Saudade de Domingo #129: ¿Qué significa para mí no viajar?

Aquellos que me conocen por este espacio y en la vida real saben de mi obsesión/adicción por los viajes. Ni bien termino un itinerario, ya estoy planificando el siguiente. Durante los últimos cinco años he viajado todo lo que he podido, como si hubiera pretendido ponerme al día por todo el tiempo que viví en el extranjero con una vida de estudiante muy austera y sin viajes largos. También debo confesar que los viajes han sido una forma de escapar, de hacer un paréntesis de mis actividades cotidianas. En el fondo además está el deseo recóndito de huir de mí mismo y que el surcar otros territorios me devolviera la mirada de mi propio ser a modo de espejo. En realidad el acto de viajar no ha sido tanto un viaje hacia el exterior sino una propuesta de explorar mi interior. 

En todos las entradas que he escrito por acá (como Estocolmo, París o Roma) sobre los lugares que he conocido, percibo esa expedición de mi propio yo enfrentado a esas calles, a esas personas, a esos idiomas que me rodean durante mis días de fuga. Creo que los viajeros en general tenemos ese deseo de conocer al otro para terminar de situarnos en algún punto de la tierra. Uno está en el otro, en su otra lengua, en su manera diversa de comprender el amor, el trabajo, la vida. Es una búsqueda adictiva que no termina porque siempre hay un horizonte para conocer.

Compré este bolso en una librería hermosa de Estocolmo regentada por una librera que a sus cincuenta años dejaba de trabajar para otros y se animó a ser la dueña de su propio espacio.

Entre más viajo, más me alejo del canon turístico. Visitar aquellos lugares imprescindibles de cada ciudad según los criterios oficiales o mainstream se convierten en la parte más insignificante del recorrido. En los últimos viajes esas atracciones turísticas quedan relegadas al primero o segundo día de viaje, como si quisiera sacármelas de encima y después de eso sí, viene lo que me encanta: caminarme la ciudad, hablar con la gente, sentarme en un café mientras miro la ciudad cambiando de color con el paso de las horas, sumergirme en las librerías nuevas y antiguas para descubrir a los autores locales, tomar fotos de letreros, de parques escondidos entre edificios, de percibir el olor característico que tiene esa ciudad. Me gusta mirarme como un detective urbano de experiencias efímeras.

Antes de cruzar el Golden Gate (San Franciso). Ya había caminado cerca de 10 kms y recorrí parques, barrios y descampados que nunca habría encontrado en una guía turística.
Una parte de los libros que me traje de mi viaje a Sao Paulo, en noviembre de 2019

Como ya lo conté por acá, para mi cumpleaños en abril tenía previsto un viaje maravilloso: Madrid (por enésima vez porque me encanta)-Budapest-Praga. El día exacto de mi cumple estaría con una amiga catalana tomando cerveza negra en algún bar de Praga y habríamos resuelto los problemas del mundo mandando todo al carajo. No sucedió porque la pandemia nos cambió la vida, nos obligó a todos a un delay doloroso pero necesario. Se canceló ese viaje a Europa, se canceló un viaje a Buenos Aires, llegó la reclusión en casa. Mi cuarto sin quererlo se convirtió en mi guarida de sueños, en mi hervidero de ideas, en el mapa de ruta por donde quiero seguir una vez que el fin del confinamiento nos devuelva a todos a las calles. 

Berlín, una ciudad a la que espero regresar, cuando sea el momento propicio.

En este tiempo de encierro contemplo mis viajes como escenas sueltas de una película en proceso de escritura. Percibo calor, frío, aroma de especias, sabores de platos exóticos, acentos diversos. Abro cajones donde me encuentro con entradas de teatro, de cine, boletos de museos, programas de mano, servilletas, tarjetas, mapas de viajes, lápices, libretas. Cada uno de esos objetos que quizás me convertirían en el archienemigo de Marie Kondo, me transporta a esos lugares donde ese otro yo se dio a la tarea de mirar más allá de su propia ventana. Hoy, aun confinado y sin fecha exacta de salida, son esos objetos, mis fotografías, mis retazos de texto los que me mantienen en un viaje constante hacia mi propio ser. Vivo más allá de los límites de las paredes de mi cuarto.

