Saudade de Domingo #122: Idiomas que vienen y van

Estudiar idiomas hace parte de mi vida. Es tan importante como escribir en este blog, los cuentos o la novela que escribo. Tan importante como leer, ver películas u obras de teatro. Los idiomas me permiten conocer también otros mundos a través de la gramática, de la manera en que se nombran las cosas, de la fonética que emplea cada lengua y cómo cada una de ellas se reproducen en la literatura, en el cine, en la música.

Cada lengua crea mundo y un sinnúmero de posibilidades filosóficas. Es lo más íntimo que podemos tener como especie, aquello que nos permite colocarnos frente a otros, reconocernos y diferenciarnos. Cuando los regímenes totalitaristas buscaban aniquilar la cultura de un lugar, lo primero que se procedía era a prohibir el uso de la lengua local. Al hacerlo, la gente tenía que apropiarse una lengua ajena con la que no tenían lazos históricos. Era como arrebatarles a la madre, quedándose desprotegidos, débiles, sin el bagaje gramatical, lexical que les daba un lugar en el mundo.

El proceso de aprender un idioma, sobre todo en la etapa inicial, es arduo y requiere de mucha paciencia. Es en esta primera fase donde se adquiere el vocabulario básico, las expresiones esenciales y la gramática general. Es también el momento en que la mayoría tira la toalla con el idioma. «Muchas palabras para memorizar», «las conjugaciones son de terror», «la pronunciación es difícil». Frases recurrentes en las que amigos y conocidos me cuentan, con decepción, que perdieron la batalla con una lengua que al inicio les llamaba la atención.

Hablo cinco idiomas con relativa fluidez y cada uno de ellos ha sido una travesía con muchas alegrías y también frustraciones. Hace parte del viaje. No siempre aprender puede ser entretenido y por eso mismo se valora más cuando hablas con un nativo y la conversación fluye sin que te pregunte cosas que no ha podido entenderte. Los mejores halagos que alguien le puede hacer a un estudiante de idiomas es que su pronunciación es buena, que casi no comete errores y la más seductora, la más orgásmica: «a veces me olvido que no eres nativo».

Usualmente me preguntan para qué estudio idiomas si no soy diplomático, ni trabajo en negocios internaciones ni soy profesor de lenguas. Me lo preguntan con curiosidad, como si hubiera un truco, algún secreto que me niego a revelar. La respuesta corta es siempre la misma: «porque me gustan los idiomas». La respuesta larga sería porque me gusta descifrar cómo se expresa la vida en otros idiomas, cómo palabras que me gustan en mi propia lengua suenan en otra, porque los idiomas ayudan a tender puentes entre las personas, porque los idiomas me permiten acceder a manifestaciones culturales sin la mediación de un traductor, porque los idiomas me hacen más humano.

Mi primer momento de conciencia de que existían idiomas aparece en la infancia, cuando veía el programa de Xuxa y escuchaba sutilmente que debajo de la voz en castellano, se podía escuchar una voz extraña. Era muy delicada y yo tenía que hacer un esfuerzo para poder acceder a esa voz en segundo plano. Le pregunté a mi mamá una vez, qué voz era esa y me dijo que Xuxa hablaba portugués, el idioma de Brasil. Me sonaba raro pero me gustaba cantar Ilariê, Lua de cristal chamuscando un portugués que luego olvidé cuando aparecieron los discos de Xuxa en español.

Luego vino el segundo momento cuando mi tía Manuela vino de visita a Guayaquil. Ella vivía en ese entonces en Fortaleza, estaba casada con un brasileño y algunas veces la escuché a hablar en portugués. Sonaba a Xuxa y eso me llamaba la atención. Imaginaba cómo sería ir a un país en el que no hablaran español.

Después empecé a estudiar inglés en la escuela ya con textos y ejercicios de escritura. Lo asumí como algo natural y normal hasta cuando me encontré con el alemán. Mi tía Silvia, había empezado a estudiar inglés y alemán en la universidad y comenzó a enseñarme un poco de la lengua de Goethe. Me gustó la pronunciación, aprendí muchas palabras, pero en la inquietud de la infancia, no era posible estudiar con disciplina más allá de las materias de la escuela. De modo que el alemán fue un primer encuentro y muy breve.

Ya en la adolescencia aparecieron los idiomas que me acompañaron durante esos años hormonales: portugués, italiano y francés. Disfruté estudiarlos, aprendí mucha historia, geografía y literatura de los países donde se hablan esos idiomas. Me aprendí decenas de canciones, hice cientos de oraciones para practicar. En aquella época no había YouTube de modo que me tocaba grabar en VHS las películas brasileñas y europeas que daban en Cinemax. Fueron años de mucha felicidad estudiando idiomas, años donde me imaginaba cómo sería vivir en Brasil, Italia y Francia.

Es loco pensar que aun sigo «estudiando» estos idiomas. Digo estudiando porque en una lengua nunca se deja de aprender, ni siquiera en la lengua nativa. Ahora mi estudio es más fácil por la tecnología. Escucho podcasts, uso apps para recordar reglas gramaticales, fichas virtuales para memorizar palabras, chateo con amigos de diferentes partes del planeta. Todo en nombre de seguir en contacto con los idiomas que he aprendido.

También con la tecnología han aparecido otros idiomas. He estudiado ruso, griego, latín, noruego, sueco, alemán, japonés, coreano, árabe y polaco. No puedo decir que «hablo» ninguno de estos idiomas. Apenas los he estudiado por un tiempo y luego me he desencantado de ellos. Creo que sucede porque con los idiomas necesito crear un vínculo afectivo que sirva de combustible y construir esos caminos toman tiempo. Estudié varios meses japonés pero al no encontrar muchos productos culturales que me vincularan con el idioma, terminé desistiendo. Lo mismo me pasó con el ruso, el polaco, el árabe, pero tampoco me preocupo. Cada idioma para mí, tiene su momento.

Ahora me encuentro estudiando alemán. Me siento cómodo con el idioma, seguramente por los años de la infancia. Todavía estoy en una fase de construir lazos afectivos con él. Trato de ver películas alemanas, programas alemanes, escuchar canciones en alemán. Todo para tratar de «llenarme» de ese sonoridad y de esa estructura sintáctica compleja.

No sé si seguiré con el alemán, probablemente vuelva al japonés o decida explorar el checo o el húngaro. Todo puede ser. Lo que importa en mi proceso de estudio de idiomas es el camino, la exploración, jugar con las palabras, practicar acentos y seguir buscando. Los idiomas no tienen por qué tener esa aura sagrada de exámenes difíciles, de personas con un talento único y horas de sufrimiento leyendo en una lengua extranjera. Muy por el contrario el ir y venir de las lenguas es como entrar en diferentes casas y visitar, recorrer pasillos, conversar y salir cuando uno quiera.

Y cualquiera puede embarcarse en el viaje de estudiar una lengua extranjera.

 

Saudade de Domingo #110: La vida empieza (o termina) en el Golden Gate

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Viajar siempre me pone en un estado febril horas antes. Me pregunto, me anticipo. 

Soy otro yo cuando viajo, más sensible, más predispuesto al vacío, más errático quizás, con mucha sed de aprender. Puedo llegar a sentirme superpoderoso, capaz de hacer lo que se me cante. No tengo limitaciones, es mi sombra jungiana la que toma las riendas de los recorridos.

