Saudade de Domingo #127: Tiempo de resistir

«Hola Santiago, estás bien? He visto en la tele imágenes de cuerpos en las calles de Guayaquil», me escriben varios amigos de diferentes latitudes del mundo, consternados, preocupados por lo que pasa en Ecuador a causa del Covid-19. «Hola. Estoy bien, mi familia también, estamos confinados hace más de dos semanas pero tenemos salud». Se me hace un nudo en la garganta el responderles a mis amigos porque pienso en todas las personas que en mi ciudad están sufriendo la enfermedad, que están en la larga lista de espera por una cama en un hospital, los que desesperadamente reclaman el cuerpo de un ser querido, los que dejan los cuerpos en la calle como medida desesperada para evitar más contagios dentro de sus familias.

Esto es una pesadilla. Los días pasan y aunque en el confinamiento igual estoy haciendo teletrabajo, cada vez se torna más difícil concentrarse, desentenderse del mundo y cumplir con las tareas de mi empleo. Me siento mucho más cansado que cuando tengo que movilizarme y pasar diez horas trabajando en la universidad. Estos últimos días opté  por no engancharme mucho con las noticias ni en tele ni en las redes, pero el Covid-19 se ha colado en todos los rincones de la vida cotidiana. Ya no es suficiente con evitar los noticieros, los tuits de conocidos desesperados que claman medidas contundentes por parte del gobierno. El Coronavirus está también en los pedidos de auxilio por un respirador, por un medicamento en los grupos de whatsapp, en las declaraciones vacías de un gobierno que está más preocupado por su imagen internacional que por resolver el grave problema de los cuerpos sin destino, del cuidado del personal médico que se juega la vida en los hospitales, de la escasez de pruebas para detectar el Covid-19. Siento pena y rabia por lo que estamos pasando.

A modo sublimación, he tenido la necesidad de documentar mi encierro. A partir de mi cuenta en Instagram (@Saudade86) me he puesto en la tarea de fotografiarme y de escribir cada noche sobre el día que se termina. Hay días que cuesta más escribir, que preferiría no decir nada pero siento que necesito esa catarsis diaria para seguir adelante. Lo real de toda esta situación es que acá en Ecuador estamos a la deriva. Un completo abandono, una desolación en la que no nos queda otra cosa más que cuidarnos entre nosotros pues el Estado (o mejor dicho este gobierno) es incapaz de proporcionarnos la salud pública mínima que como ciudadanos y seres humanos nos merecemos. Y no digo que esto sea solo un problema ecuatoriano exclusivamente, pero acá las medidas improvisadas del gobierno desde que apareció el primer caso, dejaron crecer el número de contagios hasta llegar (hoy domingo 5 de abril) a mas de 3600 casos. Mi ciudad, Guayaquil, ha sido la más golpeada del país.

Esto es una guerra. Hay quienes se resisten a la comparación y lo respeto, pero yo no encuentro nada cercano ni vivido antes para explicar la desazón, la impotencia, la ansiedad, las noticias desalentadoras en todo el mundo contabilizando el número de nuevos contagios y el número de fallecidos. Y yo en silencio, con un nudo en la garganta me pregunto: ¿Me tocará a mí el Covid-19? ¿Tocará a algún ser querido? Hay que luchar contra ese miedo que no da tregua, como cuando alguien espera que el bombardeo no toque su casa ni mate a nadie de los suyos.

El nudo en la garganta, suavizado por gárgaras diarias, sigue ahí, recordando que esto nos está pasando a todos, que nada ni nadie puede protegernos por el momento. En estos tiempos dolorosos, la sociedad civil ha activado sus redes de colaboración y es conmovedor ver cómo muchos están haciendo más por la ciudad, que las mismas autoridades que elegimos en las urnas. Lo que nos toca, desde el privilegio del encierro para algunos, es honrar el toque de queda, no salir, lavarse las manos de forma compulsiva y sobre todo resistir.

Resistir.

Resistir.

Resistir.