Tengo un pasaje en espera que la aerolínea ha dejado abierto para cuando yo me sienta listo para emprender un nuevo viaje. En estos días me he visto tentado en poner una fecha, en preparar un itinerario nuevamente pero también he pensado que quiero parar un poco. Estoy en la fase de viajar a través de los viajes realizados y en ese nuevo mapa de ruta he descubierto otras sorpresas que no había visto o comprendido cuando pisé esos lugares. Me agradezco a mí mismo por no haberme deshecho de aquellas cosas pequeñitas que hoy son mis tesoros en medio de estos puntos suspensivos en los que nos encontramos.

La distancia me permite ver ahora a mi personaje detective de tierras lejanas con otros ojos y en ese periplo está apareciendo un nuevo viajero. Creo que de alguna manera viajé tanto para tener material en el futuro que hoy es mi presente. Así que me encuentro “tripeando” mis nuevos viajes y también habrá mucho que escribir sobre esos “nuevos” recorridos.

Una plaza pequeña cuyo nombre desconozco pero que me sirvió para escribir un cuento a la salida de la Biblioteca Pública de Estocolmo

Ayer leía en Los Errantes de Olga Tokarczuk que ella tiene un amigo que nunca podría viajar solo porque necesita compartir la experiencia con alguien. A modo de conclusión, Tokarzuc decía que su amigo no tenía madera de peregrino. Me gusta mirarme esa manera, como un peregrino que observa, que hace amigos locales y que disfruta de los momentos de soledad en los que uno agradece, en susurro, por salir de la comodidad de la casa y conocer otras casas, afuera, cruzando montañas y océanos.

El avión tendrá que esperar, el pasaporte deberá saborear el descanso hasta que se prenda la mecha y el corazón pida un nuevo recorrido a la caza de nuevos recuerdos.

Mi canción de verano (saudade)

 

Cada vez que escucho esta canción mi cabeza se transporta a Buenos Aires en verano, a ese sol brillante, de cielo turquesa, de aire enrarecido. Con el iPod adherido al cuerpo, repetía una y otra vez esta canción en mis caminatas intensas, sudando, marcando la ciudad con los pasos, palpando el calor violento capaz de cortar el aliento. La voz grave de Ana Carolina era mi compañera en esos tiempos muertos de subte y de tren. Aun sin en el iPod, la canción me acompañaba en la cabeza como banda sonora en los banquetes, en las horas de amor y en el sabor dulzón de la granadina con soda. Sí, para mí el verano porteño tiene gusto a granadina.

Enero en Buenos Aires es una caldera de cuerpos quemados, de camisas transpiradas, de faldas cortas, de planes de playa, de no complicarse y resolver el mundo bajo un árbol en una plaza tomando mate con amigos. De muchas horas al sol, de empezar la fiesta con los últimos rayos de sol a las 20h00. ¡Qué nostalgia de esos meses solares, en los que el amor era posible de cualquier manera!

Escuchando Ana Carolina vuelvo a vivir el sol porteño asándome la cara, donde era feliz con unos cuantos pesos en el bolsillo, amando hasta partirme los huesos como si no hubiera mañana. Y así, en Buenos Aires, con casi 50 grados de sensación térmica, aprendí a amar al verano.

 

Una tarde/noche en La Rabieta

El clásico bar La París en el Hipódromo de Palermo en Buenos Aires, ahora tiene nuevo nombre: la Rabieta, y desde ahí lo que podemos esperar es un ambiente descontracturado, con buena música y una atención de primera. Nada mejor para un verano sofocante que unas cervezas heladas (y lo digo yo, que no soy cervecero).

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Fui a La Rabieta con unos amigos para pasar la tarde y noche. Atinamos a llegar en el  momento en que todo el equipo del bar hacía un simulacro de incendio, por lo que debimos esperar unos minutos que los aprovechamos observando el hipódromo. Ya dentro del bar, iniciamos con una cerveza artesanal Irish Red Ale y una Rabieta Golden, aprovechando el happy hoy de 18 a 21 (una pinta por 70 pesos). El espacio que es enorme, de grandes distancias y techos altos, logra un ambiente acogedor con el uso de madera en las mesas y en algunas paredes. Los amplios ventanales que decoran el bar permiten una gran entrada de luz y apreciar la vista verde del hipódromo. Caminando más hacia el interior del bar, el ambiente cambia. Se vuelve más íntimo, de iluminación tenue, con unas mesas largas para tomar una cerveza al paso. Se encuentra también la cocina, donde se exhiben con orgullo varios chorizos colgantes y grandes porciones de queso, al mejor estilo francés. Más hacia el fondo hay un tercer ambiente que es una especie de salón reservado para ocasiones especiales, con varias mesas grandes en diferentes lugares del espacio.

