Has sido un año intenso, de muchas sorpresas. Como los años anteriores, te esperé con muchas ansias.
Algunos proyectos se concretaron, otros quedaron en el tintero.
Me hiciste recorrer San Francisco, Oporto, Lisboa, Madrid (por segunda y tercera vez), Barcelona (por segunda vez), Estocolmo, Berlín, São Paulo, Bariloche y Buenos Aires (que ya ni cuento las veces que estuve aquí porque es mi segunda casa).
Me hiciste también llegar a los 33, me hice rubio de pura locura, me tatué la palabra Saudade en Lisboa, de la mano de un tatuador portugués que conocía el significado de esa palabra desde lo más profundo de su ser.
Leí más que cualquier otro año, conocí gente maravillosa de muchos lugares del mundo hablando en muchos idiomas y así sin darme empecé el aprendizaje de mi sexta y séptima lengua.
Fuiste también un año que me puso en crisis, quizás como diría Campbell, llegué a la caverna más profunda. Enfrenté monstruos, crucé mares, pensé en tirar la toalla, retirarme de la vida y salir del juego, pero vinieron aliados a mi rescate para seguir participando. Gracias por no dejarme caer.
Fuiste un año que me demostró que tengo otras capacidades, que hay espacios en mi ser que aún no he explorado, me pusiste en contacto con el afecto, el cariño de extraños, fui el hombro de personas que apenas conocía. Me hiciste entender que hay algo que nos une a todos y es la hermosa experiencia humana de recorrer este plano.
Cierro hoy nuestro capítulo de vida, con gratitud, alegría y con mucha saudade, dejando atrás aquello que ya cumplió su función y rescatando las lecciones para mi siguiente café con el año que viene.
Querido 2020, deseo que me permitas seguir creciendo y sobre todo quiero aprender de ti que tengo que hacer lo que yo quiera y que me importe tres carajos lo que lo demás piensen. Es decir, 2020, te recibo con los brazos abiertos para mandar a la mierda a los que restan y no suman; te recibo con los brazos abiertos para sumar en el mundo, para producir y generar cambios en el entorno que me encuentre; te recibo con los brazos abiertos para recorrer más ciudades, para leer más, para escuchar más música, para ver más películas, para ver más teatro, para escribir más y sobre todo para amar más y mejor.
Deseo para todos un hermoso 2020, en el que sigamos aprendiendo sobre nosotros mismos y seamos mejores seres humanos. Solo eso.
Desde que recuerdo mi infancia, mi casa siempre estuvo llena de libros. En el baño, en el cuarto de mis papás, en la sala, en el comedor, incluso, en la cocina. Los había de diferentes clases: enciclopedias (Salvat y Larousse), algún tratado filosófico de Círculo de Lectores, varios de Códigos de Penales, otros tantos de Historia Universal y del Ecuador. Los libros hacían parte de la vida cotidiana, mi padre hablaba de alguno en especial y compartía ciertos pasajes a la hora de almorzar o mientras íbamos en el carro hacia una visita familiar o a la playa. Eventualmente me aburría porque citaba con solemnidad a un Sócrates o a un Platón que me eran desconocidos en ese momento y que dicho de sea paso, para un niño de siete años, resultaban muy aburridos. También me entretenía cuando papá contaba emocionado alguna anécdota de la Antigua Roma o Grecia. Debía tener unos diez años cuando contó que Nerón había asesinado a su madre Agripina, un relato que me llenó de horror. También recuerdo cuando citó con lujo de detalles, el juicio que se le hizo a Sócrates que terminó condenado a morir bajo cicuta. Siendo abogado, para mi papá era importante contar cómo fue el proceso judicial, que obviamente estaba cargado de irregularidades pues la idea era callar a Sócrates. Me gustaba escucharlo contar y también verlo leer acostado en su hamaca. Veía la portada del libro y sus ojos que danzaban de un lado a otro mientras recorría las páginas. Siendo padre y esposo, su lectura se veía interrumpida por múltiples labores, pero siempre volvía a sus libros y yo esperaba el momento en que cerrara el libro y nos contara lo que había sucedido en esas páginas.
