Saudade de Domingo #136: Caminar la pandemia

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Que la pandemia nos ha cambiado nuestro modo de vida no es ninguna novedad. Horas de teletrabajo, distanciamiento social, flexibilidad en la circulación, toques de queda, aumento de casos, quédate en casa, usa mascarilla. Frases que retumban en la cabeza y que con el tiempo se han incorporado a nuestro diccionario cotidiano. Naturalizar la angustia, minimizar el impacto, suena horrible pero es necesario para no enloquecer en estos meses donde todo es aún incierto. 

En medio de este panorama, el aquí y ahora se ha vuelto el mantra. No hay futuro, el pasado ya fue y estamos viviendo de manera forzada, esa máxima de vida que para algunos es la clave la felicidad. Vive el presente, aprópiate de lo que tienes ahora, agradece por estar vivo y si tienes la dicha de tener trabajo, agradécelo también.

Aunque creo que me he adaptado relativamente bien a estos tiempos de guerra (no de cañones y bombardeos, pero sí la que cuenta por centenas y miles a los fallecidos en todo el planeta), al inicio tuve mucha resistencia. Quería convencerme de que esto no duraría más que unos meses y que podía seguir armando planes a futuro. Pronto las estadísticas, los noticieros, los planes de vacunación, las noticias de amigos y conocidos vencidos por el virus me estrellaron la realidad en la cara. Esto no es algo a corto plazo y me atrevería a decir que tampoco a mediano plazo. 

Había que buscar un paliativo a la situación. La lectura y la escritura fueron grandes aliadas pero no suficientes, mi cuerpo empezó a enfermarse de cualquier cosa, las visitas al médico se volvieron parte de mi agenda semanal y es ahí cuando me di cuenta que algo (o mucho) estaba mal.

Tenía que mirar mi cuerpo, abrazarlo y trabajar con él, no dejarlo afuera de mi propia búsqueda.

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Así fue como empecé a salir a caminar, primero por las propias citas médicas o algún encuentro eventual con amigos y luego ya por la mera necesidad de hacerlo. Caminar se convirtió en ese momento de desconexión, de escuchar los latidos del corazón, de reconocer la respiración, de sentir la armonía de los músculos y tejidos. Con mis audífonos puestos y escuchando algún playlist personal o un podcast, recorro las calles de Urdesa, mi barrio y cada tanto también Kennedy y Miraflores, que son los barrios vecinos. En esa práctica que realizo en algún momento de la jornada que puedo darme una pausa, he descubierto calles pequeñitas, casas abandonadas, árboles monumentales, el pasto que crece junto al estero, los perros que custodian algunos hogares, las parejitas que salen a trotar al final de la tarde, los chamberos que escarban entre la basura en búsqueda de cartones, papel y plásticos. En estos meses en los que he aceptado esta realidad extraña, sin ningún plan de viaje a la vista (los que me conocen saben que viajar es mi vitamina), me he hermanado con mi propio barrio. Estoy muy orgulloso de ser urdesino, de ser parte de este nuevo centro de la ciudad, de ver cómo el barrio se debate entre ser comercial y residencial. Lo he visto despertarse a la mañana, rugir al mediodía con el sol que lo carboniza todo, fluir con la brisa del estero al atardecer e impregnarse de su energía un viernes por la noche. Todas esas urdesas que he conocido han sido gracias a este periodo extraño, en el que mi ciudad ha intentado volver a una falsa normalidad abriendo comercios y relajando restricciones. 

Necesito mi hora de caminata, la espero con ansias. A veces preparo el repertorio, a veces me dejo llevar por lo que me sugiere el iPod. Saco algunas fotos de esos recorridos sobre todo cuando algo se activa y me llama la atención. Estoy realizando en mi barrio aquello que siempre he hecho en mis viajes a ciudades desconocidas. Me he vuelto un turista de lo cotidiano, un flâneur, como diría Baudelaire.

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David Le Breton dice que caminar es desafiarse y sobre todo desafiar las convenciones establecidas, ya que caminar sin un destino fijo sería considerado hoy en día como «perder del tiempo». Pienso en estos youtubers amos de la productividad que cronometran sus horas de lecturas, de comida, de sueño y hasta sus idas al baño y seguro me torcerían los ojos recordándome que podría aprovechar esa hora en trabajar en algo que genere réditos. Pobres de ellos que aun no entendieron el dolce far niente de los italianos y que además no se han dado cuenta que atreverse a caminar sabiendo que el mundo sigue girando, es un acto político de resistencia individual. Es salirse momentáneamente del sistema y pendular casi ingrávido en los pensamientos, en la música, en el olor de la ciudad.  Caminar es una ruptura al caos, dirá Frédréric Gros, y en esa ruptura, hay poesía. Es un momento de creación, en el que cualquier cosa puede ser un disparador para algo. En esas caminatas sin rumbo, en esos devaneos urbanos, me han aparecido imágenes de historias que me apresuro en escribir a modo de apuntes en el celular. Esta misma semana, me han “llegado” ideas para una novela que estoy trabajando y que durante el mes pasado estuvo como en una especie de hibernación. 

Y el caminar me ha devuelto la elasticidad que necesitaba con esa historia.

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Caminar es también meditar. No hay obligación en hacer algo en particular, en tener una expresión determinada, caminar a un ritmo adecuado. No. El cuerpo, el viento, la luz dictan cómo será caminar ese día en particular. Hay días en los que me siento muy compenetrado con el caminar y otros días en los que lo hago con pocas ganas o agobiado por la molestia que me produce a momentos la mascarilla. De todas formas, no dejo de caminar, es mi momento de conexión espiritual y de contraponer mi cuerpo con las casas, con los otros peatones, con los cables de luz cruzan de esquina a esquina, con los autos que rugen con el semáforo en rojo avisándote que si no te apuras en cruzar podrían caerte encima. 