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Decidimos ubicarnos en el que sería el ambiente principal, cerca de la barra. A las seis de la tarde, había varias mesas ocupadas por gente de diferentes edades que a juzgar por sus trajes, estaban haciendo un after office. Algunos otros aprovechaban el lugar para hacer reuniones de negocios a la última hora del día, también algunos turistas llegaban atraídos por la fachada atractiva del espacio.

Uno de mis amigos decidió “merendar” primero por lo que se pidió un café con un cheesecake que vale decir estuvo delicioso. Esa textura suave en la que la jalea se difumina con la masa y el sabor transita entre lo dulce y lo salado. Siempre me pasa que la cerveza me da un poco de hambre así que además de devorarme la picada de maní, le eché mano al cheesecake. Lo siento, amigo.

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Más tarde, nos pedimos una picada para tres y aunque la mesera nos advirtió que podía ser mucho para nosotros aceptamos el desafío. No se equivocó en la advertencia. La picada fue abundante, con jamón ahumado, jamón serrano, aceitunas, pan artesanal, salame, queso azul, brie, roquefort, mozzarella, paté de hígado, humus y otras salsas que no logré identificar. La ubicación de cada ingrediente convertía a toda la tabla en una especie de cuadro que daba pena desarmar. Vale destacar la variedad de sabores que permitieron un maridaje interesante para charlar mientras probábamos esas diferentes combinaciones de quesos y jamones.

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Volvimos a pedir otra ronda de cervezas y esta vez agregamos una Rabieta American IPA. Aunque era buena, el sabor resultó demasiado fuerte. Agradecí no haber sido yo el que la pidió.

Ir a La Rabieta fue un grato descubrimiento. Las cervezas de la casa superaron mis expectativas con sus sabores atrevidos y con mucho volumen. Aunque se encuentra en una zona muy top de Palermo, los precios del lugar son modestos y adecuados. Sin duda es un bar que vale la pena visitar una y otra vez. Con seguridad volveré en mi próxima visita a Buenos Aires pero exclusivamente por la noche, cuando la música cambia, cuando el ambiente de luces tenues se apodera del bar y cuando el murmullo, las charlas entrecortadas, las risas ocasionales se ponen a tono con el eventual choque de jarros de cervezas para celebrar por un encuentro, por un año más o por la vida misma.

Tarde de verano en El Banderín

IMG_7258Había escuchado hablar de este bar en muchas guías de viaje. En varios sitios web lo colocan como uno de los lugares imprescindibles para visitar en Buenos Aires. Claramente no tiene la fama que puede tener El Tortoni, donde encontrar una mesa puede ser todo un parto complicado, pero por la fotos pude observar que El Banderín era en un bar que valía la pena visitar. Me bajé en la estación Gardel de la línea B, salí por el Abasto Shopping y con la ayuda del GPS, llegué hasta Guardia Vieja 3601, en pleno Almagro. Fue fácil identificar el bar entre los demás de la zona por sus letras pintorescas de fileteado porteño. Aunque pequeño, es un bar con mucha personalidad, clavado en toda la esquina de Guardia Vieja y Billinghurst.

Las mesitas afuera del bar sobre la vereda, la ocupaban los eventuales turistas y locales que acuden por unas cervezas bien frías y así equilibrar el calor sofocante del verano. El día de mi visita hubo una sensación térmica de 38 grados, por lo que unas birras caían perfecto para ese momento.

IMG_7262Ya en el interior del bar, que por las tardes funciona más como un café, banderines de clubes de todo el mundo decoran todas las paredes del lugar, en especial en la parte de la barra. Aunque no había música en el espacio, el sonido ambiente se llenaba con el bajo volumen de un partido de fútbol y la charla del encargado con uno de los meseros.  La política y la vida en el barrio, eran sus temas principales de conversación, como suele suceder en cualquier barrio porteño que se respete.

