Me propongo escribir hoy a modo de regurgitación, divagando sobre la escritura. En primer lugar para clarificar las lecturas y conversaciones relacionadas que tuve esta semana sobre ese acto creativo que en principio parece solitario aunque en realidad convoca toda una serie de dispositivos. Debo agradecer a mi amiga Bertha Díaz, por su generosidad al compartir sus inquietudes respecto al acto de escribir en su taller sobre el cuerpo como activador de escrituras.
2
Habría que encarar el proceso de escritura/creación (llámese una obra de teatro, un cuento, una novela, una canción, etc.) buscando «desautomatizar los sentidos», tratando de percibir el entorno de otra manera. En nuestros espacios, los cincos sentidos han sido formateados para que sean usados iguales. El mirar, el escuchar, el oír, el tocar, el saborear tienen formas tan fijas que cualquier intento de cambio, resulta extraño. De ahí que algunos creadores como Lynch, Lispector, Bergman, Artaud o Dalí, causen extrañeza, ya que claramente se han propuesto subvertir el orden en que perciben el mundo. La propuesta sería, por tanto, poder establecer «otra» relación posible con las cosas.
3
La escritura siempre trae al presente una ausencia de «algo». El que escribe a través de la palabras, de las melodías, de las imágenes intenta atrapar, fijar aquello que ya no está y que el lector (en su sentido amplio) percibe como real y presente. Es decir, el que escribe «intenta» ser los ojos, los oídos, la boca, la nariz, la piel del lector.
4
En el acto de escribir está implicado el cuerpo del que escribe y su cuerpo trae a otros cuerpos simbólicos y físicos: sus memorias, sus referentes, su genética, sus relaciones con los otros. Por tanto, la escritura es una sinfonía, un concierto en el que intervienen muchas voces. El escribir es un constante desplazamiento.
5
Así como hay cuerpos que intervienen e inciden en la escritura como una antesala, en el mismo acto de escribir, surge «algo más». Aparece algo que es nuevo para el que escribe y que no puede controlar. Es un «algo» que aparece fruto de la potencia, de la fuerza de los sentidos. Jean Luc Nancy, a propósito de la escritura crítica diría que es «sacar a la luz un carácter».
6
Ese «algo» que emerge luego propicia una forma específica: un guion cinematográfico, una novela, un cuento, una canción, una pintura o híbridos de todo lo anterior. Al cambiar la manera de usar los cinco sentidos, se habilitan nuevas posibilidades, emerge «algo» que luego tendrá un gestus, un formato específico.
7
De modo que el cuerpo del escribiente trae otros cuerpos a su antesala y en el acto de escritura surge un carácter, producto de buscar una relación más sensorial con el mundo. Bajo esta visión el que escribe (en el más amplio sentido de escribir), se vuelve un «operario» que permite que emerja «algo» nuevo. Lo importante ya no será pensar en el artista y su ego creador, sino más pensarlo como un canal que permite la aparición de nuevas fuerzas, de nuevos caracteres.
8
La escritura siempre está inscrita en una red de temporalidades, de espacios, de afectos, de cuerpos. Por tanto escribir no es soledad.
Era mi segundo día en París. La ciudad se vestía de un color ámbar con nubarrones dispersos, por lo que parisinos no perdieron la oportunidad de lanzarse a las plazas y recibir un poco de sol. Claire, mi gran amiga de la época universitaria, me explicó que cuando se asomaba aunque fuera un rayo de sol en París, el espíritu colectivo cambiaba. Todos repentinamente eran felices, las amistades se reforzaban, el amor se volvía posible y los largos paseos parecían tener la misma duración desde cualquier punto de la ciudad. No nos sentamos sobre el pasto de ninguna plaza (aunque lo hubiera querido) pero sí recorrimos algunos puntos tal como lo habíamos planificado. Estuvimos en la casa de Víctor Hugo, almorzamos en un pequeño restaurante de Le Marais, nos introducimos en la catedral de Notre Dame. Nos tomamos las fotos respectivas que subimos enseguida a las redes, a la espera de likes. Claro, no se viaja igual si no estás acompañado de comentarios de admiración o de recomendaciones en Facebook o Instagram.
