Ideas sueltas sobre mi sesión de hoy 

Escribir sobre esta historia es un buceo sin camino, es lanzarse sin pensar (mejor que pensar sin lanzarse). He hecho una estructura de la historia para saber por dónde debo navegar, pero ahora ya en el guion, todo es incierto, todo suena falso, artificial, forzado, atropellado. Y sin embargo en ese buceo, los personajes se van abriendo, se liberan de la estructura y simplemente son. Saltan de la pantalla, juegan con darme información, ocultándome otra. Son ellos y yo soy ellos. Escribo lo que ellos me dictan, me vuelvo ese médium de sus voces. Atravieso el mundo con ellos. Me proponen desbaratar la estructura, desestabilizar las bases e improvisar frases jamás pensadas, acciones en reversa.

Y así termina esta noche de escritura.

Saudade de Domingo #69: Dramaturgia

Como autor siempre me gusta participar de talleres donde se estimule la creatividad a través de la escritura. Parto de la idea de que cada instructor tiene su manera de encarar el proceso creativo, ejercicios que les han servido para llevar a cabo sus proyectos y eso es lo que más me motiva para ir a un taller de escritura. Siempre se aprende algo nuevo y así uno va forjando su propio camino, su propia formación.

Taller IgnasiEsta semana estuve en el taller de dramaturgia que impartió Ignasi Vidal (El Plan, Dignidad) en el Estudio Paulsen (Las Peñas, Guayaquil). Aunque no pude asistir a las dos primeras sesiones por asuntos laborales y académicos, los tres días que participé fueron maravillosos. Ignasi fue muy generoso en compartir su experiencia con nosotros, dándonos consejos útiles acerca del proceso creativo y sobre todo muy detallista a la hora de la retroalimentación de los trabajos. El grupo también contribuyó a generar un ambiente distendido, cálido, cosa que no siempre se consigue en los talleres de escritura.

Fue muy grato también escuchar los trabajos de los otros compañeros, cada uno con su estilo particular. Como docente sé lo importante que es escuchar los trabajos de los demás y sobre todo prestar atención a la retroalimentación, ya que es ahí donde reside parte de la riqueza de un taller. Con la lectura de otros trabajos, surgen nuevas ideas, nuevas hipótesis, nuevas inquietudes y se genera un aprendizaje complementario.

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Foto tomada del muro de María de Lourdes Falconí

Del taller además de la buena disposición de Ignasi y de los compañeros, me llevo la convicción de que debo seguir escribiendo sin escuchar mucho a la autocrítica, que la escritura no necesita de largas horas necesariamente, sino de concentración en el tiempo específico en que se hace. Mis tareas para el taller las realicé haciendo malabares con los tiempos en medio del trabajo y creo que logré conectarme muy bien con dichas tareas. Me queda la satisfacción por haber asistido y también las ganas de que en algún momento en el futuro pudiera repetirse un taller así, con la generosidad y la buena onda que tuvo este encuentro con Ignasi. Un taller de escritura desde la praxis, con prueba y error es fundamental para no quedarnos anclados en la teoría. Ignasi lo sabe bien desde su propia experiencia como dramaturgo.

Saudade de Domingo #65: Proyectos que nacen

Como síntoma de estos tiempos agitados, pienso mucho en proyectos a realizar que luego por alguna u otra razón, se transforman, se congelan o se postergan. En cualquiera de los casos aunque me repita que no lo voy a intentar más, que trataré de ser lo más cuadriculado, administrativo posible, nunca lo consigo. Las ideas caen ante mis ojos y me es imposible sacármelas del paso hasta que las escribo (en el formato que sea) o las grabo.

En estas últimas semanas se han modificado ciertos proyectos y también han aparecido otros que me generan expectativa. El nacimiento de un «posible» siempre es motivo de alegría y algunas veces, cuando no se concreta a tiempo, trato de darle una vuelta de tuerca y pensar que cada proyecto tiene su propia maduración y también que las cosas suceden muchas veces sin que uno haga mayor esfuerzo.

Hace unos días se me puso por delante la idea de un proyecto literario. Empecé a organizar algunos asuntos con respecto a este tema y como siempre acelerado quería ya tener un título para ese proyecto. Barajé varios nombres, no me convencía ninguno, taché, hice combinaciones de nombres y terminé por dejar la tarea para no caer en ansiedad. Tampoco tenía mucho tiempo para pensar ya que esta semana tuve tareas importantes en la facultad y teatro leído en la Feria del Libro, actividades que ocuparon la mayor parte de mis horas.