Saudade de Domingo #119: La red de los afectos

Ayer por la tarde vi un clip de un experimento social en Dinamarca que buscaba demostrar cuán vinculados estamos los individuos en una comunidad, sin saberlo. Los vínculos que se mostraban iban desde un par de chicos que jugaron en la infancia una vez y no se volvieron a ver más, hasta una chica que conoce a dos refugiados de la II Guerra Mundial y que fueron salvados por el bisabuelo de esta. Más allá de la veracidad de este experimento social, la intención es loable. Buscar que una comunidad deje de mirarse hacia adentro y empiece a mirar los nexos que mantiene con los demás. El video muestra cómo las personas se emocionan al recordar hechos del pasado, cómo se sorprenden al encontrarse delante de alguien que tuvo una pequeña o una gran importancia dentro de sus vidas.

El vídeo activó en mí, mis propias memorias. Recordé personas y momentos minúsculos pero que de alguna manera han tenido una relevancia en mi vida. También pensé en los pequeños encuentros que seguramente sigo ignorando pero que hacen parte de mi historia. De repente me dieron ganas de participar en ese experimento social y dejarme sorprender. Luego pensé en el gran amigo de la universidad que reencontré esta semana, a propósito de su visita a Ecuador luego de varios años de ausencia. En su última visita no coincidimos, ya que yo vivía en Argentina por esa época, así que sacando cálculos teníamos casi diez años sin vernos. Y en el medio pasaron tantas cosas. Se casó, tuvo dos hijos, tuvo varios trabajos, aprendió una nueva lengua. Yo viví varios años en Argentina, regresé a Ecuador, aprendí lenguas, hice maestría, reinicié una carrera de docente. Pero la amistad seguía ahí, entre mensajes ocasionales de WhatsApp o de Twitter a lo largo de los años.

CD211F0A-77FF-4728-8127-DC7F1EEBDC0BEn este reencuentro ambos recordamos cosas que habíamos olvidado o que las pensábamos diferente. Con un whisky en la mano y en compañía de otro gran amigo mío que sí vive en Guayaquil, surgieron anécdotas de la época de la facultad, de los compañeros con los que seguimos en contacto o con los que no nos hemos vuelto a ver. Volvimos a reír como en otros años, de los mismos chistes, de nuestras actitudes aun infantiles de la época. Era como volver atrás en el tiempo y ser nuevamente los estudiantes de Audiovisual del 2006. La saudade de aquellos años se activó y al menos por ese breve espacio, volvimos a ser estudiantes despreocupados, solteros, enamoradizos, que farreaban cada viernes y sábado por la noche.

Y en esa red de afectos que se activó, también se ha ido formando una nueva, extendida, renovada con las parejas y los hijos de mis amigos. Nuevos integrantes que se suman a los afectos, al cariño que seguirá expandiéndose ad infinitum probablemente. Me encanta cuando descubro que alguien a quien quiero mucho es amigo, pareja, conocido de otra persona a la que quiero. Es caer en la cuenta de que todos formamos una gran red, una gran conexión y que estamos más juntos de lo que realmente creemos.

El viernes por la noche, ya en la despedida, con algunos tragos encima, mi amigo me dijo: «Sabes que aunque no hablemos mucho, la amistad siempre está ahí, en el corazón». El momento sensible se tornó luego cómico cuando agregó riendo: «Y anda a visitarnos, loco». Yo correspondiendo al momento le respondí»: «Mira que yo sí voy, me tomo un avión voy a Texas». Reímos, nos dimos un fuerte abrazo. Ese era y sigue siendo el tono de nuestra amistad.

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Ya volviendo a casa, recapitulando el encuentro, vino a mi mente la fiesta del cumpleaños de mi amigo, el martes pasado. Su esposa había invitado a varios amigos para celebrar su cumpleaños. Estábamos ahí, alrededor de la torta iluminados únicamente por las velas. Mi amigo sostenía entre sus brazos a su primogénito, su cuñada y otro amigo tomaban fotos y hacían un vídeo del momento. Todos cantamos «Feliz cumpleaños». Y yo mientras pensaba que nuestras vidas, las de todos, son como extractos de películas, pequeñas escenas encuadradas según los ojos de cada uno. Y yo era el director de esa película en la que veía a mi amigo cumplir 35 años junto a su hijo mayor en los brazos, con su esposa al lado. Y el hijo de mi otro amigo en un momento de la escena, intenta apagar él las velas, lo que provoca unas cuantas risas de todos. Sigo pensando en esta misma escena, aun ahora, cuando mi amigo y su familia ya han vuelto a Texas para continuar con sus vidas, generando y reforzando sus afectos. Sigo pensando en la importancia del vínculo, en la necesidad de reconocernos en los otros y eventualmente compartir esos vínculos con otros, como lo intentó ese clip del experimento social danés.

