Retorno

Tenía casi veinte horas de viaje cuando abracé casi sin fuerzas a Camila en la sala de llegadas internacionales. Mientras la abrazaba pensaba en el horrible aspecto que debía tener, en la humedad de mi cara y maldecía haber comprado un pasaje barato a cambio de sufrir cuatro escalas inútiles con esas horas de vacío que no se llenaban ni siquiera vitrineando en el Duty Free. No quería verme mal. Después de todo, tenía más de diez años sin verla y uno tiene su amor propio, quiere causar buena impresión, que la otra persona piense -aunque no lo diga- que bien le han sentado los años, se ve mejor que antes y huevadas así por el estilo. Pero el mal ya estaba hecho, no me veía bien y con el jetlag mucho peor. No había caído en cuenta que en Guayaquil eran apenas las dos de la tarde, aun cuando mi hora australiana reclamara mi cama IKEA que había vendido hace dos días -¿o tres?- en Sydney.

Nos separamos, me miró por un rato. Supongo que pensó que el tiempo no me había hecho feo sino que el viaje me había desfigurado. Esbozó una sonrisa y me dio un beso en la mejilla. Sentí nuevamente su perfume frutal de otros años y que nunca más había vuelto a oler en alguien. Seguía igual de linda que antes. Quizás hasta más. Bueno, siempre me han gustado las mujeres treintonas, con esa frontera difusa de lozanía veinteañera y madurez. Camila ahora se encuentra en ese bando de mujeres y si bien la amé, pueril, ingenua, loquita, me resulta más atractiva con el tránsito superado de los veinte.

No estaba entre mis planes que Camila me fuera a buscar al aeropuerto, pero dado que mi hermana estaba en una cobertura periodística en el Congo y mis padres se habían retirado a vivir a la playa, no me quedaba otra opción que tomarme un taxi, algo que Camila por chat me dijo que no era correcto. «Te podrían asaltar, te olvidas que regresas a Guayaquil, no? Hay muchos ladrones haciendo guardia cerca del aeropuerto de ojo seco a ver quién lleva muchas maletas». Intenté minimizar su advertencia pero ella sin más organizó sus horarios para estar puntual a mi hora de llegada.

Reconozco que no pensé mucho en cómo sería el reencuentro sino hasta el momento en que el avión pisó tierra. La fila de migración se me hizo corta recordando los viajes a la sierra, el feriado en Cartagena, el encebollado matutino de la chupa de la noche anterior, las cenas abundantes luego de latiguear con comentarios alguna obra de teatro. Camila más que mi novia de los veinte había sido mi pana, el apoyo en momentos difíciles que prefiero saltarme para no empañar la cápsula de este recuerdo que guardo celoso en papeles varios.

La charla en el auto fue amena pero rara. A momentos tuvimos paréntesis, un silencio suspendido que se asemejaba mucho a lo que duró nuestra relación a distancia. Sí, intentamos ver si funcionaba pero Australia es cruel con su diferencia horaria, Ecuador es cruel con su fragilidad de memoria y así, luchando con la geografía, nos perdimos sin advertir nada. Nunca hubo un término. Quedó una ruptura tácita, flotante, que se evidenciaba ahora en esas pausas breves en el auto. Era como si uno de nosotros esperara que el otro hiciera mención en algo de lo que nos había ocurrido. Sin embargo, ahogados en nuestras propias expectativas, recurríamos a algún tema trivial para aliviar la carga. «¿Cómo están tus papás? ¿Qué es de la vida de Mayra? ¿Fernando sigue filmando ese documental en la selva?» Cualquier pregunta cojuda adquiría de pronto una relevancia estratósferica y todo para realmente evitar lo que realmente nos interesaba saber.

Ya con el auto por la Plaza Dañín, Camila me dijo que antes pasaríamos a ver a Ricky al jardín de infantes. Sonreí y aproveché para preguntarle por él. Tenía tres años, era un niño alto para su edad (algo que luego comprobé) y era el más pilas de su clase. No me atreví a preguntar por Ricardo, pues no quería que eso diera lugar a alguna pregunta sobre nosotros. Así que para efectos de la conversación sólo existían ella y Ricky, sin padre, con su imagen presente pero oculta, como esa astilla que con el tiempo consiguió separar más que la propia geografía.