A esos relatos orales usualmente se unía el reclamo de mi padre diciéndome que debía leer. Cuando mi hermana fue creciendo, el reclamo era para ambos. El tono era una mezcla de orden pero también de decepción. En múltiples ocasiones entró a mi cuarto con un libro en la mano con la intención de que lo leyera y volvía a sus prácticas habituales no sin antes decirme el beneficio que me traería esa lectura. Algunas veces intenté hacerlo pero la lectura me resultaba aburrida y pesada. Leer La República de Platón en la edición de Austral era lo menos agradable para alguien que a los diez años quería jugar al aire libre. De modo que leer era una actividad pesada y solemne que sólo mi papá podía cumplir sintiendo además un enorme placer.
El libro, ya desgastado, de La República, de Platón, que aun se encuentra entre los libros de cabecera de mi papá
En vista de que no funcionaba la recomendación, mis papás optaron por comprarme libros más «acordes» a mi edad. Libros de muchas imágenes, de animales marinos, la vida en la selva, textos que habían sido recomendados por un tío mío. Me acerqué a esos libros con curiosidad pero también me alejé. Si Platón era de difícil vocabulario, estos textos eran demasiado didácticos, con datos inútiles sobre la vida de los delfines o los leones en África. Llegué a pensar que la lectura no era para mí.
Las cosas darían un vuelco a mi favor cuando en la escuela tuve una materia llamada Biblioteca. Recuerdo que me llamó la atención ver en el horario de clases, el nombre de esta materia en medio de los largos bloques de Matemáticas, Gramática, Ortografía e Historia. La clase, por supuesto, no sería en el aula habitual sino en «la biblioteca» de la escuela que yo hasta ese momento no conocía. Al entrar vi que las dimensiones eran las mismas que las de un aula normal, pero estaba llena de estantes de hierro en el que reposaban un sinnúmero de libros resguardados en vitrinas con candado. Había dos mesas largas con sillas alrededor en las que los sesenta niños que éramos nos distribuíamos como mejor podíamos. Pensaba que cada uno agarraría a su propia voluntad un libro de los estantes, pero la profesora que debía tener unos treinta años, nos dijo que esa sería una clase de lectura y que ello nos indicaría los libros que leeríamos.
El primer libro de la clase fue Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. Di la orden en casa y al día siguiente ya tenía sobre la mesa, un libro largo y delgado, de portada roja cuya imagen era la de un burro comiendo pasto y en primer plano un hombre de sombrero y barba, que escribía con pluma sobre unas hojas blancas. Empecé a leerlo lentamente, me parecía ridículo en ese momento la extrema sensibilidad del personaje masculino hacia un burro a quien consideraba su gran amigo. Hubiera dejado de leer sino hubiera sido porque la profesora de una semana a la otra nos exigió un resumen de los primeros diez capítulos de la novela. Para mis compañeros la tarea no iba a ser tan compleja porque ellos habían comprado la versión simplificada de Platero, de la colección Clásicos de Siempre mientras que mi papá me había comprado la edición de Antares, que traía la versión íntegra de la novela. Por tanto, mucho más para leer.
Sin embargo, poco a poco me fue seduciendo la historia, por ese extraño vínculo entre el personaje protagonista que además era el mismo autor y el burro Platero. Mientras leía y hacía un resumen de cada capítulo en mi cuaderno, empecé a sentir que algo me llevaba a leer más allá de la exigencia de la clase. Quería saber cómo avanzaba la historia y sobre todo quería llegar al final.
De pronto la clase de Biblioteca se convirtió en una de mis materias favoritas. Leíamos los resúmenes, la profesora nos hacía practicar dictado, nos interrogaba sobre lo leído y nos contaba un poco sobre la vida de los autores que leíamos. Cuando terminamos de leer Platero y yo, unas semanas después, la profesora nos hizo una oferta interesante. Nos mostró una lista de los libros de la colección Clásicos de Siempre. Eran alrededor de 26. De esos nos contó brevemente la trama de unos cinco y nos preguntó cuál de esos libros nos gustaría leer. La decisión se tomó levantando la mano y fue así que empezamos a leer Robinson Crusoe. La historia me encantó y recuerdo la sensación de alegría cuando escribía los resúmenes. Tanto me gustó que quise ir más allá y agarré la enciclopedia Larousse para buscar quién era Daniel Defoe. Me impresionó saber que era un escritor del siglo XVII y su imagen de abundante pelo largo rubio y rostro serio. Me parecía que su imagen no se correspondía con la historia de Robinson. Lo imaginé escribiendo con pluma de ave las anécdotas de la novela. Fue ahí que empecé mis primeros intentos de escritura, motivado por los libros que en ese momento sí leía.