Suelo llorar mucho en los viajes. Desde que me subo al avión, cuando las turbinas suenan y la ciudad se vuelve una alfombra. Me acompañan los personajes que escribo, las películas, las series que he visto, las personas cercanas que admiro. No es un llanto de tristeza, sino de alegría y euforia. Mi padre diría que al viajar estoy solo contra el mundo. Yo más bien diría que estoy solo con el mundo, pues en todos mis viajes he tenido la suerte de encontrarme con gente que me hace el camino más agradable.

Para cada viaje, siempre termino eligiendo una canción que repito de forma compulsiva, como si volviera un himno de ese recorrido. Lejos de cansarme la misma melodía, se me vuelve adictiva, necesito escucharla para impregnarme más de lo que veo, de lo que siento mientras camino. A momentos puedo sorprenderme con los ojos llenos de lágrimas invadidos por la música, por el paisaje, por las imágenes que vienen a mi cabeza y que se transforman, eventualmente, en historias para escribir.

Cada viaje me pone también muy reflexivo, encuentro respuestas a preguntas que no sabía como formular, también descarto las respuestas que de alguna manera ya superé. También me pasa de volver a preguntas que creía superadas. Estas duelen mucho, porque me da la sensación de que no aprendo y de que la vida me vuelve a poner las lecciones al frente.

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En este viaje a San Francisco tuve una mezcla de sentimientos muy extraños. Como siempre me pasa el primer día, odio la aventura, me arrepiento de viajar, quisiera mandar todo el carajo y regresar a mi ciudad. Luego el segundo día es mejor y de ahí en adelante me como la ciudad literalmente. Cada esquina, cada calle, cada rostro se vuelve un territorio para descubrir. 

En San Francisco hice uno de los recorridos más importantes hasta ahora en mi vida de viajero. Me tomé el tranvía en Union Square y me bajé en Lombard Street. Saqué algunas fotos, caminé por esas pendientes caprichosas y de ahí me lancé a caminar hasta el Golden Gate. Google Maps calculaba para mí una hora y cuarenta de camino. Era un recorrido largo, hacía frío, había amenaza de lluvia, pero me lancé. Había caminado ya el Brooklyn Bridge en New York, así que decidí equilibrar el juego con San Francisco.

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Llegué casi por accidente al Parque Histórico Nacional Marítimo de San Francisco, con las embarcaciones del siglo XIX de fondo. Algunos arriesgados nadaban en esas aguas pacíficas y heladas, mientras que otros preferían trotar con auriculares. Me llené de ese aire salino frío del invierno húmedo de California. Pensé en la loca generación beat, en sus recitales, en su rebeldía, en esas creaciones atropelladas llenas de desacato, caliente, de estados alterados. Estaba en California, la tierra del arte, de las batallas, de la lucha por los derechos civiles y ahora la tierra de la tecnología. En los viajes, así como suelo llorar mucho, me obsesiono con mi extranjería. En Estados Unidos, por ejemplo pareciera que me esfuerzo en hablar el inglés con mucho acento latino. Se establece en mí una dialéctica entre el amor que tengo por la aventura, pero al mismo quisiera resguardarme de esos “otros” diferentes. Sin embargo, ahí en el muelle, pensando en San Francisco, en California, me sentí en casa, con más puntos en común con sus habitantes que diferencias. 

Seguí el camino con Sale, Amore e Vento, de Tiromancino. Esa melodía italiana, nostálgica y enérgica que Federico Zampaglione escribió de un solo tirón luego de haberse soñado a sí mismo como un narco latino enamorado de una mujer que vivía recluida en una isla. Esa canción eyaculatoria, pasional, acompañaba mis pasos por el Marina District, un sector del San Francisco residencial, geométrico, formal de una clase pudiente muy alejado a la imagen postal de la ciudad. 

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A medida que el camino avanzaba las personas iban desapareciendo hasta encontrarme dentro de un descampado a orillas del mar, en la que eventualmente pasaba algún ciclista. Me sentía agotado, sudando frío pero también estaba la canción, los mensajes que me enviaba con algunos amigos y el deseo de atravesar el Golden Gate. Cualquier cansancio era nimio frente a la fuerza que de pronto parecía salir dentro de mí, a pesar de la poca confianza que me tengo muchas veces.

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12En ese camino largo tuve tiempo suficiente para pensar en lo que quiero de mí en los próximos años. Era enfrentarse a ese demonio cuestionador que me recuerda que este año cumplo 33, que me hace pensar si estoy contento con la vida que llevo, que si no es hora de encontrar a alguien y formar una vida en conjunto o quizás tomar la aventura de viajar hacia algo más extenso e intenso. Lejos de ser un encuentro doloroso como siempre pensaba y que evadía en la tranquilidad de mi ciudad y de mi trabajo, mirar ese demonio-espejo, fue la posibilidad de mirar de frente ese monstruo que suelo ser. La reflexión se hacía más llevadera con ese cielo gris de San Francisco, con la calma de la naturaleza, el vaivén del mar que rozaba la orilla y las fotos que iba tomando a manera de testimonio mudo de la experiencia. 

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Cuando llegué finalmente al Golden Gate, algunas preguntas estaban respondidas. Las respuestas (decisiones) me daban y me dan miedo, pero al entrar al Golden Gate, insuflado por la fortaleza de esa mole de hierro que desafía cualquier desastre natural, me sentí protegido y que cualquier cosa que decidiera iba a estar bien. De pronto no me dolían las piernas, no me sentía cansado. Además hice las respectivas fotos y selfies para capturar el momento, ya que divertirme conmigo es también parte de la aventura. No recuerdo exactamente cuánto tiempo me tomó atravesar el puente. Estaba más emocionado por la música, el mar debajo de mí, el esperpento naranja que se alzaba encima mío y sobre todo, por mi lugar en el mundo. 

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Al emprender el regreso por el puente, me detuve a la mitad a contemplar la isla de Alcatraz y a San Francisco, ecléctica, rebelde, al fondo. A pesar de los turistas que como yo cruzaban el camino, me sentí conectado en soledad con esa naturaleza plomiza invernal. Hice un pacto con el Golden Gate. Con el corazón ardiente (siempre quise usar ese adjetivo), dejé a la suerte, al destino, a la nada, lo que tenga que suceder. Yo ya tengo algunas respuestas así que debería poder detectar las señales y cuando aparezca lo que fuera, sé bien lo que tengo que hacer (ojalá).

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Por alguna razón El Golden Gate (y su trayecto) le ha dado un punto de giro al guion de mi vida hasta ahora. Pienso en mis clases de estructura dramática en la que el personaje luego de un punto de giro experimenta un cambio y también crisis. Me reconozco en ese momento de crisis, pienso en los 33 que cumpliré en menos de un mes y en lo que espero hacer en mi propia película de vida. También recuerdo que en mis clases de estructura dramática le digo a los estudiantes que las crisis llegan a un punto álgido para luego resolver la historia. Me proyecto hacia ese punto en el que haya sido superado lo que tengo que aprender ahora y mientras tanto, recuerdo mi paso por el Golden Gate, amable y protector que me permitió atravesar el umbral hacia un nuevo camino. 