Camila bajó del auto. Pude verla completa, seguía tan bronceada como todos los abriles y su pelo algo quemado en las puntas cubría parcialmente sus brazos. Aunque fue rápido el movimiento pude al seguir su camino hacia el jardín, la redondez del inicio de sus senos. Habló algo con el que custodiaba la puerta, le sonrió con el mismo despliegue que yo había fotografiado por placer en cualquiera de nuestras salidas. En nuestros años de amor, la cámara era el mal o buen tercio, según quiera mirarse. Y la retraté una, diez, veinte, cien, mil veces. Siempre quise, temiendo un final, empapelarme con ella, registrando cada poro de su cuerpo, cada detalle de sus ojos, el relieve de su nariz y de sus labios. Y ella sonreía tímida, quizás un poco culpable de gustarle ser mi centro de atención. Y siempre tenía que haber, al final de cada sesión improvisada, una última foto de ella con sus manos tratando de tapar el lente de la cámara.

Pocos minutos después Camila regresó con Ricky. En un primer segundo lo odié. No quería ver en un ser de casi un metro, la perfecta combinación de Camila y Ricardo. En Ricky la genética había hecho una jugada maestra y el equilibrio de sus cromosomas maternos y paternos me hizo odiarlo. Pero el niño tenía la dulzura de Camila, me saludó con un beso en la mejilla y terminó de desarmarme (para bien y para mal), cuando me llamó tío Marcelo. En ese momento, me odié a mí mismo.

Ricky hizo su reporte rápido de actividades del día a su madre y yo apenas presté atención en sus palabras. Lo miraba por el retrovisor moviendo sus labios pequeños y haciendo grandes movimientos con sus brazos. Será actor, pensé, como su madre en sus años veinte. Camila me trajo al presente cuando me miró y sonriendo con ese despliegue fotográfico me preguntó cuál era el número de la casa. 111, le dije. Se aparcó unos metros más adelante. Me despedí de Ricky con un apretón de manos y ya bajando las maletas, como si quisiera recuperar el tiempo perdido en esos segundos antes de la despedida, Camila me dijo que debíamos vernos de nuevo. La observé incómoda, su rostro estaba fuera de foco, como aquellas primeras fotos que le sacaba cuando estaba aprendiendo a tomar con la cámara en modo manual y no en automático. Quise besarla, apretarla, enterrar mi nariz en su cuello perfumado y huir con ella. Pero solo atiné en decirle que podíamos vernos al día siguiente en el lugar de siempre.

¿Entendería ella cuál era ese lugar?

Las tipas, de Cristina Civale

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Terminé hace unos días de leer esta novela. No pretendo hacer una crítica o una reseña a lo Michael Orthofer sino más bien compartir unas cuantas impresiones, vacilaciones, divagaciones acerca de este trabajo de la argentina Cristina Civale, que dicho sea de paso acaba de ganar hace unos días el Premio Konex en la categoría de Periodismo-Artes Visuales.

Civale maneja un tempo de escritura admirable. Lo que ella logra en esta novela es algo difícil que es mantener la atención, el ritmo, en momentos claves donde la historia se vuelve meramente reflexiva, sin ningún tipo de acción (en términos dramáticos). Lograr esto es una proeza ya que fácilmente se podría caer en el tedio, pero Cristina consigue armar oraciones coloquiales en medio de sus reflexiones. Meternos en las cabezas de sus personajes y que desde ahí podamos entender sus motivaciones sin caer en el sentimentalismo es un trabajo de perfección quirúrgica donde nada sobra.

Otro acierto de la novela a mi parecer es el cambio de punto de vista. Sobre una misma situación, Civale dará voz a cada uno de los personajes involucrados y a manera de puzzle uno como lector completa toda la escena. En lo único que sentí falta sobre este aspecto es que los personajes involucrados no «sonaban» muy diferentes. Quizás era el propósito de la autora hacernos sentir que en realidad las tipas eran una sola. Que todas las mujeres presentes en la novela estaban unidas en sus ausencias, en sus frustraciones y que estaban hermanadas a través de la pérdida. Escribiéndolo ahora quizás haya sido así.

