Saudade de Domingo #136: Caminar la pandemia

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Que la pandemia nos ha cambiado nuestro modo de vida no es ninguna novedad. Horas de teletrabajo, distanciamiento social, flexibilidad en la circulación, toques de queda, aumento de casos, quédate en casa, usa mascarilla. Frases que retumban en la cabeza y que con el tiempo se han incorporado a nuestro diccionario cotidiano. Naturalizar la angustia, minimizar el impacto, suena horrible pero es necesario para no enloquecer en estos meses donde todo es aún incierto. 

En medio de este panorama, el aquí y ahora se ha vuelto el mantra. No hay futuro, el pasado ya fue y estamos viviendo de manera forzada, esa máxima de vida que para algunos es la clave la felicidad. Vive el presente, aprópiate de lo que tienes ahora, agradece por estar vivo y si tienes la dicha de tener trabajo, agradécelo también.

Aunque creo que me he adaptado relativamente bien a estos tiempos de guerra (no de cañones y bombardeos, pero sí la que cuenta por centenas y miles a los fallecidos en todo el planeta), al inicio tuve mucha resistencia. Quería convencerme de que esto no duraría más que unos meses y que podía seguir armando planes a futuro. Pronto las estadísticas, los noticieros, los planes de vacunación, las noticias de amigos y conocidos vencidos por el virus me estrellaron la realidad en la cara. Esto no es algo a corto plazo y me atrevería a decir que tampoco a mediano plazo. 

Había que buscar un paliativo a la situación. La lectura y la escritura fueron grandes aliadas pero no suficientes, mi cuerpo empezó a enfermarse de cualquier cosa, las visitas al médico se volvieron parte de mi agenda semanal y es ahí cuando me di cuenta que algo (o mucho) estaba mal.

Tenía que mirar mi cuerpo, abrazarlo y trabajar con él, no dejarlo afuera de mi propia búsqueda.

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Así fue como empecé a salir a caminar, primero por las propias citas médicas o algún encuentro eventual con amigos y luego ya por la mera necesidad de hacerlo. Caminar se convirtió en ese momento de desconexión, de escuchar los latidos del corazón, de reconocer la respiración, de sentir la armonía de los músculos y tejidos. Con mis audífonos puestos y escuchando algún playlist personal o un podcast, recorro las calles de Urdesa, mi barrio y cada tanto también Kennedy y Miraflores, que son los barrios vecinos. En esa práctica que realizo en algún momento de la jornada que puedo darme una pausa, he descubierto calles pequeñitas, casas abandonadas, árboles monumentales, el pasto que crece junto al estero, los perros que custodian algunos hogares, las parejitas que salen a trotar al final de la tarde, los chamberos que escarban entre la basura en búsqueda de cartones, papel y plásticos. En estos meses en los que he aceptado esta realidad extraña, sin ningún plan de viaje a la vista (los que me conocen saben que viajar es mi vitamina), me he hermanado con mi propio barrio. Estoy muy orgulloso de ser urdesino, de ser parte de este nuevo centro de la ciudad, de ver cómo el barrio se debate entre ser comercial y residencial. Lo he visto despertarse a la mañana, rugir al mediodía con el sol que lo carboniza todo, fluir con la brisa del estero al atardecer e impregnarse de su energía un viernes por la noche. Todas esas urdesas que he conocido han sido gracias a este periodo extraño, en el que mi ciudad ha intentado volver a una falsa normalidad abriendo comercios y relajando restricciones. 

Necesito mi hora de caminata, la espero con ansias. A veces preparo el repertorio, a veces me dejo llevar por lo que me sugiere el iPod. Saco algunas fotos de esos recorridos sobre todo cuando algo se activa y me llama la atención. Estoy realizando en mi barrio aquello que siempre he hecho en mis viajes a ciudades desconocidas. Me he vuelto un turista de lo cotidiano, un flâneur, como diría Baudelaire.

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David Le Breton dice que caminar es desafiarse y sobre todo desafiar las convenciones establecidas, ya que caminar sin un destino fijo sería considerado hoy en día como «perder del tiempo». Pienso en estos youtubers amos de la productividad que cronometran sus horas de lecturas, de comida, de sueño y hasta sus idas al baño y seguro me torcerían los ojos recordándome que podría aprovechar esa hora en trabajar en algo que genere réditos. Pobres de ellos que aun no entendieron el dolce far niente de los italianos y que además no se han dado cuenta que atreverse a caminar sabiendo que el mundo sigue girando, es un acto político de resistencia individual. Es salirse momentáneamente del sistema y pendular casi ingrávido en los pensamientos, en la música, en el olor de la ciudad.  Caminar es una ruptura al caos, dirá Frédréric Gros, y en esa ruptura, hay poesía. Es un momento de creación, en el que cualquier cosa puede ser un disparador para algo. En esas caminatas sin rumbo, en esos devaneos urbanos, me han aparecido imágenes de historias que me apresuro en escribir a modo de apuntes en el celular. Esta misma semana, me han “llegado” ideas para una novela que estoy trabajando y que durante el mes pasado estuvo como en una especie de hibernación. 

Y el caminar me ha devuelto la elasticidad que necesitaba con esa historia.

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Caminar es también meditar. No hay obligación en hacer algo en particular, en tener una expresión determinada, caminar a un ritmo adecuado. No. El cuerpo, el viento, la luz dictan cómo será caminar ese día en particular. Hay días en los que me siento muy compenetrado con el caminar y otros días en los que lo hago con pocas ganas o agobiado por la molestia que me produce a momentos la mascarilla. De todas formas, no dejo de caminar, es mi momento de conexión espiritual y de contraponer mi cuerpo con las casas, con los otros peatones, con los cables de luz cruzan de esquina a esquina, con los autos que rugen con el semáforo en rojo avisándote que si no te apuras en cruzar podrían caerte encima. 

Caminar es la expresión máxima del aquí y ahora. Lo que importa es el tránsito, no el destino.

Caminar (hacerlo solo, valga la aclaración) es aprender a estar con uno mismo.

Y esa práctica hay que renovarla cada día. 

