El día de mañana inician las clases en mi universidad. Será una experiencia diferente en medio de esta pandemia. Durante semanas junto a mis colegas, hemos venido preparando contenidos para esta nueva modalidad de clases online. No ha sido fácil. Ha costado modificar el sistema de pensamiento en el que creemos que la mejor clase posible es la presencial, la del contacto visual con el estudiante, la de la discusión calurosa sintiendo el cuerpo vibrar.
Y quizás seguimos creyendo que esa sea la mejor manera de transmitir conocimientos…
Pero hoy el mundo es otro.
Las circunstancias son otras y como diría una colega amiga mía, debemos «estar a la altura». Y estar a la altura es adaptarnos, movernos, navegar en el sentido que la vida nos propone en estos momentos.
He preparado mis clases con cariño, buscando material nuevo, barriendo los contenidos que si bien fueron útiles en años anteriores, en este contexto actual serían absurdos y vacíos. He pensado en mis estudiantes, en sus cabezas llenas de expectativas ante esta nueva forma de aprender. Yo también tengo expectativas, de las buenas y de las malas. Miro con alegría y desconfianza este nuevo periodo de clases pero así como en el teatro, he aprendido que el «show debe continuar», que tengo que seguir con mi mística de trabajo, desafiarme y confiar. De las crisis surgen nuevos caminos y como latinoamericanos embadurnados de problemas por todos lados, sabemos que la luz siempre está ahí cuando realmente queremos mirar más allá del presente difícil.
Mañana no iré a la universidad, no iré a Secretaría a buscar mi cartola, no pasaré por la facultad a saludar antes de ir a mi clase, no tendré que prender el proyector mientras los chicos van ocupando sus asientos, no tendré que respirar profundo para dar las primeras palabras de bienvenida, no conversaré con los estudiantes a la hora del receso. Pero sí estaré en mi casa, con mi computadora encendida, con las mil y un carpetas abiertas, con videos esperando por el play, con pdfs listos para ser leídos, con la cámara encendida para dar la clase. Estaré ahí con el cuerpo, con el corazón delante de la pantalla tratando de estar a la altura de estos momentos, invocando a los espíritus de mis grandes maestros por quienes creí que también podía ser profesor.
No será fácil pero quiero confiar en mí y en mis estudiantes, también en la tecnología que hará posible esta conexión y en la universidad que está dando todo para que el mundo no pare, para que la educación persista. Porque hoy más que nunca necesitamos aprender, estudiar, secarnos las lágrimas y prepararnos para el mundo que vendrá. No vamos a bajar los brazos. Vamos a nadar juntos en busca de una nueva orilla.
Y lo vamos a lograr.
A modo de apéndice les dejo por acá un video sobre enseñar en estos tiempos de crisis. Ha sido una gran inspiración para seguir adelante.
Aunque suena a frase hecha, los estudiantes enseñan también a sus profesores. Con el paso de los años, tengo más diferencia generacional entre mis estudiantes que cuando empecé a los 22. Ahora ellos me ponen al día de lo que está «in», de lo que funciona a nivel social e incluso técnico, pensando en el ámbito audiovisual. Me gusta saberme inexperto también y que sean ellos quienes terminen provocando en mí las ganas de seguir aprendiendo.
En este nuevo ciclo de clases que empieza mañana, vuelvo a tener a cargo la materia de Storytelling. Es una asignatura que armé con amor, pensando en cada clase con su parte teórica y su respectivo taller. Leí mucho para entregar un material que le sirviera al estudiante en su desarrollo profesional. De todas las materias que he tenido, debo decir que Storytelling fue una de las que más disfruté. Pude hablar en ella sobre mi pasión por la escritura, escuchar los relatos de los alumnos y ver en qué funcionaban o en qué no. Pude escuchar los comentarios de otros estudiantes que me hacían ver las historias desde otra perspectiva. Muchas veces armando esta materia, me decía: «me encantaría a mí hacer este taller con ellos». Pero bueno, parafraseando al meme famoso «luego me acuerdo que soy el profesor y se me pasa». También debo decir que en Storytelling conocí a estudiantes brillantes con los que aun hoy tengo contacto. Me encanta cuando una materia propicia luego una amistad que sobrepasa las barreras del campus universitario. No siempre sucede pero cuando pasa, lo agradezco.