Las Tipas ha sido mi primera novela de Cristina Civale y espero que no sea la última. Tengo mucha curiosidad por leer lo que ha escrito antes y después de Las Tipas. Ha sido un grato descubrimiento encontrar una autora nueva para mí que me ha dejado varias interrogantes sobre el quehacer literario. Quien tenga la oportunidad de encontrarse con esta novela, seguro no se arrepentirá del tiempo invertido.

Necesito dosis de Jodie Foster

No me pasa siempre, pero cada tanto entro en abstinencia de determinadas actrices. Me vienen a la memoria escenas con personajes que amé en otros tiempos y el primer impulso sería entrar a Youtube y buscar alguna escena que sacie mi sed. No siempre las encuentro así que me toca evocarlas desde la cabeza, tratando de recordar la velocidad de la escena, el tono, las miradas, la música.

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Jodie Foster en Carnage (2011)

Desde hace unos días necesito dosis de Jodie Foster, como un colirio, una cápsula o un remedio a cuentagotas. Siento falta de sus pausas, inflexiones, la manera de airear las palabras, la profundidad de su mirada entre llorar o no, cambiando de turbia a clara. Sea en Acusados (1988), El silencio de los inocentes (1991), Contacto (1997), Panic Room (2002) o Carnage (2011), Jodie Foster es capaz de jugar con el tamaño de su voz haciéndola un susurro o un grito de fiera herida. Su cuerpo menudillo crece en escena, acompaña sus hombros y sus manos con la voz que sube y baja. Respira contenida, observa, espera a su compañero/a de escena para lanzar su zarpazo sutil. Es una actriz que sabe esperar y cuando le toca brillar, disfruta el momento, saborea los verbos, los digiere y a veces con mirada luciferina es capaz de aniquilar a su personaje rival. También puede ser tierna, sumisa y a la vez fuerte como en Ana y el Rey (1999). Acá su cuerpo se infla, crece y se pone a la altura de Show Yun-Fat. A momentos se lo come vivo en escena, pero Foster sabe hacerlo con mesura y luego baja su intensidad para volver a su cauce, a su estado natural de actriz segura de sus capacidades, luego de pasar pruebas de fuego con monstruos como Anthony Hopkins en El Silencio de los Inocentes (1991).

Y bueno, eso. Que necesito una dosis de Jodie Foster estos días. Espero saciarla pronto.

 

https://www.youtube.com/watch?v=63JvZGtZChQ

Michael Orthofer, un lector voraz

Antes que nada debo decir desde ya, que siento una profunda admiración por este señor,  a quien «conocí» por casualidad navegando en Youtube (bendito sea el menú de vídeos relacionados). El vídeo en cuestión (que comparto abajo) era sobre cómo comprar en la librería Strand de Nueva York guiado por Michael Orthofer y Tyler Cowen. Intrigado por la sapiencia del primero, seguí viendo varios vídeos relacionados y me sorprendió saber que Orthofer, alemán de nacimiento pero criado en New York es un lector voraz, capaz de leer cinco libros a la semana y reseñarlos todos en su página web: http://www.complete-review.com/.  Al entrar a su sitio me sorprendió también que el diseño de este es todo un viaje en el tiempo. A propósito, Orthofer ha decidido mantener el diseño original de 1999. Hacía mucho no veía un sitio con una diagramación tan básica, con los links marcados en subrayado azul. Y es que para Orthofer (y para sus lectores) lo importante no está en la usabilidad ni en el diseño sino en su contenido. ¡Y qué contenido! ¡Hasta la fecha ha reseñado casi 4000 libros!

artworks-000173552550-4jssjh-t500x500Contrario a lo que uno podría pensar, Orthofer no lee solamente en inglés, lengua en la que ha leído casi todo lo que se ha publicado en los últimos años. También es capaz de leer textos en alemán (su lengua madre) y francés.  Fruto de todas estas lecturas, Orthofer, quien fue abogado hasta el año 2002, tiene en su departamento en el Upper East Side, más de 4000 libros. No podría ser menos para alguien que confiesa que si no lee como mínimo cien páginas por día, se siente angustiado como si hubiera desperdiciado el tiempo. La rutina de Orthofer, como buen alemán es muy organizada. Por las mañanas escribe sus reseñas, por las tardes se dedica a la lectura y por las noches escribe en su blog Literary Saloon, donde publica posts sobre las novedades del mundo literario.