A pesar del verano, el espacio está bien aireado y nunca sentí calor. Como de costumbre, me pedí como merienda un café con leche y medialunas, mientras observaba cómo caía el sol en Almagro. La zona ha tenido un resurgimiento turístico y hay bares, restaurantes típicos por todas las calles aledañas. Una visión muy diferente a la que se puede tener del modernísimo Abasto Shopping, anclado en una zona tanguera, cuna de Gardel.

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Luego me pedí una cerveza Patagonia, que por lejos es mejor que la Quilmes tradicional (Lo siento por los fans). No la había probado anteriormente así que fue todo un descubrimiento tomarla y mucho más en esos 38 grados a las siete de la tarde (tarde, porque el sol se oculta pasadas las 8 en verano). Al pedir la cuenta, como en muchos bares de San Telmo, el desglose del pedido junto con los valores, se hizo en el momento, a puño y letra. La atención del lugar, vale destacar, fue excelente.

Ya a la salida del bar pasé por una tienda de encurtidos llamada La Casa de las Aceitunas, un lugar hermoso donde  las aceitunas de almacenan en barriles gigantes. Las hay de todos los colores, formas y texturas. Fue difícil elegir cuáles llevar. Los dueños generosamente me dieron a probar muchas de las aceitunas. Al final me llevé aceitunas de varias clases, un aceite de coco, un chimichurri casero, unas alcaparras y unas macadamias.

Volviendo a El Banderín, debo decir que sin duda alguna es uno de esos must de la ciudad que no se puede dejar pasar. Superó ampliamente mis expectativas. Es un lindo lugar leer para leer, escribir, charlar. Me llevo un grato recuerdo de este espacio y me quedo con las ganas de volver a visitarlo en el futuro, sobre todo ya en la noche, donde seguramente tiene una movida muy diferente.

Un nuevo viaje

Viajar me produce ansiedad. De la buena y de la mala, digamos. De la buena porque me estimula lanzarme y de la mala porque el miedo como instinto, busca cohibirme. Al final siempre (o casi siempre) decido aventarme porque la buena ansiedad me hace sentir al mundo como si fuera mi casa. Contradiciendo a mi papá, quien siempre en cada viaje me dice “estás solos contra el mundo”, yo siento que en realidad estoy con el mundo. El viaje es un camino a lo desconocido que necesito sentir, encontrarme con otros idiomas, hábitos diferentes, calles extrañas, aires distintos. Incluso en un destino que conozco tan bien como Buenos Aires, la ciudad siempre me tiene alguna sorpresa. Por ello siempre me es grato volver y cada viaje trae un cúmulo de experiencias, llenando un check list que siempre está en renovación.

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Desayuno en el aeropuerto mientras esperaba el vuelo a Buenos Aires. A la derecha, mi nuevo diario de viajes.

En este nuevo viaje voy solo, como tantas otras veces. Algunos amigos me preguntan -o reclaman- por qué no aviso a dónde voy a viajar para armar algo en grupo. En realidad no tengo una respuesta concreta para eso. Supongo que elegir un viaje parte de un impulso, es algo poco racional al inicio. Creo que además me acostumbré a tener la vivencia del viaje solo: Elegir el hotel, la aerolínea, las escalas, los lugares que visitaré, según mis propias “necesidades”.

También es verdad que en medio de un viaje solo, dan ganas de compartir con alguien la experiencia. Para suplir esa falta, uso las redes, comparto lo que como, lo que veo, el estado del tiempo, lo que percibo. Me encanta el diario de viaje en compañía, además de una buena lectura. Para el viaje de ahora me atiborré con tres libros: Big Magic, Getting Things Done y Nefando. Son compañeros que iré alternando en los breves tiempos muertos en las escalas y antes de dormir. En un viaje como este, la idea no es terminar los libros o devorarlos, sino que cumplan con su misión de compañeros. Pensando así, nunca viajo realmente solo. En mí resuenan esos personajes, pensamientos y voces de esos autores, como un susurro en el aire, en las pisadas por las calles y en el enrarecido aire caliente del hemisferio sur en verano.

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La merienda de hoy, sábado.

Creo que en los viajes, cualquiera que éste sea, hay que entrar, no quedarse nunca en el borde. Hay que nadar, ahogarse, ensuciarse, para luego ver lo pequeños que somos cuando no recorremos el mundo.

Es por esto que agradezco darme, una vez más, la oportunidad de viajar.

