Nos citamos en Saint Dennis, un barrio que en principio me aterrorizó. Marie no me había advertido de los contrastes producto de la gentrificación en esa zona de París. Ahora que lo veo con un poco de distancia, le agradezco haberme lanzado sin paracaídas. El tiempo se detenía mientras esperaba a que Marie llegara a Chez Jeannette y yo mientras deambulaba por los puestos de comida, de ropa, las peluquerías, los mercados con nombres de ciudades de Senegal, el Congo y Costa de Marfil. Había una música en el aire que flotaba a mi alrededor y de pronto parecía que estaba en alguna escena de la película La Haine. Sentí miedo pero más miedo tenía de encontrar a Marie. ¿Sería igual que por chat? ¿Su Instagram sería fidedigno o un aliado de mentiras?
A su llegada se disculpó por no haberme «advertido» sobre el barrio. Su pelo ensortijado se movía con la misma gracia con la que se liberaba de la bufanda y se ponía cómoda sobre la barra del bar. «No te va a pasar nada acá, aunque no lo creas es un barrio de burgueses, aunque por el día es un barrio africano». Marie agarraba el jarro cervecero con la maestría de quien ya tiene buenas horas de vuelo en charlas, fiestas y reuniones pero con la delicadeza y elegancia coherente con su cuerpo delgado de parisina treintañera. Contemplaba su cuello, estudiaba su sonrisa. Quería besarla, es la verdad.
Después de una cerveza, fuimos a un restaurante a cenar. Esperamos buen tiempo por una mesa al interior. Aprovechamos ese tiempo afuera, con el frío húmedo parisino opacando la piel para hablar sobre los franceses, sobre Latinoamérica, sobre su vida y sus viajes continuos por el mundo como periodista política. Trabajaba para varios medios en París, New York, México y Buenos Aires. Ser freelance era su lema de vida y en su piel vi marcada las huellas de sus decisiones. Era suave pero firme, apasionada al hablar y al mismo tiempo su mirada adolescente delataba que esto sin decirlo, era una cita. Y hacía mucho que no tenía una, como me lo dijo unos meses atrás en el chat del Instagram. O quizás del Facebook, porque las cosas más «íntimas», las charlábamos por ahí. El instagram era más informal y más del día a día. Nuestra cena se podría decir era una mezcla del chat de Facebook e Instagram con el español y el francés entreverados. Sin embargo, mientras la conversación fluía me preguntaba: ¿Qué pensará de mí? ¿Le gustaré? Quería besarla, es la verdad.

Luego de cenar, fuimos al canal Saint Martin, donde se grabó una famosa escena de Amélie Poulain. No lo recordaba pero en alguna charla le había dicho que me gustaba la película y ella además agregó que en un cierto chat yo le había comentado que acababa de ver por sexta vez la película. Estuvimos charlando un rato ahí, en uno de los puentecillos que atraviesa el canal. Me contó que en verano se llena de gente y París se hace vivible. Sus ojos brillaban con la misma intensidad de las luces reflejadas en el agua. Quería besarla, es la verdad.
Después pasamos por fuera del Hotel du Nord, que había sido escenario de una película francesa de los años 30 (quise buscar el título en el celu pero tenía que ahorrar megas). Me invitó a acercarme a la ventana ya cerrada para ver el cartel de la película. Hizo algún chiste con una frase de la película que no logré entender. Reírse sin que el otro se ría mata el chiste, de modo que, fingiendo solemnidad me dijo en francés que me pasaría el link de la película para que la viera y así poder lanzarme la frase de nuevo para que me ría. Su voz en francés sonaba más profunda y sin quererlo, corría con las palabras. Quería besarla, es la verdad.
De ahí emprendimos la vuelta hacia el metro. Nuestras manos se tocaban cada tanto mientras caminábamos por esas calles amarillentas, silenciosas, que solo se cortaban con nuestros planes para arreglar a Francia, a Europa y al mundo. Cada tanto enterraba mis ojos en los suyos. Quería adivinar lo que pensaba. Quería besarla, es la verdad.
Bajamos a la línea 2 del metro, pero nuestros destinos eran opuestos. Ella iba a Pigalle, yo a Ménilmontant. Nos despedimos con un abrazo y dos besos a la francesa. Quise decirle algo, quizás proponerle no tomar el metro todavía, agarrarle la mano y sentir la temperatura de su sangre. Sólo pude ver su sonrisa nerviosa, la misma que ya había visto en varios stories de Instagram cuando por su trabajo debía entrevistar a alguna figura importante. Quería besarla, es la verdad.
Luego nos mandamos mensajes por WhatsApp. Hablamos sobre nuestras impresiones de la cena. Nos gustamos, por fin quedaba claro. Me atreví a decirle, envalentonado por lo sádico que puede ser el WhatsApp, que hubiera querido besarla. El mensaje con los vistos azules y la ausencia de respuesta me hizo sudar en medio del abrigo pesado que cargaba. Segundos después apareció su respuesta: Lo hubieras hecho. Aunque luego se apresuró a escribir, quizás para no hacerme sentir tan pelotudo, que tampoco ella se animó porque soy un ser de paso. Le escribí, buscando una última oportunidad, que aun no me iba de París. Quería proponerle que dejara el metro y viniera a buscarme y nos diéramos ese beso. Quería besarla, es la verdad.
Su última conexión de cinco minutos atrás, mezcló mi ansiedad sudorosa con un miedo polar. Caminé por Ménilmontant a paso lento, lo suficiente como para que, en caso de que ella aceptara verme de nuevo, pudiera emprender la marcha de vuelta hacia la estación. Mis pasos en ralentí me introdujeron en una escena tarkosvkiana. Revisé el celu varias veces a la espera de su mensaje. ¿Y si se enojó? ¿Si le pareció que había traspasado algún código francés que yo no lograba comprender? Minutos después, ya cerca del departamento donde me hospedaba, Marie volvió a conectarse. Escribe, parece un mensaje largo. Se detiene, el estado ya no la muestra escribiendo sino solo «en línea». Seguramente está leyendo lo que ha escrito antes de enviar. Es metódica, lo sé, todos sus mensajes son perfectos, incluso los comentarios superfluos en las fotos de Facebook de sus amigos. Vuelve a escribir. Capaz que borró lo que quería decirme inicialmente. Me llegó su mensaje, escueto, económico, directo: Lo que pasa es que te vas, vuelves a Ecuador… Me sonreí, no sé si por pena, por mi ingenuidad o por el final de la noche en París. Quise besarla, es la verdad.
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