Definitivamente un ejemplo de hombre productivo que nos hace pensar que para leer nunca hay un límite.

«Io, l’uomo che leggerà tutti i libri del mondo» (en italiano) http://www.repubblica.it/cultura/2016/05/09/news/_io_l_uomo_che_leggera_tutti_i_libri_del_mondo_-139463591/

Saudade de Domingo #56: Los años teen

Ayer terminé de ver la serie del momento 13 reasons why. La verdad comencé a verla  para saber qué era lo que enganchaba a tanta gente. No le tenía mucha fe. Nunca me han gustado las tramas adolescentes, pero acá es donde la serie da un giro: No es sólo para adolescentes. Me atrevería incluso a decir que no es para teenagers, pues encuentro la trama bastante compleja, con muchos matices y un nivel de reflexión orientado a un público más maduro, para aquellos profesores, padres, hermanos que tienen contacto con adolescentes y que muchas veces no toman en cuenta las señales de que un chico o chica está sufriendo de acoso en el colegio.

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La serie me ha hecho recordar mis propios años teen. Ya con 31 años tengo cierta distancia de aquella época y confieso que me hubiera gustado ser quizás más «adolescente», en el sentido estricto de la palabra. Adolecer, haberme equivocado más, haber sido mucho más inconsciente, más visceral, más parecido a mis compañeros. Tuve mis crisis, mis ataques de histeria juvenil pero en general fui mucho más contenido. Muy estudioso, muy lector, enfocado en mis clases y soñando todas las tardes en la novela de turno que escribía. Me admiro de la férrea disciplina con la que escribía por esos años. Llegaba del colegio tipo 14h30, almorzaba, veía algo de tele y ya a las 16h00 estaba frente a la compu escribiendo durante dos o tres horas. Nunca más de eso, pero sí todos los días. Vivía mi mundo paralelo con los personajes que creaba porque en la vida real, en el colegio, nunca me sentí cómodo.

Tengo buenos recuerdos del colegio, amigos a los que evoco en mis pensamientos con cariño, a veces hasta me río de ciertas situaciones vividas en los recreos, en las horas libres cuando un profesor faltaba o en la incertidumbre de los exámenes finales. Sin embargo, debo confesar que no fue una linda época y en la actualidad no la extraño para nada. Tengo amigos que añoran sus años de colegio, a sus amigos de la época, que se reúnen cada tanto. Yo nunca sentí nada de eso. De hecho al graduarme y al empezar la universidad, me sentí aliviado. En la secundaria siempre me sentí un pez fuera del agua. Mis intereses por el cine, la literatura, el teatro eran quizás muy exquisitos para el resto de mis compañeros. Ya en esa época hablaba varios idiomas, escuchaba música brasileña, francesa, italiana. No me sentía afín con los gustos musicales de mis compañeros ni tampoco con las películas que veían. Confieso también que hice muchos esfuerzos para encajar, traté de escuchar la música que a ellos les gustaba, traté de consumir la televisión que veían, pero siempre terminaba aburrido y a mi corta edad, me preguntaba «¿por qué hago esto? «. Ser estudioso me trajo admiración por parte de mis profes y de muchos amigos, pero también me alejó de muchos de ellos. Nunca supe bien si se alejaban de mí por no saber qué hablar conmigo o porque les resultaba extraño, demasiado «nerd». Por aquellos años ser llamado «nerd» no era bonito y sí bastante peyorativo, sinónimo de inteligente, pero también de ingenuo, estúpido y tímido. Muchas veces escuché ser llamado así, pero como tenía tres o cuatro amigos con los que me llevaba bien, los comentarios de los demás poco me importaban o quizás dolían menos.