Después de Robinson Crusoe, leímos Las minas del Rey Salomón. Este libro no me gustó tanto pero ya en mí se había instalado la necesidad de leer, así que un día fui a la página final del libro de Robinson y leía todos los títulos de Clásicos de Siempre. Pedí orientación a mi tía Silvia, que también leía con avidez y ella hizo las veces de la profesora de Biblioteca en casa contándome un poco la trama de cada libro. Fue ahí cuando decidí que iba a leerme todos los libros de la colección. Sabía que no eran las versiones íntegras pero en ese momento lo único que quería era leer. Había encontrado que lo que más me atrapaba en la lectura (aun hasta ahora), es el hecho de seguir la vida de un personaje que se tiene que enfrentar a diversos obstáculos. Ese recorrido de ciudades de latitudes diversas, de héroes y villanos cuyos nombres cambiaban dependiendo de la nacionalidad del autor o autora, me fascinaba. Era un poco como viajar en el tiempo y en el espacio. Fue así como leí Corazón,Heidi, El libro de la selva, Mujercitas, Hombrecitos, Oliver Twist, Tom Sawyer, Cumandá, El maravilloso viaje de Nils Holgersson, entre muchos otros.
Los libros de la colección Clásicos de Siempre, que aun conservo.
Para satisfacer mi nueva adicción, empecé a ahorrar el dinero que me daban diariamente para que comiera en el colegio, así que cuando llegaba el día viernes la mayor alegría era pedirle a mi mamá que me llevara a la librería Científica, del centro de Guayaquil para comprar libros. Y ahí descubrí que había más mundo además de Clásicos de Siempre. Vi los mismos libros que leía en las versiones íntegras que eran mucho más voluminosas. Descubrí en esos recorridos, los nombres de otros autores más contemporáneos como Kafka, Borges, García Márquez, Vargas Llosa. Mi primer gran desafío de lectura por esos años fue leer Cien años de soledad, inducido por mi tía y por mi abuela que también lo habían leído en reiteradas ocasiones. Aunque era un libro grande, me atrapó ese universo mágico al punto que lo terminé de leer en tres semanas. Y en ese momento era también yo y no solo mi papá, quien contaba lo que leía.
Pude entender entonces el placer que provoca la lectura y sobre todo la pasión que incita el hablar y reflexionar sobre lo leído. En esa época mis primeras grandes oyentes eran mi abuela y mi tía. Nuestras conversaciones largas sobre libros eran estimulantes y siempre aparecían nuevos autores a la lista. Fue necesario que mi papá ideara una biblioteca para mis libros que ya no eran pocos y así fue creciendo durante años hasta que cuando estudiaba en la universidad, mi mamá me dijo un día: «Santi, ya deja de comprar tantos libros, ya no tienes espacio donde ponerlos». Me dio risa su pedido porque ella sabía que era en vano y al mismo tiempo enojo, porque dejar de comprar libros podía tener cualquier justificación menos la falta de espacio. Siempre he encontrado un lugar, un rincón, para ubicar a un nuevo integrante a la familia. Me agrada saber y encontrar en mi nueva biblioteca, libros que no he leído aun y que me recuerdan lo infinitamente pequeño que soy en relación a tanto libro impreso. Es mi manera de recordarme que la lectura es una fuente inagotable, que podría pasar las 24 horas del día leyendo y que nunca terminaría de leer todo lo que se ha escrito en el mundo.
Y qué bueno que así sea.
Qué bueno que la lectura sea ese espacio íntimo que me acerca a mí mismo y que también me acerca a otros.
Qué bueno que los libros me rodeen en mi casa, en mi oficina de trabajo y en las conversaciones con mis amigos y mis alumnos.