Sigo pensando en los vínculos.

Sigo pensando que de esta red de afectos yo debería hacer alguna película.

Saudade de Domingo #24: Se vienen los 30

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Los 30 años en abril

Cumplir años es una formalidad. Una formalidad en el sentido que las experiencias adquiridas no necesariamente reflejan la edad en términos biológicos. Ni tampoco es que cumplir determinado número de años te vuelva automáticamente maduro o “sabio”. Hay quienes dicen que la edad es mental, yo desde una perspectiva holística creo que la edad es mental, biológica, social, producto de un entorno que tiene ciertas expectativas hacia lo que se debe hacer o tener cuando cumples determinada edad.

Y así me acerco a los 30. Edad en la que mi papá me tuvo entre sus brazos por primera vez. Edad en la que ya estaba casado hacía cinco años con mi mamá. Edad en la que en términos sociales, mi papá había cumplido con “la tribu” en formar familia, generar descendencia y ser parte de la población económicamente activa del país cumpliendo con el derecho al sufragio y el deber de pagar religiosamente sus impuestos, entre otros aspectos.

Los tiempos son otros. El 1986 de mi padre no es mi 2016. Mucha agua pasó por debajo y los 30 para mi generación vienen con otras cargas ideológicas. Somos quizás más libres de pensamiento que nuestros padres, nuestras inquietudes antes de pensar en una familia como tal pueden ser cuál sería el siguiente posgrado o puesto laboral al que quiero llegar, dónde me iré de vacaciones luego de trabajar tantos meses sin descanso. Los hijos vendrán si tienen que venir y serán bienvenidos cuando toque la hora. Mi generación parece estar más preocupada del bienestar personal, de equivocarse y preguntarse qué carajo queremos de la vida, antes de unirnos a otro ser humano igualmente confundido. Y eso me gusta, saberme errático, un investigador constante en mis emociones, probarme en áreas de trabajo que jamás me habría imaginado, amando sin importar las etiquetas, jugando con mis amigos a ser nuevamente niños, llorando con el fin de una serie o un buen libro que termina, cantando casi en susurro una melodía brasileña o alguna canción perdida de Françoise Hardy o Vasco Rossi, escribiendo alguna novela o guión fantaseando con el destino de los personajes. Mis 30 son el cúmulo de experiencias propias, prestadas, recicladas, observadas y son ellas las que me dicen si debo o no jugar en determinada cancha. Elijo dónde quiero equivocarme con un poco más de responsabilidad que a los 20. Me hago cargo completamente de mí sin señalar con un dedo acusador a quienes me rodean. He crecido pero no a golpes o al menos no tomo como puñetazos las épocas de escasez, de incertidumbre tanto en mi casa como en tierra ajena. En aquellos momentos dentro de la escena sí, era el infierno en la tierra, pero visto a la distancia aquellos remezones me han colocado donde estoy ahora. No soy un ganador tampoco, apenas un participante que sigue apostando a pesar del mal tiempo.

Los 30 no me sorprenden. Los he esperado desde hace algunos años, no como sinónimo de vejez ni de una responsabilidad rancia de ser adulto sino como el lugar de plenitud entre juventud y madurez. Quiero tener orgullo al decir que tengo 30, sí 30, no 28, no 25, no quiero repetirme en las cifras del pasado. En estos 30 me preparo para un renacer en varios proyectos en los que aparentemente empiezo de cero pero creo que tener a mi favor, una conciencia de mí que antes no tenía.

Y con estas ideas dando vueltas en mi cabeza, vivo las últimas semanas de los 29. Me despido del segundo piso no con tristeza y sí con alegría. No me arrepiento de mis 20. Fueron los años necesarios para sentirme más a gusto en los 30 y sólo por eso han valido la pena. ¡Qué vengan los 30!