Una vez que cruzamos el Pont Saint Michel se podría decir que empezó, sin haberlo buscado, una nueva etapa de lector para mí. Me encontré con la librería Gibert Jeune. Su característico amarillo intenso era una sorpresa dentro de la paleta de colores de París que prefería los colores tierra en contraste con los rojos. Pronto me sumergí en los estantes de libros en rebaja que se ubicaban a la entrada de la librería. Claire era una lectora asidua. Habíamos comentado varios libros en diferentes momentos durante la universidad pero nunca habíamos visitado una librería juntos. Me alegré de tener en ese instante la oportunidad de re-conocernos entre libros. Yo hasta ese momento no sabía que Gibert Jeune era una librería que tenía más de cien años de existencia y que además compartía el mismo origen con otra, Gibert Joseph. Claire me explicó un poco de la historia de cómo se dividieron los dueños, de las diferentes sucursales de Gibert Jeune (casi todas en la zona de Saint Michel) y sus eventuales compras de libros de arte en esa misma tienda, cuando aun cursaba en el Intuit Lab.
Ya en el interior, la librería se abría como una casa majestuosa de diferentes pasillos y con gente circulando con varios libros y niños de la mano. Los dependientes de la tienda ofrecían su ayuda a varios clientes desorientados y algunos otros acomodaban los libros que por descuido o pereza, ciertos visitantes colocaban donde mejor podían, en un intento por deshacerse de aquello que ya no querían leer. Algo en su ambiente me recordó a la Strand de Nueva York, por lo que me sentí un poco en casa. Esa primera planta estaba destinada a útiles escolares, stationery y herramientas de arte. Me alegré al
encontrarme con un letrero grande que indicaba la distribución de los libros en todo ese caserón. Sin pensarlo fui al segundo piso, donde se encontraban todos los de literatura. Claire seguía mis pasos con curiosidad. Supongo que le intrigaba saber qué libros escogería. Por unos breves segundos, mientras sentía la mirada entusiasta de Claire, pensé en la responsabilidad que tenía al escoger un primer libro. Decidí jugar a lo seguro y saqué de la estantería L’étranger de Camus. Claire sonrió y me dijo que Camus fue un autor clave para ella en sus primeros años en París, cuando todavía se sentía ajena y orgullosa de su corazón mediterráneo. Le comenté que había leído poco de Camus y más de Sartre. Ella respondió que había leído poco de Sartre y más de Simone de Beauvoir. La breve charla se interrumpió por un mensaje que Claire recibió de su hermana. Yo volví a los libros, me encanté mirando las portadas, recorriendo las páginas de libros de literatura francesa como si los descubriera de nuevo, ahora en su lengua original. A mi alrededor la gente entraba y salía, escuchaba retazos de conversación en las que alguien recomendaba o defenestraba a un autor. Otros, más jóvenes, se sentaban en el piso con audífonos a leer mientras otros como yo, preferían leer de pie, frente a las estanterías.
Luego del mensaje, Claire recorrió por su cuenta varios estantes. La soledad es buena compañía en pocas dosis cuando se entra a una librería. Yo por mi parte, ya tenía entre manos varios libros que decidí comprar, aunque confieso que la elección estuvo mediada por dos variables: el peso ligero del libro (para no pasarme de lo permitido en la maleta) y el interés que me despertaba el autor. Minutos después apareció Claire con un libro en mano. Debes leerla, me dijo mientras me mostraba la portada de un libro en la que una mujer muy blanca, despeinada y de labios rojos miraba fijamente al lector potencial. Era una suerte de vampiresa moderna cuyo nombre ya había escuchado aunque nunca la había visto: Amélie Nothomb. Recordé haber leído una entrevista que le hicieron alguna vez en el diario El País y recordé también haber tenido la sensación de querer leerla.