Dejo por acá una canción que me acompaña en este viaje, a manera de soundtrack:

Mi crónica de viaje en La Revista de El Universo

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Hace unos meses estuve en Buenos Aires (como suelo hacer con frecuencia) y decidí visitar Campanópolis, un lugar que desde hacía tiempo quería visitar. El trayecto fue toda una experiencia: Colectivo, taxi, caminata. Valió la pena todo para descubrir un paraíso medieval en el Gran Buenos Aires.

Acá dejo el link para leer el artículo completo:

Aldea Medieval en pleno Buenos Aires

Radiografía

I

Expulsado a propio gusto. El cuerpo llegó primero que el corazón y una rara calma me difumina en la ciudad. La última gran capital del continente, temperamental en los inviernos, ácida en los veranos.

Escucho, me callo, el acento delata. Soy el extraño, el extranjero, el exótico. Pero no cumplo con el retrato tropical. Decepciono.

II

Fluyo con la linfa de la ciudad. He encontrado una nueva casa. Me invado de las calles del Bajo. Me apropio de Alem, Reconquista, 25 de mayo. Me difumino en los alcoholes de amores pasajeros hasta encontrar la raíz en un tango sin nombre. Aun los huesos se rompen con la acidez de la gente. No me dejo dormir. Me acomodo.

III

De vuelta a la ciudad de origen. Nuevamente el cuerpo ha llegado primero. Un acento enmarañado de vos y de tú recuerda la contravía en las entrañas. Me reconozco en la morfología del vacío. Me muevo parchado, con la cabeza metida en un bandoneón ilusionado. Me expulso, me voy, viajo, eyaculo.   

Finalmente, transmutado.

Mi otra casa

Soy medio nómada, de piso móvil, de músculos inquietos y sufro de síndrome de vuelo constante. Necesito escapar a otros parajes, refugiarme en calles diversas y cafetear sin propósito alguno. Aunque me seduzca elegir una ciudad del mundo por descubrir, hay una casa a la que siempre amo volver, para retomar abrazos, respirar avenidas, hablar en dialecto.

Mi otra casa tiene anfitriones diversos y siempre hay fiestas, asados, charlas eternas, chistes boludos. Siempre tiene nuevos rincones por descubrir. Puedo descansar si quiero, salir, comer hasta reventar, escribir en servilletas, en papeles sueltos…

Puedo recorrer mi otra casa sin temor a perderme y si pasara, sería el mejor pretexto para vivir un personaje lunfardo, ahogándome en el frío polar de julio o en la soledad del verano en enero.

Mi otra casa tiene inviernos melancólicos, otoños románticos, primaveras cinematográficas. Mi otra casa queda al sur del continente, donde el mundo parece terminar y sólo tiene como rival la extensa Patagonia y la gélida Antártida.

Mi otra casa es Buenos Aires.

Saudade de Domingo #44: De Buenos Aires a New York con escala en Guayaquil

Ni bien me subí al avión en Buenos Aires (con toda la pena que siempre me embarga cuando salgo de Ezeiza) empecé a sentir un dolor en las amígdalas que luego se se agravó en la escala en Santiago. El trayecto Santiago-Guayaquil fue una tortura, con fiebre, escalofríos, dolor de huesos y dolor de cabeza. Rogaba para que se amainara el dolor, pero nada. En algún momento hasta llegué a tener ganas de vomitar, pero afortunadamente no pasó.

Al llegar a Guayaquil, no daba más. Sentí que me iba a desmayar en cualquier momento y esa misma noche comencé un coctel de pastillas para desinflamar las amígdalas, bajar la fiebre, aliviar la cefalea. Al día siguiente me reintegré al trabajo y las amígdalas seguían igual de inflamadas, tenía fiebre cada seis horas. El malestar se unió a mi desesperación al imaginar mi cuadro al viajar a New York el sábado. ¿Podría viajar? ¿Mi sueño de meses se desvanecería por un trancazo inoportuno? El panorama gélido de temperatura en negativo en la gran manzana me hacía pensar lo peor. Estaba tan angustiado que ni siquiera me atreví a hablar de mi estado con mucha gente. Sólo mi familia lo sabía. Del miércoles al jueves casi no dormí nada por el dolor de amígdalas y la fiebre repentina. Fui con mis papás a visitar a una tía doctora y al ver mis amígdalas dijo: Están enormes, parecen dos limones!”. En ese momento me inyectó penicilina luego de hacerme la prueba cutánea de la misma. Recordé el dolor que causan ciertas inyecciones en las nalgas. Pasé el jueves resolviendo temas bancarios con la nalga izquierda adolorida y con las amígdalas hechas mierda todavía. Hice mi check in con desconfianza. En mi cabeza seguía rondando la pregunta ¿lograré viajar? ¿y si no mejoro? Ante estos momentos el apoyo familiar fue fundamental. Nunca pusieron en duda mi viaje, tenían fe de que yo iba a a mejorar, aun cuando comer o tragar saliva era toda una tortura.