Saudade de Domingo #13: Nuevo Hogar

“Cuidado con lo que deseas, de pronto se puede hacer realidad”, dice un viejo adagio. Hace años atrás, cuando aun estaba en la universidad pensaba que me encantaría vivir en el centro de la ciudad, palpar sus venas desde el corazón, vivir el saborcito porteño de la urbe, con la brisa del Guayas y la jauría de autos en hora pico. Me parecía que el centro era el mejor panorama para sentir en la piel la humedad guayaquileña y escribir bajo ese estupor alguna novela, un guión o una obra de teatro. No se dio la oportunidad en aquellos momentos pero el destino o el universo alineó las cosas para que durante mi estancia en Buenos Aires pudiera vivir en el centro de la ciudad. A pesar del caos siempre me sentí afortunado viviendo allí. Y fueron tres años.  La emoción de lo nuevo pasó pero el centro seguía siendo para mí ese punto neurálgico en donde todo converge y de donde todo sale. Tenía todas las líneas de colectivo y subte posibles, las grandes manifestaciones políticas tenían como escenario el centro porteño, el termómetro de la ciudad estaba ahí en Avenida de Mayo, Rivadavia o Corrientes. Ese rincón de Buenos Aires nunca dejó de sorprenderme.

De vuelta a Guayaquil, con el regreso a casa de mis padres, vino el impacto de volver al nido, ser hijo de nuevo y comprobé algo que ya me sospechaba: había cambiado, mis costumbres eran otras, se habían fusionado con las argentinas y algunos aspectos se me volvieron poco soportables durante la convivencia. Me prometí mudarme pronto pero los meses pasaron, era necesario saldar algunas deudas y la idea de la independencia se fue tornando lejana.

Por circunstancias de la vida, apareció -o recordamos- una suite familiar que estaba subutilizada como bodega en el centro de Guayaquil. Dada la visita de unos parientes fue necesario pensar en una salida para que la casa de mis padres pudiera acoger a los familiares: debía salir yo de la casa. Lejos de parecer un castigo o una obligación, era la prueba de que debía alzar el vuelo como ya lo había pensado desde mi regreso a Guayaquil. Así que con la ayuda de mis papás empezamos la ardua tarea de poner ese departamento en condiciones óptimas para que pudiera mudarme. Diez años pasó la suite convertida en una bodega. En las primeras visitas era imposible encontrar un milímetro de espacio que no estuviera ocupado, aun cuando al final de cada salida, colocábamos varias fundas de basura desechando lo que no servía. En algún momento pensamos abortar la misión pero por algún motivo más allá de la urgencia familiar, hizo que siguiéramos a pesar del panorama que se nos presentaba.

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La vista de mi ventana desde la suite

Finalmente pude mudarme esta semana. La sensación aunque es de libertad también me resulta extraña. Es la primera vez que vivo solo en mi propia ciudad. Pude vivir tres años en Buenos Aires sin problemas y creo que podría hacerlo en cualquier otra ciudad tranquilamente, pero mudarme solo en mi ciudad, continuando con mi trabajo, con mis salidas de amigos pero ahora desde otro punto de partida, es algo que se me hace extraño y que todavía ahora me suena diferente. Sé que es parte de la adaptación, de irme apropiando del espacio, de las calles, de ir construyendo mi propia cartografía. Por fortuna en esta nueva etapa no estoy sólo del todo. Me acompaña un pequeño amigo: Noé, un perrito de dos meses, al que ya siento como a un hijo. Siempre he tenido mascotas en casa de mis papás pero ahora Noé es mi entera responsabilidad. Ya mal que bien podía cuidarme y ahora debo velar también por él, ocuparme de sus necesidades, de su alimentación, de su limpieza. Me estoy descubriendo en otra faceta y me encanta el nexo que estamos creando.

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Con Noé

Así que el deseo de universitario terminó cumpliéndose. Ahora vivo en el centro y aunque no sé por cuánto tiempo será, aprovecharé el tiempo para respirar el río, vivir otra parte de la ciudad, adentrarme en sus recovecos culturales, viendo el crecimiento de Noé y el mío propio, esta vez como otro Santiago en el centro guayaquileño.