Caminar es la expresión máxima del aquí y ahora. Lo que importa es el tránsito, no el destino.

Caminar (hacerlo solo, valga la aclaración) es aprender a estar con uno mismo.

Y esa práctica hay que renovarla cada día. 

Saudade de Domingo #130: El poder de las historias

Desde hace una semana esperaba con ansias la temporada final de la serie Las chicas del cable (no habrá spoilers). Digo hace una semana porque me enganché “tarde”. Aunque se estrenó en el 2017, le di una oportunidad a la serie hace apenas un mes y la verdad no me arrepiento. Tiene un muy buen ritmo, actuaciones excelentes, una recreación interesante de los años 20/30 en España y aunque el guion a veces peca de irreal, la historia logra sostenerse a lo largo de los temporadas. No recuerdo un solo capítulo en el que me haya quedado indiferente. Siempre había tensión y eso como espectador se agradece. 

Las chicas del cable, temporada final

Por ello me devoré las temporadas en tres semanas. Veía normalmente uno o dos capítulos por noche y cuando se aproximaba el fin de alguna temporada llegué hasta ver tres por noche. Hace una semana había terminado la primera parte de la quinta temporada y esperaba ya el final season. Como dije, no haré spoilers pero debo decir que es un final sorprendente, inesperado y hasta cierto punto, consecuente a la mística de las chicas del cable. Ayer sábado terminé de ver los últimos tres capítulos y la verdad hasta ahora que escribo sigo pensando en los personajes, en la época franquista en la que se desarrolla esta última parte de la trama. Todavía las voces y las historias de cada personaje revolotean en mi cabeza, como si se trataran de personas reales. Soy escritor y guionista, mi trabajo son las historias y conozco desde adentro cómo se cuece esa maquinaria, sin embargo ante una buena historia caigo rendido como espectador lacrimógeno, “me como el cuento” y dejo habitar a esos personajes en mí.

Estoy convencido de que las historias sanan, tienen ese poder mágico, ancestral de devolvernos nuestra esencia humana. Somos seres narrativos y el vivir historias sea como una película, serie, telenovela, libro, canción no es un mero entretenimiento sino una necesidad. Sin un poco de ficción, la vida sería triste, aburrida. Las historias nos hermanan, nos tocan, nos reflejan, nos permiten conocernos más.

Creo que un requisito fundamental para crear historias es que salgan del corazón de su autor y lleguen directo al corazón del lector/espectador. Las historias más artificiosas, llenas de cifras duras o de datos demasiado genéricos no tocan. Pueden incluso ser lindas a nivel estético pero no tienen alma, no están vivas, no se meten en el corazón del que ve o que lee. Recuerdo ahora una frase emblemática de Hemingway que decía: “No cuentes la historia de la guerra, cuenta la historia del soldado”. Tenía tanta razón. Yo de la guerra civil española y el posterior franquismo tenía datos a nivel histórico pero reconozco que sabía poco de las historias de vida. Y con esta última temporada de Las Chicas del Cable (sí, perdón todavía no lo digiero) se me ha hecho el corazón chiquitito al ver sufrir a los personajes la represión, la tortura, la separación de las familias. Cosas que sabemos que son típicas en las guerras y en los gobiernos dictatoriales, pero como decía, cuando conocemos la historia en concreto de alguien, el mundo cambia.

La periodista brasileña Ana Holanda afirma que un texto (el que sea) escrito de una forma visceral es capaz de transformar, cambiar, aproximar y afectar. Por eso celebro que en el mundo de hoy las historias estén visibilizando a personajes de los cuales antes solo se conocían estereotipos sin ir hasta la raíz. Las historias de la comunidad afro, mujeres, LGBTIQ+, pueblos originarios, de clases menos privilegiadas, están ganando más espacio y sus conflictos se están tratando de una manera humana, cercana, son capaces de tocar el corazón y de abrir la mente de espectadores conservadores. Las historias crean puentes donde sólo hay abismos.

Me gustaría antes de concluir dar un paso más. Ser espectador es imprescindible, sanador y entretenido, pero de la misma manera lo es convertirse en creador de historias. Muchos dirán que no tienen el talento para eso, que su historia de vida no es interesante pero en realidad cuando algo es contado desde las vísceras, desde el corazón, el que lee o escucha nunca quedará indiferente. Podrá no ser perfecto a nivel de la forma quizás, pero esa historia igual tendrá vida. Todos somos muy fáciles a la hora de juzgar pero al momento que conocemos la historia personal de alguien se nos cae nuestro castillo de prejuicios, quedamos desarmados y a lo mejor, nos predisponemos a conocer más de esa persona o grupo social. 

Por eso necesario contar nuestras historias. Para que los otros sepan que existimos, para que los otros “cuenten con nosotros” en este camino de vida. 

Mi cumple en cuarentena

Poco antes de que terminara el 7 de abril, me puse en la tarea de plasmar lo que había experimentado en el día. Acá los pensamientos y los divagues por mi cumpleaños en el aislamiento:

Se suponía que hoy estaría en Praga. 

Cuando el plan de Praga se vino abajo por la pandemia, cambié mi vuelo a Buenos Aires.  También se hizo arena, cuando el Covid-19 nos sorprendió en América Latina.

Tuvimos que aislarnos en nuestras casas mientras veíamos el horror en nuestras ciudades desde la tele, el celular, la compu. El mundo empezó a cambiar.