Cada vez que escucho esta canción mi cabeza se transporta a Buenos Aires en verano, a ese sol brillante, de cielo turquesa, de aire enrarecido. Con el iPod adherido al cuerpo, repetía una y otra vez esta canción en mis caminatas intensas, sudando, marcando la ciudad con los pasos, palpando el calor violento capaz de cortar el aliento. La voz grave de Ana Carolina era mi compañera en esos tiempos muertos de subte y de tren. Aun sin en el iPod, la canción me acompañaba en la cabeza como banda sonora en los banquetes, en las horas de amor y en el sabor dulzón de la granadina con soda. Sí, para mí el verano porteño tiene gusto a granadina.
Enero en Buenos Aires es una caldera de cuerpos quemados, de camisas transpiradas, de faldas cortas, de planes de playa, de no complicarse y resolver el mundo bajo un árbol en una plaza tomando mate con amigos. De muchas horas al sol, de empezar la fiesta con los últimos rayos de sol a las 20h00. ¡Qué nostalgia de esos meses solares, en los que el amor era posible de cualquier manera!
Escuchando Ana Carolina vuelvo a vivir el sol porteño asándome la cara, donde era feliz con unos cuantos pesos en el bolsillo, amando hasta partirme los huesos como si no hubiera mañana. Y así, en Buenos Aires, con casi 50 grados de sensación térmica, aprendí a amar al verano.
Inflarse de aire, conectarse con el cosmos, tener la sensación de flotar. La inspiración resulta una palabra común y muchas veces maldita para quien se dedica o quiera dedicarse al acto de crear. Poseídos por la idea romántica de que las musas descenderán para insuflar su sapiencia, a menudo escuchamos decir: «No estoy inspirado» o «He estado inspirado». En realidad en palabras castizas lo que se quiere decir es: «No tengo ganas» o «He tenido muchas ganas». Porque la inspiración no es más que eso tan cercano y tan íntimo de cada creador: tener ganas de hacer algo con el afán egoico de inmortalizar algo, de congelar un momento, una imagen o un conjunto de frases que merodean en la cabeza de quien escribe.
En varias ocasiones me he dado a la tarea de capturar situaciones, «escenas» de mi vida que creo que podrían convertirse en algo más que una simple anécdota que con el tiempo podría terminar olvidando. Me gusta ser memorioso pero al haber perdido muchos recuerdos por la fragilidad de mis neuronas, cuando intuyo que quiero conservar algo, lo escribo. Lo tamizo claramente, no puedo evitar fabular, adornar, quitar adjetivos, reformular diálogos. Realizo sin quererlo una intervención quirúrgica en mis recuerdos para dar lugar a otros personajes, a otros escenarios y a veces, otros tiempos. A veces la operación resulta tan creativa que el recuerdo sólo queda como una idea primigenia. Me he sorprendido leyendo escritos míos de hace algunos años, sin poder detectar conscientemente cuál fue su origen. Para los efectos sensibles, poco importa, pues el corazón reconoce las aguas subterráneas que se cuecen bajo esas letras y reconoce a ese hijo perdido, a ese recuerdo pulido y se infla de nostalgia al tener a esas líneas de cerca otra vez. El cerebro, el consciente, queda anulado. Es pura emoción lo que brota de esas lecturas.
Hace unos días presencié un ensayo teatral que me gatilló muchas cosas. Más allá de las cosas que pudieron gustarme o no de lo que vi de ese proceso artístico, ese aroma de viernes tropical, encerrado en una noche asfixiante, escuchando textos sentidos y actores dejando los huesos en cada escena, me hizo sentir esa «inspiración», esas ganas locas de capturar ese momento, de sentarme a escribir un relato no a modo de diario o bitácora, sino como cuando un cocinero decide reinventar los platos que ha aprendido a ver qué sale. Tenía ganas de contar sobre esa noche, sobre esos espectadores invitados a ese ensayo, sobre el director que veía de cerca el desarrollo de esa historia, sobre esa casa oscura que ha servido de escenarios para otras historias. Me llené de ganas sí, de contar, de fabular, de mirarme enajenado en una ciudad de la que cada vez menos me siento parte. Y así, con el transcurso de las horas se fue dibujando un cuento sobre ese momento y mientras «la inspiración» trabajaba, sólo atinaba a agradecerme por haberme lanzado a esa noche calurosa y haber encontrado en medio de mis penurias, un motivo para volver a creer y crear.
