Le comenté que había leído poco de Camus y más de Sartre. Ella respondió que había leído poco de Sartre y más de Simone de Beauvoir. La breve charla se interrumpió por un mensaje que Claire recibió de su hermana. Yo volví a los libros, me encanté mirando las portadas, recorriendo las páginas de libros de literatura francesa como si los descubriera de nuevo, ahora en su lengua original. A mi alrededor la gente entraba y salía, escuchaba retazos de conversación en las que alguien recomendaba o defenestraba a un autor. Otros, más jóvenes, se sentaban en el piso con audífonos a leer mientras otros como yo, preferían leer de pie, frente a las estanterías. 

Luego del mensaje, Claire recorrió por su cuenta varios estantes. La soledad es buena compañía en pocas dosis cuando se entra a una librería. Yo por mi parte, ya tenía entre manos varios libros que decidí comprar, aunque confieso que la elección estuvo mediada por dos variables: el peso ligero del libro (para no pasarme de lo permitido en la maleta) y el interés que me despertaba el autor. Minutos después apareció Claire con un libro en IMG_2961mano. Debes leerla, me dijo mientras me mostraba la portada de un libro en la que una mujer muy blanca, despeinada y de labios rojos miraba fijamente al lector potencial. Era una suerte de vampiresa moderna cuyo nombre ya había escuchado aunque nunca la había visto: Amélie Nothomb. Recordé haber leído una entrevista que le hicieron alguna vez en el diario El País y recordé también haber tenido la sensación de querer leerla. 

Mientras leía la contraportada, Claire desapareció unos segundos para traerme otros libros de Nothomb: Hygiène de l’assassin, Le sabotage amoureux y Les Catilinaires. Los tres libros eran de la editorial Albin Michel, con la que Nothomb tiene contrato de hace muchos años. Los tres eran livres d’occasion, como se denomina en francés a los libros de segunda mano. Aunque Claire es tranquila y analítica, su alma de diseñadora transgresora se manifiesta en sus lecturas. El universo tragicómico de Nothomb le atrae y casi con orgullo, dice haber leído todas sus novelas publicadas. Por ella supe que Nothomb había vivido gran parte de su vida en Japón y que de alguna manera varias de sus novelas se remiten a esa experiencia, especialmente en Stupeur et Tremblements, que fue el primer libro que me mostró. Ante su entusiasmo, me sentí en la responsabilidad de leerla. No quería desairar a Claire devolviéndole los libros con una sonrisa mientras le decía que ya había elegido mis libros. De modo que me tocó negociar entre Camus, Céline, Reza y Le Clézio para convenir quién se iba conmigo y quién se quedaba en el estante. Por cada libro que dejara, entraría uno de Nothomb. Así fue como abandoné Voyage au bout de la tuit de Céline y Théâtre de Reza y entró Stupeur er Tremblements y Hygiène de l’assassin. Me propuse empezar a leer el primer libro ni bien llegara al departamento de Claire. Quería conocer cómo Nothomb había logrado insertarse como mujer occidental en una empresa japonesa, cómo una belga de habla francesa tan irreverente se insertó en el mundo laboral nipón donde la jerarquía tiene un peso omnipotente. Delante de Claire leí algunos párrafos y sentí que sería amigo de Nothomb. 

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Luego, entusiamada, me hizo leer el inicio de Hygiène de l’assassin, en el que un escritor octogenario, Premio Nobel de Literatura al que le quedaban dos meses de vida, era asediado por periodistas de diferentes partes del mundo en busca de una última entrevista. El escritor había ordenado a su secretaria que hiciera una estricta selección de ese único periodista siguiendo entre otros criterios, que no fuera de lengua extranjera, que no fuera negro, que no fuera de ninguna revista femenina o de algún canal de televisión. La escritura de Nothomb fluía en mí como si fuera música, aunque no soy un francoparlante nativo. Las eventuales palabras desconocidas las deducía por contexto y seguía en la lectura mientras Claire me escuchaba.img_2963.jpg No estaba muy seguro de mi francés pero Claire decía que estaba muy bien y me miraba como si me diera permiso de seguir con la lectura. De repente, me sentía en una clase de idioma del colegio con los ojos esmeralda de Claire, muy abiertos, muy expectantes, como si sintiera que se acercaba algo importante dentro de la novela. Sudé un poco por el compromiso que me puso Claire en ese momento pero también por esa pequeña escena que teníamos en medio de las personas que circulaban en una librería amarilla de la plaza de Saint Michel. La situación me resultaba digna de Nothomb. Terminé las dos primeras páginas y ya sentía que detestaba al escritor anciano. No te imaginas lo que vendrá, me dice Claire con una leve sonrisa como quien guarda un lindo secreto.