Saudade de Domingo #129: ¿Qué significa para mí no viajar?

Aquellos que me conocen por este espacio y en la vida real saben de mi obsesión/adicción por los viajes. Ni bien termino un itinerario, ya estoy planificando el siguiente. Durante los últimos cinco años he viajado todo lo que he podido, como si hubiera pretendido ponerme al día por todo el tiempo que viví en el extranjero con una vida de estudiante muy austera y sin viajes largos. También debo confesar que los viajes han sido una forma de escapar, de hacer un paréntesis de mis actividades cotidianas. En el fondo además está el deseo recóndito de huir de mí mismo y que el surcar otros territorios me devolviera la mirada de mi propio ser a modo de espejo. En realidad el acto de viajar no ha sido tanto un viaje hacia el exterior sino una propuesta de explorar mi interior. 

En todos las entradas que he escrito por acá (como Estocolmo, París o Roma) sobre los lugares que he conocido, percibo esa expedición de mi propio yo enfrentado a esas calles, a esas personas, a esos idiomas que me rodean durante mis días de fuga. Creo que los viajeros en general tenemos ese deseo de conocer al otro para terminar de situarnos en algún punto de la tierra. Uno está en el otro, en su otra lengua, en su manera diversa de comprender el amor, el trabajo, la vida. Es una búsqueda adictiva que no termina porque siempre hay un horizonte para conocer.

Compré este bolso en una librería hermosa de Estocolmo regentada por una librera que a sus cincuenta años dejaba de trabajar para otros y se animó a ser la dueña de su propio espacio.

Entre más viajo, más me alejo del canon turístico. Visitar aquellos lugares imprescindibles de cada ciudad según los criterios oficiales o mainstream se convierten en la parte más insignificante del recorrido. En los últimos viajes esas atracciones turísticas quedan relegadas al primero o segundo día de viaje, como si quisiera sacármelas de encima y después de eso sí, viene lo que me encanta: caminarme la ciudad, hablar con la gente, sentarme en un café mientras miro la ciudad cambiando de color con el paso de las horas, sumergirme en las librerías nuevas y antiguas para descubrir a los autores locales, tomar fotos de letreros, de parques escondidos entre edificios, de percibir el olor característico que tiene esa ciudad. Me gusta mirarme como un detective urbano de experiencias efímeras.

Antes de cruzar el Golden Gate (San Franciso). Ya había caminado cerca de 10 kms y recorrí parques, barrios y descampados que nunca habría encontrado en una guía turística.
Una parte de los libros que me traje de mi viaje a Sao Paulo, en noviembre de 2019

Como ya lo conté por acá, para mi cumpleaños en abril tenía previsto un viaje maravilloso: Madrid (por enésima vez porque me encanta)-Budapest-Praga. El día exacto de mi cumple estaría con una amiga catalana tomando cerveza negra en algún bar de Praga y habríamos resuelto los problemas del mundo mandando todo al carajo. No sucedió porque la pandemia nos cambió la vida, nos obligó a todos a un delay doloroso pero necesario. Se canceló ese viaje a Europa, se canceló un viaje a Buenos Aires, llegó la reclusión en casa. Mi cuarto sin quererlo se convirtió en mi guarida de sueños, en mi hervidero de ideas, en el mapa de ruta por donde quiero seguir una vez que el fin del confinamiento nos devuelva a todos a las calles. 

Berlín, una ciudad a la que espero regresar, cuando sea el momento propicio.

En este tiempo de encierro contemplo mis viajes como escenas sueltas de una película en proceso de escritura. Percibo calor, frío, aroma de especias, sabores de platos exóticos, acentos diversos. Abro cajones donde me encuentro con entradas de teatro, de cine, boletos de museos, programas de mano, servilletas, tarjetas, mapas de viajes, lápices, libretas. Cada uno de esos objetos que quizás me convertirían en el archienemigo de Marie Kondo, me transporta a esos lugares donde ese otro yo se dio a la tarea de mirar más allá de su propia ventana. Hoy, aun confinado y sin fecha exacta de salida, son esos objetos, mis fotografías, mis retazos de texto los que me mantienen en un viaje constante hacia mi propio ser. Vivo más allá de los límites de las paredes de mi cuarto.

Tengo un pasaje en espera que la aerolínea ha dejado abierto para cuando yo me sienta listo para emprender un nuevo viaje. En estos días me he visto tentado en poner una fecha, en preparar un itinerario nuevamente pero también he pensado que quiero parar un poco. Estoy en la fase de viajar a través de los viajes realizados y en ese nuevo mapa de ruta he descubierto otras sorpresas que no había visto o comprendido cuando pisé esos lugares. Me agradezco a mí mismo por no haberme deshecho de aquellas cosas pequeñitas que hoy son mis tesoros en medio de estos puntos suspensivos en los que nos encontramos.

La distancia me permite ver ahora a mi personaje detective de tierras lejanas con otros ojos y en ese periplo está apareciendo un nuevo viajero. Creo que de alguna manera viajé tanto para tener material en el futuro que hoy es mi presente. Así que me encuentro “tripeando” mis nuevos viajes y también habrá mucho que escribir sobre esos “nuevos” recorridos.

Una plaza pequeña cuyo nombre desconozco pero que me sirvió para escribir un cuento a la salida de la Biblioteca Pública de Estocolmo

Ayer leía en Los Errantes de Olga Tokarczuk que ella tiene un amigo que nunca podría viajar solo porque necesita compartir la experiencia con alguien. A modo de conclusión, Tokarzuc decía que su amigo no tenía madera de peregrino. Me gusta mirarme esa manera, como un peregrino que observa, que hace amigos locales y que disfruta de los momentos de soledad en los que uno agradece, en susurro, por salir de la comodidad de la casa y conocer otras casas, afuera, cruzando montañas y océanos.

El avión tendrá que esperar, el pasaporte deberá saborear el descanso hasta que se prenda la mecha y el corazón pida un nuevo recorrido a la caza de nuevos recuerdos.