El jueves por la tarde visitamos a mi tía en su consultorio y me puso la segunda inyección, luego de haber tenido un largo día de fiebres recurrentes y pocas horas de sueño. Ahora el dolor estaba pareja en las dos nalgas, así que sentarme o subir escalera era toda una proeza. Solo pensaba en New York, en el taller de escritura, en los textos que leeré, en lo que escribiré. Sólo ahí caí en la cuenta que por todo esa infección en la garganta no había podido disfrutar de la previa de mi viaje a New York. Las amígdalas se habían tomado el centro de atención y desplazaron a New York dentro de mis prioridades de pensamiento.

Mi mayor alegría fue despertar el sábado y sentir que mis amígdalas se habían desinflamado bastante. Todavía dolían pero estaba bien. Me bañé, me vestí, cerré la maleta y con todo fui con mis papás a visitar a mi tía a su casa para que me pusiera la tercera inyección.

Ya en la sala de espera del aeropuerto, recién pude descansar y sentir que lo había logrado, que a pesar de todo, estaba ahí, a las puertas de cumplir mi sueño. quizás uno de las más hermosos que tenga este año. Me volví a sentir feliz como no me sentía desde hacía varios días. Era como estar al final de la primera parte de una saga de películas. Pensaba en mi primera vez en Estados Unidos y de paso en New York, en ese monstruo de ciudad a la que solo he visto en el cine. No tengo familia ni amigos en esa ciudad y eso en lugar de desanimarme me alegra. Voy a conocer New York por mí mismo como hice con Buenos Aires en el 2011, cuando llegué una mañana de mayo y la última capital de Sudamérica me era completamente desconocida. Quiero trazar mi propia cartografía en New York, caminar mucho, tocar sus calles, respirar su gélido aliento de invierno, conocerla a solas, sin disputarla con nadie como buen Aries posesivo que soy.

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Luego de una escala calurosa en Panamá, llegué al John F. Kennedy Airport. Dos horas y media en la sala de migración para atender a 500 pasajeros frente a 5 oficiales…! Fue desesperante, pero la espera valió la pena al recorrer parte de la ciudad desde el aeropuerto hasta el hotel. El recorrido me pareció muy similar al de Ezeiza a Buenos Aires. En algún momento, confundido entre el inglés y el español sentí nostalgia por Buenos Aires y por Guayaquil. Tonterías mías, pues no es que me voy a quedar mucho en New York, pero de alguna forma, siento que este viaje me dará un gratísimo aprendizaje y sólo pensarlo me emociona. Quizás mi forma de mirar, de escribir, de encarar un proceso creativo sea un poco diferente a mi regreso a Guayaquil o Buenos Aires. Y eso estaría muy bien. En abril cumplo 31 y quiero seguir creciendo, reinventándome, de lo contrario no tendría sentido cumplir años.

Hoy caminé por Highline, Chelsea img_9654y West Village con un frío de -7. Hablar en inglés con la gente o escuchar conversaciones me hace pensar que estoy en una película y en ciertas partes siento la falta de los subtítulos. Es como si la recepcionista, el policía, la pareja de novios, la abuelita que cruza la calle fueran personajes y no personas que actúan para mí en inglés. Y yo me siento también un personaje que imita inflexiones de voz como haría Al Pacino, Bryan Cranston o John Hamm.

Mañana empieza el seminario de escritura por el que he venido a New York. Tengo muchas expectativas con los contenidos, con los profes y los compañeros que tendré. Me siento como el día previo al empezar la universidad o el día anterior al iniciar la maestría. Me gusta esa sensación de incertidumbre, de vacío que me invita a lanzarme y ver qué pasa. Qué lindo que además sea en New York, una ciudad con la que sentía una deuda pendiente al no haberle dado espacio entre mi lista de destinos.