De modo que mi cumpleaños (7 de abril) lo he pasado encerrado con mis padres. Tuvimos un hermoso almuerzo los tres, sin poder evitar colocar sobre la mesa el tema del virus: las negligencias del gobierno, los amigos que han fallecido, los que aun luchan por su vida. Aunque ya el Covid-19 hace parte de nuestras charlas, es imposible “naturalizarlo”. Nunca la muerte repentina puede volverse cotidiana. El horror se manifiesta en cada tuit, en cada post desesperado de algún conocido que pide ayuda en las redes. 

Sin embargo, hoy me he conectado con esa energía sideral de los amigos, familiares, colegas y estudiantes que se han tomado el trabajo de escribirme por las redes, de llamarme, de dejarme un cálido mensaje de voz. Algunos hasta me cantaron “feliz cumpleaños”. Me he sentido acompañado todo el día con sus buenos deseos.  

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Hoy no hubo torta (sólo una especie de espumilla), pues estamos tratando de salir lo menos posible en casa. Pero hubo cariño, amor, el agradecimiento por tener salud, por ver a mis papás vigorosos. Mis compañeros y amigos de la facultad me organizaron una “fiesta virtual” sorpresa. Una amiga me hizo creer que tendríamos una reunión entre los dos y ahí me encontré con mi jefe y mis amigos colegas deseándome un feliz cumpleaños, a pesar de las circunstancias adversas.

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Debo decir que dormir es complicado en estos días, me da miedo levantarme y encontrarme en el celular con alguna mala noticia repentina. Pero en este día de cumpleaños pude al fin dormir un poco más, desconectarme de todo y volver a mí, fetal, minúsculo, acurrucado en mi corazón para tomar fuerzas, para poder sonreír a pesar de los allegados que están perdiendo la batalla.

El día de mi cumple está terminando. Han llegado notificaciones de conocidos que han fallecido. Finalizo mi día triste, con las manos temblorosas y una sensación entre rabia y pena. Me contengo, no quiero llorar. No hoy al menos. 

Veo las fotos de mis salidas con mis amigos, de mis viajes y me he sentido ajeno. Como si se tratara de un personaje alejado de mí, de otra época en la que no estaba prohibido abrazarse, en la que no había hacer fila para ir al super, en la que no había que cubrirse la boca y la nariz. Me da vértigo pensar que nunca volveremos a ese tiempo, que para bien o para mal, el mundo es otro, que ha llegado una nueva era, incierta, desconocida.

Son ya las 00h30 del 8 de abril. El calendario de mi compu aun no entiende que el mundo cambió, que no necesita recordarme mi itinerario de Praga a Madrid, o de Guayaquil a Buenos Aires. Que no tomaré esos aviones, que mi lugar ahora está en Guayaquil, junto a mis papás, batallando no sólo contra el virus, sino contra el miedo y tratando sonreír por la dicha de otro día más con salud.

Saudade de Domingo #121: El último acto del 2019

Dentro de un mes exactamente será Nochebuena. Las tiendas de la ciudad ya se han vestido de navidad, los edificios y centros comerciales han encendido sus árboles navideños, ha comenzado la publicidad de los descuentos. En paralelo, desde el ámbito laboral ya se da por liquidado el 2019 y ha empezado la planificación del 2020. Me suena tan lejano ese número cuando en realidad está a la vuelta de la esquina. Agoniza el 2019, está en la recta final.

Este año ha sido particularmente muy movido, he viajado con mucha regularidad, he leído mucho y también, debo reconocerlo, no he escrito tanto como me hubiera gustado. Ha sido un año de mucho trabajo, de nuevos conocimientos. A diferencia de la trama aristotélica en la que podemos identificar un gran momento de clímax, en este año creo que he tenido varios puntos de giro pero nada catártico. Ayer por la noche se efectuó quizás el último giro del 2019. He comenzado a escribir las primeras líneas de una novela, una que ya tenía en la cabeza desde hace algún tiempo pero que no sabía cómo encararla.

Aun no sé cómo hacerlo pero ayer, luego de conversar con varios amigos que tienen sobre sus hombros proyectos ambiciosos e interesantes, me di cuenta que era el momento para emprender un nuevo desafío personal. Revisé los apuntes que tenía de esa historia y ahí vi que ya tenía «algo». Había marcado algunas directrices de la trama, algunos datos biográficos del personaje principal, anotaciones varias sobre el ambiente de la historia. Lo demás, lo sabía, se iría descubriendo en el mismo camino.

De modo que me animé a crear un nuevo documento de Scrivener (ese momento es siempre una ceremonia, es la iniciación de algo mágico), coloqué el título y empecé a escribir las primeras líneas. Al poco rato vino el Sr. Crítico a hacer de las suyas, a disuadirme de mi nueva tarea. Traté de no escucharlo, interrumpí la escritura para escuchar música un rato y luego regresé. Hice el ejercicio de no leer lo que había escrito y seguí con el flujo de conciencia, escribiendo lo que iba saliendo, continuando la escena.

Puse punto final a la escritura luego de algunas páginas pero mi cabeza siguió maquinando. Ya acostado, listo para dormir, hice unas anotaciones más que fueron apareciendo. Podía sentir como si todo fuera un dictado y las imágenes iban surgiendo como escenas sueltas de una película. Me sentí satisfecho. Al menos ayer.

Así que en medio de planificaciones laborales para el año que viene y la culminación del semestre con los respectivos trabajos finales, he empezado una novela en el tercer acto del 2019. No tendré mucho tiempo por estas semanas, pero es bueno saber que el 2019 reservaba esta sorpresa que me llena de expectativas y también de ansiedad.