Mientras leía la contraportada, Claire desapareció unos segundos para traerme otros libros de Nothomb: Hygiène de l’assassin, Le sabotage amoureux y Les Catilinaires. Los tres libros eran de la editorial Albin Michel, con la que Nothomb tiene contrato de hace muchos años. Los tres eran livres d’occasion, como se denomina en francés a los libros de segunda mano. Aunque Claire es tranquila y analítica, su alma de diseñadora transgresora se manifiesta en sus lecturas. El universo tragicómico de Nothomb le atrae y casi con orgullo, dice haber leído todas sus novelas publicadas. Por ella supe que Nothomb había vivido gran parte de su vida en Japón y que de alguna manera varias de sus novelas se remiten a esa experiencia, especialmente en Stupeur et Tremblements, que fue el primer libro que me mostró. Ante su entusiasmo, me sentí en la responsabilidad de leerla. No quería desairar a Claire devolviéndole los libros con una sonrisa mientras le decía que ya había elegido mis libros. De modo que me tocó negociar entre Camus, Céline, Reza y Le Clézio para convenir quién se iba conmigo y quién se quedaba en el estante. Por cada libro que dejara, entraría uno de Nothomb. Así fue como abandoné Voyage au bout de la tuit de Céline y Théâtre de Reza y entró Stupeur er Tremblements y Hygiène de l’assassin. Me propuse empezar a leer el primer libro ni bien llegara al departamento de Claire. Quería conocer cómo Nothomb había logrado insertarse como mujer occidental en una empresa japonesa, cómo una belga de habla francesa tan irreverente se insertó en el mundo laboral nipón donde la jerarquía tiene un peso omnipotente. Delante de Claire leí algunos párrafos y sentí que sería amigo de Nothomb.
Luego, entusiamada, me hizo leer el inicio de Hygiène de l’assassin, en el que un escritor octogenario, Premio Nobel de Literatura al que le quedaban dos meses de vida, era asediado por periodistas de diferentes partes del mundo en busca de una última entrevista. El escritor había ordenado a su secretaria que hiciera una estricta selección de ese único periodista siguiendo entre otros criterios, que no fuera de lengua extranjera, que no fuera negro, que no fuera de ninguna revista femenina o de algún canal de televisión. La escritura de Nothomb fluía en mí como si fuera música, aunque no soy un francoparlante nativo. Las eventuales palabras desconocidas las deducía por contexto y seguía en la lectura mientras Claire me escuchaba. No estaba muy seguro de mi francés pero Claire decía que estaba muy bien y me miraba como si me diera permiso de seguir con la lectura. De repente, me sentía en una clase de idioma del colegio con los ojos esmeralda de Claire, muy abiertos, muy expectantes, como si sintiera que se acercaba algo importante dentro de la novela. Sudé un poco por el compromiso que me puso Claire en ese momento pero también por esa pequeña escena que teníamos en medio de las personas que circulaban en una librería amarilla de la plaza de Saint Michel. La situación me resultaba digna de Nothomb. Terminé las dos primeras páginas y ya sentía que detestaba al escritor anciano. No te imaginas lo que vendrá, me dice Claire con una leve sonrisa como quien guarda un lindo secreto.
La lectura de Nothomb me dejaron un poco alterado. Las palabras retumbaban en la cabeza, así que mientras estábamos en la fila para pagar, no dudé en volver a la lectura. Claire, muy cerca mío, lee conmigo. A los pocos segundos, respirábamos al unísono, con la armonía de un reloj de pedestal. El sonido suave de su respiración me hizo sonreír y ella como respuesta, sonrió también. No supimos en qué momento pasamos de la sonrisa a la risa amplia, en medio de la fila con parisinos callados que se encontraban entre su pantalla de celular y el libro que iban a comprar. Claire era ahora una Nothomb y yo tenía el privilegio de estar con ella. Toqué una de sus manos (no recuerdo cuál) y entrelazada con la mía llegamos a la caja. A la salida de librería, respirando el invierno de París, caminamos por el boulevard Saint Michel y ya en el Jardin de Luxembourg, saqué Stupeur et Tremblements. Leímos a dos voces, casi en susurro, las primeras cinco páginas de la novela.
En un abrir y cerrar de ojos. Este espacio se ha convertido en un pozo de emociones contenidas, algo que no imaginé que pasaría, que empezó como un hobbie, un juego que podría morir en cualquier momento, como ya ha pasado con otras iniciativas. Creo que lo que me gusta de este espacio de Saudade de Domingo es poder escribir sobre lo que sea, sin importar el tono que sea. Total, es mi lugar y todo es muy subjetivo acá, no busco ni expongo verdades sino lo que siento en determinado momento y una vez que otra sale algo de lo que me enorgullezco. Tampoco suelo releerme por temor a querer editar. Así que lo que salga por acá queda para quien lea y que vea qué hace con eso.