Saudade de Domingo #99: Los vericuetos de la lengua japonesa

Desde hace varios meses me he metido en un nuevo viaje, pero no el de subirse a un avión y llegar a otro lugar, sino en el viaje largo que supone estudiar un idioma. Como ya conté por acá, desde hace algunos meses estoy estudiando japonés. Siendo honesto no le he dedicado todo el tiempo que me gustaría por los múltiples oficios en el trabajo y los viajes que he hecho en estos meses. Me resultó frustrante cuando retomé mis estudios hace como un mes y darme cuenta que me costaba recordar algunas sílabas del Hiragana, uno de los sistemas de escritura del japonés. Pensé en dejar el idioma hasta ahí, probar con uno occidental quizás, pero recordé mi el motor que me hizo mirar hacia Japón y su lengua: conocer sobre un lugar distante, una lengua asiática.

Hice un trabajo de varios días en mi interior, recordando qué era lo que me había funcionado en el aprendizaje de mis otros idiomas. Un gran factor sin duda había sido la cultura de donde se hablaba esa lengua (música, literatura, cine, etc.), también otro factor importante era tener amigos nativos (esto disparó mi francés a mil, ya que para estar a su nivel me esforcé mucho y los «agobiaba» preguntando cómo se decía cualquier cosa en francés). Por último otro aspecto importante era la disciplina. En el colegio italiano donde estaba, tenía clases de idioma dos veces por semana y normalmente siempre tenía tareas por lo que en realidad estaba familiarizado con el idiomas al menos unos tres días. Con el portugués fue igual, tenía un libro pequeño de gramática y frases que me había propuesto terminar lo más pronto que podía. Estudiaba una lección por día (a veces dependiendo de la complejidad estudiaba una lección en dos días) y al cabo de unos meses había terminado el libro y mi conocimiento de portugués ya era intermedio-avanzado.

Pensando en esto, miré mis herramientas de aprendizaje de japonés y encontré el posible error: Tenía mucho material y era difícil establecer una disciplina: Varias aplicaciones en el celular, un libro de gramática, un libro de frases, un libro de poesía bilingüe (japonés e inglés), tres pdfs de japonés básico, un diccionario y seguía varias cuentas de youtube de aprendizaje de japonés. En resumen tenía mucho pero nada al mismo tiempo. Pasaba de un material a otro sin mucha conciencia. Aprendí cosas, obvio, pero hasta ese momento el aprendizaje fue muy lento. También es cierto que nunca me propuse aprender japonés rápido sino a mi ritmo, que en estos meses fue muy lento por mis trabajos profesionales.

img_9449.jpgDe modo que decidí sacar del juego algunas de esas herramientas para retomarlas más adelante. Así como en portugués, quería un libro de gramática con frases y algo de cultura para poder avanzar y tener un orden, una disciplina. Buscando en Youtube, llegué a la cuenta de una youtuber que contaba su experiencia aprendiendo japonés y recomendaba Genki 1 para empezar a nivel básico. Lo busqué en Amazon, leí reviews y decidí comprarlo. Ahora lo tengo y la verdad me resulta muy llevadero, fácil de comprender. Complemento las lecciones con los video tutoriales de Yuta Aoki, que me llegan al correo. Para quien esté interesado/a en aprender japonés recomiendo los videos de Yuta, son muy claros y sobre todo breves (algo importante para no agobiarse con la gramática nipona).

En el análisis que hice hace algunas semanas sobre por qué quiero aprender japonés, puedo sacar en limpio algunas cosas:

Encuentro desafiante aprender una lengua asiática. Siempre vi a Asia como un continente enigmático, distante y con lenguas completamente diferentes a la mía. Me parece un desafío obligarme a escribir otros signos, aprender a dibujarlos y a familiarizarme con ellos.

Me permite someter a mi cabeza en nuevas estructuras gramaticales. Me gusta ver las posibilidades que tiene la gramática en las lenguas que estudio. De alguna forma, la

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Portada del álbum Yume, de la banda Lamp (amo este disco).

 estructura de un idioma moldea el pensamiento de quienes lo hablan y me gusta forzarme a conocer reglas gramaticales diferentes, con excepciones y así tratar de incorporar esa gramática en lo que aprendo del idioma.

Aprender palabras nuevas y una nueva fonética. Me gusta jugar con las palabras, repetirlas, asociarlas con imágenes. Es un poco volver a ser niño y estar constantemente escribiendo palabras, intentando imitar el acento correcto de ellas. Cuando tengo algún tiempo muerto, por más breve que sea, termino sacando mi libreta y «dibujo» palabras.

Acceder a una cultura nueva. El idioma me resulta un pretexto para poder rodearme de la cultura. Es así como ahora estoy viendo algunas series japonesas, anime, películas (me encanta el cine de Hirokazu Koraeeda), música (soy fan de la banda Lamp) y programas de tv (estoy viendo The Japanese Style Generator en Netflix).

Me gusta el proceso de estudiar, de aprender. Por último, a modo de conclusión, puedo decir que me gusta el proceso. El aprendizaje tiene su mística, su ritual y me encanta darme cuenta que de a poco, una lengua tan distante como el japonés empieza a sonarme familiar.

Si alguien quiere seguir mis «avances» en el aprendizaje de japonés, tengo una cuenta en Instagram @saudadeinjapanese que funciona como una especie de bitácora de lo que voy consumiendo en productos culturales y de lo que voy estudiando.

Saudade de Domingo #87: Aprendiendo una nueva lengua

Siento una fascinación por las palabras y eso se extiende no sólo a las de mi propio idioma sino a todas las de otras lenguas que por alguna u otra razón voy conociendo. Me gusta eso de que palabras en un comienzo extrañas, después se me vuelvan familiares y pueda identificarlas sin mayores problemas. Es como ver la luz en medio de la oscuridad. Es sumergirme en un universo de posibilidades con nuevas palabras. Ya hablé acá de mi fascinación portugués, por ejemplo.

En algunos casos logro internalizar tanto ciertas palabras, que luego me resulta imposible no relacionar ciertos momentos de mi vida con esas palabras. Me pasa con la palabra portuguesa saudade. No tiene un significado literal en español y justamente por ser polisémica, la puedo usar en diferentes contextos. Me gusta también la versatilidad que tiene el verbo tocar en inglés y francés (Touch) o la palabra italiana “diventare” que estaría relacionada con la palabra española devenir y que a momentos se usa como sinónimo de “convertirse en”. Creo que aprender nuevas palabras y lo que significan, amplía la manera en la que puedo poner mis pensamientos en palabras. Cada lengua esconde dentro de sí misma una cosmogonía que me deseo descubrir, escudriñando en sus libros, en sus reglas gramaticales, en su fonética.

Ahora he emprendido un largo camino en el aprendizaje del japonés. Una lengua que en realidad siempre he visto lejana y que cuando me preguntaban si me interesaba aprender una lengua asiática, siempre respondía que no, que no estaba entre mis planes, aunque en el fondo nunca descartaba la oportunidad de aprenderla en algún momento.