Salir de compras como ejercicio «extremo»

Prepararme para salir, en estos días, es como pensar en un campo de batalla. Requiero de una preparación física y mental. Escoger la ropa que “creo” que me va a proteger de un posible contagio. En lo posible que sean pantalones largos y camisetas mangas largas que cubran la mayor parte de piel expuesta, guantes para “cuidar” las manos, zapatos con poco uso que no me importe perderlos luego de la cuarentena, una mascarilla previamente testeada que va a protegerme. Quizás en el ritual hay cosas que ni le hacen cosquillas al virus pero prefiero convencerme de que mi preparación me blinda ante cualquier contagio. Ahí es cuando viene el trabajo mental. Sentirme resguardado, protegido en el vientre materno de mis prendas de vestir, sabiendo que el exterior no puede tocarme de ninguna manera durante esas horas forzosas que debo salir para abastecer a la casa de productos.

Mi padre insiste en acompañarme. Le digo que debe quedarse en el carro, que no salga. Guarda silencio mientras maneja. Sé que está de acuerdo conmigo pero no está acostumbrado a obedecer y sobre todo, no está dispuesto a aceptar que al tener 63 años se encuentra en un franja etaria considerada de riesgo. Aunque su salud sea vigorosa sabe que debe cuidarse, como todos. Temo que no me haga caso y que igual decida salir al campo de batalla a mi lado, siendo ese escudo, ese compañero que cubre, que está alerta ante el enemigo. 

Llegamos al shopping donde se encuentra el supermercado. Son las 07h30 am, el lugar todavía no abre pero ya hay una fila que debe tener al menos unos 80 personas. Con la distancia social obligada, la fila es aun más larga. Mi papá y yo no decimos nada pero sabemos que la espera ahí a la intemperie, será por lo menos una hora y media o dos horas. 

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Empiezo a hacer la fila, una señora se coloca detrás mío y detrás de ella, mi papá. No quiso quedarse en el carro como le había dicho. No me sorprende pero sí me molesta. Con la señora en el medio, no nos decimos una palabra. Yo estaba más pendiente de ahorrar el aire, de respirar con tranquilidad, de escribir alguno que otro mensaje en WhatsApp. Delante mío está una pareja de esposos que debían andar por los 50 años y una hora más tarde ya no estaban solo ellos, sino sus dos hijos y una tía de ellos. Eventualmente el padre hace alguno que otro vídeo con el celular, a veces los hijos se van a descansar al carro que estaba parqueado cerca y luego regresan. Cada tanto miro a mi papá, que está en su celular viendo algún reportaje sobre el Coronavirus con un volumen poco discreto. En la fila cada quien está en su mundo o tratando de creárselo para sobrellevar la espera. La señora de atrás recibe una llamada y comienza a enumerar todos los productos que va a comprar. Quiere estar segura de que comprará todo lo que necesiten en su casa. La llamada debió durar una media hora. Más atrás hay un gringo ecuatoriano que discute a alto volumen con un inglés poco cuidado. Y el tiempo transcurre lentamente a pesar de que la fila es bastante ágil. No hay sol todavía y eso más llevadera la espera. Contengo las ganas de rascarme la cara, de acomodarme el pelo. Mis manos me son extrañas, como una especie de agentes patógenos de las que debo cuidarme. Las guardo en los bolsillos cada tanto a pesar de la incomodidad del roce con los guantes. 

Me acerco a la entrada, me piden que extienda los brazos y las piernas como si fueran a revisarme. “Cierre los ojos”, me advierte el guardia del supermercado. Lo hago y escucho el rocío de un líquido sobre mí acompañado de un olor leve de desinfectante con agua destilada. No sé lo que es pero agradezco que me bañen, que me desinfecten del aire de angustia que se vive en Guayaquil. Entro y me espera un funcionario con un frasco grande de alcohol en gel, me froto las manos compulsivamente para que el líquido viscoso se impregne en los guantes. Mi padre sale momentáneamente de la fila para ir a la farmacia del shopping. Ruego que no regrese, que se dé cuenta que lo mejor es que vuelva al carro y me espere. Agarro el carrito de compras, respiro un aire fresco y empiezo a recorrer los pasillos atendiendo a la lista que me dio mi mamá. Me alegro de encontrar todo, que las perchas luzcan llenas y que todos los que circulamos en el super podamos comprar con tranquilidad. Pienso en mi papá, me preparo para la sorpresa de encontrármelo por alguna partes. Siento que no puedo con él. No logro imponerme ante él. Sé que me escucha, me respeta, me admira en secreto pero siempre hace lo que él quiere y me cuida aun cuando no se lo pido, aun cuando tengo la edad suficiente para que sea yo quien ahora lo cuide. No me permite hacer el cambio de rol. Quiere seguir siendo el padre proveedor, que vela, que protege. Y yo lo único que quiero es que una vez en la vida me haga caso y se recluya en el auto hasta que llegue con las compras.

Captura de Pantalla 2020-04-25 a la(s) 16.35.47Consulto con mi mamá por WhatsApp sobre la marca que quiere de mantequilla, de queso, de azúcar. Pongo en el carrito además una botella de vino y un six pack de Pilsener. Me sorprendo. Nunca bebo y de pronto al necesitar provisiones pienso que un poco de alcohol no me hará mal. Lo contraindican para esta pandemia pero pienso que nadie sabe más de mi salud mental que yo mismo.  Avanzo, agarro los paquetes de galletas La Universal que le gustan a mi papá. Mi mamá en la lista escribió que agarre cuatro. No le serán suficientes si pretendemos no volver en al menos un mes, pienso. Sigo avanzando, me siento en cuenta regresiva, como si hubiera un tiempo máximo para poder agarrar todo y que pasado ese tiempo, no podría meter más nada al carrito. Respiro y trato de no sentirme perseguido. Me tomará el tiempo que me deba tomar porque no pretendo volver en un mes. 

Cuando voy por el pasillo de los cereales me encuentro a mi papá, quien tiene también su carrito casi tan lleno como el mío. Conversamos sobre la lista de mi mamá. Vemos que tenemos casi todo. Nos dividimos la misión de conseguir lo poco que falta. Mientras busco, pienso que debo escribir sobre esto, pero no de una manera reflexiva sino apenas limitarme a contar la anécdota. No será fácil, me digo, porque siempre se me hace difícil escribir sobre mi papá y más aun sobre su testarudez. 