Desde octubre de 2015 que empecé con esto han pasado tantas cosas. Graduación, viajes, películas, procesos de teatro, escritura. En algunas cosas he avanzado, en otras siento todavía un estancamiento. Son aspectos que toman tiempo ir deshaciendo y que capaz cuando llegue a las 100 ediciones algo hayan cambiado (espero). Una pregunta que suelo hacerme a veces sin esperar una respuesta es «¿qué tanto me parezco a lo que escribo?». Siguiendo una idea lógica se supone que la escritura debería ser una suerte de espejo o radiografía de quien escribe, donde además podría dilucidar qué influencias tenía en determinado momento. Sin embargo no estoy muy seguro de parecerme a lo que escribo o quizás es uno de los tantos yoes que tengo. A lo mejor en mi escritura sucede algún proceso esquizoide en el que soy y no soy lo que escribo. Surge quizás alguna especie de canalización de donde brotan ideas, personajes, situaciones que muchas veces quedan como engendros a medias sin un derrotero concreto. En ese sentido creo que el descubrimiento de la poesía gracias a María Negroni, me ha ayudado a desembocar esas imágenes sin sangre. Son apenas pincelazos que con suerte -o no- terminarán en un collage de algo. Desde hace algunos meses me ronda en la cabeza la idea de hacer algo con proyectos inacabados. Quizás un medio o largometraje de los cortos que quedaron minúsculos y que juntos puedan tomar otro despegue. No lo sé, es sólo una idea que me ronda y que madurará no sé cuándo.
Así que aquí estoy con mis 50 ediciones y mis incertezas. Voy por las 100 a ver qué onda.
På et Blunk significa «en un parpadeo» en noruego. El título en esa lengua nórdica apareció como una urgencia, una necesidad por tener un nombre, ya que desde la primera versión del texto no había un título. Me suele pasar cuando escribo que, o bien ya tengo el título que de alguna manera direcciona toda la obra en cuestión o empiezo a escribir sin título y a medida que avanzo me resulta cada vez más difícil decidirme por un nombre. Esta obra se encuentra en el segundo caso. Comencé a escribir el texto como parte de una tarea dentro del taller de entrenamiento para actores que tomaba con Itzel Cuevas. La idea era tener un texto para trabajar. Aun no estaba claro si se iba a hacer un montaje o no pero al menos queríamos hacer el ejercicio.
Luego de buscar entre varios textos ya escritos, decidí que debía escribir algo nuevo. Recuerdo que en alguna de las sesiones con Itzel, nos mencionó que el trabajo del actor consiste en revisarse, mirarse por dentro y luego exponer todo eso en escena. «De que es un proceso que puede ser doloroso, claro que sí, y mostrarlo también puede ser sanador», nos dijo con la convicción de alguien que tiene más de 35 años en escena, enfrentando personajes, estudiando textos, construyendo y rearmando montajes completos.
La sexta versión del texto, con la que ya empezamos a armar el montaje, en agosto.
Recordando sus palabras, me vino a la memoria el ejercicio final que había hecho durante un taller con Leo Van Cleynenbreugel, donde a modo de improvisación trabajé mi fobia a los controles de migración en los aeropuertos. Para sorpresa mía, toda esa improvisación causó mucha risa en Leo y en los compañeros talleristas. Había algo -o mucho- de chistoso en esa drama mío con los aeropuertos. Eran además situaciones fácilmente identificables y por las que todos, sin excepción, hemos pasado. Decidí entonces escribir un texto alrededor de ese tema, a mediados de junio de este año. Era totalmente literario, narrado más bien a modo de diario, en el que todo se concentraba en mi proceso mental frente a las situaciones de filtro en el aeropuerto (detector de metales, sellado del pasaporte, filas de espera, etc.). La primera observación de Itzel ante ese texto fue: «Está narrado todo desde la mente, el texto necesita tener acciones -físicas- para que lo puedas transitar». Vino una segunda corrección, en el que ese aspecto mejoró pero seguía sonando muy narrativo. Como nuevo ejercicio, Itzel me mandó a escribir el texto ahora enfocándome en las emociones. Era como la versión visceral de la segunda corrección, que debía escribirlo apenas para tener conciencia de qué me pasaba corporalmente con cada momento dentro del aeropuerto. En medio de cada revisión transcurría el tiempo ya que yo estaba a full con el trabajo en la facultad e Itzel estaba con el montaje de Romeo y Julieta. Así que el texto tenía ciertos lapsos de reposo, que ahora viendo en retrospectiva, fueron necesarios para que la historia se fuera gestando. Cada texto tiene su propio ritmo y modo de crecer.