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Mis primeras letras en Hiragana: las vocales

Desde hace una semana decidí emprender el desafío. Quiero probarme en una lengua completamente distinta, con un sistema de escritura atemorizante (de paso en japonés son tres) y por supuesto, en el futuro, viajar a Japón para “practicar” el idioma. Sé que no será fácil ni tampoco rápido, pero quiero sobre todo disfrutar del proceso. Una de las cosas que más me gusta de aprender idiomas es llegar a más personas. Es verdad que con el inglés tenemos una gran herramienta de comunicación, pero como decía Mandela, hablarle a alguien en su propia lengua es hablarle directamente a su corazón. Me emociono cuando un extranjero de otra lengua se esfuerza por hablarme en español. No importa si comete errores o si tiene mucho acento foráneo, me gusta el esfuerzo por hablarme en mi idioma y por interesarse en mi cultura. Aprender idiomas para mí, es un acto de amor a los otros. Requiere de tiempo, paciencia, produce incertidumbre, miedos pero una vez que se atraviesan esos umbrales, se descubre un mundo de infinitas posibilidades. Y eso es lo que busco con el japonés. Todos tenemos muchas imágenes estereotipadas sobre Japón y su gente. Pensamos en el anime, en los samurais, en el budismo, en gente fría, en tecnología, en el sushi, pero sé que Japón es más que todo eso y quiero descubrirlo a través del idioma. Para que ese viaje sea más agradable vi decenas de vídeos en youtube de personas que cuentan sus experiencias estudiando japonés, vi recomendaciones de textos, he empezado a hacer amigos japoneses y aunque sólo llevo una semana de estudio, siento que mi visión de Japón está cambiando. Ahora al frente, en lo cotidiano, se me han aparecido un montón de cosas que están ligadas con Japón y su cultura. Quizás siempre estuvieron pero no les daba mucha atención, quizás solo ahora estaba listo para poder verlas o quizás por la sincronicidad de la que hablaba Jung, ahora que tengo interés por el idioma y la cultura, he podido atraer hacia mí todas esas cosas.

Me voy a tomar tranquilo mi tiempo con el japonés porque además quiero estudiarme. IMG_0805Quiero saber, analizar cómo voy adquiriendo destrezas en el idioma. Por lo pronto he empezado a estudiar el Hiragana, que es el primer sistema de escritura que todos sugieren aprender. Luego viene el Katakana y por último, el más difícil, el Kanji, que tiene los caracteres chinos. Para los tres alfabetos hay una infinidad de material de estudio en internet, así que lo difícil es saber por dónde empezar. Un portal muy bueno para iniciar los estudios en The Japanese Page. Tienen mucho material didáctico si se quiere estudiar independiente y una sección para conocer de la cultura japonesa que está muy buena y surtida. Yo estoy estudiando ahí las sílabas del Hiragana y es muy práctico. Como complemento estoy utilizando también el libro Japonés desde cero, que lo vi en varios reviews en Amazon como un buen texto para iniciarse en el idioma. Más adelante usaré Basic Japanese Grammar, que lo compré en New York a inicios de año (cuando todavía no sabía que me iba a poner a estudiar en serio japonés).

Como quiero hacer un análisis de cómo aprendo un idioma completamente ajeno al mío, he decidido crear una cuenta en Instagram ( @saudadeinjapanese ) que de alguna forma funcione como una bitácora de mi aprendizaje. No es que voy a enseñar japonés, lo que busco es compartir con otros cómo avanzo y sobre todo tener como un diario virtual de lo que voy aprendiendo.

 

Saudade de Domingo #68: Mi romance con los idiomas

«Cada idioma es una forma de sentir al universo», expresó Jorge Luis Borges a propósito de su amor por las lenguas, la morfología y la fonética de cada una. No podría estar más de acuerdo con esta frase ya que aunque no hablo tanto idiomas como varios políglotas en la web que admiro (Luca Lampariello, Benny Lewis, Idahosa Ness, entre otros), con los cuatro que conozco fuera del español, aprendo mucho de la cultura de lugares distantes a través de sus palabras.

Como todo romance que se aprecie, recordar los inicios son importantes. Mi primer idioma fuera del español, debía ser el inglés pero como en la escuela me lo enseñaron terriblemente, le tomé fastidio. Me sonaba falso y aunque era bueno para la gramática, no sentía ninguna conexión con el idioma. En vista de ello, mi primer idioma extranjero fue el italiano, que lo aprendí en el colegio y en menos de un año ya lo hablaba bastante bien. Desde entonces nunca más me tuve que preocupar los exámenes de italiano. Quizás por la fuerza de la costumbre de escucharlo casi todos los días durante seis años, el italiano me resulta muy familiar y puedo entenderlo, hablarlo sin mucho esfuerzo. Su gramática, su fonética me traen recuerdos de adolescencia. Tengo un nexo con el italiano muy fuerte aun cuando actualmente no lo tenga tan presente. Llegué hasta grabar un cortometraje en italiano porque sentía que esa historia, que ese personaje que escribí debía expresarse en ese idioma. El trailer de ese proyecto lo pueden ver a continuación.

A los trece, cuando ya sentía que hablaba bien italiano, me dí a la tarea de buscar otro idioma para estudiar y así llegué al francés. Como no resultó, meses después lo dejé y empecé con el portugués. Esto no habría sucedido si no hubiera visto Xica da Silva. Puede parecer chistoso pero la historia y el contexto de la corona portuguesa en Brasil me hizo sentir curiosidad por un idioma del que ya sabía de su existencia gracias a Xuxa, la pídola de mi infancia.

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Uno de los primeros libros que compré en portugués

Del portugués brasileño me encanta la sonoridad de su lenguaje. Una mezcla de seducción, calidez y dulzura. Es una fonética que ya se canta sin mucho esfuerzo por su nasalidad y el ritmo de las frases. Recuerdo que al inicio, se me hacía complicado captar esa musicalidad, pues una cosa es escucharla y entenderla desde la cabeza pero otra es traerla al cuerpo. Muchas semanas pasé repitiendo frases para buscar la nasalidad hasta que con el tiempo me fui familiarizando con las T como ch, la G como Y, la NH como una ñ muy suave y la sílabas nasales. Ver películas, novelas y escuchar música ayudó muchísimo en ese proceso. En un cierto punto me olvidaba cuando en realidad estaba «estudiando» y cuando me estaba divirtiendo con el idioma. Porque ambas cosas se fueron fusionando hasta darme cuenta que pasaba jugando con el portugués gran parte del día. Algunos de esos juegos consistían en traducir mentalmente al portugués las conversaciones que tenía con mis amigos del colegio. Era mi manera de testear mis progresos. No me imaginaba por ese entonces que todo ese esfuerzo me llevaría, sin buscarlo, a ser intérprete simultáneo en varios congresos, traductor de textos, profesor del idioma en el extranjero.

 

El francés fue una relación de amor/odio. Empezó con amor cuando luego de aprender italiano, compré un libro de Larousse con un cassette para tales fines, estudiaba capítulo a capítulo, hacía mis anotaciones en un cuaderno al estilo del colegio, pero luego de algunos meses me frustré al ver que sólo entendía los diálogos del cassette del libro y nada de lo que se transmitía en el canal TV5. Un poco infantil de mi parte pretender un gran dominio del idioma como me pasó con el italiano, pero tenía 13 años, así que mucha madurez no podía pedirme. Dejé el francés olvidado por unos años, mientras me sumergía en el portugués, hasta que cuando entré a la universidad volví a retomarlo. Meses después, lo dejé. Un año más tarde lo volví a retomar y meses después lo volví a dejar. Sin embargo ya no empezaba de cero. Era capaz de leer textos en francés fácil, entendía más que años atrás pero me seguía faltando más soltura. La fluidez se dio cuando un grupo de franceses geniales llegaron a mi universidad y pude practicar lo que ya sabía de francés. Me sorprendió darme cuenta de lo mucho que sabía y de que podía hablar en francés con soltura. Es verdad que también las fiestas propician un ambiente relajado que era lo que necesitaba con el idioma. Motivado por esta experiencia, retomé mis clases de francés pero ya no de la forma solitaria como siempre hice sino en clases de conversación. Pasé varios meses así, luego hice un examen de nivelación en la Alianza y me mandaron al penúltimo nivel. Después de eso hice el DELF B2 y lo aprobé. Fue una victoria personal ya que había conseguido dominar en cierta medida el idioma.