Me encuentro con él en la fila, sigue revisando su Twitter buscando estar al día de los improperios que dice el gobierno ecuatoriano a través de sus múltiples portavoces. Mira los dos carritos y me dice: “te hubieras vuelto loco si hacías todo esto solo”. Lo dice con aquel tono de salvador, de cuidado. En esta ocasión no hay en él un tono de superioridad sino más bien de colaboración, de altruismo. Inmediatamente entabla conversación con el chico de la caja y la chica que coloca las cosas en las fundas. Los hace reír, les pregunta a modo de chiste, cómo se enamorarían dos personas entre tanta mascarilla y gafas para evitar el contagio. Los chicos ríen, se relajan. Pareciera que les hace bien el humor de mi papá. Sonrío tranquilo viendo a mi papá tranquilo. Como siempre él intenta hacer bromas para aligerar la situación. Me identifico en él. Veo sus manos que ponen las compras en la caja, con pecas gruesas y la piel sensible. Las mismas manos de mi abuelo. Mi papá se parece ahora más a mi abuelo. Y yo seré mi papá y mi abuelo en el futuro. Si es que la pandemia lo permite.

En el auto le digo que no volveremos a salir. Esta vez mi tono es agresivo y no me importa cómo lo tome. No volveremos a salir, pediremos a alguien que nos ayude, ya se verá que se hace pero no volveremos a salir. Él se ríe y no me dice nada, me habla del virus en la ciudad. Sé que me entiende, sabe que se ha arriesgado y sabe también que tuvo advertencias suficientes. Sé que esta vez hará caso, que no me dará la razón con sus palabras pero que guardará reclusión absoluta en casa.

Llegamos a casa, subimos las compras. Mi mamá nos espera a la entrada del departamento para ir metiendo de a poco todas las fundas. Mi papá como ya es su costumbre desde que empezó la cuarentena, maldice a los chinos, no a todos sino al gobierno chino, pero en su desesperación siempre dice “los chinos”. Entramos a casa, me saco toda la ropa y la tiro a lavadora. Quedo prácticamente desnudo delante de mis papás y me meto a la ducha, no sin antes decirle a mi papá que haga lo mismo y que desinfecte su celular. Me dice que lo hará, mientras ayuda a mi mamá a sacar algunas cosas de las fundas. 

Me ducho con agua caliente, como si sintiera el virus merodeando por mi cuerpo. Estabas todo cubierto, me repito, no tienes nada. Dejo que el agua me queme un poco la piel como si de esa manera pudiera corroer al virus. Me enjabono todo, me restriego los brazos, las piernas, la cara. Me siento mejor. Me convenzo de que el baño profiláctico me ha dejado puro, sano de nuevo. Me digo que he ganado la batalla pero no la guerra y que ahora es mejor no salir más, no provocar al enemigo y mantener a mi papá bajo resguardo. Me relajo, respiro, digo que está todo bien, aunque sé que en los próximos días chequearé mi cuerpo varias veces para convencerme de que sigo sano, de que el virus no ha entrado a casa y de que mis padres pueden todavía reír en medio de todo el horror que se vive afuera, en las calles de mi ciudad, que hoy siento ajenas. 

Saudade de Domingo #127: Tiempo de resistir

«Hola Santiago, estás bien? He visto en la tele imágenes de cuerpos en las calles de Guayaquil», me escriben varios amigos de diferentes latitudes del mundo, consternados, preocupados por lo que pasa en Ecuador a causa del Covid-19. «Hola. Estoy bien, mi familia también, estamos confinados hace más de dos semanas pero tenemos salud». Se me hace un nudo en la garganta el responderles a mis amigos porque pienso en todas las personas que en mi ciudad están sufriendo la enfermedad, que están en la larga lista de espera por una cama en un hospital, los que desesperadamente reclaman el cuerpo de un ser querido, los que dejan los cuerpos en la calle como medida desesperada para evitar más contagios dentro de sus familias.

Esto es una pesadilla. Los días pasan y aunque en el confinamiento igual estoy haciendo teletrabajo, cada vez se torna más difícil concentrarse, desentenderse del mundo y cumplir con las tareas de mi empleo. Me siento mucho más cansado que cuando tengo que movilizarme y pasar diez horas trabajando en la universidad. Estos últimos días opté  por no engancharme mucho con las noticias ni en tele ni en las redes, pero el Covid-19 se ha colado en todos los rincones de la vida cotidiana. Ya no es suficiente con evitar los noticieros, los tuits de conocidos desesperados que claman medidas contundentes por parte del gobierno. El Coronavirus está también en los pedidos de auxilio por un respirador, por un medicamento en los grupos de whatsapp, en las declaraciones vacías de un gobierno que está más preocupado por su imagen internacional que por resolver el grave problema de los cuerpos sin destino, del cuidado del personal médico que se juega la vida en los hospitales, de la escasez de pruebas para detectar el Covid-19. Siento pena y rabia por lo que estamos pasando.

A modo sublimación, he tenido la necesidad de documentar mi encierro. A partir de mi cuenta en Instagram (@Saudade86) me he puesto en la tarea de fotografiarme y de escribir cada noche sobre el día que se termina. Hay días que cuesta más escribir, que preferiría no decir nada pero siento que necesito esa catarsis diaria para seguir adelante. Lo real de toda esta situación es que acá en Ecuador estamos a la deriva. Un completo abandono, una desolación en la que no nos queda otra cosa más que cuidarnos entre nosotros pues el Estado (o mejor dicho este gobierno) es incapaz de proporcionarnos la salud pública mínima que como ciudadanos y seres humanos nos merecemos. Y no digo que esto sea solo un problema ecuatoriano exclusivamente, pero acá las medidas improvisadas del gobierno desde que apareció el primer caso, dejaron crecer el número de contagios hasta llegar (hoy domingo 5 de abril) a mas de 3600 casos. Mi ciudad, Guayaquil, ha sido la más golpeada del país.