Sin embargo, conversando con mi mejor amiga el viernes por la noche luego de vernos en la feria, el título (o el posible título) cayó sobre la mesa. No fui capaz de darme cuenta en el momento pero algo en mí debió removerse para que hoy a la tarde, mientras descansaba, una frase dicha por mi amiga el viernes me disparara la cabeza. La repetí varias veces hasta que me sonó que podía vincularse al proyecto literario que cocino (que preparo, aun no cocino). No sé si sea el título definitivo pero me gusta cómo suena y el sentido que despierta. Por el momento será el título de este nuevo proyecto, que como muchos otros, no sé dónde ni cuándo terminará.

Así que me lo he tomado como una señal de que debo embarcarme en este nuevo proyecto. Dedicarle horas de trabajo, editar, pulir, reescribir y ver qué pasa. Sin más expectativas por el momento.

Saudade de Domingo #63: Escritura sumergida

Escribir es un acto de valentía. Es poner toda la atención, todas las horas necesarias para crear algo y en ese interín, toca lidiar con la pereza, con la crítica propia, con el tiempo escurridizo, con los fantasmas personales. Y aun así, uno se sienta (con comodidad o no) a dejar sobre la pantalla o el papel un testimonio de algo, una radiografía emocional de lo que se quiere expresar con un cuento, una novela o un guion.

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Hay obras que acompañan a sus autores por años, otras en cambio se concluyen en un breve lapso de tiempo y otras, simplemente quedan olvidadas, guardadas indefinidamente. Estas últimas son las que más pena me dan porque son pequeños abortos, atisbos de historias que pudieron ser y están condenadas al limbo a la espera de un destino que probablemente su autor prefiere ignorar.

Quizás producto de esta pena, cada tanto vuelvo a esas historias que no concluí o que las tengo diseñadas, escaletadas pero no del todo escritas. Me emociono releyéndolas, revivo las sensaciones, la energía que tenía cuando las escribía. Pero cuando me dispongo a trabajar en una formalmente, me absorbe una infinita desidia, un fastidio que me provoca enojo conmigo mismo y que da como resultado que vuelva a alejarme de la historia en cuestión. Así, opto por cargar simbólicamente con el peso de esa y otras historias no concluidas.

Ahora trabajo en un guion que corre (o corría) el sendero hacia el limbo. El modus operandi de las anteriores historia se repite: El tiempo es escaso para dedicarle horas, el cansancio del trabajo cotidiano me deja bajo de energía, mis consumos artísticos corren quizás en sentido contrario al universo que intento establecer en la historia que escribo y finalmente, el peor, imagino otra historia de la que me enamoro y la anterior queda mal parqueada en el limbo de los proyectos no terminados.

En vista de que no quiero que pase lo mismo con este proyecto, a fuerza de perder aprendí algo que me ha venido funcionando estos meses. Lo he denominado «escritura sumergida» por darle algún nombre. En todo caso a mí me sirve para mis propósitos actuales. La escritura sumergida es un proceso que me permite y me obliga a estar inmerso en el universo narrativo de mi historia aun cuando no necesariamente esté escribiendo. Es decir, escucho música que esté a tono con los personajes de la historia, trato de leer lo que pueda sobre el género que escribo, veo películas que tengan algo que ver con el tono de la historia que trabajo, elijo personas a través de fotos para darle cara a los personajes, busco escenas puntuales de películas que guarden relación con momentos especiales de mi trama. De alguna manera, al hacer esto el proceso de escritura se vuelve más generoso, adictivo y placentero. Es como si necesitara alimentarme de recursos para luego vomitarlos sobre el papel o la pantalla. No quiere decir que no consuma otras películas, otros libros ajenos a ese universo, pero sé que si tengo sentarme a escribir mi historia, debo hacer un proceso de inmersión de ir descendiendo (o ascendiendo) al universo en el que viven mis personajes, entrar en su atmósfera, despojándome de mis problemas personajes, de los proyectos laborales académicos y de esa manera llegar más limpio, en este caso, al guion que estoy escribiendo.

Para hacer más interesante este proceso he hecho uso de la tecnología para ayudarme en este proceso. He creado un playlist en Spotify con las canciones que serían como  una especie de banda sonora del guion, un tablero privado en Pinterest donde coloco referencias visuales de cómo quiero se perciba la historia y tengo un proyecto en Scrivener (software que amo y del que hablaré próximamente) que me permite colocar todos los apuntes sueltos que tengo, frases de libros que me gustan, links a páginas que reseñan cosas relacionadas con el guion que escribo, etc.