Con el inglés ha sido una relación similar como con el francés. Durante varios años me conformé con leer y escribir en inglés. Pude tomar materias en la facultad en inglés sin problema, podía leer artículos académicos y novelas cortas, pero en mi interior estaba completamente negado a hablarlo o a escucharlo. Quizás producto de la mala enseñanza en la infancia, con el inglés me sentía muy alejado, no había ningún nexo que me acercara al idioma. Durante la adolescencia mientras todos deliraban con la música yanqui, yo me decantaba por la música brasileña, así que tampoco tuve cómo crear un nexo con el inglés. Creo que siempre asocié al inglés con Estados Unidos y por consiguiente a un mundo superficial, hipertecnológico, nada afectivo y bastante financiero. Luego con los años eso fue cambiando, cuando viví en el extranjero y conocí a otros extranjeros tuve la oportunidad de usar el inglés y sentir las múltiples ventajas que tenía. Me forcé entonces a recordar mis diferentes momentos de aprendizaje con los idiomas para tratar de encontrar técnicas que me pudieran acercar al inglés. Y así fue que comencé a ver películas y series que me interesaban varias veces, leer libros que me gustaran mucho, repasar canciones que me gustaban. Tomé las herramientas utilizadas en el portugués y el francés para llevarlas al estudio, lo cual me dio buenos resultados. El inglés dejó de ser esa lengua extraña para volverse familiar, like home.

IMG_5938Y después están los idiomas que se quedaron en el camino y con los que tengo cuentas pendientes: Ruso, alemán, griego, latín, catalán, rumano y sueco. De este grupo, me gustaría retomar los dos primeros, aunque todavía no me decido. Ambos tienen una sonoridad que me gusta (cosa fundamental para que me guste un idioma) pero de ambos me da terror su gramática, especialmente las declinaciones de los sustantivos. Y del ruso, su alfabeto diferente, aunque no es tan complicado como el del mandarín o el del árabe. Hay días que creo que debo empezar alemán y otros días, ruso. Veré cuál se impone con más fuerza.

Mantener un romance con varios idiomas es complicado. No siempre se tiene la oportunidad de practicar los idiomas por igual y ahí es cuando se corre el riesgo de que alguno vaya oxidándose. De los que conozco, el que menos he estado practicando en los últimos meses ha sido el italiano y por ello me he puesto en la tarea de ver la serie Suburra, de Netflix. A pesar del fuerte acento romano, he estado refrescando expresiones, modismos y aprendiendo más vocabulario. Y es que con los idiomas siempre te llevas sorpresas y hay que estar en constante estudio con películas, series, canciones, leyendo periódicos online, hablando con nativos. Los podcasts son también una buena fuente variada para practicar idiomas, sobre todo lo concerniente a la compresión oral. Dada la facilidad del formato se puede estar haciendo cualquier otra actividad mientras escuchas un podcast. También hay opciones interesantes como Italki, donde se pueden encontrar personas para practicar un idioma o directamente tomar clase con algún profesor online.

Me gusta la sensación de explorar idiomas, de encontrar semejanzas, de ver cómo a nivel personal también me dejo afectar por ellos. Las palabras en todos los idiomas tienen una carga simbólica importante y me gusta sentir esa responsabilidad de apropiármelas, de usarlas, de alterarlas o de mezclarlas con el español. Mientras estudiaba Latín, recuerdo haber pensado mucho en la nostalgia de aprender una lengua muerta y de memorizar palabras en las que seguramente muchos se amaron, se odiaron, se arreglaron acuerdos, etc. Nunca llegué a ningún lado con el Latín, pero con el aprendizaje de pocas semanas caí en la cuenta de que mi amor por los idiomas inicia siempre por el afecto profundo que tengo por las palabras y cómo ellas se juntan y se expresan en las diferentes formas que cada idioma tiene de ver al universo.

Saudade de Domingo #64: Leer y escribir en la universidad

Esta semana estuve en un taller de capacitación docente denominado «Escribir y leer, un asunto de todos». No, no era un taller para aprender a leer o escribir. Era un espacio para enseñar a leer y escribir a los estudiantes universitarios. Esto lo supe ya en el taller, pues fui casi a ojos cerrados al mismo. El título me daba curiosidad pues no tenía muy claro de qué iba a tratar y quedé gratamente sorprendido con todo lo aprendido. Sin duda ha sido una buena instancia para conocer conceptos, confirmar otros y quedarme con muchas interrogantes.

IMG_4674Del martes al jueves de esta semana un buen grupo de docentes de la UCG estuvimos reflexionando junto a la Dra. Paula Carlino sobre los procesos de aprendizaje en las facultades, específicamente en el campo de la lectura y la escritura académica. ¿Cuántos estudiantes leen? ¿Cómo escriben los estudiantes? ¿Cómo califica el profesor un ensayo? ¿Qué dificultades tiene un estudiante al escribir un texto académico argumentativo? Varias de estas interrogantes rondaron los tres días de capacitación. Previamente habíamos leído algunos textos de Carlino y otros autores preocupados por este campo específico de la educación. Descubrí con sorpresa la inversión que hacen las universidades anglosajonas para crear Centers of Writing, departamentos con tutores dedicados a ayudar a los estudiantes para mejorar sus ensayos académicos.

Para universidades como la de Berkeley, la escritura es parte central de todas sus carreras y por ello destinan tiempo, esfuerzo y presupuesto para estos centers of writing, que trabajan bajo el programa denominado Writing Across the Curriculum (WAC). Basta con buscar en Google este programa y se puede ver la cantidad de universidades que lo han implementado en sus universidades.

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De todo lo vivido y aprendido en este taller con la Dra. Carlino, me llevo varios conceptos para trabajar. Algunos ya los conocía de forma intuitiva, otros los aprendí y espero ponerlos en práctica el semestre que viene. Acá van:

  • Dejar de pensar en la escritura como una instancia de evaluación. Es importante reconsiderar la escritura y pensarla más bien como un proceso de aprendizaje.
  • A escribir se aprende escribiendo. Nadie es bueno haciéndolo de forma innata y por ello que hay que practicar. Es un ejercicio constante, de muchas revisiones. Esto se complementa con lo anterior, que la escritura es un proceso de aprendizaje.
  • El ejercicio de escribir no es sólo algo que le compete a los profesores de Lengua. Es una responsabilidad de todos los profesores para que sus estudiantes escriban en sus asignaturas. Esto es así ya que nadie mejor que el profesor de la especialidad para corregir los errores de escritura de sus alumnos. La escritura como proceso, va más allá de la forma (la buena ortografía, sintaxis, uso de signos de puntuación) y es necesario estudiar el contenido, aspecto que sólo los profesores de cada asignatura, y no uno de Lengua, pueden corregir.
  • Es necesario que el proceso de escritura sea acompañado. La escritura de un texto académico no puede ni debe quedarse en una sola entrega sino que el docente (o los tutores) deben ayudar a pulir, mejorar sus escritos.
  • El proceso de lectura debe generar nuevas inquietudes. La lectura debe instar a los estudiantes a hacerse preguntas que surjan a partir de determinado texto. Con esto, es necesario que el docente no caiga en las típicas preguntas de control de lectura, porque así no se fomenta un aprendizaje. Sólo lleva a que el alumno busque en el texto la respuesta a las preguntas. El docente debe generar momentos de discusión en el aula sobre la lectura enviada previamente para aclarar y fijar ciertos contenidos, ya que la lectura de textos académicos implica que el estudiante lector haga una jerarquización de lo que es más importante y en ese proceso muchas veces el alumno no logra distinguir qué es lo realmente importante. Ahí interviene el trabajo del profesor y del resto de compañeros para determinar cuáles son esas ideas principales.
  • Estimular a que los estudiantes se expresen más por escrito. Al escribir se ordenan y se fijan los pensamientos, algo que en el lenguaje oral resulta más caótico. Es por ello que Carlino surgiere instancias de escritura breve que además funcionan para aquellos estudiantes que normalmente no hablan en clase. Es una manera diferente de obtener feedback acerca de los contenidos de la clase.