En las épocas que quizás resultaba «popular» era en las semanas de exámenes. Ahí sí era el centro de atención, me buscaban, me llamaban, charlaban conmigo, todo para que los ayudara a estudiar. Ya desde esos años tenía ese instinto de enseñar y lo hacía con gusto, aun cuando sabía también que era puro interés, que pasado ese período todo volvería a ser como antes. Me saludarían nada más, sonreirían también como para tenerme de su lado, pero no compartirían más momentos conmigo. Lo sabía bien. Jamás me acosarían o me atacarían frontalmente porque podrían necesitarme en el futuro. Era como si entre ellos y yo hubiéramos pactado una especie de acuerdo. No se meterían conmigo frontalmente a menos que los ayudara. Uno de los grandes aprendizajes de esos años teen fue distinguir a los amigos circunstanciales de los verdaderos.

Viendo 13 reasons why pienso en los otros compañeros del colegio que sí sufrieron un acoso fuerte. En aquellos años no lo llamábamos bullying, éramos inconscientes de lo que pasaba entre nosotros. También es verdad que no todo debe llamarse bullying, pero sí creo hay que estar atento cuando un niño o adolescente presenta ciertas señales de acoso. En los años teen por la corta vida que se tiene, tendemos a creer que el mundo es el colegio, que el universo son tus compañeros y profes, que jugarse la vida es hacer bien un examen, levantarse a la chica guapa del curso o emborracharse en una fiesta. Pero no, el colegio es apenas una micropartícula, una etapa que esfuma y que años después uno mira con cariño, indiferencia, nostalgia o lo que fuera. Probablemente el chico o chica popular sea cualquier cosa años más adelante y quizás el acosado, el calladito sea una persona de éxito. Todo da vueltas y nada es seguro. Quizás en 13 reason why si Hannah no hubiera optado por el suicidio, hubiera sido en sus años posteriores una chica de éxito que recordaría sus años de colegio como un periodo de inmadurez, de desilusiones que fueron tierra fértil para fortalecerse en el presente. Los años teen pueden ser crueles pero a veces son necesarios en el tránsito. Y lo más importante (o más triste para algunos): No vuelven nunca más.

Radiografía

I

Expulsado a propio gusto. El cuerpo llegó primero que el corazón y una rara calma me difumina en la ciudad. La última gran capital del continente, temperamental en los inviernos, ácida en los veranos.

Escucho, me callo, el acento delata. Soy el extraño, el extranjero, el exótico. Pero no cumplo con el retrato tropical. Decepciono.

II

Fluyo con la linfa de la ciudad. He encontrado una nueva casa. Me invado de las calles del Bajo. Me apropio de Alem, Reconquista, 25 de mayo. Me difumino en los alcoholes de amores pasajeros hasta encontrar la raíz en un tango sin nombre. Aun los huesos se rompen con la acidez de la gente. No me dejo dormir. Me acomodo.

III

De vuelta a la ciudad de origen. Nuevamente el cuerpo ha llegado primero. Un acento enmarañado de vos y de tú recuerda la contravía en las entrañas. Me reconozco en la morfología del vacío. Me muevo parchado, con la cabeza metida en un bandoneón ilusionado. Me expulso, me voy, viajo, eyaculo.   

Finalmente, transmutado.

El eros en portugués

Si tuviera que elegir una canción que mostrara un portugués seductor, transgresor, vagabundo, pasional, me quedaría con Disritmia de Simone. Hay un no sé qué en esta canción, en la gravedad de la voz de Simone, en la cadencia temperamental de la melodía que me sumerge en un amor de película. Y como película de amor, a modo de efecto colateral trae consigo desolación, sensualidad y desesperación. Es un amor ansioso que pretende poseer el alma, el cuerpo, los fluidos y Simone seduce con velocidades diferentes en su voz, como si quisiera jugar con todos sus artilugios para permanecer, echar raíces en esa relación que parece ir extinguiéndose.