Esto es una guerra. Hay quienes se resisten a la comparación y lo respeto, pero yo no encuentro nada cercano ni vivido antes para explicar la desazón, la impotencia, la ansiedad, las noticias desalentadoras en todo el mundo contabilizando el número de nuevos contagios y el número de fallecidos. Y yo en silencio, con un nudo en la garganta me pregunto: ¿Me tocará a mí el Covid-19? ¿Tocará a algún ser querido? Hay que luchar contra ese miedo que no da tregua, como cuando alguien espera que el bombardeo no toque su casa ni mate a nadie de los suyos.

El nudo en la garganta, suavizado por gárgaras diarias, sigue ahí, recordando que esto nos está pasando a todos, que nada ni nadie puede protegernos por el momento. En estos tiempos dolorosos, la sociedad civil ha activado sus redes de colaboración y es conmovedor ver cómo muchos están haciendo más por la ciudad, que las mismas autoridades que elegimos en las urnas. Lo que nos toca, desde el privilegio del encierro para algunos, es honrar el toque de queda, no salir, lavarse las manos de forma compulsiva y sobre todo resistir.

Resistir.

Resistir.

Resistir.

La historia que no sucedió

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Hoy, a esta hora, debía estar en Madrid.

Como de costumbre, habría salido a caminar por donde me hubiera alojado, habría mandado mensajes a mis amigos informando que ya estaba ahí.

Seguramente habría tomado unas cañas por la noche en algún bar en Malasaña, escuchando música al aire libre y queriendo resolver el mundo con los amigos.

Mañana domingo seguramente habría ido a Retiro a tomar fotos, escribir un rato y sobre todo, habría caminado, mucho, mucho, agradeciéndome por lanzarme a otro viaje en solitario.

Quizás por la tarde habría ido a algún museo o me habría encontrado con algún amigo, a comer churros o a tomar un café.

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Dentro de unos días habría ido a Praga a encontrarme con una gran amiga catalana. Nos hacía tanta ilusión volvernos a ver luego del verano intenso que compartimos en Barcelona. Seguro que con ella me habría emborrachado sin pena en la víspera de mi cumpleaños. Y habríamos caminado del brazo por Praga, sintiendo que flotábamos sobre la calle, puteando a los políticos, riendo de los días calurosos en Barcelona, recordando a los autores que nos gustan.

Seguramente la noche de mi cumpleaños, ella me sorprendería con algún detalle y yo bebido de nostalgia ante el regreso inminente al Ecuador, le habría dado un abrazo, le habría susurrado en catalán que ahora a ella le tocaba venir a Guayaquil, a conocer a mis amigos, el lugar donde trabajo y que seguro le encantaría.

Pero bueno, son imágenes de una película que no se rodó.

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El mundo empezó a cambiar a inicios de este año. Muchos creímos que una epidemia china no nos tocaría hasta que el virus se hizo presente en nuestro país, en nuestra ciudad, en nuestro barrio. De repente el mundo como dice el refrán, es un pañuelo. Un pañuelo enfermo, paranoico, temeroso.

Ayer recibí formalmente las cancelaciones de mis vuelos. Respiré aliviado desde mi cuarentena. Pensé en mis viajes y también en lo afortunado de tener a mis padres, mis mascotas en casa y a mi hermana, mis amigos en el mundo conectados conmigo desde el corazón y la virtualidad.

Es momento de recogimiento, de relacionarnos de otra manera con el tiempo. Aunque tenga home office, el paso del tiempo es diferente, las horas tienen otro ritmo, la secuencia del día a la noche camina en otro sentido.

En tiempos en los que los afectos físicos están prohibidos, toca mirar hacia dentro. Aceptar que el tiempo que tenemos es este y que en la languidez el encierro, debemos fluir con otras reglas. Habrá momentos de tedio, de mirar a un punto fijo sin esperar nada más, de silencios voluntarios y forzados. Habrá que hacer el esfuerzo de sacarnos el chip de “estoy perdiendo el tiempo”, porque en estos momentos el tiempo tiene otro sentido.

Hay que abrazar la monotonía, comprender que el paso de los minutos responden a otra lógica y que está bien que así sea. Quiero creer que estamos frente a un punto de giro en la trama que nos está tocando vivir, que todo esto es un punto de inflexión para dar paso a algo que todavía desconocemos.

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Hoy no estoy en Madrid.

Estoy en mi cuarto en Guayaquil, escribiendo estas líneas y conectado con mis afectos presentes y lejanos. No recrimino nada, no maldigo, no me mortifico. Pienso en el planeta y cómo esta nueva realidad ha provocado un efecto dominó. Se habla de fake news, de conspiraciones, de un plan conveniente para arrodillar el mundo. Quizás sí, quizás no. En todo caso, los contagiados, los fallecidos y nuestro encierro es real y con seguridad algo se aprenderá de este momento extraño, cercano y distante a la vez.

Cuando todo esto pase, lo primero que me gustaría a hacer es abrazar a esos familiares y amigos que hacen parte de mi geografía personal. También salir, comer, ir a la playa, a la montaña, volver a esas cosas básicas y necesarias en las que el tiempo también corre de otra manera.

Mujeres luchadoras

Al fin vio la luz un proyecto al que me sumé hace algunos meses: el libro Aventuras desconocidas de mujeres bacanes. Elisa De Janón, una ex alumna de la universidad, vino a mi oficina a contarme que quería hacer un proyecto de titulación que traspase una calificación y tuviera una contribución social. Escuché con mucha atención su idea de realizar un libro escrito por varios autores en el que cada uno contara en formato de cuentos para niños, un momento de la vida de una heroína ecuatoriana que estuviera poco o nada visibilizada en la historia nacional. Me mostró varios libros de referencia editados en el extranjero, la guié sobre los siguientes pasos que debía hacer para formalizar su proyecto en la universidad, aunque nada garantizaba que lo fueran a aceptar, pues lo usual es que los profesores sean los que presenten proyectos. De todas formas, la motivé a hacerlo. Tiempo después supe que lo había conseguido, su proyecto fue aprobado y ahí vendría el trabajo duro: hacer realidad ese proyecto.