Lo interesante de todo esto es que la Dra. Carlino puso en práctica estos conceptos con nosotros mismos los docentes. Pasamos por instancias de escritura, reflexión post lectura y en cada dinámica, venían sus preguntas invitándonos a reflexionar para qué sirve esto y aquello. Con el taller pudimos ponernos en la piel de los estudiantes y con ese conocimiento desde la carne, volver a las aulas, al campo de juego, para dar nuevo aire al proceso de enseñanza.

Espero con ansias volver a las clases y poner en marcha todo lo aprendido.

 

Saudade de Domingo #34: De cómo empezó mi amor por la lengua portuguesa (brasileña)

Hago la aclaración de lengua brasileña, porque el portugués hablado en Portugal dista mucho en fonética, léxico, e incluso en ortografía del que se habla en Brasil, que fue justamente el portugués que aprendí a hablar en los años de pubertad y por el que siento una endiablada devoción.

¿Cómo empezó ese amor? Pues con misterio, alrededor de los 4, 5 años, cuando todavía ni sospechaba que llegaría a hablar con fluidez, pensando y soñando en portugués una década más tarde. No recuerdo con exactitud cuando escuché por primera vez el portugués, pero seguro que fue con Xuxa, cuando el precario doblaje permitía escuchar en segundo plano la voz melódica de la reina de los bajitos. Aprendí también a «masticar» algunas de sus canciones en portugués. Aquel idioma en la infancia me daba una extraña sensación de cercanía y distancia. La sonoridad de la lengua confundida con el español me hacía sentir cerca aun cuando me daba la sensación de que me perdía de palabras importantes. La escritura del portugués, con aquellos acentos agudos, circunflejos y el característico til sobre la a y la o (ã, õ), me marcaba una lejanía que me atraía. El portugués era para mí, como darle al español una segunda opción de cómo podía ser escrito. Era como un español transgresor, rebelde que se autoimponía acentos donde se marcara la mayor fuerza voz.

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Las telenovelas brasileñas también tuvieron gran responsabilidad en esa fascinación por la lengua de Jorge Amado. Al no haber internet en los primeros años de infancia y pubertad, me conformaba con leer los créditos de las telenovelas. Y me enamoré de esas palabras escritas (direção, produção. convidados, figurino), de nombres de personajes y actores (Glória, João, Letícia, Cássia, Fátima, Paula, Carlão, Renata, Eduarda). También me emocionaba cuando en algunas producciones no traducían el título al español y quedaba el original como en Brilhante, Desejo, A Próxima Vítima, O Clone, Laços de FamiliaMulleres Apasionadas, etc. Era la oportunidad de comparar el título en español con el original. En algunos casos eran completamente diferentes y me quedaba entonces con una sensación de frustración con lo que se perdía en el traspaso al español.

Recuerdo que una vez me emocioné mucho cuando durante un capítulo de Por Amor, algo le pasó al video y apareció el audio original en portugués. Y pude escuchar a Regina Duarte con su voz profunda y grave en portugués, muy diferente de la voz doblada. Luego el audio se corrigió pero me quedé en la cabeza con esa melodía, sintiéndome estafado por la voz del doblaje. Ya más grande, cuando tenía un dominio del idioma gracias a la música y al cine, grababa algunos capítulos (sobre los finales) y me divertía poniendo en mudo el audio, haciendo yo el doblaje en portugués, como si quisiera devolverle a esas escenas su audio original. No sabía si eran en realidad las mismas palabras que dirían los actores pero hacía el esfuerzo de imaginar y de que cuadrara lo que decía con los labios de los personajes. Creo que desde ahí viene mi deseo por querer doblar alguna novela o película algún día.

Ya esos años de fervor adolescente han pasado, pero el amor por el portugués continúa igual. Necesito una dosis diaria de música brasileña, de literatura, de cine o televisión del gigante de América del Sur. Uno de mis días más felices fue cuando pude tener en cable a Globo Internacional y desde ese momento es el canal en el que más tiempo paso cuando veo televisión. Podría prescindir de todo el resto de canales, siempre que tuviera Globo conmigo.

La lengua portuguesa (brasileña), también resultaba -y resulta todavía- un gran desinhibidor. Con el portugués me atrevo incluso a cantar (aunque no lo haga del todo bien). Hay un extraño placer, un éxtasis sonoro al pasar por las cuerdas vocales, palabras y verbos lusitanos. Mis grandes amigos, compañeros de idioma fueron -y son- Tom Jobim, Caetano, Simone, Chico, Gal Costa, Roupa Nova, Titãs, Cazuza, Cássia Eller. Cantar en portugués funciona para mí como una terapia espiritual, así como para los hindúes lo es el cántico de los mantras en sánscrito.

Y la saudade… bendita palabra dulce, melancólica, sensual y dolorosa, con la que he podido identificarme quizás porque no es fácil de definir pero sí de sentir. Y es así que sinto saudade de tudo, hasta del mismo proceso de enamoramiento en el que me apaixonei pela língua portuguesa (brasileña).

Saudade de Domingo #32: Lo que amo

Enseñar siempre me pone en una situación de cuestionamiento. Aun cuando preparo mis clases con actividades y tiempos destinados para cumplir con los objetivos de cada sesión, siempre sucede algo mágico en el acto de enseñar. En una buena clase todo fluye, los estudiantes están conectados, participan y las horas vuelan. En otra clase, todo elemento externo se vuelve un distractor, los chicos no entran en la atmósfera y el tiempo pasa lento. Cada clase es como una función de teatro, en la que uno puede salir sintiéndose el mejor o el peor actor del mundo. Y es en ese proceso de armar y desarmar, de prueba y error, donde queda claro si uno ama enseñar o lo hace sólo porque «no hay otra cosa más que hacer».  Yo creo firmemente que enseñar debe ser un acto de amor.

No me refiero al amor que acaricia, que todo lo justifica y todo lo sufre, sino al amor de entregarse, de mirar a ese chico o a esa chica que ha optado por estudiar y llamar su atención, de hacerlo cuestionarse, de enojarlo si es necesario. Es un amor que no mezquina el conocimiento, que comparte certezas, dudas y baja al profesor del Olimpo para convertirlo en un humano dispuesto a prestar su cuerpo, su voz, su energía para que otros seres aprendan, abran sus ojos y construyan criterios. Es un amor que se permite también bromear con los estudiantes, mostrando que la enseñanza no debe ser un acto aburrido ni severo, que lo lúdico también hace parte del aprendizaje. Es también un amor que debe dejar ir a los estudiantes, que no debe hacerse expectativas. Cada uno de ellos tiene su propio proceso y se irán, volverán o quizás decidan cerrar la puerta de la clase para siempre. Eso también hace parte de la enseñanza y el aprendizaje.