De alguna manera, esta canción en voz de Simone me hace sentir abrazado, aconchegado por su melodía laberíntica. Y es así como le doy bis sin descanso, protegiéndome en esa burbuja musical, chiquitito, embrionario hasta dormir arrullado por Simone.

(El vídeo es horrible pero lo importante es la canción).

https://youtu.be/LTP5won9CgY

Escenas sueltas (2 de 7)

Recorro el teatrín intervenido por dos amigas: una italiana y una mexicana. Cada una prepara una obra, muy distinta la una de la otra. Ayudo como puedo, coso un vestido, taladro una pared, hago un listado de la utilería para luego devolverla (sí, todo se hace por amor al arte, así que el préstamo es la mejor opción). Mientras, actores y actrices entran y salen, se prueban vestuarios, repasan sus textos a la italiana. Una muy menudita y con un pelo que desafiaba a Medusa, lloraba al haber olvidado en cuestión de segundos, dos páginas de sus parlamentos. La mexicana, dura, le dio dos cachetadas para que reaccionara y no atrasara más el ensayo. Al final, lo recordó todo.

La italiana en otra sala terminaba de pintar una silla. Montaría un infantil y esa silla sería el trono de un rey que sería interpretado por un actor que tenía un aire a un David Bowie tropical. era medio divo, seleccionaba a quién saludar y aunque se jactaba deseo profesional, faltando pocas horas para el estreno, todavía no se sabía todo el texto. La italiana lo insultó en genovés, milanés, italiano y al final en español. El resto de los actores no actuaban tan bien pero al menos se sabían sus textos.

Las dos funciones fueron bien de público. Los aplaudieron, se tomaron fotos. La mexicana huyó para no ser presa de autógrafos o fotos. Su compañera italiana posó feliz, lo entendía como parte de su labor de artista y hasta dio unas palabras a unos revistas de teatro independiente. «Seguiremos con nuestro compromiso de hacer teatro así sea con nuestra propia sangre», sentenció, sin saber que su frase textual empapelaría a una revista de ideología socialista.

Va fa un culo, me dijo la italiana días después cuando le insinué en broma que ahora la tomarían como una agitadora.

Saudade de Domingo #55: Mi hermana

Hace 27 años dejé de ser hijo único para convertirme en hermano. Seguramente en ese momento no entendía bien lo que eso significaba y lo fui asimilando con los años. Aun hasta ahora sigo aprendiendo de ese vínculo con mi hermana. Es una relación que no se agota, que crece, se transforma y se va actualizando. Ya no somos los niños que jugaban pero cada tanto peleamos por nimiedades, nos reconciliamos y estamos ahí siempre para ayudarnos. También nos reímos mucho y compartimos muchas cosas.

Hoy, en Buenos Aires hemos pasado un lindo día (desde ayer en celebraciones). Me da gusto verla transformarse en una mujer independiente, que se levanta, que afronta desafíos, que tiene miedos como todos pero que se sobrepone a las pruebas. Con ella me pasa algo muy curioso: la sigo viendo como mi hermanita, la pequeña, la bebé, aun 17952731_10154203941566486_8310883875220191745_ncuando todos sus logros me muestren a una mujer emprendedora delante. Siento que nunca crecerá para mí, que será siempre la niña churrona que cantaba villancicos con mi papá en navidad, que en algún momento quiso ser cantante y que era una fanática acérrima de la serie Expedientes X.

Con esa imagen de niña que tengo a veces quisiera poder aliviar el peso de sus responsabilidades, evitarle penurias, acortarle el camino de sinsabores al haber vivido yo experiencias similares. Pero me repito que ella tiene su propio camino, que sólo puedo estar ahí para aconsejar, para dar un abrazo pero que no puedo intervenir, por su propio bien y su propio crecimiento.

Estoy muy feliz de haber pasado este día con ella, rodeado de amigos que como yo la  aprecian y la quieren por su sensibilidad, su humildad y sentido del humor. Aun se me hace raro pensar que ya tenga 27 años, que haya salido del país y se esté abriendo paso en una nueva tierra. Estoy seguro que como en otros retos, saldrá triunfadora.

Te quiero bebé.