Seguiré trabajando para ver cómo llega ese final del 2019.

 

Saudade de Domingo #119: La red de los afectos

Ayer por la tarde vi un clip de un experimento social en Dinamarca que buscaba demostrar cuán vinculados estamos los individuos en una comunidad, sin saberlo. Los vínculos que se mostraban iban desde un par de chicos que jugaron en la infancia una vez y no se volvieron a ver más, hasta una chica que conoce a dos refugiados de la II Guerra Mundial y que fueron salvados por el bisabuelo de esta. Más allá de la veracidad de este experimento social, la intención es loable. Buscar que una comunidad deje de mirarse hacia adentro y empiece a mirar los nexos que mantiene con los demás. El video muestra cómo las personas se emocionan al recordar hechos del pasado, cómo se sorprenden al encontrarse delante de alguien que tuvo una pequeña o una gran importancia dentro de sus vidas.

El vídeo activó en mí, mis propias memorias. Recordé personas y momentos minúsculos pero que de alguna manera han tenido una relevancia en mi vida. También pensé en los pequeños encuentros que seguramente sigo ignorando pero que hacen parte de mi historia. De repente me dieron ganas de participar en ese experimento social y dejarme sorprender. Luego pensé en el gran amigo de la universidad que reencontré esta semana, a propósito de su visita a Ecuador luego de varios años de ausencia. En su última visita no coincidimos, ya que yo vivía en Argentina por esa época, así que sacando cálculos teníamos casi diez años sin vernos. Y en el medio pasaron tantas cosas. Se casó, tuvo dos hijos, tuvo varios trabajos, aprendió una nueva lengua. Yo viví varios años en Argentina, regresé a Ecuador, aprendí lenguas, hice maestría, reinicié una carrera de docente. Pero la amistad seguía ahí, entre mensajes ocasionales de WhatsApp o de Twitter a lo largo de los años.

CD211F0A-77FF-4728-8127-DC7F1EEBDC0BEn este reencuentro ambos recordamos cosas que habíamos olvidado o que las pensábamos diferente. Con un whisky en la mano y en compañía de otro gran amigo mío que sí vive en Guayaquil, surgieron anécdotas de la época de la facultad, de los compañeros con los que seguimos en contacto o con los que no nos hemos vuelto a ver. Volvimos a reír como en otros años, de los mismos chistes, de nuestras actitudes aun infantiles de la época. Era como volver atrás en el tiempo y ser nuevamente los estudiantes de Audiovisual del 2006. La saudade de aquellos años se activó y al menos por ese breve espacio, volvimos a ser estudiantes despreocupados, solteros, enamoradizos, que farreaban cada viernes y sábado por la noche.

Y en esa red de afectos que se activó, también se ha ido formando una nueva, extendida, renovada con las parejas y los hijos de mis amigos. Nuevos integrantes que se suman a los afectos, al cariño que seguirá expandiéndose ad infinitum probablemente. Me encanta cuando descubro que alguien a quien quiero mucho es amigo, pareja, conocido de otra persona a la que quiero. Es caer en la cuenta de que todos formamos una gran red, una gran conexión y que estamos más juntos de lo que realmente creemos.

El viernes por la noche, ya en la despedida, con algunos tragos encima, mi amigo me dijo: «Sabes que aunque no hablemos mucho, la amistad siempre está ahí, en el corazón». El momento sensible se tornó luego cómico cuando agregó riendo: «Y anda a visitarnos, loco». Yo correspondiendo al momento le respondí»: «Mira que yo sí voy, me tomo un avión voy a Texas». Reímos, nos dimos un fuerte abrazo. Ese era y sigue siendo el tono de nuestra amistad.

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Ya volviendo a casa, recapitulando el encuentro, vino a mi mente la fiesta del cumpleaños de mi amigo, el martes pasado. Su esposa había invitado a varios amigos para celebrar su cumpleaños. Estábamos ahí, alrededor de la torta iluminados únicamente por las velas. Mi amigo sostenía entre sus brazos a su primogénito, su cuñada y otro amigo tomaban fotos y hacían un vídeo del momento. Todos cantamos «Feliz cumpleaños». Y yo mientras pensaba que nuestras vidas, las de todos, son como extractos de películas, pequeñas escenas encuadradas según los ojos de cada uno. Y yo era el director de esa película en la que veía a mi amigo cumplir 35 años junto a su hijo mayor en los brazos, con su esposa al lado. Y el hijo de mi otro amigo en un momento de la escena, intenta apagar él las velas, lo que provoca unas cuantas risas de todos. Sigo pensando en esta misma escena, aun ahora, cuando mi amigo y su familia ya han vuelto a Texas para continuar con sus vidas, generando y reforzando sus afectos. Sigo pensando en la importancia del vínculo, en la necesidad de reconocernos en los otros y eventualmente compartir esos vínculos con otros, como lo intentó ese clip del experimento social danés.

Sigo pensando en los vínculos.

Sigo pensando que de esta red de afectos yo debería hacer alguna película.

Saudade de Domingo #114: La saudade en mi piel

Como suelo decir, cuando viajo, escribo poco en el blog. Estoy más enfocado en sentir, en fotografiar, escribir apuntes de cosas que voy descubriendo. Recientemente estuve en Portugal por un congreso académico que tuvo lugar en Oporto y luego estuve en Lisboa y Madrid. Fueron días intensos ya que además de ser mi primera ponencia de investigación, seguí trabajando a distancia algunos asuntos de la universidad. Ha sido como tener un pie en Guayaquil y otro en Europa. De todas formas el paréntesis vino bien para repensar cosas que «encontré» en San Francisco y en Buenos Aires.