Han pasado tres años desde que di esa materia, revisé el syllabus, recordé los talleres y la carta que le escribí a cada estudiante al final del curso por haberse dejado «afectar» (en buen sentido) por el trabajo de escritura. Leyendo de nuevo el syllabus me sentí otro. Miré con cariño los contenidos mientras pensaba que este año no quería replicar lo que hice en el 2016. En el transcurso de estos tres años, ha habido nuevas lecturas, nuevos escritos, talleres que cursé en diferentes lugares. De modo que el Storytelling de este año debía estar acorde con el Santiago profesor que soy en el 2019. Ahí comenzaron a emerger un sinnúmero de ejercicios, temas para explorar. La carta abierta del decano para permitirme que los estudiantes exploren su creatividad a través de la escritura, me hizo que pensara en esta materia casi las 24 horas del día. Cualquier conversación, lectura ocasional o video en Facebook era una posibilidad para convertirse en un posible taller o módulo de la materia. Tenía la misma emoción que cuando curso un taller de escritura y me invade la ansiedad por no saber lo que voy a escribir.
Aunque suelo ser bastante digital, cuando tengo proyectos nuevos (sea de clases o de escritura) necesito fijar cosas en papel. Así que cuando empecé el proceso caótico de dar forma a las clases, agarré una hoja y empecé a bocetear, primero temas generales con lecturas y videos, para luego ir depurando hasta llegar al contenido clase a clase. En ese proceso algunas cosas se han quedado afuera. Talleres que me encantaría dar pero que quizás llevarían a la clase por otro camino, lecturas que pueden ser interesantes pero que serían más pertinentes para otra asignatura. Tuve que depurar contenidos para que las clases también fueran más ligeras y permitieran la espontaneidad necesaria en una clase de escritura.
No sé lo que pasará en este ciclo de clases, no sé qué estudiantes tendré ni qué tan dispuestos estén para arriesgarse en lo difuso que puede ser el camino del escritor. Lo que sí tengo claro es que esta materia habla mucho de mí, de lo que busco, de lo que me conmueve en este 2019. Quizás como en otros años y en otras materias, algunos estudiantes me sirvan como espejo y pueda aprender también qué taller funcionó, qué lectura fue fundamental o qué definitivamente falló. En esta materia por la estructura que tiene, el único error posible es el de no arriesgarse. Todo lo demás es bienvenido, porque afortunadamente, todo suma en el proceso de escritura.
El 16 de abril de 2004, marcó sin saberlo, un antes y después en mi «formación» de personalidad. Fue mi primer día de clases en la universidad y aunque estaba consciente a mis 18 años de la nueva vida que empezaría, no sabía en ese momento lo importante que sería para mí iniciar mis estudios de Comunicación Audiovisual en Casa Grande.
Como ya conté por acá, la escuela y el colegio no fueron etapas muy agradables. Siempre me sentí muy ajeno, diferente a mis compañeros. Al entrar a la universidad conocí a mucha gente con mis propios intereses y obviamente gente muy diversa pero con la que podía establecer comunicación a otros niveles. Aprendí en la universidad el respeto a la diferencia, aceptar a los otros y lo más importante, aceptarse a uno mismo con ese puñado de virtudes y defectos que cada uno carga a cuestas.
Ayer sábado se celebró en la universidad una jornada de integración de ex alumnos, llamada Puerto Toronja, a modo de continuación de Puerto Limón y Puerto Naranja. Son actividades lúdico-pegagógicas que todos los estudiantes de la Universidad Casa Grande realizan en diferentes momentos de su carrera. Son actividades que buscan durante un día o dos colocar a los estudiantes en escenarios profesionales que simulan la vida real a través pedidos de clientes reales o ficticios. Aunque son actividades «serias», llevan el distintivo lúdico que caracteriza a Casa Grande. Cada Puerto viene acompañado de una temática, que es un pretexto para transformar físicamente la universidad y una excusa para disfrazarnos todos (y cuando digo todos, va desde la cúpula directiva hasta los estudiantes, pasando por el personal administrativo y docente). Así, a lo largo de ya 25 años, la universidad ha tenido puertos con temáticas como Star Wars, los Aztecas, Juego de Tronos, los Vikingos, entre otros.
Puerto Toronja surge como un proyecto final de alumnos de tesis con la idea de reunir a los ex alumnos, a aquellos que hoy son ya profesionales y que muy en el fondo de sus corazones recuerdan con cariño a la universidad y a las actividades que en ella realizaron. Ayer se vivió una jornada interesante de muchos ex alumnos, de diferentes generaciones pero teniendo en común ese espíritu casagrandino: descontracturado, divertido, creativo, sagaz, investigador.
Souvenir de Puerto Toronja. El relojito de abajo era el «terror» de las presentaciones que hacíamos cada semestre en la instancia de Casos, una actividad en la que se suspendían las clases durante dos semanas para realizar un proyecto en grupo.