Y es con la enseñanza que he aprendido a crecer profesionalmente y como individuo. Esta semana en particular, a partir de una de mis clases, me he cuestionado qué amo. Lo más a la mano que tenía era obviamente el enseñar y por eso abrí este post con ese tema, pero extendiendo la pregunta a otras esferas, surgen muchas cosas. No voy a extenderme por acá en las explicaciones del porqué amo cada cosa. Prefiero más bien plantear sólo el qué y que las razones floten en la cabeza de quien lea esto.

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Yo, en una tertulia de amigos en Quito (2011). Amo recordar ese viaje.

Amo a mi familia, amo mis rutinas, amo charlar, amo besar, amo abrazar, amo caminar con frío, con calor. Amo aprender, me excita las neuronas encontrar un campo de posibilidades para estudiar. Amo comer, conocer nuevos lugares donde una nueva sazón renueve mis papilas. Amo viajar, armar maletas y lanzarme a las calles del nuevo lugar. Amo escribir, elegir verbos, delinear personajes y aunque duela, colocar la palabra fin como término de la historia. Amo aprender idiomas, buscar la manera de incorporar palabras, familiarizarme con fonéticas extrañas y ver cómo voy dominando una lengua ajena. Amo leer, sumergirme en otros mundos, escudriñar la carpintería escondida en la narrativa de cada autor que llega a mis manos. Amo la imagen, la pintura, la fotografía, el cine, la televisión, encontrando un encuadre conmovedor que pueda dejarme hipnotizado. Amo el teatro, ver al actor en escena, crisparme los pelos con la magia del espacio y probarme yo mismo desde el escenario. Amo salir con amigos, perdernos en lo no planificado y que la magia marque las diferentes estaciones de llegada. Amo jugar con mis mascotas y volver a ser un niño sin preocupaciones. Amo recordar, fijar momentos importante con precisión cinematográfica para luego embriagarme de saudade. Amo la música, dejar que las melodías penetren los poros de la piel y me conmuevan los lacrimales (sobre todo me pasa con el Bossa Nova y el Jazz). Amo el olor a tierra mojada y aroma de un buen incienso, que me coloque en un estado de calma. Amo amar desde el primer chakra, con toda la pasión de la que puedo ser capaz, aunque pueda equivocarme. Hace parte del juego…

Sí… de cierta forma, también amo equivocarme.

Saudade de domingo #5: Mi nuevo teclado, Volver al Futuro y mi graduación

El miércoles 21 de octubre, además de la llegada del futuro (a propósito de la peli Back to the Future II) tuvieron lugar dos momentos para mí muy importantes: el primero, un nuevo teclado para mi compu y el segundo, quizás el más visible, mi graduación de maestría.

Empiezo por mi teclado. Quizás no debería ser motivo de mucha alegría y menos para dedicarle unas líneas, pero vale decir que si no fuera por el nuevo teclado no podría escribir libremente estas palabras. Pasé durante meses confinado a un teclado bluetooth que colocaba encima del teclado dañado de mi MacBook Pro. De un día al otro, en alguna noche de enero, las letras O, P, L, 9, 0, más las flechas de movimiento dejaron de accionar. Tomé conciencia que no podría hacer nada FullSizeRender-2cuando intentaba ingresar mi clave y como esta contenía una de las letras mencionadas más arriba, no conseguía entrar al sistema. Ahí fue cuando empezó mi relación forzosa con el teclado bluetooth. Mi laptop dejó de serlo para convertirse en una especie de Frankenstein, que llamaba la atención en cualquier parte. Pensé que sería fácil de arreglar, pero todos los técnicos que consulté me dijeron de forma unánime: «Tenés que cambiar todo el teclado porque el circuito está muerto». No entendía bien eso del circuito pero sonaba a una especie de cáncer terminal, una metástasis en el teclado que me condenaba al teclado bluetooth por tiempo indefinido.

Volví a vivir en Guayaquil y los técnicos de allá me dieron el mismo diagnóstico: «Hay que cambiar el teclado». Así que me puse a la tarea de buscar teclado para mi compu de finales del 2008. Las posibilidades de encontrar uno que además fuera en español y para una MacBook de 15 pulgadas eran casi nulas. Encontré varios en inglés, para 13 pulgadas, modelos más recientes. Parecía una causa perdida. Vine a Argentina en agosto por un viaje académico y me di a la caza por Mercado Libre de todas las ofertas de teclado para MacBook. Parecía haber encontrado el ideal a través de un proveedor, pero a último momento me dijo que para el modelo de finales de 2008 ya no tenía y que probablemente le llegaría en septiembre.

Regresé a Guayaquil, me hice la idea de seguir con el bluetooth hasta que un día recibí un mail del proveedor informándome que ya tenía mi teclado. Le pedí que me espere hasta octubre cuando volvería a Argentina por mi graduación de maestría. Intercambiamos números para seguir en contacto hasta que este martes 20 le dejé mi laptop para que procediera con el trasplante de teclado. Mientras buscaba una camisa para el traje de la ceremonia de graduación, pensaba en mi teclado. ¿Será que volvería a deslizar los dedos directamente sobre mi laptop? FullSizeRender¿Volvería a escuchar el sonido de las teclas de la MacBook mientras escribía? (perdón, parezco un poco frívolo, pero el tecleo es muy importante para mí mientras escribo) ¿No se dañaría otra cosa en el intento de extirpar el viejo teclado y colocar el nuevo? El miércoles 21 a la mañana retiré mi compu. Me la entregó la madre del proveedor. La señora no entendía bien mi alegría desmedida por el teclado nuevo y como si tuviera la necesidad de compartir mi emoción con alguien, le dije antes de irme que iba a “jubilar” al teclado bluetooth. La señora, en su instinto maternal, sólo atinó a decir: “Y guardalo de todas formas, por si lo necesitás en algún momento”. Lo guardaré pero espero no necesitarlo sobre mi laptop nunca más.

Por la tarde de ese mismo miércoles fue la ceremonia de graduación (acto de colación como dicen en la UCA). Si bien ya había defendido mi tesis en diciembre 1921907_10207785258128352_3884154450082152668_ny en teoría ya era magíster desde entonces, la ceremonia era el ritual necesario para confirmar ante una sociedad que ya poseía el título. Siempre he sido escurridizo en este tipo de eventos, me siento incómodo, ser el centro de miradas me pone un tanto nervioso, pero era parte del protocolo esperar a ser llamado, subir al escenario, recibir el diploma simbólico de las manos del director de la maestría y volver al asiento. Fue la oportunidad de verme con dos amigos de la maestría y de encontrar con sorpresa a varias ex alumnas que se recibían de licenciadas en Periodismo. Volvía a sentirme en casa.

No tuve a mi familia en la ceremonia pero cuatro amigos míos estuvieron ahí “haciéndome el aguante”. Puedo decir que fue un bonito cierre de ciclo que se12106988_10153001117821486_4511908170201835477_n abrió en marzo de 2012, cuando en una maleta cargada de sueños venía a Buenos Aires con la intención de cruzar una maestría. Sentí ese miércoles un sabor a fin de ciclo, como cuando la serie está al fin de una temporada. Mirando para atrás, mucha agua ha corrido y la verdad que volvería a hacer todo de nuevo, con los aciertos y los errores.