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El proyecto tuvo dos profesoras guías y varios compañeros en el proceso, con los que fueron eligiendo las mujeres ecuatorianas que debían ser incluidas en el libro. Así surgieron los nombres de Nela Martínez, Tránsito Amaguaña, Carlota Jaramillo, Manuela Espejo, Manuela Cañizares, entre otras. Los estudiantes se contactaron con varios escritores para contarles la idea y hacerlos partícipes del libro. Me sentí muy halagado al haber sido tomado en cuenta para el proyecto y escribir sobre Marietta de Veintemilla, una mujer aguerrida que fue primera dama del Ecuador en el siglo XIX y que siempre desafió los convencionalismos de la época.

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Después de varias idas y vueltas de correcciones, más las respectivas ilustraciones de cada cuento, el libro se presentó en la Feria del Libro de Guayaquil el sábado 30 de septiembre pasado. Ahí estuvimos algunos de los autores e ilustradores, se leyeron dos cuentos para los niños con personajes femeninos caracterizados como algunas de las mujeres reseñados en el libro. Fue un momento muy lindo no sólo por la cristalización de un proyecto necesario, sino porque pude ver la felicidad en el rostro de Elisa, una chica tranquila pero con la fuerza uterina necesaria para mover un proyecto de esa magnitud. Sin duda, una de las muchas glorias que realizará en su futuro.

Se espera que el libro se distribuya gratuitamente en escuelas municipales de Guayaquil que es su principal grupo objetivo: los niños.

Si tienen ganas de leerlo online acá está el sitio donde se puede descargar y además a conocer a los autores, ilustradores de los cuentos.

Saudade de Domingo #116: El aula de clase como una posibilidad

Aunque suena a frase hecha, los estudiantes enseñan también a sus profesores. Con el paso de los años, tengo más diferencia generacional entre mis estudiantes que cuando empecé a los 22. Ahora ellos me ponen al día de lo que está «in», de lo que funciona a nivel social e incluso técnico, pensando en el ámbito audiovisual. Me gusta saberme inexperto también y que sean ellos quienes terminen provocando en mí las ganas de seguir aprendiendo.

En este nuevo ciclo de clases que empieza mañana, vuelvo a tener a cargo la materia de Storytelling. Es una asignatura que armé con amor, pensando en cada clase con su parte teórica y su respectivo taller. Leí mucho para entregar un material que le sirviera al estudiante en su desarrollo profesional. De todas las materias que he tenido, debo decir que Storytelling fue una de las que más disfruté. Pude hablar en ella sobre mi pasión por la escritura, escuchar los relatos de los alumnos y ver en qué funcionaban o en qué no. Pude escuchar los comentarios de otros estudiantes que me hacían ver las historias desde otra perspectiva. Muchas veces armando esta materia, me decía: «me encantaría a mí hacer este taller con ellos». Pero bueno, parafraseando al meme famoso «luego me acuerdo que soy el profesor y se me pasa». También debo decir que en Storytelling conocí a estudiantes brillantes con los que aun hoy tengo contacto. Me encanta cuando una materia propicia luego una amistad que sobrepasa las barreras del campus universitario. No siempre sucede pero cuando pasa, lo agradezco.

Han pasado tres años desde que di esa materia, revisé el syllabus, recordé los talleres y la carta que le escribí a cada estudiante al final del curso por haberse dejado «afectar» (en buen sentido) por el trabajo de escritura. Leyendo de nuevo el syllabus me sentí otro. Miré con cariño los contenidos mientras pensaba que este año no quería replicar lo que hice en el 2016. En el transcurso de estos tres años, ha habido nuevas lecturas, nuevos escritos, talleres que cursé en diferentes lugares. De modo que el Storytelling de este año debía estar acorde con el Santiago profesor que soy en el 2019. Ahí comenzaron a emerger un sinnúmero de ejercicios, temas para explorar. La carta abierta del decano para permitirme que los estudiantes exploren su creatividad a través de la escritura, me hizo que pensara en esta materia casi las 24 horas del día. Cualquier conversación, lectura ocasional o video en Facebook era una posibilidad para convertirse en un posible taller o módulo de la materia. Tenía la misma emoción que cuando curso un taller de escritura y me invade la ansiedad por no saber lo que voy a escribir.

Aunque suelo ser bastante digital, cuando tengo proyectos nuevos (sea de clases o de escritura) necesito fijar cosas en papel. Así que cuando empecé el proceso caótico de dar forma a las clases, agarré una hoja y empecé a bocetear, primero temas generales con lecturas y videos, para luego ir depurando hasta llegar al contenido clase a clase. En ese proceso algunas cosas se han quedado afuera. Talleres que me encantaría dar pero que quizás llevarían a la clase por otro camino, lecturas que pueden ser interesantes pero que serían más pertinentes para otra asignatura. Tuve que depurar contenidos para que las clases también fueran más ligeras y permitieran la espontaneidad necesaria en una clase de escritura.

No sé lo que pasará en este ciclo de clases, no sé qué estudiantes tendré ni qué tan  dispuestos estén para arriesgarse en lo difuso que puede ser el camino del escritor. Lo que sí tengo claro es que esta materia habla mucho de mí, de lo que busco, de lo que me conmueve en este 2019. Quizás como en otros años y en otras materias, algunos estudiantes me sirvan como espejo y pueda aprender también qué taller funcionó, qué lectura fue fundamental o qué definitivamente falló. En esta materia por la estructura que tiene, el único error posible es el de no arriesgarse. Todo lo demás es bienvenido, porque afortunadamente, todo suma en el proceso de escritura.

Saudade de Domingo #98: Regresar al alma mater

El 16 de abril de 2004, marcó sin saberlo, un antes y después en mi «formación» de personalidad. Fue mi primer día de clases en la universidad y aunque estaba consciente a mis 18 años de la nueva vida que empezaría, no sabía en ese momento lo importante que sería para mí iniciar mis estudios de Comunicación Audiovisual en Casa Grande.