Vino después una nueva versión en la que decidimos que había que involucrar al público, reescribiendo textos que debían ser dirigidos para los asistentes. En esa reescritura, ciertas momentos se borraron para siempre, otros se extendieron. Había que llevar la historia a un cuento y yo me volvería una especie de cuentacuentos en escena. Itzel me había dicho durante alguna sesión que yo tenía vis cómica, que era cómico por naturaleza y que podíamos utilizar eso en la escena.
Con esta nueva versión, el texto se potenció y mientras se trabajaba la escenografía, empezaron los primeros ensayos. Ya a esas alturas, el texto había pasado por varios nombres: Paranoia, En un parpadeo, La sala de migración, pero ninguno terminaba de convencerme, sin embargo había que elegir uno ya que teníamos fecha de estreno en el Microteatro GYE. Dado que la historia es el recorrido de un personaje que viaja a Noruega con su respectivo vía crucis, Itzel me dijo que quizás el título En un Parpadeo podría funcionar en noruego. Busqué en google translator, consulté con algunos conocidos noruegos y la traducción era Pa et Blunk. Sonaba bien y con la estética cómic, diseñada por Valeria Galarza, el título adquiría una apariencia pop art, retro, que me gustaba.
Las primeras versiones del texto de Pa et Blunk, cuando aun no se llamaba así.
Ahora ya en la última semana de På et Blunk, mirando hacia atrás y revisando las versiones, me doy cuenta del recorrido que ha llevado el texto. Lo que más me gusta es darme cuenta que la esencia, esa locura, ese frenesí por el viaje estaba presente desde el primer borrador. Aun el personaje estaba en embrión para ese momento, pero se fue fortaleciendo a lo largo de las reescrituras. Hoy en día es un tierno paranoico que vuela a Oslo a visitar a su tío y que trata de mantener íntegro su amor por los viajes, pese a los filtros en los aeropuertos. Esta semana que viene På et Blunk terminará sus funciones en el Microteatro GYE, con un personaje fortalecido, sorprendente y que ha crecido frente a mí.
Para quienes quieran ver På et Blunk en su última semana, estará de miércoles a sábado a las 20h15 y 21h55, en el Microteatro GYE (Av. Las Palmas #307, diagonal a la entrada de Miraflores de la Universidad Casa Grande).
«Escribe un texto sobre el que quieras trabajar», me dijo Itzel Cuevas al final de una de nuestras sesiones de entrenamiento actoral. El mandato me emocionó y al mismo tiempo me llenó de ansiedad. Tuve la misma sensación de incertidumbre que cuando alguien se entera que hablo varios idiomas y me dice: «dime algo en francés, en italiano, etc». Es como que agarra fuera de base y no sé qué decir. Mi cerebro entra en black out. Y lo mismo me pasó con ese texto que quería trabajar.
Como primera cosa, hice la del vago, esculqué en textos míos viejos a ver si encontraba algo interesante. Algunos me parecían chéveres pero no los sentía teatrales o no me interesaban para trabajarlos yo desde el cuerpo, así que al no encontrar un texto que me llenara, emprendí la escritura de uno nuevo. Por alguna razón pensé que debía escribir sobre algún miedo y ahí surgió la semilla: El miedo a los aeropuertos.
Esto es una paradoja porque amo viajar, vibro desde que elijo el lugar de destino, amo los ambientes de aeropuertos, pero le tengo terror a la sala de migración. Me pongo ansioso, nervioso, sudo frío, trato de disimular el miedo que me da y sólo respiro cuando ya estoy en el avión. Mientras escribía el primer esbozo de ese texto, recordé que ese tema ya lo había trabajado en un ejercicio escénico durante un taller que hice con Leo Van Cleynenbreugel, pero a modo de improvisación. Las líneas no las recordaba pero sí tenía clara la sensación de angustia, ansiedad que me produjo «revivir», «reproducir», la situación en la sala de migración.
Con el primer borrador, Itzel me dio ciertas directrices de movimientos antes de trabajar el texto como tal. Luego de algunas sesiones más, tuvimos un corte por el montaje de Romeo y Julieta donde Itzel actuaba y yo tuve un viaje a Buenos Aires. Cuando retomamos, vino la segunda escritura del texto. «Debe ser más dramático», me dijo Itzel. Entendamos por dramático las acciones y no el lloriqueo de telenovela mexicana. La segunda versión agarró fuerza, podía visibilizarse la historia, había un recorrido por diferentes momentos. En cuanto al montaje, Itzel había propuesto varias alternativas, todas geniales, pero resultaban muy costosas y difíciles para realizar, considerando además que si nos íbamos a presentar en el Microteatro, el presupuesto debía ser reducido.