Quizás en el futuro, cuando haya terminado el guion, vuelva a alguna de las historias en el limbo y aplique algo de esta escritura sumergida para darle forma de una buena vez y así sacarme un poco de peso de encima.

Retorno

Tenía casi veinte horas de viaje cuando abracé casi sin fuerzas a Camila en la sala de llegadas internacionales. Mientras la abrazaba pensaba en el horrible aspecto que debía tener, en la humedad de mi cara y maldecía haber comprado un pasaje barato a cambio de sufrir cuatro escalas inútiles con esas horas de vacío que no se llenaban ni siquiera vitrineando en el Duty Free. No quería verme mal. Después de todo, tenía más de diez años sin verla y uno tiene su amor propio, quiere causar buena impresión, que la otra persona piense -aunque no lo diga- que bien le han sentado los años, se ve mejor que antes y huevadas así por el estilo. Pero el mal ya estaba hecho, no me veía bien y con el jetlag mucho peor. No había caído en cuenta que en Guayaquil eran apenas las dos de la tarde, aun cuando mi hora australiana reclamara mi cama IKEA que había vendido hace dos días -¿o tres?- en Sydney.

Nos separamos, me miró por un rato. Supongo que pensó que el tiempo no me había hecho feo sino que el viaje me había desfigurado. Esbozó una sonrisa y me dio un beso en la mejilla. Sentí nuevamente su perfume frutal de otros años y que nunca más había vuelto a oler en alguien. Seguía igual de linda que antes. Quizás hasta más. Bueno, siempre me han gustado las mujeres treintonas, con esa frontera difusa de lozanía veinteañera y madurez. Camila ahora se encuentra en ese bando de mujeres y si bien la amé, pueril, ingenua, loquita, me resulta más atractiva con el tránsito superado de los veinte.

No estaba entre mis planes que Camila me fuera a buscar al aeropuerto, pero dado que mi hermana estaba en una cobertura periodística en el Congo y mis padres se habían retirado a vivir a la playa, no me quedaba otra opción que tomarme un taxi, algo que Camila por chat me dijo que no era correcto. «Te podrían asaltar, te olvidas que regresas a Guayaquil, no? Hay muchos ladrones haciendo guardia cerca del aeropuerto de ojo seco a ver quién lleva muchas maletas». Intenté minimizar su advertencia pero ella sin más organizó sus horarios para estar puntual a mi hora de llegada.

Reconozco que no pensé mucho en cómo sería el reencuentro sino hasta el momento en que el avión pisó tierra. La fila de migración se me hizo corta recordando los viajes a la sierra, el feriado en Cartagena, el encebollado matutino de la chupa de la noche anterior, las cenas abundantes luego de latiguear con comentarios alguna obra de teatro. Camila más que mi novia de los veinte había sido mi pana, el apoyo en momentos difíciles que prefiero saltarme para no empañar la cápsula de este recuerdo que guardo celoso en papeles varios.

La charla en el auto fue amena pero rara. A momentos tuvimos paréntesis, un silencio suspendido que se asemejaba mucho a lo que duró nuestra relación a distancia. Sí, intentamos ver si funcionaba pero Australia es cruel con su diferencia horaria, Ecuador es cruel con su fragilidad de memoria y así, luchando con la geografía, nos perdimos sin advertir nada. Nunca hubo un término. Quedó una ruptura tácita, flotante, que se evidenciaba ahora en esas pausas breves en el auto. Era como si uno de nosotros esperara que el otro hiciera mención en algo de lo que nos había ocurrido. Sin embargo, ahogados en nuestras propias expectativas, recurríamos a algún tema trivial para aliviar la carga. «¿Cómo están tus papás? ¿Qué es de la vida de Mayra? ¿Fernando sigue filmando ese documental en la selva?» Cualquier pregunta cojuda adquiría de pronto una relevancia estratósferica y todo para realmente evitar lo que realmente nos interesaba saber.