Portugal ya era un sueño de longa data. Como fanático de Brasil y del idioma, conocer al padre Portugal me generaba una curiosidad desde hacía varios años. De hecho, cuando empecé a estudiar portugués por mi cuenta, comencé con un libro que enseñaba el portugués lusitano. Así que Portugal siempre ha estado cerca. En mi primer viaje a Europa el año pasado, pensé en darme un brinco a Lisboa, pero los días eran ajustados y quería disfrutar la ciudad con más tiempo. El sueño siguió siendo entonces un proyecto a futuro.

Este año en febrero, gracias a la insistencia de una colega mandé una propuesta de ponencia sobre una investigación que hice con estudiantes el año pasado y fui seleccionado. La ciudad: Oporto. Confieso que más que la ponencia, me emocionaba ir a Portugal. Se acercaba mi sueño y con eso otro sueño aun más profundo, uno que tenía guardado hace mucho tiempo: tatuarme la palabra Saudade en Lisboa.

No podía ser en otro país, no podía ser en otra ciudad. Si me iba a tatuar Saudade debía ser en Lisboa y debía hacerlo un portugués o portuguesa, alguien que entendiera desde lo profundo de su ser el significado de esa palabra que en español no existe. Una traducción aproximada sería nostalgia o añoranza, pero en portugués uno puede sentir saudade de una película, de una persona, de un lugar. Es mucho más amplio y no necesariamente tiene una connotación negativa. No soy fan de los tatuajes pero sentía que si debía escoger tatuarme algo, debía ser esa palabra.

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Con el plástico, a pocas horas de haberme hecho el tatuaje.

Pedí ayuda a un amigo portugués para que eligiera el lugar. Contactó a una amiga suya que tenía varios tatuajes, así que fuimos a una tienda de Bairro Alto, llamada Bad Bones. Llevé la tipografía que quería, esperamos. Estaba ansioso, trataba de disimular un poco los nervios. Si hasta la fecha no me había hecho ningún tatuaje era porque me daba miedo la eternidad, me aterraba el hecho de que sería algo que llevaría de por vida. Al mismo tiempo sentía que si una palabra tuviera que acompañarme hasta el día de mi muerte, esa palabra debería ser Saudade, ya que en ella estarían simbolizados mis recuerdos, mis amigos, mis amores fugaces, los actuales, los futuros, mis viajes, mis libros, mi familia.

Quien me tatuó fue Telmo, un portugués contemporáneo a mi en edad. Tenía la calidez yIMG_2872 al mismo tiempo la distancia típica de los lisboetas. Hizo una primera prueba de la palabra en tinta sobre mi brazo, para estar seguros del tamaño de la palabra. Me miré al espejo y confirmé que estaba bien. Luego empezó el verdadero trabajo. Pensaba que iba a doler mucho, pero en realidad se sentía como un leve pinchazo muy superficial. Más me asustaba el sonido de la máquina. Decidí quedarme con la mente en blanco, tratando de adivinar qué letra estaba tatuando Telmo sobre mi brazo. Respiraba tranquilo, sintiendo cómo la saudade se escribía sobre mí. Fue como un momento de iniciación, en el que oficialmente era hijo de la saudade, hijo de la lengua portuguesa, hijo de Lisboa.

Al terminar vi el resultado, me impresionó ver la palabra tatuada y la minuciosidad del trabajo de Telmo. Las serifas de cada letra, el grosor de la tinta. Me explicó los cuidados que debía tener durante los primeros días. Mi amigo hizo algunas fotos y un vídeo sobre el momento. Luego, con el brazo aun ardiendo levemente, fuimos a cenar mientras veíamos un show de fados.

En los días sucesivos, tuve el cuidado de lavar e hidratar el tatuaje. Lo hacía con cariño, como si se tratara de una nueva parte de mí. Estoy feliz por la palabra que tengo en la piel y no tengo ninguna intención de tatuarme nada más. No veo a mi cuerpo como un lienzo para tatuar, pues soy muy volátil y me arrepentiría de los tatuajes. Con este primero y único, mi relación es diferente, hay una conexión que va más allá de la piel y que ahora emerge a la superficie, a lo material, a través del tatuaje.

Saudade de Domingo #111: La lengua que me acoge

En estos últimos meses de introspección y reflexión, han aparecido amigos, situaciones que funcionan como una suerte de espejo. Me permiten «ver» aquello que debo mejorar en mí, cuestionar creencias, trazar nuevos destinos. Claramente no es un proceso fácil, hay mucha ansiedad, sensación de vértigo. A momentos podría decir que no tengo ninguna certeza a pesar de que quizás proyecte una imagen de solidez y decisión. Sin embargo, debo decir que de cierta forma me gusta lo que estoy transitando. Siento que es el camino a algo, el trayecto a ser alguien con madurez. Y en medio de toda esta crisis treintañera me sorprendo, muchas veces, pensando en portugués.

No es algo que me lo propongo, simplemente fluye. No me doy cuenta cuando ya estoy pensando en portugués, haciéndome preguntas en portugués, barajando decisiones en portugués. Como si la lengua portuguesa fuera «meu porto seguro», mi lugar de calidez. En esta época también busco inconscientemente música brasileña, fragmentos de producciones brasileñas, lecturas en portugués. En medio de la crisis, quiero a tener al portugués muy cerca, como si el idioma, sus palabras, su fonética pudieran hacerme el camino más ligero.