La lectura de Nothomb me dejaron un poco alterado. Las palabras retumbaban en la cabeza, así que mientras estábamos en la fila para pagar, no dudé en volver a la lectura. Claire, muy cerca mío, lee conmigo. A los pocos segundos, respirábamos al unísono, con la armonía de un reloj de pedestal. El sonido suave de su respiración me hizo sonreír y ella como respuesta, sonrió también. No supimos en qué momento pasamos de la sonrisa a la risa amplia, en medio de la fila con parisinos callados que se encontraban entre su pantalla de celular y el libro que iban a comprar. Claire era ahora una Nothomb y yo tenía el privilegio de estar con ella. Toqué una de sus manos (no recuerdo cuál) y entrelazada con la mía llegamos a la caja. A la salida de librería, respirando el invierno de París, caminamos por el boulevard Saint Michel y ya en el Jardin de Luxembourg, saqué Stupeur et Tremblements. Leímos a dos voces, casi en susurro, las primeras cinco páginas de la novela.

A propósito de París

IMG_2324París es un crème brûlée con sabor a madera y frutos rojos. Es un velo de novia multicolor que se traviste caprichosamente si hay sol o lluvia. Es elegante, a veces rebelde y casi siempre, intocable. Es de esas bellezas para admirar pero no para penetrar.

La recorrí hasta el cansancio, con frío, lluvia, ahogado con esa humedad gélida que sólo creía propia de una Londres victoriana. Y sí, siento saudade de París, de esas calles estrechas, mojadas, de sus panaderías en todas las dimensiones, de las conversaciones susurradas, de las parejas en las plazas, de los franceses borrachos los viernes de madrugada, de los jóvenes enloquecidos cuando el día prometía un débil rayo de sol, de los cafecitos al aire libre.

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París es dulce, es un fruto prohibido que no se debe ingerir. París es un museo al que nunca se podrá conocer desde sus raíces. Es que ya no las tiene. Se corroyeron hace mucho como el óxido en el Sena. París es contradictoria, rica, pobre, hambrienta, moribunda, amable, salvaje, decadente, pero siempre digna, elegante. París es Blanche Dubois, Scarlett O’Hara o para decirlo más mainstream, es Cate Blanchett en Blue Jasmine. Paris, como la Piaff -una de sus hijas-, ne regrette rien. No se arrepiente de nada, porque mal o bien, seduce y embruja a quien osa tocarla. Su halo de misterio invita al desvarío y así, una noche cualquiera, se da uno cuenta que París se ha clavado en el pecho.

Y luego de eso, no queda más que la lluvia. Esa lluvia lacrimógena parisina que entristece al Génie de la Place de la Bastille.

Una noche parisina

Nos citamos en Saint Dennis, un barrio que en principio me aterrorizó. Marie no me había advertido de los contrastes producto de la gentrificación en esa zona de París. Ahora que lo veo con un poco de distancia, le agradezco haberme lanzado sin paracaídas. El tiempo se detenía mientras esperaba a que Marie llegara a Chez Jeannette y yo mientras deambulaba por los puestos de comida, de ropa, las peluquerías, los mercados con nombres de ciudades de Senegal, el Congo y Costa de Marfil. Había una música en el aire que flotaba a mi alrededor y de pronto parecía que estaba en alguna escena de la película La Haine. Sentí miedo pero más miedo tenía de encontrar a Marie. ¿Sería igual que por chat? ¿Su Instagram sería fidedigno o un aliado de mentiras?

A su llegada se disculpó por no haberme «advertido» sobre el barrio. Su pelo ensortijado se movía con la misma gracia con la que se liberaba de la bufanda y se ponía cómoda sobre la barra del bar. «No te va a pasar nada acá, aunque no lo creas es un barrio de burgueses, aunque por el día es un barrio africano». Marie agarraba el jarro cervecero con la maestría de quien ya tiene buenas horas de vuelo en charlas, fiestas y reuniones pero con la delicadeza y elegancia coherente con su cuerpo delgado de parisina treintañera. Contemplaba su cuello, estudiaba su sonrisa. Quería besarla, es la verdad.