Ya con el auto por la Plaza Dañín, Camila me dijo que antes pasaríamos a ver a Ricky al jardín de infantes. Sonreí y aproveché para preguntarle por él. Tenía tres años, era un niño alto para su edad (algo que luego comprobé) y era el más pilas de su clase. No me atreví a preguntar por Ricardo, pues no quería que eso diera lugar a alguna pregunta sobre nosotros. Así que para efectos de la conversación sólo existían ella y Ricky, sin padre, con su imagen presente pero oculta, como esa astilla que con el tiempo consiguió separar más que la propia geografía.

Camila bajó del auto. Pude verla completa, seguía tan bronceada como todos los abriles y su pelo algo quemado en las puntas cubría parcialmente sus brazos. Aunque fue rápido el movimiento pude al seguir su camino hacia el jardín, la redondez del inicio de sus senos. Habló algo con el que custodiaba la puerta, le sonrió con el mismo despliegue que yo había fotografiado por placer en cualquiera de nuestras salidas. En nuestros años de amor, la cámara era el mal o buen tercio, según quiera mirarse. Y la retraté una, diez, veinte, cien, mil veces. Siempre quise, temiendo un final, empapelarme con ella, registrando cada poro de su cuerpo, cada detalle de sus ojos, el relieve de su nariz y de sus labios. Y ella sonreía tímida, quizás un poco culpable de gustarle ser mi centro de atención. Y siempre tenía que haber, al final de cada sesión improvisada, una última foto de ella con sus manos tratando de tapar el lente de la cámara.

Pocos minutos después Camila regresó con Ricky. En un primer segundo lo odié. No quería ver en un ser de casi un metro, la perfecta combinación de Camila y Ricardo. En Ricky la genética había hecho una jugada maestra y el equilibrio de sus cromosomas maternos y paternos me hizo odiarlo. Pero el niño tenía la dulzura de Camila, me saludó con un beso en la mejilla y terminó de desarmarme (para bien y para mal), cuando me llamó tío Marcelo. En ese momento, me odié a mí mismo.

Ricky hizo su reporte rápido de actividades del día a su madre y yo apenas presté atención en sus palabras. Lo miraba por el retrovisor moviendo sus labios pequeños y haciendo grandes movimientos con sus brazos. Será actor, pensé, como su madre en sus años veinte. Camila me trajo al presente cuando me miró y sonriendo con ese despliegue fotográfico me preguntó cuál era el número de la casa. 111, le dije. Se aparcó unos metros más adelante. Me despedí de Ricky con un apretón de manos y ya bajando las maletas, como si quisiera recuperar el tiempo perdido en esos segundos antes de la despedida, Camila me dijo que debíamos vernos de nuevo. La observé incómoda, su rostro estaba fuera de foco, como aquellas primeras fotos que le sacaba cuando estaba aprendiendo a tomar con la cámara en modo manual y no en automático. Quise besarla, apretarla, enterrar mi nariz en su cuello perfumado y huir con ella. Pero solo atiné en decirle que podíamos vernos al día siguiente en el lugar de siempre.

¿Entendería ella cuál era ese lugar?

Radiografía

I

Expulsado a propio gusto. El cuerpo llegó primero que el corazón y una rara calma me difumina en la ciudad. La última gran capital del continente, temperamental en los inviernos, ácida en los veranos.

Escucho, me callo, el acento delata. Soy el extraño, el extranjero, el exótico. Pero no cumplo con el retrato tropical. Decepciono.

II

Fluyo con la linfa de la ciudad. He encontrado una nueva casa. Me invado de las calles del Bajo. Me apropio de Alem, Reconquista, 25 de mayo. Me difumino en los alcoholes de amores pasajeros hasta encontrar la raíz en un tango sin nombre. Aun los huesos se rompen con la acidez de la gente. No me dejo dormir. Me acomodo.

III

De vuelta a la ciudad de origen. Nuevamente el cuerpo ha llegado primero. Un acento enmarañado de vos y de tú recuerda la contravía en las entrañas. Me reconozco en la morfología del vacío. Me muevo parchado, con la cabeza metida en un bandoneón ilusionado. Me expulso, me voy, viajo, eyaculo.   

Finalmente, transmutado.

El eros en portugués

Si tuviera que elegir una canción que mostrara un portugués seductor, transgresor, vagabundo, pasional, me quedaría con Disritmia de Simone. Hay un no sé qué en esta canción, en la gravedad de la voz de Simone, en la cadencia temperamental de la melodía que me sumerge en un amor de película. Y como película de amor, a modo de efecto colateral trae consigo desolación, sensualidad y desesperación. Es un amor ansioso que pretende poseer el alma, el cuerpo, los fluidos y Simone seduce con velocidades diferentes en su voz, como si quisiera jugar con todos sus artilugios para permanecer, echar raíces en esa relación que parece ir extinguiéndose.