Como ya conté por acá, la escuela y el colegio no fueron etapas muy agradables. Siempre me sentí muy ajeno, diferente a mis compañeros. Al entrar a la universidad conocí a mucha gente con mis propios intereses y obviamente gente muy diversa pero con la que podía establecer comunicación a otros niveles. Aprendí en la universidad el respeto a la diferencia, aceptar a los otros y lo más importante, aceptarse a uno mismo con ese puñado de virtudes y defectos que cada uno carga a cuestas.

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Ayer sábado se celebró en la universidad una jornada de integración de ex alumnos, llamada Puerto Toronja, a modo de continuación de Puerto Limón y Puerto Naranja. Son actividades lúdico-pegagógicas que todos los estudiantes de la Universidad Casa Grande realizan en diferentes momentos de su carrera. Son actividades que buscan durante un día o dos colocar a los estudiantes en escenarios profesionales que simulan la vida real a través pedidos de clientes reales o ficticios. Aunque son actividades «serias», llevan el distintivo lúdico que caracteriza a Casa Grande. Cada Puerto viene acompañado de una temática, que es un pretexto para transformar físicamente la universidad y una excusa para disfrazarnos todos (y cuando digo todos, va desde la cúpula directiva hasta los estudiantes, pasando por el personal administrativo y docente). Así, a lo largo de ya 25 años, la universidad ha tenido puertos con temáticas como Star Wars, los Aztecas, Juego de Tronos, los Vikingos, entre otros.

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IMG_9347Puerto Toronja surge como un proyecto final de alumnos de tesis con la idea de reunir a los ex alumnos, a aquellos que hoy son ya profesionales y que muy en el fondo de sus corazones recuerdan con cariño a la universidad y a las actividades que en ella realizaron. Ayer se vivió una jornada interesante de muchos ex alumnos, de diferentes generaciones pero teniendo en común ese espíritu casagrandino: descontracturado, divertido, creativo, sagaz, investigador.

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Souvenir de Puerto Toronja. El relojito de abajo era el «terror» de las presentaciones que hacíamos cada semestre en la instancia de Casos, una actividad en la que se suspendían las clases durante dos semanas para realizar un proyecto en grupo.

No pude participar del puerto porque tuve que dar clases durante la mañana ahí mismo en Casa Grande, pero sí pude ver las últimas actividades y la fiesta posterior. Fue lindo reencontrarse con amigos de otras épocas, con profesores que ahora son colegas, ex alumnos que ahora son profesionales también. Tuve saudade de mis tiempos de estudiante, de pelo largo, de jeans rotos, barba tupida y de grandes sueños. En medio de la música, de las charlas de recuerdo, de las cervezas, pensé en todos los años que llevo en la universidad desde que empecé en ese 2004. Le debo mucho de lo que soy a Casa Grande. Puedo ser serio y cómico a la vez, estricto y permisivo, investigador y creativo, paradojas habituales con las que convivimos profesores y estudiantes en la universidad. Casa Grande es una universidad pequeña, de corazones grandes y cabezas brillantes (sorry la poca modestia). Tratamos de hacer posible lo imposible en una ciudad tropical como Guayaquil y siempre buscamos generar algún cambio, que es algo que todos aprendemos desde nuestro primer día de clases. Lo viví desde mi primer día de clases como estudiante y es lo que intento hacer ahora desde la docencia.

No exagero cuando digo que debo mucho a Casa Grande en cuanto a mi personalidad. Hice muchos cortos escritos y dirigidos por mí, pasé muchas horas en su biblioteca, me enamoré varias veces en sus pasillos, pasé madrugadas haciendo proyectos, ensayando obras de teatro. Terminada la carrera a fines del 2008, mientras trabajaba en un canal de TV empecé a dar clases y como pocas veces en la vida, fui firme con ese canal al decirle que no pensaba quedarme nunca horas extras, porque tenía mi compromiso como profesor con Casa Grande. Luego en el 2012 me fui a hacer mi maestría a Argentina y tres años después regresé a Ecuador, gracias a Casa Grande, que confío a ciegas en mí para abrazarme nuevamente.

No sé si estaré toda la vida en Casa Grande pero claramente es esa madre académica, que  cobija, protege, que sabe soltar y que siempre estará feliz de recibir de vuelta a sus hijos. Pensar en la universidad siempre me hace sonreír y vivir jornadas como la de ayer ma despertaron una oleada de recuerdos.

Fue una sobredosis de saudade, de la buena.

Un café en las alturas de Quito

“Debes ir al Café Mosaico, vas a ver Quito como nunca antes”, me dijo una amiga cuando le comenté que iba a pasar un fin de semana en la capital. Ella sabe de mi predilección por los cafés y las vistas panorámicas, así que su recomendación fue más que acertada. Revisé el sitio web del café, me enamoré el lugar por las fotos, por lo que no dudé en hacer una reservación para el domingo por la tarde. Un lugar como ese no lo podía dejar de pasar. 

IMG_8705El café, ubicado en la zona de Itchimbía, seduce desde su entrada. Hay una decoración ecléctica entre lo rústico, lo artesanal con una elegancia que da cierta familiaridad. Da la sensación de entrar a casa de algún conocido. Un letrerito en el fondo advertía que la atención se daba en el segundo piso. Llegué cerca de las 14h30 con un sol abrasador que me descubrió una ciudad con todo su brillo. Me indicaron la mesa reservada en la terraza y lo siguiente fue éxtasis puro: El sur de Quito a mis pies, colonial, premoderno, posmoderno con las montañas verdes custodiando la ciudad. Una ligera brisita del páramo paliaba el ardor de los rayos del sol, mientras sacaba las primeras fotos y acomodaba mis cosas. Le agradecía mentalmente a mi amiga por haberme recomendado el lugar. Sin haber probado bocado todavía, ya la visita estaba valiendo la pena.

