Tomo prestado el título de Proust. Lo saco de su contexto para mirar mis primeras semanas del 2020 y llegar a una pequeña conclusión ahora que el mes está por concluir en unos días: quiero recuperar las cosas que me hacían feliz en otras épocas. Cosas que dejé de lado por licuarme en la vida diaria, por creer que nunca encontraría el tiempo perfecto para dedicarme a ellas, por pensar que seguramente habría miles de personas mejores que yo para hacer esas cosas que yo quería hacer. En fin, todas trampas que me ponía para dejar de lado los desafíos y quedarme en el confort que ofrece tener un trabajo asalariado como profesor universitario.
En estas semanas en las que he tenido un horario regular de oficina (todavía las clases no han comenzado), pude destinar tiempo para una pasión que en los últimos años ha tenido altos y bajos: estudiar idiomas. El año pasado coqueteé con el japonés y el polaco pero ambos proyectos de aprendizaje no duraron más de tres meses. Una lengua requiere tiempo, paciencia y entusiasmo, cosas que yo no tenía por esos momentos a nivel emocional. Estaba por una crisis treintañera con mucha ansiedad y fui picoteando en muchas cosas en busca de algo que me abstrajera de esos problemas. Los idiomas cumplieron esa misión sólo por un breve lapso de tiempo.
A fines del año pasado, no sé por cuál razón, me propuse aprender ruso. Con metas pequeñas, me bajé Duolingo para practicar tranquilo, sin exigirme nada más que cinco minutos diarios; luego pasé a Memrise, una plataforma de cursos en línea, especialmente de idiomas, que me permitió aprender el alfabeto cirílico. Comencé a escuchar música en ruso, a leer sobre la historia reciente de Rusia y lo más importante comencé a hacer amigos rusoparlantes en internet. Toda esta combinación ha hecho que estudiar ruso no sea una tortura. Ni siquiera he pensado que es considerada una de las lenguas más difíciles del mundo, que su gramática es caprichosa, que la fonética es complicada. Pienso más bien en lo que voy progresando. Puedo escribir frases completas en ruso a mis nuevos amigos, cosa que hace unas semanas no podía hacer. Puedo leer ciertas frases aunque no sepa qué signifiquen. Hoy ví la película Brat (Hermano) considerada ya un clásico del cine ruso y me emocioné al escuchar palabras que ya me son familiares. Estas pequeñas hazañas, estas «microvictorias» son el combustible para seguir aprendiendo. Ahora he comprado un libro para aprender ruso en el que siguiendo todas las lecciones llegaría al nivel B2.
En paralelo quiero volver a dibujar, algo que me gustaba hacer y a lo que le dedicaba varias horas hace un par de años. Lo dejé de hacer porque me criticaba mucho, quería una prolijidad, una perfección que estaba matando ese espíritu creativo con el que empecé a hacerlo. Hace unos días me ha vuelto el deseo de retomar eso, reabrí un curso de dibujo online que había comprado en aquella época y me he puesto nuevamente a bocetear. Hace dos años compré varios kits de acuarelas, papeles de diferentes formas y gramajes, así que pienso utilizarlos, recuperar esas horas de trabajo y regresar a dibujar, a pintar. Quiero apenas probar y expresarme a través de las manos sobre el papel, escribiendo imágenes.
También he vuelto a escribir con regularidad en mi diario, siguiendo los consejos de las páginas matutinas de Julia Cameron. Apenas escribir tres páginas sobre lo que sea al despertarse, cuando la mente está más despejada. Ha sido un ejercicio terapéutico volver a esas páginas, reflexionar sobre lo que me pasa y disfrutar de ese viaje de autoconocimiento diario. No hace falta más que despertarse, sentarse a escribir y ver qué sale hasta completar tres páginas.
Y así es como espero recuperar el tiempo perdido, preservando mi área personal, mis actividades de tiempo libre, mi oxígeno en soledad. Sólo así podré encontrar algo de equilibrio en medio de una época en la que se exige rapidez y como dice Byung-Chul Han, acabamos extenuados.
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