Después de una cerveza, fuimos a un restaurante a cenar. Esperamos buen tiempo por una mesa al interior. Aprovechamos ese tiempo afuera, con el frío húmedo parisino opacando la piel para hablar sobre los franceses, sobre Latinoamérica, sobre su vida y sus viajes continuos por el mundo como periodista política. Trabajaba para varios medios en París, New York, México y Buenos Aires. Ser freelance era su lema de vida y en su piel vi marcada las huellas de sus decisiones. Era suave pero firme, apasionada al hablar y al mismo tiempo su mirada adolescente delataba que esto sin decirlo, era una cita. Y hacía mucho que no tenía una, como me lo dijo unos meses atrás en el chat del Instagram. O quizás del Facebook, porque las cosas más «íntimas», las charlábamos por ahí. El instagram era más informal y más del día a día. Nuestra cena se podría decir era una mezcla del chat de Facebook e Instagram con el español y el francés entreverados. Sin embargo, mientras la conversación fluía me preguntaba: ¿Qué pensará de mí? ¿Le gustaré? Quería besarla, es la verdad.

 

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Luego de cenar, fuimos al canal Saint Martin, donde se grabó una famosa escena de Amélie Poulain. No lo recordaba pero en alguna charla le había dicho que me gustaba la película y ella además agregó que en un cierto chat yo le había comentado que acababa de ver por sexta vez la película. Estuvimos charlando un rato ahí, en uno de los puentecillos que atraviesa el canal. Me contó que en verano se llena de gente y París se hace vivible. Sus ojos brillaban con la misma intensidad de las luces reflejadas en el agua. Quería besarla, es la verdad.

Después pasamos por fuera del Hotel du Nord, que había sido escenario de una película francesa de los años 30 (quise buscar el título en el celu pero tenía que ahorrar megas). Me invitó a acercarme a la ventana ya cerrada para ver el cartel de la película. Hizo algún chiste con una frase de la película que no logré entender. Reírse sin que el otro se ría mata el chiste, de modo que, fingiendo solemnidad me dijo en francés que me pasaría el link de la película para que la viera y así poder lanzarme la frase de nuevo para que me ría. Su voz en francés sonaba más profunda y sin quererlo, corría con las palabras. Quería besarla, es la verdad.

De ahí emprendimos la vuelta hacia el metro. Nuestras manos se tocaban cada tanto mientras caminábamos por esas calles amarillentas, silenciosas, que solo se cortaban con nuestros planes para arreglar a Francia, a Europa y al mundo. Cada tanto enterraba mis ojos en los suyos. Quería adivinar lo que pensaba. Quería besarla, es la verdad.

Bajamos a la línea 2 del metro, pero nuestros destinos eran opuestos. Ella iba a Pigalle, yo a Ménilmontant. Nos despedimos con un abrazo y dos besos a la francesa. Quise decirle algo, quizás proponerle no tomar el metro todavía, agarrarle la mano y sentir la temperatura de su sangre. Sólo pude ver su sonrisa nerviosa, la misma que ya había visto en varios stories de Instagram cuando por su trabajo debía entrevistar a alguna figura importante. Quería besarla, es la verdad.

Luego nos mandamos mensajes por WhatsApp. Hablamos sobre nuestras impresiones de la cena. Nos gustamos, por fin quedaba claro. Me atreví a decirle, envalentonado por lo sádico que puede ser el WhatsApp, que hubiera querido besarla. El mensaje con los vistos azules y la ausencia de respuesta me hizo sudar en medio del abrigo pesado que cargaba. Segundos después apareció su respuesta: Lo hubieras hecho. Aunque luego se apresuró a escribir, quizás para no hacerme sentir tan pelotudo, que tampoco ella se animó porque soy un ser de paso. Le escribí, buscando una última oportunidad, que aun no me iba de París. Quería proponerle que dejara el metro y viniera a buscarme y nos diéramos ese beso. Quería besarla, es la verdad.

Su última conexión de cinco minutos atrás, mezcló mi ansiedad sudorosa con un miedo polar. Caminé por Ménilmontant a paso lento, lo suficiente como para que, en caso de que ella aceptara verme de nuevo, pudiera emprender la marcha de vuelta hacia la estación. Mis pasos en ralentí me introdujeron en una escena tarkosvkiana. Revisé el celu varias veces a la espera de su mensaje. ¿Y si se enojó? ¿Si le pareció que había traspasado algún código francés que yo no lograba comprender? Minutos después, ya cerca del departamento donde me hospedaba, Marie volvió a conectarse. Escribe, parece un mensaje largo. Se detiene, el estado ya no la muestra escribiendo sino solo «en línea». Seguramente está leyendo lo que ha escrito antes de enviar. Es metódica, lo sé, todos sus mensajes son perfectos, incluso los comentarios superfluos en las fotos de Facebook de sus amigos. Vuelve a escribir. Capaz que borró lo que quería decirme inicialmente. Me llegó su mensaje, escueto, económico, directo: Lo que pasa es que te vas, vuelves a Ecuador… Me sonreí, no sé si por pena, por mi ingenuidad o por el final de la noche en París. Quise besarla, es la verdad.