Hablo otras lenguas también pero quizás el portugués sea la lengua con la que más recuerdos tengo. Ya he mencionado en otros posts mi amor hacia el portugués. Este idioma me abrió un nuevo universo, me ha acompañado miles de horas de música, de lecturas, de películas, de novelas y a lo largo de la vida, me ha dado muchos amigos brasileños. Estudié portugués en la adolescencia con las mismas ansias con la que un chico buscaría salir a fiestas. Dediqué cientos de horas leyendo textos. Estudié portugués en la época del internet jurásico, de modo que no existían aplicaciones como Duolingo ni vídeos de YouTube ni mucho menos Italki para aprender más sobre un idioma. Me tocaba meterme en las escasas secciones de idiomas de las librerías de mi ciudad, rogar que hubiera algo en portugués, así como cuando iba a la tienda de discos y por casualidad encontraba un disco de Caetano, Simone o la banda sonora de una telenovela de Globo. Así, a retazos y con esfuerzos fui construyendo un yo en portugués. Fueron años divertidos en los que mis compañeros de clases me pedían que les dijera frases en portugués y algunos de ellos se entusiasmaban repitiéndolas hasta que lograban decirlas de forma fluida.

Luego vinieron otros idiomas, a los que también les he dedicado muchas horas y que me han abierto otros caminos. En ese ínterin el portugués siempre estuvo presente, aunque en un segundo plano. Y ahora, a las puertas de los 33 años, el portugués se me presenta como una posibilidad, como si el idioma quisiera hacerme la vida más fácil. Como si la saudade me recordara que ella es mucho más amplia que la nostalgia, que ella (la saudade) puede asfixiar a momentos pero también es un canto de alegría y de impulso para seguir adelante.

Pienso ahora en Fernando Pessoa y en ese texto hermoso «A minha pátria é a língua portuguesa», en la que hace una declaración de amor a su propio idioma. Me da gusto pensar que la lengua portuguesa, esa lengua que acoge mis pensamientos por ahora, es mi patria también.

Saudade de Domingo #110: La vida empieza (o termina) en el Golden Gate

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Viajar siempre me pone en un estado febril horas antes. Me pregunto, me anticipo. 

Soy otro yo cuando viajo, más sensible, más predispuesto al vacío, más errático quizás, con mucha sed de aprender. Puedo llegar a sentirme superpoderoso, capaz de hacer lo que se me cante. No tengo limitaciones, es mi sombra jungiana la que toma las riendas de los recorridos.

Suelo llorar mucho en los viajes. Desde que me subo al avión, cuando las turbinas suenan y la ciudad se vuelve una alfombra. Me acompañan los personajes que escribo, las películas, las series que he visto, las personas cercanas que admiro. No es un llanto de tristeza, sino de alegría y euforia. Mi padre diría que al viajar estoy solo contra el mundo. Yo más bien diría que estoy solo con el mundo, pues en todos mis viajes he tenido la suerte de encontrarme con gente que me hace el camino más agradable.

Para cada viaje, siempre termino eligiendo una canción que repito de forma compulsiva, como si volviera un himno de ese recorrido. Lejos de cansarme la misma melodía, se me vuelve adictiva, necesito escucharla para impregnarme más de lo que veo, de lo que siento mientras camino. A momentos puedo sorprenderme con los ojos llenos de lágrimas invadidos por la música, por el paisaje, por las imágenes que vienen a mi cabeza y que se transforman, eventualmente, en historias para escribir.

Cada viaje me pone también muy reflexivo, encuentro respuestas a preguntas que no sabía como formular, también descarto las respuestas que de alguna manera ya superé. También me pasa de volver a preguntas que creía superadas. Estas duelen mucho, porque me da la sensación de que no aprendo y de que la vida me vuelve a poner las lecciones al frente.

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En este viaje a San Francisco tuve una mezcla de sentimientos muy extraños. Como siempre me pasa el primer día, odio la aventura, me arrepiento de viajar, quisiera mandar todo el carajo y regresar a mi ciudad. Luego el segundo día es mejor y de ahí en adelante me como la ciudad literalmente. Cada esquina, cada calle, cada rostro se vuelve un territorio para descubrir. 

En San Francisco hice uno de los recorridos más importantes hasta ahora en mi vida de viajero. Me tomé el tranvía en Union Square y me bajé en Lombard Street. Saqué algunas fotos, caminé por esas pendientes caprichosas y de ahí me lancé a caminar hasta el Golden Gate. Google Maps calculaba para mí una hora y cuarenta de camino. Era un recorrido largo, hacía frío, había amenaza de lluvia, pero me lancé. Había caminado ya el Brooklyn Bridge en New York, así que decidí equilibrar el juego con San Francisco.

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Llegué casi por accidente al Parque Histórico Nacional Marítimo de San Francisco, con las embarcaciones del siglo XIX de fondo. Algunos arriesgados nadaban en esas aguas pacíficas y heladas, mientras que otros preferían trotar con auriculares. Me llené de ese aire salino frío del invierno húmedo de California. Pensé en la loca generación beat, en sus recitales, en su rebeldía, en esas creaciones atropelladas llenas de desacato, caliente, de estados alterados. Estaba en California, la tierra del arte, de las batallas, de la lucha por los derechos civiles y ahora la tierra de la tecnología. En los viajes, así como suelo llorar mucho, me obsesiono con mi extranjería. En Estados Unidos, por ejemplo pareciera que me esfuerzo en hablar el inglés con mucho acento latino. Se establece en mí una dialéctica entre el amor que tengo por la aventura, pero al mismo quisiera resguardarme de esos “otros” diferentes. Sin embargo, ahí en el muelle, pensando en San Francisco, en California, me sentí en casa, con más puntos en común con sus habitantes que diferencias. 