Tus besos eran especiales. La conjunción de tus papilas, el hiato que se marcaba en las diferentes zonas de tu lengua me provocaba tal adicción que más que sexo lo único que buscaba era besarte. Sí, el mejor sexo que he tenido ha sido degustando tu boca, envuelto en ese sabor que hoy me recuerda a otros tiempos, a los sábados de invierno recorriendo bares, escuchando música que no nos gustaba, comiendo panqueques de sabores raros.
Nunca me gustó besar a alguien cuya lengua tuviera sabor de cenicero, pero la mezcla de café pasado con nicotina, alquitrán y menta para intentar opacar los sabores interiores, le dotaba a tus besos de un gusto especial. Había además el resquicio de algún añejo vino mendocino en tu paladar. Bucear en tu boca era mi deporte favorito y así con los ojos cerrados, enredaba mi lengua con la tuya hasta cuando el aliento escaseaba y era preciso respirar ese aire gélido de julio.
En la despedida más que extrañar los abrazos, las noches de cama o las salidas de bares, me carcomía más la imposibilidad de volver a marcar el territorio de tu boca. Emprender la retirada de tus labios era más triste que el no escucharte o no tocarte más. Me hice adicto a tu sabor y así cuando en alguna alineación astrológica me fumo un tabaco mientras tomo café, detecto en mi propia lengua ese gusto particular tan tuyo. Regreso de la mano de Proust al pasado y me encuentro ahí, en invierno mirándote, perdido en tus ojos luego de lanzarnos al primer beso enfurecido.
Ya a la vuelta, doy una última pitada y apago el recuerdo en el cenicero.
Soy adicto a la glucosa. Por supuesto esto no debería preocuparme demasiado sino fuera porque necesito tu azúcar. Aquella sacarosa que se apelmaza en tu sangre y que te permite danzar libremente, grabarte, escribirte sin preocuparte mucho del bombeo de tus propias venas.
Quiero tu sangre espesa, bermeja y violácea calmando mi abstinencia de sacarosa. Quiero beber tu sangre tibia, azucarada y viscosa como el jarabe de granadina. Quiero penetrar tu carne, rasgar tus tendones y llegar al manantial de tus glóbulos inquietos. Siempre me gustó el sabor de tus plaquetas, especialmente luego de la ingesta abrupta de brownies y helados. Cuando dejaste la carne de res, el plasma de tu sangre mejoró su consistencia y fue entonces cuando decidí absorberlo cada mañana, en ayunas, justo después del primer rayo de sol. Todo habría sido perfecto sino hubieras aprendido a amar los mariscos. La temperatura azucarada en tus venas se saló y tu sangre con ese remanente de gusto salino, terminó por alejarme de tu aorta.
Te he visto esta noche en un nuevo vídeo de Youtube y el vaivén de tu yugular se me hizo irresistible. Aun te recuerdo con tu diabetes bipolar, subiendo y bajando, mientras trataba de calmar tus picos succionando tu sangre. Perdí la cuenta de los meses de almíbar prendido a tu cuello y tus caderas.
¡Qué nostalgia de esos tiempos azucarados, de noches dulzonas con hematíes y leucocitos a la brasa!
Tenía casi veinte horas de viaje cuando abracé casi sin fuerzas a Camila en la sala de llegadas internacionales. Mientras la abrazaba pensaba en el horrible aspecto que debía tener, en la humedad de mi cara y maldecía haber comprado un pasaje barato a cambio de sufrir cuatro escalas inútiles con esas horas de vacío que no se llenaban ni siquiera vitrineando en el Duty Free. No quería verme mal. Después de todo, tenía más de diez años sin verla y uno tiene su amor propio, quiere causar buena impresión, que la otra persona piense -aunque no lo diga- que bien le han sentado los años, se ve mejor que antes y huevadas así por el estilo. Pero el mal ya estaba hecho, no me veía bien y con el jetlag mucho peor. No había caído en cuenta que en Guayaquil eran apenas las dos de la tarde, aun cuando mi hora australiana reclamara mi cama IKEA que había vendido hace dos días -¿o tres?- en Sydney.
