Con los cuerpos gastados, luego de años buscándose en otros cuerpos, se reconocieron al instante, en esa calle húmeda y melancólica de una Guayaquil que aun dormía entre sus alcoholes de la noche anterior. Con la ciudad en resaca, el reconocimiento de sus cuerpos fue más fácil. Se fundieron en un abrazo extraño, intenso pero distante, suave pero violento, dulce pero agrio. Se miraron unos segundos para encontrarse en la mirada del otro, sonrieron. Ninguno de los dos emitió comentario alguno. No querían romper la morfología del silencio. Caminaron juntos de la mano, se internaron por una avenida cuyo nombre desconocían. El calor del día empezaba, pronto tuvieron las manos transpiradas y el contacto provocaba una suerte de asco y excitación. Cuando lo asqueroso se vuelve placer, había pensado ella, sin imaginarse que él también había hecho la misma reflexión.
Siguieron caminando, se detuvieron a desayunar en un café que se caía a pedazos y cuyo olor a frutas batidas invadía el ambiente. Sentados frente a frente, con la mesa de por medio, juntaron sus cuatro manos, se acercaron, quisieron besarse pero pensaron que sería incómoda la escena y prefirieron esperan el bolón de verde, el café y el batido de naranja.
Unas horas más tarde, yacían exhaustos el uno al lado del otro, mirándose al espejo clavado en el techo. Estaban gastados, usados, algo marchitos pero eran ellos, auténticos en sus defectos físicos. No había nada más que decir. Se habían encontrado como querían, en una ciudad imposible, de sudores amargos a la hora del alba.