Seguí el camino con Sale, Amore e Vento, de Tiromancino. Esa melodía italiana, nostálgica y enérgica que Federico Zampaglione escribió de un solo tirón luego de haberse soñado a sí mismo como un narco latino enamorado de una mujer que vivía recluida en una isla. Esa canción eyaculatoria, pasional, acompañaba mis pasos por el Marina District, un sector del San Francisco residencial, geométrico, formal de una clase pudiente muy alejado a la imagen postal de la ciudad. 

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A medida que el camino avanzaba las personas iban desapareciendo hasta encontrarme dentro de un descampado a orillas del mar, en la que eventualmente pasaba algún ciclista. Me sentía agotado, sudando frío pero también estaba la canción, los mensajes que me enviaba con algunos amigos y el deseo de atravesar el Golden Gate. Cualquier cansancio era nimio frente a la fuerza que de pronto parecía salir dentro de mí, a pesar de la poca confianza que me tengo muchas veces.

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12En ese camino largo tuve tiempo suficiente para pensar en lo que quiero de mí en los próximos años. Era enfrentarse a ese demonio cuestionador que me recuerda que este año cumplo 33, que me hace pensar si estoy contento con la vida que llevo, que si no es hora de encontrar a alguien y formar una vida en conjunto o quizás tomar la aventura de viajar hacia algo más extenso e intenso. Lejos de ser un encuentro doloroso como siempre pensaba y que evadía en la tranquilidad de mi ciudad y de mi trabajo, mirar ese demonio-espejo, fue la posibilidad de mirar de frente ese monstruo que suelo ser. La reflexión se hacía más llevadera con ese cielo gris de San Francisco, con la calma de la naturaleza, el vaivén del mar que rozaba la orilla y las fotos que iba tomando a manera de testimonio mudo de la experiencia. 

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Cuando llegué finalmente al Golden Gate, algunas preguntas estaban respondidas. Las respuestas (decisiones) me daban y me dan miedo, pero al entrar al Golden Gate, insuflado por la fortaleza de esa mole de hierro que desafía cualquier desastre natural, me sentí protegido y que cualquier cosa que decidiera iba a estar bien. De pronto no me dolían las piernas, no me sentía cansado. Además hice las respectivas fotos y selfies para capturar el momento, ya que divertirme conmigo es también parte de la aventura. No recuerdo exactamente cuánto tiempo me tomó atravesar el puente. Estaba más emocionado por la música, el mar debajo de mí, el esperpento naranja que se alzaba encima mío y sobre todo, por mi lugar en el mundo. 

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Al emprender el regreso por el puente, me detuve a la mitad a contemplar la isla de Alcatraz y a San Francisco, ecléctica, rebelde, al fondo. A pesar de los turistas que como yo cruzaban el camino, me sentí conectado en soledad con esa naturaleza plomiza invernal. Hice un pacto con el Golden Gate. Con el corazón ardiente (siempre quise usar ese adjetivo), dejé a la suerte, al destino, a la nada, lo que tenga que suceder. Yo ya tengo algunas respuestas así que debería poder detectar las señales y cuando aparezca lo que fuera, sé bien lo que tengo que hacer (ojalá).

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Por alguna razón El Golden Gate (y su trayecto) le ha dado un punto de giro al guion de mi vida hasta ahora. Pienso en mis clases de estructura dramática en la que el personaje luego de un punto de giro experimenta un cambio y también crisis. Me reconozco en ese momento de crisis, pienso en los 33 que cumpliré en menos de un mes y en lo que espero hacer en mi propia película de vida. También recuerdo que en mis clases de estructura dramática le digo a los estudiantes que las crisis llegan a un punto álgido para luego resolver la historia. Me proyecto hacia ese punto en el que haya sido superado lo que tengo que aprender ahora y mientras tanto, recuerdo mi paso por el Golden Gate, amable y protector que me permitió atravesar el umbral hacia un nuevo camino. 

Saudade de Domingo #109: La familia literaria

Hace unos días leí una larga entrevista telefónica que le hizo Liliana Villanueva al escritor Abelardo Castillo, a propósito de su libro sobre maestros de talleres literarios. En un parte de aquella entrevista, quizás una de las más me llamó la atención, estaba la idea que Castillo llama “la familia literaria”. Para él, esta familia consta de aquellos libros que cada autor siente como esenciales para su desarrollo como escritor. Castillo recomienda leer las autobiografías, los diarios de los autores con los que uno siente un diálogo constante para encontrar en ellos cuáles son esos libros que ellos admiran y citan con regularidad. De esa manera, según Castillo, se crea una familia espiritual que probablemente inició con un “padre” o “abuelo” espiritual para luego encontrarse con una parentela literaria que puede ir creciendo -o modificándose- a lo largo del tiempo.

IMG_2990Castillo me ha hecho pensar en mi propia familia literaria, idea sobre la que nunca había reparado ni se me habría ocurrido posible. Es decir, sé a grandes rasgos qué autores y autoras son los que me movilizan pero nunca los vi como “una familia”. De pronto esta idea me parece tierna y pertinente. Me hace recordar que durante mis años de adolescente, sin duda alguna mi padre literario fue García Márquez. Leí toda su obra narrativa, además de su autobiografía Vivir para contarla y los libros que compilan sus textos periodísticos. Era inevitable al leer a García Márquez no pensar en Kafka y en Faulkner, autores que el colombiano consideraba imprescindibles para su propia formación. De hecho, entré a Kafka y Faulkner por García Márquez. La lectura de La Metamorfosis o de Días de agosto, fue fundamental para pensar en esa línea difusa de realismo y fantasía, en el que era narrable cualquier universo posible.