Nos separamos, me miró por un rato. Supongo que pensó que el tiempo no me había hecho feo sino que el viaje me había desfigurado. Esbozó una sonrisa y me dio un beso en la mejilla. Sentí nuevamente su perfume frutal de otros años y que nunca más había vuelto a oler en alguien. Seguía igual de linda que antes. Quizás hasta más. Bueno, siempre me han gustado las mujeres treintonas, con esa frontera difusa de lozanía veinteañera y madurez. Camila ahora se encuentra en ese bando de mujeres y si bien la amé, pueril, ingenua, loquita, me resulta más atractiva con el tránsito superado de los veinte.
No estaba entre mis planes que Camila me fuera a buscar al aeropuerto, pero dado que mi hermana estaba en una cobertura periodística en el Congo y mis padres se habían retirado a vivir a la playa, no me quedaba otra opción que tomarme un taxi, algo que Camila por chat me dijo que no era correcto. «Te podrían asaltar, te olvidas que regresas a Guayaquil, no? Hay muchos ladrones haciendo guardia cerca del aeropuerto de ojo seco a ver quién lleva muchas maletas». Intenté minimizar su advertencia pero ella sin más organizó sus horarios para estar puntual a mi hora de llegada.
Reconozco que no pensé mucho en cómo sería el reencuentro sino hasta el momento en que el avión pisó tierra. La fila de migración se me hizo corta recordando los viajes a la sierra, el feriado en Cartagena, el encebollado matutino de la chupa de la noche anterior, las cenas abundantes luego de latiguear con comentarios alguna obra de teatro. Camila más que mi novia de los veinte había sido mi pana, el apoyo en momentos difíciles que prefiero saltarme para no empañar la cápsula de este recuerdo que guardo celoso en papeles varios.
La charla en el auto fue amena pero rara. A momentos tuvimos paréntesis, un silencio suspendido que se asemejaba mucho a lo que duró nuestra relación a distancia. Sí, intentamos ver si funcionaba pero Australia es cruel con su diferencia horaria, Ecuador es cruel con su fragilidad de memoria y así, luchando con la geografía, nos perdimos sin advertir nada. Nunca hubo un término. Quedó una ruptura tácita, flotante, que se evidenciaba ahora en esas pausas breves en el auto. Era como si uno de nosotros esperara que el otro hiciera mención en algo de lo que nos había ocurrido. Sin embargo, ahogados en nuestras propias expectativas, recurríamos a algún tema trivial para aliviar la carga. «¿Cómo están tus papás? ¿Qué es de la vida de Mayra? ¿Fernando sigue filmando ese documental en la selva?» Cualquier pregunta cojuda adquiría de pronto una relevancia estratósferica y todo para realmente evitar lo que realmente nos interesaba saber.
Ya con el auto por la Plaza Dañín, Camila me dijo que antes pasaríamos a ver a Ricky al jardín de infantes. Sonreí y aproveché para preguntarle por él. Tenía tres años, era un niño alto para su edad (algo que luego comprobé) y era el más pilas de su clase. No me atreví a preguntar por Ricardo, pues no quería que eso diera lugar a alguna pregunta sobre nosotros. Así que para efectos de la conversación sólo existían ella y Ricky, sin padre, con su imagen presente pero oculta, como esa astilla que con el tiempo consiguió separar más que la propia geografía.
Camila bajó del auto. Pude verla completa, seguía tan bronceada como todos los abriles y su pelo algo quemado en las puntas cubría parcialmente sus brazos. Aunque fue rápido el movimiento pude al seguir su camino hacia el jardín, la redondez del inicio de sus senos. Habló algo con el que custodiaba la puerta, le sonrió con el mismo despliegue que yo había fotografiado por placer en cualquiera de nuestras salidas. En nuestros años de amor, la cámara era el mal o buen tercio, según quiera mirarse. Y la retraté una, diez, veinte, cien, mil veces. Siempre quise, temiendo un final, empapelarme con ella, registrando cada poro de su cuerpo, cada detalle de sus ojos, el relieve de su nariz y de sus labios. Y ella sonreía tímida, quizás un poco culpable de gustarle ser mi centro de atención. Y siempre tenía que haber, al final de cada sesión improvisada, una última foto de ella con sus manos tratando de tapar el lente de la cámara.