Repensando el formato

El final de año me ha agarrado replanteándome ciertas cosas. He realizado un proyecto sobre la importancia de la memoria, entendiendo ésta como parte esencial para la construcción del hombre en tiempo y espacio. El proyecto está enfocado básicamente para teatro pero durante el proceso, me obligué a rememorar mi pasado, desde mi infancia hasta ahora. No fue tan caótico como me lo imaginaba, pero me hizo caer en la cuenta de que siempre fui un apasionado por el registro, por congelar momentos ‘memorables’ pensando en un futuro que luego me permitiría evocar ese presente como pasado (Mezcla de tres tiempos). Mucha carga para un niño de escuela. Obvio que en ese momento no era consciente pero había algo que me impulsaba a registrar con cámara, grabando en el Betamax, luego en el VHS, después en DVD, luego con la videograbadora, el Blackberry y demás. Los formatos han ido mutando pero la obsesión es la misma: La preservación de la memoria.
Es un tema que me apasiona y que al investigarlo académicamente, me he topado con grandes pensadores que estudian este tema. Alrededor del mundo hay innumerables proyectos para salvar la memoria ya sea en forma de tradiciones orales, audiovisual, heráldica, entre otras. Creo que en el campo del arte también lo intento cuando ‘reciclo’ historias y personajes.

Días atrás me topé con una fotografía que llamó mi atención. Un pequeño texto escrito en máquina de escribir. Me agradó tanto su contenido como la tipografía que daba forma a ese texto. Hubo algo particular en ese momento que me hizo volver mi mirada a la herramienta (la máquina de escribir). En alguna etapa de mi vida, entre los 14 y 15 años, por libre voluntad decidí no escribir en computadora y sí en máquina de escribir. Llegué a escribir cuentos enteros ahí. La verdad hay una sensación tan placentera en el hundir las toscas teclas y el sonido vibrante que produce al golpear el papel, que quiero volver a ‘rememorar’ ese deleite. No echaré a un lado la compu. Ese teclado también tiene su placer. Pero sí quiero ver qué me produce entrar en contacto nuevamente con la máquina de escribir. Antes que nada debo buscarla primero y ver si la tinta aun está buena. Espero que sí.

Foto: Sabine Menedotti Costa

De Tiempos y Fotogramas

Los fotogramas me agobian, me acusan, me encadenan, me atan… Son pequeños fragmentos de vidas, de personas, de frases que quedan capturados y que al ser montados uno tras otro provocan conmoción, decepción o apenas un leve suspiro de nostalgia.
Tengo fotogramas que no he resuelto, que no he mirado de frente, que devanean entre las memorias virtuales dispersas en mi mesa de trabajo. Esperan, inclementes al tiempo, un destino, una posteridad. Y yo estoy ahí frente a ellos, cual creador impotente, sin darles un destino o sin dejarles forjar su propio camino. Esta noche me asaltaron unos fotogramas rebeldes. Me han removido todo, me han dejado en lágrimas recordando lo mucho que costó encuadrarlos. Me he conflictuado, me he reconstruido en fracción de segundos. El tiempo en el cine es sólo subjetivo. No hay pasado, no hay futuro, no hay años. Solo un ahora eterno que no responde a las leyes naturales. Mis fotogramas viven conmigo hace mucho tiempo, pero nacen y renacen ante mis ojos, como también también lo harán ante tus ojos. Los personajes vivirán, se odiarán, llorarán y morirán una y otra vez con el reverse o con el rewind. Los escenarios pasarán de azules a grises, de amarillos a violetas. Las melodías se perderán en el ocaso de la mente. El tiempo habrá perdido su batalla. La ficción contenida en los fotogramas danzará sobre él. Desafiará todo principio, toda posesión…
Sin embargo, necesito un poco de tiempo para darle posteridad a estos fotogramas… Sólo un poco más, para luego burlarme de él y dejar que la ficción se magnifique y viva a su ritmo entre adrenalina y cadencias ralentizadas.