Lo confieso. Soy un fanático de tomar talleres, especialmente aquellos de escritura creativa. Me gusta encontrar nuevos métodos de encarar el proceso de crear historias, conocer personas que están con la misma búsqueda e instructores que me llenan de referentes para seguir explorando.
Doy muchas clases en la universidad y en ese ejercicio constante de impartir conocimiento tengo la necesidad de seguir alimentándome, de volver a ser estudiante para aprender más. A lo largo de todos estos años he tomando múltiples talleres de diferentes actividades pero si debo destacar los que más me han marcado señalaría tres: Escritura en la ciudad que hice en el 2017 con María Negroni y Guillermo Martínez en Nueva York, La voz propia en septiembre de este año en Barcelona con Esmeralda Berbel y Jordi Amenós, Aquí pasan cosas extrañas que hice también recientemente en Guayaquil con la escritora Solange Rodríguez. Fueron espacios donde conocí nuevas formas de entrar a la escritura, nuevos autores que me iluminaron y compañeros con los que sigo en contacto hasta hoy. Los talleres son pretextos para que las personas se junten, discutan, escriban, lean y finalmente aprendan. Llevo las enseñanzas de estos talleres en mi piel y en clases como la de Storytelling o Guion, que empecé esta semana, siento que a través de mí hablan los profesores de estos talleres, los libros que he leído y así me siento acompañado en la tarea de ser profesor de más de veinte estudiantes.
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Ayer sábado tuvimos la presentación final del taller Aquí pasan cosas extrañas y todos los talleristas leímos un trabajo realizado. Fue una energía muy potente leer un cuento que trabajé con mucho cariño y escuchar los de mis compañeros. En todos había una evolución desde la primera lectura hacía varias semanas a lo que escuché el día de ayer. Reconfirmé la importancia de ese trabajo de hormiga pero necesario que es la reescritura. Distanciarse del texto, mirarlo y ser un poco cruel por el mismo bienestar del texto, cortando frases o incluso párrafos enteros. Las palabras del primer borrador, las divagaciones y las redundancias son necesarias para que el texto cobre vida pero luego hay que extraerlas, con precisión quirúrgica.
Silvia Kohan, reconocida escritora e instructora de talleres de escritura, ve a este espacio como una travesía en la que uno acepta el riesgo de encaminarse en una dirección equivocada para encontrar «algo». El taller de escritura es el estadio ideal para indagar, probar, borrar, mutilar, volver a armar y quizás darse cuenta que lo que uno buscaba era «otra cosa». Pienso también en Pérez Andrújar cuando dijo alguna vez: «Sólo sabré lo que pienso cuando lo escriba y lo lea». La claridad que aparece en la escritura a veces se torna evidente con los comentarios del instructor y de los compañeros. A veces esa claridad repentina asusta y ahí también emerge la contención de grupo para ayudar o simplemente acompañar en ese proceso de búsqueda de la propia voz de autor. De modo que quiero seguir buscando mi voz y encontrar las de otros que resuenen o se contrapongan con la mía.
Los talleres de escritura son espacios de magia.