Pocos minutos después Camila regresó con Ricky. En un primer segundo lo odié. No quería ver en un ser de casi un metro, la perfecta combinación de Camila y Ricardo. En Ricky la genética había hecho una jugada maestra y el equilibrio de sus cromosomas maternos y paternos me hizo odiarlo. Pero el niño tenía la dulzura de Camila, me saludó con un beso en la mejilla y terminó de desarmarme (para bien y para mal), cuando me llamó tío Marcelo. En ese momento, me odié a mí mismo.
Ricky hizo su reporte rápido de actividades del día a su madre y yo apenas presté atención en sus palabras. Lo miraba por el retrovisor moviendo sus labios pequeños y haciendo grandes movimientos con sus brazos. Será actor, pensé, como su madre en sus años veinte. Camila me trajo al presente cuando me miró y sonriendo con ese despliegue fotográfico me preguntó cuál era el número de la casa. 111, le dije. Se aparcó unos metros más adelante. Me despedí de Ricky con un apretón de manos y ya bajando las maletas, como si quisiera recuperar el tiempo perdido en esos segundos antes de la despedida, Camila me dijo que debíamos vernos de nuevo. La observé incómoda, su rostro estaba fuera de foco, como aquellas primeras fotos que le sacaba cuando estaba aprendiendo a tomar con la cámara en modo manual y no en automático. Quise besarla, apretarla, enterrar mi nariz en su cuello perfumado y huir con ella. Pero solo atiné en decirle que podíamos vernos al día siguiente en el lugar de siempre.
Ayer terminé de ver la serie del momento 13 reasons why. La verdad comencé a verla para saber qué era lo que enganchaba a tanta gente. No le tenía mucha fe. Nunca me han gustado las tramas adolescentes, pero acá es donde la serie da un giro: No es sólo para adolescentes. Me atrevería incluso a decir que no es para teenagers, pues encuentro la trama bastante compleja, con muchos matices y un nivel de reflexión orientado a un público más maduro, para aquellos profesores, padres, hermanos que tienen contacto con adolescentes y que muchas veces no toman en cuenta las señales de que un chico o chica está sufriendo de acoso en el colegio.
La serie me ha hecho recordar mis propios años teen. Ya con 31 años tengo cierta distancia de aquella época y confieso que me hubiera gustado ser quizás más «adolescente», en el sentido estricto de la palabra. Adolecer, haberme equivocado más, haber sido mucho más inconsciente, más visceral, más parecido a mis compañeros. Tuve mis crisis, mis ataques de histeria juvenil pero en general fui mucho más contenido. Muy estudioso, muy lector, enfocado en mis clases y soñando todas las tardes en la novela de turno que escribía. Me admiro de la férrea disciplina con la que escribía por esos años. Llegaba del colegio tipo 14h30, almorzaba, veía algo de tele y ya a las 16h00 estaba frente a la compu escribiendo durante dos o tres horas. Nunca más de eso, pero sí todos los días. Vivía mi mundo paralelo con los personajes que creaba porque en la vida real, en el colegio, nunca me sentí cómodo.