La vida continúa y un ciclo que se cierra da paso a otros, al fiel estilo del Camino del Héroe de Vogler. Con un teclado nuevo y la maestría concluida, puedo vivir el presente en el futuro que Zemeckis y Spielberg diseñaron en Back to the Future II.

Saudade de Domingo #3: Enseñar, aprender (y viceversa)

Esta semana vi con sorpresa en el muro de una amiga de Facebook, el video que está arriba: Thank a Teacher Today, en donde un grupo de actores conocidos agradecen lo que son hoy por un profesor representativo en sus vidas. No agradecen a alguien con nombres y apellidos, pero buscan exaltar a la figura de aquel gran profesor que se prepara día a día, que aclara el camino, despeja dudas y que luego de un tiempo termina cayendo en el olvido, tanto por los alumnos como por las autoridades estatales que aun no logran darle la verdadera importancia que tiene un docente en la formación de un estudiante, especialmente durante sus primeros años.

Viendo el video recordé el caso excepcional de la educación en Finlandia, del que tuve mayor conciencia a través del documental The Finland Phenomenon. En ese país nórdico de inviernos severos y veranos endebles, la educación es una gran preocupación estatal. Se seleccionan a los mejores perfiles para que se conviertan en profesores, reciben una educación integral de primera mano, se les brinda un acompañamiento durante sus primeros pasos al enfrentarse a las aulas con niños y adolescentes de todos los perfiles posibles, ganan salarios acordes al gran esfuerzo de seleccionar cuidadosamente el material con que van a impartir sus clases. En Finlandia ser profesor es un honor, un trabajo de prestigio.

En nuestro país el contexto es otro, no obstante hay un sinnúmero de docentes que viven su trabajo con la pasión que los hace recorrer media ciudad para llegar al centro de enseñanza, trabajar en evaluaciones hasta altas horas de la noche, restarle tiempo a la vida personal para diseñar una clase que esté acorde a las expectativas de los estudiantes cada vez más volátiles. Pienso en algunos de mis profesores, en aquellos que dejaron alguna huella, sea por su marcada personalidad o por la admiración ante ese manantial inagotable de conocimientos que tenía para responder a todo. Jamás habría aprendido italiano sino hubiera tenido una profesora siciliana que, con carácter férreo de sus posibles antepasados turcos, encontraba toda clases de ejercicios gramaticales y fonéticos hasta que hubiéramos entendido determinada lección. Tampoco me habría alimentado de García Márquez sino fuera por una de mis más recordadas profesoras de literatura a la que hoy considero una gran amiga. Mi comprensión media sobre la química fue posible gracias a un profesor que parecía imprimirle un ritmo musical a la tabla periódica de Mendeleiev. La pasión por el cine acompañada del intelecto no era una mezcla posible hasta que conocí a una profesora que no paraba de citar a los grandes de la filosofía y el arte para justificar ideológicamente la elección de cada plano de determinada película. Podría citar muchos profesores que me marcaron, que de evocarlos me sacan una sonrisa y a cuyas clases iba con entusiasmo aunque fuera a las 7 de la mañana.

Quizás esa admiración fue formando dentro de mí un proceso de docente. En la adolescencia, queriendo imitar el trabajo de algunos de mis profesores, empecé a jugar ser docente con mi hermana y una tía, a las que impartía una serie de conocimientos de Historia, Geografía, Gramática. Jugábamos pero yo me tomaba mi rol muy en serio, hacía una preparación de lo que les iba a enseñar en un cuaderno y diseñaba formatos de evaluación parecidos a los que me tocaba rendir en el colegio. Disfrutaba del hecho de aclarar dudas o de generarlas a través de nuevos conocimientos. No todo era perfecto obviamente, mi hermana era pequeña y terminaba cansándose si pasaba mucho tiempo sentada. Entonces le rogaba por unos minutos, que ya íbamos a terminar la clase. Luego pasé a enseñar italiano. Mi tía, una fanática de la cultura italiana, estuvo encantada con el cambio, así que me di a la tarea de seleccionar varios textos de mi primer año en el colegio italiano y empezamos las clases. Años después sin imaginármelo, empecé a enseñar el mismo idioma en la Dante Alighieri de Guayaquil. Ahora era jugar en serio y ponerme a prueba enseñando a otros que no eran familiares.

El siguiente desafío fue la universidad, donde comencé primero como ayudante de cátedra a los 21 y como profesor al año siguiente. La primera dificultad era enfrentarme a alumnos que casi no tenían mucha diferencia de edad conmigo. A medida que fue pasando el tiempo, la brecha se ha ido distanciando y a lo largo de estos 7 años, muchas cosas han cambiado en mí, en la recepción de las clases, en la ejecución de los programas, en el intercambio con los estudiantes que me obliga a estar siempre actualizado, investigando ya a modo de vicio para luego tener algo adicional que aportar en la cátedra.

No todo es fácil ni agradable. Toca sortear con estudiantes de perfiles diametralmente opuestos en una misma aula y se vuelve imperativo negociar, saber qué decir y qué no decir. Hay cursos con los que hay poca empatía pero aun en esas circunstancias, es necesario darlo todo. Escribiendo esto me acuerdo de una frase que una colega me dijo alguna vez cuando empecé a dar clases en la facultad: “No pretendas salvar al mundo con tus clases”. Cargado del idealismo de los primeros años, hice poco caso y me dediqué a encontrar los casos difíciles para desafiarme y hacer que ese estudiante aprendiera o al menos le tomara cariño a la materia. En algunos casos lo conseguí, en otros no me fue muy bien…

Durante mi estadía de tres años en Buenos Aires, donde cursé una maestría en Audiovisual, volví a ser alumno, lo que me brindó una gran enseñanza. Ahora veía a mis profesores desde otro lugar y podía darme cuenta de las costuras de las clases, del diseño pedagógico que usaban. Era darme cuenta de aquellos detalles “tras bastidores”. Fue en esa vuelta a ser alumno que terminé por entender que cada estudiante tiene su propio ritmo, su propio tiempo. Habrá alguno que entienda todo y lo incorpore, como habrá alguno que seleccione sólo ciertos temas para aprender y otros que probablemente necesitarán varios meses o años para que el conocimiento de determinada materia les llegue. No hay mejores ni peores, sino diferentes.

Quizás el mayor reconocimiento de mi actividad docente sea cuando ex alumno/a se me acerca y de forma desinteresada me dice que X cosa que aprendió en mi clase la pudo aplicar en su ámbito profesional o pudo resolver determinado problema a partir de algún consejo en el aula. El agradecimiento que llega meses o años después tiene y viene con mucha fuerza.

Sigo siendo un profesor joven, no me creo dueño de la verdad, tampoco creo ser el mejor y no quisiera serlo, pues en esa falsa creencia terminaría mi aprendizaje. Me gusta saberme errático, con un fuerte compromiso por enseñar y sentir que los estudiantes y los autores que estudiamos en clases me modifican, me ponen en conflicto, me enseñan a aprender. Al igual que los actores del vídeo, soy lo que soy gracias a los profesores que he tenido, porque algo de ellos está en mis clases, en algún trabajo en grupo, en una respuesta, en algún examen.