Saudade de Domingo #13: Nuevo Hogar

“Cuidado con lo que deseas, de pronto se puede hacer realidad”, dice un viejo adagio. Hace años atrás, cuando aun estaba en la universidad pensaba que me encantaría vivir en el centro de la ciudad, palpar sus venas desde el corazón, vivir el saborcito porteño de la urbe, con la brisa del Guayas y la jauría de autos en hora pico. Me parecía que el centro era el mejor panorama para sentir en la piel la humedad guayaquileña y escribir bajo ese estupor alguna novela, un guión o una obra de teatro. No se dio la oportunidad en aquellos momentos pero el destino o el universo alineó las cosas para que durante mi estancia en Buenos Aires pudiera vivir en el centro de la ciudad. A pesar del caos siempre me sentí afortunado viviendo allí. Y fueron tres años.  La emoción de lo nuevo pasó pero el centro seguía siendo para mí ese punto neurálgico en donde todo converge y de donde todo sale. Tenía todas las líneas de colectivo y subte posibles, las grandes manifestaciones políticas tenían como escenario el centro porteño, el termómetro de la ciudad estaba ahí en Avenida de Mayo, Rivadavia o Corrientes. Ese rincón de Buenos Aires nunca dejó de sorprenderme.

De vuelta a Guayaquil, con el regreso a casa de mis padres, vino el impacto de volver al nido, ser hijo de nuevo y comprobé algo que ya me sospechaba: había cambiado, mis costumbres eran otras, se habían fusionado con las argentinas y algunos aspectos se me volvieron poco soportables durante la convivencia. Me prometí mudarme pronto pero los meses pasaron, era necesario saldar algunas deudas y la idea de la independencia se fue tornando lejana.

Por circunstancias de la vida, apareció -o recordamos- una suite familiar que estaba subutilizada como bodega en el centro de Guayaquil. Dada la visita de unos parientes fue necesario pensar en una salida para que la casa de mis padres pudiera acoger a los familiares: debía salir yo de la casa. Lejos de parecer un castigo o una obligación, era la prueba de que debía alzar el vuelo como ya lo había pensado desde mi regreso a Guayaquil. Así que con la ayuda de mis papás empezamos la ardua tarea de poner ese departamento en condiciones óptimas para que pudiera mudarme. Diez años pasó la suite convertida en una bodega. En las primeras visitas era imposible encontrar un milímetro de espacio que no estuviera ocupado, aun cuando al final de cada salida, colocábamos varias fundas de basura desechando lo que no servía. En algún momento pensamos abortar la misión pero por algún motivo más allá de la urgencia familiar, hizo que siguiéramos a pesar del panorama que se nos presentaba.

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La vista de mi ventana desde la suite

Finalmente pude mudarme esta semana. La sensación aunque es de libertad también me resulta extraña. Es la primera vez que vivo solo en mi propia ciudad. Pude vivir tres años en Buenos Aires sin problemas y creo que podría hacerlo en cualquier otra ciudad tranquilamente, pero mudarme solo en mi ciudad, continuando con mi trabajo, con mis salidas de amigos pero ahora desde otro punto de partida, es algo que se me hace extraño y que todavía ahora me suena diferente. Sé que es parte de la adaptación, de irme apropiando del espacio, de las calles, de ir construyendo mi propia cartografía. Por fortuna en esta nueva etapa no estoy sólo del todo. Me acompaña un pequeño amigo: Noé, un perrito de dos meses, al que ya siento como a un hijo. Siempre he tenido mascotas en casa de mis papás pero ahora Noé es mi entera responsabilidad. Ya mal que bien podía cuidarme y ahora debo velar también por él, ocuparme de sus necesidades, de su alimentación, de su limpieza. Me estoy descubriendo en otra faceta y me encanta el nexo que estamos creando.

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Con Noé

Así que el deseo de universitario terminó cumpliéndose. Ahora vivo en el centro y aunque no sé por cuánto tiempo será, aprovecharé el tiempo para respirar el río, vivir otra parte de la ciudad, adentrarme en sus recovecos culturales, viendo el crecimiento de Noé y el mío propio, esta vez como otro Santiago en el centro guayaquileño.