Al final encontramos una propuesta más viable, recurrimos a los servicios de Valeria Galarza, una genia del cómic que dibujó para nosotros los paneles que utilizaríamos como única escenografía. En paralelo teníamos también a Diana Pacheco, mi gran amiga, compinche que siempre estuvo ahí para dar sugerencias, metiendo el hombro para conseguir utensilios, herramientas y hacer electricista, carpintera, pintora si fuera necesario.
Con la escenografía lista, pasamos a los ensayos. Los primeros bocetos parecían funcionar, pero luego sometiéndolos a la observación de personas en cuy0 criterio confiábamos, caímos en cuenta de ciertas falencias y vacíos que teníamos en el montaje, en mi interpretación y en el texto. Se volvió a pulir el texto, se modificó el movimiento escénico, se cambió mi modo de interpretación. Escrito así pareciera que fue fácil pero fue muy difícil, sobre todo para mí que era mi primera vez en un monólogo y de alguna manera estoy expuesto, desnudo (no literal) en escena. Tenía y aun tengo la sensación de ser un recién nacido en el mundo de la actuación y por tanto todo me parece novedoso, extraño y me cuesta todavía lidiar con los gajes del oficio. Desde la escena, ahora he entendido lo fundamental que es tener un director/a contigo. Como actor es imposible verse y muchas veces la propuesta que uno puede tener no es la más viable para el personaje o la obra. El director además debe fungir de coach a momentos y en esto Itzel ha sido importante para mí, siempre con la frase adecuada, en el momento preciso. Siento que con På et Blunk, he descubierto un campo nuevo, gigante, desconocido en el que me inserto sin tener certezas, de la misma forma que entré a lo audiovisual a los 18 años. Con miedos y con ganas. Vuelvo a ser aprendiz, alumno que necesita ser guiado y poner en práctica lo aprendido. En ese proceso he vuelto a ver de cerca los defectos de los que siempre intento huir u ocultar. Pero en el teatro no hay cómo mentir, no hay cómo evadir porque entonces lo que ve el público es falso, no es honesto. Así que me ha tocado mirar esos defectos, lidiar con ellos y usarlos en escena.
Itzel Cuevas y Jaime Tamariz, grandes amigos y maestros.
Las funciones han sido otra experiencia. Ninguna ha sido igual a la anterior. Siento que he tenido algunas buenas y otras que pudieron ser mejores, lo cual también me ha llenado de angustia. Los consejos de Jaime Tamariz (director del Microteatro GYE) sobre mi trabajo han sido acertados para seguir trabajando, buscando y para entender que el trabajo de un actor sobre su personaje no termina nunca. Justamente ayer veía una entrevista que la hacían a Penélope Cruz y lo que ella hablaba de su oficio como actriz me hacía mucho sentido. Era como caer en la cuenta de que mis ansiedades y miedos hacen parte del trabajo del actor y que toca convivir con esa sensación de caída libre. Ahora entiendo más por qué los actores y actrices parecieran siempre vivir al límite…
Estoy muy feliz por el proceso que estoy atravesando, me emociona pensar en el aprendizaje que obtendré hasta el final de la temporada de På et Blunk. Me encanta jugar en ese aeropuerto que hemos creado en la escena, en las situaciones hilarantes del personaje, reírme e interpretar muchas cosas que en realidad he pensado en una sala de migración. He llegado hasta hacerme algo «rubio», por el papel. Creo que me haré adicto a esta sensación de construir personajes. Me encantaría en el futuro hacer otra obra corta y quizás más adelante hacer algo audiovisual como actor, pero todo a su tiempo, paso a paso, porque todavía soy un neonato en la actuación. Estoy muy feliz por este proceso y por los amigos y estudiantes que han estado ahí para verme. Aunque a veces me siento desesperado, después de todo también estoy muy cuidado, acompañado en este proceso por personas con una calidad humana generosa. Luego escribiré como un balance sobre la temporada completa.
Con grandes amigos, luego de una de las funciones de la obra.
Y para los que quieran asistir, På et Blunk se presenta de miércoles a sábado, 20:15, 21:55, en el Microteatro GYE (Av. Las Palmas #307 entre Calle 4ta y 5ta).
Debe estar conectado para enviar un comentario.