No pude participar del puerto porque tuve que dar clases durante la mañana ahí mismo en Casa Grande, pero sí pude ver las últimas actividades y la fiesta posterior. Fue lindo reencontrarse con amigos de otras épocas, con profesores que ahora son colegas, ex alumnos que ahora son profesionales también. Tuve saudade de mis tiempos de estudiante, de pelo largo, de jeans rotos, barba tupida y de grandes sueños. En medio de la música, de las charlas de recuerdo, de las cervezas, pensé en todos los años que llevo en la universidad desde que empecé en ese 2004. Le debo mucho de lo que soy a Casa Grande. Puedo ser serio y cómico a la vez, estricto y permisivo, investigador y creativo, paradojas habituales con las que convivimos profesores y estudiantes en la universidad. Casa Grande es una universidad pequeña, de corazones grandes y cabezas brillantes (sorry la poca modestia). Tratamos de hacer posible lo imposible en una ciudad tropical como Guayaquil y siempre buscamos generar algún cambio, que es algo que todos aprendemos desde nuestro primer día de clases. Lo viví desde mi primer día de clases como estudiante y es lo que intento hacer ahora desde la docencia.
No exagero cuando digo que debo mucho a Casa Grande en cuanto a mi personalidad. Hice muchos cortos escritos y dirigidos por mí, pasé muchas horas en su biblioteca, me enamoré varias veces en sus pasillos, pasé madrugadas haciendo proyectos, ensayando obras de teatro. Terminada la carrera a fines del 2008, mientras trabajaba en un canal de TV empecé a dar clases y como pocas veces en la vida, fui firme con ese canal al decirle que no pensaba quedarme nunca horas extras, porque tenía mi compromiso como profesor con Casa Grande. Luego en el 2012 me fui a hacer mi maestría a Argentina y tres años después regresé a Ecuador, gracias a Casa Grande, que confío a ciegas en mí para abrazarme nuevamente.
No sé si estaré toda la vida en Casa Grande pero claramente es esa madre académica, que cobija, protege, que sabe soltar y que siempre estará feliz de recibir de vuelta a sus hijos. Pensar en la universidad siempre me hace sonreír y vivir jornadas como la de ayer ma despertaron una oleada de recuerdos.
Esta semana vi con sorpresa en el muro de una amiga de Facebook, el video que está arriba: Thank a Teacher Today, en donde un grupo de actores conocidos agradecen lo que son hoy por un profesor representativo en sus vidas. No agradecen a alguien con nombres y apellidos, pero buscan exaltar a la figura de aquel gran profesor que se prepara día a día, que aclara el camino, despeja dudas y que luego de un tiempo termina cayendo en el olvido, tanto por los alumnos como por las autoridades estatales que aun no logran darle la verdadera importancia que tiene un docente en la formación de un estudiante, especialmente durante sus primeros años.
Viendo el video recordé el caso excepcional de la educación en Finlandia, del que tuve mayor conciencia a través del documental The Finland Phenomenon. En ese país nórdico de inviernos severos y veranos endebles, la educación es una gran preocupación estatal. Se seleccionan a los mejores perfiles para que se conviertan en profesores, reciben una educación integral de primera mano, se les brinda un acompañamiento durante sus primeros pasos al enfrentarse a las aulas con niños y adolescentes de todos los perfiles posibles, ganan salarios acordes al gran esfuerzo de seleccionar cuidadosamente el material con que van a impartir sus clases. En Finlandia ser profesor es un honor, un trabajo de prestigio.
En nuestro país el contexto es otro, no obstante hay un sinnúmero de docentes que viven su trabajo con la pasión que los hace recorrer media ciudad para llegar al centro de enseñanza, trabajar en evaluaciones hasta altas horas de la noche, restarle tiempo a la vida personal para diseñar una clase que esté acorde a las expectativas de los estudiantes cada vez más volátiles. Pienso en algunos de mis profesores, en aquellos que dejaron alguna huella, sea por su marcada personalidad o por la admiración ante ese manantial inagotable de conocimientos que tenía para responder a todo. Jamás habría aprendido italiano sino hubiera tenido una profesora siciliana que, con carácter férreo de sus posibles antepasados turcos, encontraba toda clases de ejercicios gramaticales y fonéticos hasta que hubiéramos entendido determinada lección. Tampoco me habría alimentado de García Márquez sino fuera por una de mis más recordadas profesoras de literatura a la que hoy considero una gran amiga. Mi comprensión media sobre la química fue posible gracias a un profesor que parecía imprimirle un ritmo musical a la tabla periódica de Mendeleiev. La pasión por el cine acompañada del intelecto no era una mezcla posible hasta que conocí a una profesora que no paraba de citar a los grandes de la filosofía y el arte para justificar ideológicamente la elección de cada plano de determinada película. Podría citar muchos profesores que me marcaron, que de evocarlos me sacan una sonrisa y a cuyas clases iba con entusiasmo aunque fuera a las 7 de la mañana.