En la misma adolescencia y en los primeros años de la facultad, leí mucho literatura clásica, textos teatrales, pero quien tomó la posta de García Márquez en cuanto a la paternidad literaria fue Roberto Bolaño. A Bolaño no llegué por ningún libro sino por un dramaturgo ecuatoriano, quien declaraba con toda seguridad, que Cortázar estaba sobrevalorado y que quien merecía todos los laureles del mundo era Bolaño. Desde entonces, retuve su nombre en la cabeza hasta que encontré Detectives Salvajes, en una librería de Guayaquil. Luego, no hubo vuelta atrás. Leí todo cuanto pude de Bolaño, incluyendo su obra poética, que en ese entonces, no logré entender.

En los últimos dos años debo decir que me he volcado (sin proponérmelo) hacia la literatura escrita por mujeres. Ahora mis madres y tías literarias son Clarice Lispector, Samanta Schweblin, Mariana Enríquez, María Negroni, Marília Garcia. De ellas he aprendido un nuevo manejo del lenguaje, una capacidad microscópica para ver realidades. Son autoras que se mueven en el terror cotidiano, en la angustia que genera la calma del vacío. Ellas también me han llevado a otros autores como Stephen King, quizás uno de los padres literarios de Enríquez, quien asegura que el autor norteamericano es mucho más que un autor “comercial”. Asimismo entré en Pizarnik gracias a María Negroni. Además de tener el honor de haber sido alumno de Negroni, en clases nos transmitió su pasión y devoción por la obra poética y narrativa de Pizarnik. Siempre vi la poesía como algo sublime a la que no podía tener acceso, pero con Negroni,  ese salvoconducto me llevó a conocer además a Nicanor Parra, Emily Dickinson, Sylvia Plath, William Carlos Williams.

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Como propósito de este año, he decidido leer durante los primeros meses, una serie de libros escritos por autores que he leído poco o nada. Elegí a algunos de ellos por recomendación de conocidos, otros por otros familiares literarios y alguno que otro por instinto. No sé si estos autores y autoras nuevos se volverán parte de mi familia, pero creo que vale la pena intentar conocer otros “primos” posibles. 

Para los que quieran leer la entrevista completa de Villanueva a Castillo y otras que realizó a otros maestros de talleres, les dejo por acá el link.

Saudade de Domingo #106: La antibiblioteca

Hace unas horas leí un artículo publicado en la página Fast Company que habla sobre la acumulación indiscriminada de libros en la biblioteca de cada uno. Lejos de hacer una crítica ante la posible cantidad sideral de libros no leídos, el artículo apunta a que vivir rodeado de libros es algo positivo. Nos recuerda nuestra ignorancia, dice una parte del texto y se pone como ejemplo la biblioteca del semiólogo italiano Umberto Eco que tenía más de 30 mil libros. Evidentemente no leyó todos esos libros pero estar entre ellos, respirarlos, caminar en los vericuetos de diferentes clases de textos, recordaba la insignificancia o lo minúsculo de nuestro acervo cultural. Es sano comprender que por más buenos y ávidos lectores que podamos ser, siempre habrá mucho por leer y que acá se cumple el socrático “Sólo sé que nada sé”. 

No se trata de un proyecto narcisista para exhibir un sinnúmero de volúmenes sino de estar consciente de lo mucho que desconocemos. La antilibrary o antibiblioteca, como sugiere el texto citando a Nassim Nicholas Taleb, serían todos aquellos libros no leídos, lo que permite que el lector siempre esté en una constante curiosidad y hambriento de conocimientos. “Más valen los libros no leídos que los leídos”, señala Taleb. 

Pensando en la antibiblioteca, en estos días de víspera navideña, me he sumergido en mi propia biblioteca, llena de libros que no leí aun. Así, he saltado de Jodorowsky a Negroni, de Marília Garcia a Kohan, de García Márquez a Cortázar, de Schweblin a Ocampo, de Puig a Cameron. Todo muy respirado, orgánico, sin presiones.

A primera vista son todas lecturas muy desordenadas pero que ahora que escribo y reflexiono, hay un finísimo hilo conductor desconocido que las sostiene. Me doy cuenta también de ese hilo ahora que escribo un nuevo proyecto y veo cómo esas lecturas me acompañan en ese texto laberinto que estoy trabajando. Es como si los ecos de esos personajes, de estos autores se sentaran a la mesa conmigo. Por ello quizás he sentido esta escritura muy acompañada, atenta, en alerta pero jamás en soledad.

Los libros son para mí, como frase cliché, esos amigos que están ahí, encerrados, apretados entre sí, esperando su turno de abrirse. Cuando leo me da la sensación de que esa energía recluida en el texto se dispara y vive alegremente en mi habitación por varios días. Es así que pese a estar sólo físicamente, hay en realidad en mi cuarto una decena de personajes, de paisajes, de tiempos que se chocan entre sí y van haciendo nuevas conexiones. Algunos quizás se repelen pero en general se amalgaman, sobre todo cuando me toca el momento de escritura y todo ese cúmulo de energías toman su lugar respectivo en la fiesta. Y ayudan como mejor pueden en ese proceso.

Es grato saber que la antibiblioteca es saludable y que entre más crezca, más posibilidad de conocer otros mundos existe. Y que la escritura se beneficia también de esos nuevos referentes.