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Luego vino el menú. Aunque había varias opciones provocativas, terminé eligiendo el Curry Thai (con salsa de coco, albahaca, curry de la casa más arroz y pan pita). Durante la espera seguí sacando fotografías del paisaje, mientras llegaban otros turistas con las mismas intenciones que las mías. No en vano Café Mosaico tiene diez años de existencia en los que ha ganado excelentes comentarios en páginas de turismo internacional y se ha posicionado como uno de los cafés obligatorios para visitar en Quito. En el 2017 obtuvo el Star Diamond Award de la American Academy of Hospitality Sciences, que premia a diferentes establecimientos del sector de viajes y servicios de lujo a nivel mundial. Y sí, estar en Café Mosaico es un privilegio.

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El Curry Thai tenía el grado justo de picante, la salsa curry de la casa era una delicia que hacía un maridaje perfecto con el pollo y el arroz. Decidí tomarme el tiempo para degustar cada bocado. En esa terraza el tiempo parecía quedarse suspendido, flotando sobre la ciudad al compás del jazz, del rock americana de los setenta que servía como soundtrack. En algunas ocasiones suelo ir a los cafés y crear mi propio playlist con el iPod pero esta vez dejé los auriculares guardados y me dejé llevar por la lista propuesta por el café. Fue la mejor decisión.

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Luego de revisar la carta de cafés, me decidí por un frappuccino de la casa. Confieso que no le tenía mucha expectativa y creo que eso ayudó a que la experiencia fuera mucho más sabrosa. Tuve que frenarme para no terminarme el frappuccino de un solo trago. Con el sol fuerte que inundaba la terraza, esa bebida fría era un néctar. Era la combinación entre lo amargo y lo dulce, lo denso y lo suave. De buena gana hubiera pedido otro pero después del banquete, lo mejor era seguir contemplando la vista, escribir un poco, dejar que las nubes descubrieran y ocultaran el sol a su voluntad. 

Ya a la partida me fui con la misión de regresar, quizás en un futuro cercano. Me he quedado con la curiosidad de estar en el café por la noche, cuando la ciudad parece una alfombra de luces en medio de la oscuridad del firmamento. Queda pues la cuenta pendiente y abierta para degustar otro plato, sacar más fotos y tomar otra vez el frappuccino de la casa.

Café Mosaico: Calle Manuel Samaniego N8-95 (Itchimbía, Quito)

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Saudade de Domingo #62: El deber cumplido

«El show debe continuar», es una frase que a modo de mantra he logrado hacer carne desde la época en que hacía teatro en la universidad como estudiante con Marina Salvarezza. En cada montaje siempre surgían problemas, inconvenientes que amenazaban la realización de determinada obra, pero con Marina a la cabeza siempre repitiendo «the show must go on, chicos», todo parecía arreglarse. Aquello más difícil de resolver, de repente tenía solución y eso, obviamente sucedía porque había un trabajo en equipo.

Recientemente en la facultad, hicimos Guayaquil de mis amoresun evento que mis estudiantes de Producción Dramática 2 hicieron el año pasado para proyectar la película que hicieron durante el curso y que este año, por deseo de la Facultad, tomó mayores proporciones con la nueva generación de alumnos, involucrando además otro tipo de productos realizados por estudiantes. Así, tuvimos obras de teatro, exposición fotográfica, instalación sonora, charlas,  lectura de cuentos, además de la película, que fue la cereza del pastel luego de casi 12 horas de actividades.

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Logo de Guayaquil de Amores, de la peli y el evento

Hubo muchos inconvenientes en medio de la realización, a momentos quise mandar todo por la borda pero las palabras de Marina de años atrás me recordaban mi propia experiencia. De hecho, Pa et blunk, el monólogo que monté con Itzel Cuevas el año pasado, también pasó por momentos difíciles en los que también quise tirar la toalla, pero el mantra «el show debe continuar» me hacía seguir adelante, con lágrimas, desazón, con malestar físico (Guayaquil de mis amores me ha dejado muy jodido de la columna) y así pudimos llegar al jueves 20 de julio con una sala llena viendo la película que los estudiantes realizaron durante un período de tres meses. Sí, tres meses. Los chicos, son unos ganadores y en función de esa entrega, de ese entusiasmo, el evento debía salir bacán, debía hacer que un público viera el trabajo por el que los chicos se han amanecido, han sufrido y por el que también, vale decir, se han divertido.

Al igual que con el grupo del año pasado, cuyo evento fue mucho más modesto aunque no por eso menos cálido, siempre me quedo con la sensación de un nexo familiar con los estudiantes. Es como si la cantidad de horas que pasé junto a ellos y junto a «Pachukis» (mi amiga y colega con la que llevamos este proyecto) revisando guiones, propuestas estéticas, cronogramas, cortes de edición, nos hubiera acercado al punto de ser como una especie de familia. Disfuncional quizás, pero familia al fin. Obviamente al ser este año un evento más grande Pachukis y yo no podíamos cargar solos con semejante responsabilidad. También estuvo la facultad, con el decano, con Mafer en la logística del evento, con las gestoras de área, con Marina dando ideas para la concepción general y con los profes del área multimedia que participaron. Fue emocionante también tener la presencia de la rectora, la vicerrectora y el coordinador de la carrera de audiovisual. Era una manera simbólica de decirles a los chicos «Los queremos y estamos acá con Uds.».

El evento ha pasado, la euforia va pasando, todo empieza a asentarse a pesar de las dificultades. Queda la satisfacción del deber cumplido, de demostrarnos que fue posible hacerlo y con la convicción de que si se mejoran ciertos aspectos internos, una futura edición del evento será excelente con todo el aprendizaje obtenido. Por el momento no queda más que agradecer a todos los involucrados que apostaron en Pachukis y en mí como docentes y en los estudiantes como creadores de una película que busca mirar la ciudad con otros ojos. Recuerdo ahora las palabras del decano en alguna de las reuniones de producción que tuvimos donde dejó clara su posición frente a este evento grande que se nos venía encima: «Hacer algo nuevo siempre es un riesgo y como facultad debemos acompañar ese riesgo».

Nada más acertado. Lo nuevo siempre trae riesgos y con esa mística tratamos de que los estudiantes comprendan de que ellos son fundamentales no sólo para generar cambios en su carrera, sino en la ciudad y en el país.

Y ahora el show debe continuar, con nuevos proyectos venideros.