De alguna manera, esta canción en voz de Simone me hace sentir abrazado, aconchegado por su melodía laberíntica. Y es así como le doy bis sin descanso, protegiéndome en esa burbuja musical, chiquitito, embrionario hasta dormir arrullado por Simone.

(El vídeo es horrible pero lo importante es la canción).

https://youtu.be/LTP5won9CgY

Ella en la foto

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Hace unos días, en mi timeline de Instagram, me apareció esta foto de Glória Pires, una de mis actrices favoritas de Brasil. Aunque no tiene nada de especial, me capturó la mirada profunda con la que se clava en el objetivo de la cámara. Glória Pires no representa el prototipo de “mujer linda”, pero tiene una fuerza uterina que se apodera de todos los personajes que interpreta. Es de esas actrices brasileñas que recuerdo haber visto desde mis primeros años de vida. Su pelo negro abundante enmarcando ese rostro mestizo de cejas pobladas siempre me llamaron la atención. Ya más grande, en los primeros años del Internet pude escuchar su voz original (no la doblada de las novelas) y me fasciné con su voz grave, profunda, puissant que se pierde en el doblaje. Lo siento, actriz dobladora de Glória Pires pero la prefiero a ella, la original, ok?.

En esta foto nada especial, una más del álbum de Instagram de Glória Pires, me pregunto por María de Fátima, Ruth, Raquel, Nice, Lavínia, Rafaela, Júlia. Todas tan diferentes a Glória y todas ella misma.

Escribiré un personaje para ella.

El oficio del (llegar a) ser

Entrenar hasta que el músculo aguante

Inspirar y expirar, contraer el abdomen

Marcar cuadritos, bíceps, tríceps

Ser esclavo del espejo, contando centímetros

Documentar con selfies la derrota en el camino

 

Ahogarse de grasa, el sueño perverso

Morir en ayunas, el músculo primero

Adolorido, articulaciones en reversa

La calma no llega, el músculo siempre más.

 

Deglutir la meta,

astillarse los muslos en un Eros de hule

Apretar la sienes, vaciar recuerdos, sólo respirar

Desechar el azúcar, la tinta, la bilis

Y roer el estómago hasta encontrar la columna

 

El desvarío de la carne no mata las ganas

Subir, bajar, romper el tiempo y espacio

Romper la dermis se rompe,

Corta el hilo en el enjambre de tendones crujientes.

No queda nada del Eros,

solo el aliento que se escapa a mitad de la noche.

Flashback al vacío

Anoche soñé que estaba en una piscina de cualquier parte, divirtiéndome con amigos que no conozco y jamás conocí. Yo debía tener 16, 17 años. Éramos todos locos, inconscientes, contábamos chistes tarados. Me veo  y me asombro por la oportunidad: Ser nuevamente adolescente y ser errático, cojudo, hormonal. Liberado de mis ficciones, de los libros, del colegio, estaba ahí sudando entre amigos en un sol de tres de la tarde. No me sentía incómodo con mi cuerpo ni con mi altura, simplemente “era”. En el sueño se sentía bien ser inmaduro, de pensamiento limitado y más conectado con mi cuerpo y los de mis amigos. Éramos una masa bronceada disonante que entraba y salía de la piscina. La música era estridente, una cuchilla constante que picaba el oído, mientras hablábamos a los gritos. Las chicas, sus tetas, sus vaginas húmedas, la paja, el tamaño de la verga, los pelos en la cara y temas varios, eran los tópicos de rigor acompañados de chelas. Mi mejor amigo, entiendo yo, era el bacán del grupo, el que se había tirado/cogido a más de diez peladas, se pajeaba dos veces al día como mínimo y era el peor alumno de la clase, aunque el más “pinta” y el mejor pana. Y en el sueño no lo odiaba ni me molestaba su escasez de neuronas. Era mi amigo, el hermano que no tuve, el que estaba ahí para todos, hablando huevadas pero que en un milesegundo, por la conjunción de algún astro, decía alguna perla que había que agarrar al vuelo. Y esa tarde dijo alguna seguro, pero la brevedad de la escena, el pantallazo de pocos segundos se fundió tal cual como emergió. El sueño terminó de repente.

Y me desperté con un ojo ciego.