Quizás esa admiración fue formando dentro de mí un proceso de docente. En la adolescencia, queriendo imitar el trabajo de algunos de mis profesores, empecé a jugar ser docente con mi hermana y una tía, a las que impartía una serie de conocimientos de Historia, Geografía, Gramática. Jugábamos pero yo me tomaba mi rol muy en serio, hacía una preparación de lo que les iba a enseñar en un cuaderno y diseñaba formatos de evaluación parecidos a los que me tocaba rendir en el colegio. Disfrutaba del hecho de aclarar dudas o de generarlas a través de nuevos conocimientos. No todo era perfecto obviamente, mi hermana era pequeña y terminaba cansándose si pasaba mucho tiempo sentada. Entonces le rogaba por unos minutos, que ya íbamos a terminar la clase. Luego pasé a enseñar italiano. Mi tía, una fanática de la cultura italiana, estuvo encantada con el cambio, así que me di a la tarea de seleccionar varios textos de mi primer año en el colegio italiano y empezamos las clases. Años después sin imaginármelo, empecé a enseñar el mismo idioma en la Dante Alighieri de Guayaquil. Ahora era jugar en serio y ponerme a prueba enseñando a otros que no eran familiares.
El siguiente desafío fue la universidad, donde comencé primero como ayudante de cátedra a los 21 y como profesor al año siguiente. La primera dificultad era enfrentarme a alumnos que casi no tenían mucha diferencia de edad conmigo. A medida que fue pasando el tiempo, la brecha se ha ido distanciando y a lo largo de estos 7 años, muchas cosas han cambiado en mí, en la recepción de las clases, en la ejecución de los programas, en el intercambio con los estudiantes que me obliga a estar siempre actualizado, investigando ya a modo de vicio para luego tener algo adicional que aportar en la cátedra.
No todo es fácil ni agradable. Toca sortear con estudiantes de perfiles diametralmente opuestos en una misma aula y se vuelve imperativo negociar, saber qué decir y qué no decir. Hay cursos con los que hay poca empatía pero aun en esas circunstancias, es necesario darlo todo. Escribiendo esto me acuerdo de una frase que una colega me dijo alguna vez cuando empecé a dar clases en la facultad: “No pretendas salvar al mundo con tus clases”. Cargado del idealismo de los primeros años, hice poco caso y me dediqué a encontrar los casos difíciles para desafiarme y hacer que ese estudiante aprendiera o al menos le tomara cariño a la materia. En algunos casos lo conseguí, en otros no me fue muy bien…
Durante mi estadía de tres años en Buenos Aires, donde cursé una maestría en Audiovisual, volví a ser alumno, lo que me brindó una gran enseñanza. Ahora veía a mis profesores desde otro lugar y podía darme cuenta de las costuras de las clases, del diseño pedagógico que usaban. Era darme cuenta de aquellos detalles “tras bastidores”. Fue en esa vuelta a ser alumno que terminé por entender que cada estudiante tiene su propio ritmo, su propio tiempo. Habrá alguno que entienda todo y lo incorpore, como habrá alguno que seleccione sólo ciertos temas para aprender y otros que probablemente necesitarán varios meses o años para que el conocimiento de determinada materia les llegue. No hay mejores ni peores, sino diferentes.
Quizás el mayor reconocimiento de mi actividad docente sea cuando ex alumno/a se me acerca y de forma desinteresada me dice que X cosa que aprendió en mi clase la pudo aplicar en su ámbito profesional o pudo resolver determinado problema a partir de algún consejo en el aula. El agradecimiento que llega meses o años después tiene y viene con mucha fuerza.
Sigo siendo un profesor joven, no me creo dueño de la verdad, tampoco creo ser el mejor y no quisiera serlo, pues en esa falsa creencia terminaría mi aprendizaje. Me gusta saberme errático, con un fuerte compromiso por enseñar y sentir que los estudiantes y los autores que estudiamos en clases me modifican, me ponen en conflicto, me enseñan a aprender. Al igual que los actores del vídeo, soy lo que soy gracias a los profesores que he tenido, porque algo de ellos está en mis clases, en algún trabajo en grupo, en una respuesta, en algún examen.
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