Tengo buenos recuerdos del colegio, amigos a los que evoco en mis pensamientos con cariño, a veces hasta me río de ciertas situaciones vividas en los recreos, en las horas libres cuando un profesor faltaba o en la incertidumbre de los exámenes finales. Sin embargo, debo confesar que no fue una linda época y en la actualidad no la extraño para nada. Tengo amigos que añoran sus años de colegio, a sus amigos de la época, que se reúnen cada tanto. Yo nunca sentí nada de eso. De hecho al graduarme y al empezar la universidad, me sentí aliviado. En la secundaria siempre me sentí un pez fuera del agua. Mis intereses por el cine, la literatura, el teatro eran quizás muy exquisitos para el resto de mis compañeros. Ya en esa época hablaba varios idiomas, escuchaba música brasileña, francesa, italiana. No me sentía afín con los gustos musicales de mis compañeros ni tampoco con las películas que veían. Confieso también que hice muchos esfuerzos para encajar, traté de escuchar la música que a ellos les gustaba, traté de consumir la televisión que veían, pero siempre terminaba aburrido y a mi corta edad, me preguntaba «¿por qué hago esto? «. Ser estudioso me trajo admiración por parte de mis profes y de muchos amigos, pero también me alejó de muchos de ellos. Nunca supe bien si se alejaban de mí por no saber qué hablar conmigo o porque les resultaba extraño, demasiado «nerd». Por aquellos años ser llamado «nerd» no era bonito y sí bastante peyorativo, sinónimo de inteligente, pero también de ingenuo, estúpido y tímido. Muchas veces escuché ser llamado así, pero como tenía tres o cuatro amigos con los que me llevaba bien, los comentarios de los demás poco me importaban o quizás dolían menos.
En las épocas que quizás resultaba «popular» era en las semanas de exámenes. Ahí sí era el centro de atención, me buscaban, me llamaban, charlaban conmigo, todo para que los ayudara a estudiar. Ya desde esos años tenía ese instinto de enseñar y lo hacía con gusto, aun cuando sabía también que era puro interés, que pasado ese período todo volvería a ser como antes. Me saludarían nada más, sonreirían también como para tenerme de su lado, pero no compartirían más momentos conmigo. Lo sabía bien. Jamás me acosarían o me atacarían frontalmente porque podrían necesitarme en el futuro. Era como si entre ellos y yo hubiéramos pactado una especie de acuerdo. No se meterían conmigo frontalmente a menos que los ayudara. Uno de los grandes aprendizajes de esos años teen fue distinguir a los amigos circunstanciales de los verdaderos.
Viendo 13 reasons why pienso en los otros compañeros del colegio que sí sufrieron un acoso fuerte. En aquellos años no lo llamábamos bullying, éramos inconscientes de lo que pasaba entre nosotros. También es verdad que no todo debe llamarse bullying, pero sí creo hay que estar atento cuando un niño o adolescente presenta ciertas señales de acoso. En los años teen por la corta vida que se tiene, tendemos a creer que el mundo es el colegio, que el universo son tus compañeros y profes, que jugarse la vida es hacer bien un examen, levantarse a la chica guapa del curso o emborracharse en una fiesta. Pero no, el colegio es apenas una micropartícula, una etapa que esfuma y que años después uno mira con cariño, indiferencia, nostalgia o lo que fuera. Probablemente el chico o chica popular sea cualquier cosa años más adelante y quizás el acosado, el calladito sea una persona de éxito. Todo da vueltas y nada es seguro. Quizás en 13 reason why si Hannah no hubiera optado por el suicidio, hubiera sido en sus años posteriores una chica de éxito que recordaría sus años de colegio como un periodo de inmadurez, de desilusiones que fueron tierra fértil para fortalecerse en el presente. Los años teen pueden ser crueles pero a veces son necesarios en el tránsito. Y lo más importante (o más triste para algunos): No vuelven nunca más.
La música despierta en mí fibras que muchas veces hecho el cancherito digo «no, ya está todo superado». Y resulta que no, que cuando resuenan las primeras melodías de determinada canción, toda la emoción aparece, el tiempo pierde su línea y estoy ahí viviendo una escena, una despedida, un desengaño y claro, también lindos momentos. Saudade pura.
Mañana cumplo 31 y como si mi cuerpo supiera que tendrá un año más, me ha removido muchas cosas en estas semanas. Recuerdos, metas, sueños, sentimientos. Hoy, el cuerpo «ha pedido» escuchar esta canción. Es como si necesitara de una buena dosis de la voz de Maria Rita. Me encanta especialmente en este video, susurrada, melancólica al inicio; arrebatada, enojada, después. Me remonta a unos ocho años atrás y con esta canción he tenido recuerdos diversos, tristes, alegres, grises, rojos. Curiosamente la primera versión que escuché de esta canción fue de María Rita cantando con su padrino, el genial Milton Nascimento. Dos emociones diferentes. Y hoy no quise la versión a duo, hoy quise a Maria Rita, sola para mis oídos.
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