Saudade de Domingo #32: Lo que amo

Enseñar siempre me pone en una situación de cuestionamiento. Aun cuando preparo mis clases con actividades y tiempos destinados para cumplir con los objetivos de cada sesión, siempre sucede algo mágico en el acto de enseñar. En una buena clase todo fluye, los estudiantes están conectados, participan y las horas vuelan. En otra clase, todo elemento externo se vuelve un distractor, los chicos no entran en la atmósfera y el tiempo pasa lento. Cada clase es como una función de teatro, en la que uno puede salir sintiéndose el mejor o el peor actor del mundo. Y es en ese proceso de armar y desarmar, de prueba y error, donde queda claro si uno ama enseñar o lo hace sólo porque «no hay otra cosa más que hacer».  Yo creo firmemente que enseñar debe ser un acto de amor.

No me refiero al amor que acaricia, que todo lo justifica y todo lo sufre, sino al amor de entregarse, de mirar a ese chico o a esa chica que ha optado por estudiar y llamar su atención, de hacerlo cuestionarse, de enojarlo si es necesario. Es un amor que no mezquina el conocimiento, que comparte certezas, dudas y baja al profesor del Olimpo para convertirlo en un humano dispuesto a prestar su cuerpo, su voz, su energía para que otros seres aprendan, abran sus ojos y construyan criterios. Es un amor que se permite también bromear con los estudiantes, mostrando que la enseñanza no debe ser un acto aburrido ni severo, que lo lúdico también hace parte del aprendizaje. Es también un amor que debe dejar ir a los estudiantes, que no debe hacerse expectativas. Cada uno de ellos tiene su propio proceso y se irán, volverán o quizás decidan cerrar la puerta de la clase para siempre. Eso también hace parte de la enseñanza y el aprendizaje.

Y es con la enseñanza que he aprendido a crecer profesionalmente y como individuo. Esta semana en particular, a partir de una de mis clases, me he cuestionado qué amo. Lo más a la mano que tenía era obviamente el enseñar y por eso abrí este post con ese tema, pero extendiendo la pregunta a otras esferas, surgen muchas cosas. No voy a extenderme por acá en las explicaciones del porqué amo cada cosa. Prefiero más bien plantear sólo el qué y que las razones floten en la cabeza de quien lea esto.

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Yo, en una tertulia de amigos en Quito (2011). Amo recordar ese viaje.

Amo a mi familia, amo mis rutinas, amo charlar, amo besar, amo abrazar, amo caminar con frío, con calor. Amo aprender, me excita las neuronas encontrar un campo de posibilidades para estudiar. Amo comer, conocer nuevos lugares donde una nueva sazón renueve mis papilas. Amo viajar, armar maletas y lanzarme a las calles del nuevo lugar. Amo escribir, elegir verbos, delinear personajes y aunque duela, colocar la palabra fin como término de la historia. Amo aprender idiomas, buscar la manera de incorporar palabras, familiarizarme con fonéticas extrañas y ver cómo voy dominando una lengua ajena. Amo leer, sumergirme en otros mundos, escudriñar la carpintería escondida en la narrativa de cada autor que llega a mis manos. Amo la imagen, la pintura, la fotografía, el cine, la televisión, encontrando un encuadre conmovedor que pueda dejarme hipnotizado. Amo el teatro, ver al actor en escena, crisparme los pelos con la magia del espacio y probarme yo mismo desde el escenario. Amo salir con amigos, perdernos en lo no planificado y que la magia marque las diferentes estaciones de llegada. Amo jugar con mis mascotas y volver a ser un niño sin preocupaciones. Amo recordar, fijar momentos importante con precisión cinematográfica para luego embriagarme de saudade. Amo la música, dejar que las melodías penetren los poros de la piel y me conmuevan los lacrimales (sobre todo me pasa con el Bossa Nova y el Jazz). Amo el olor a tierra mojada y aroma de un buen incienso, que me coloque en un estado de calma. Amo amar desde el primer chakra, con toda la pasión de la que puedo ser capaz, aunque pueda equivocarme. Hace parte del juego…

Sí… de cierta forma, también amo equivocarme.

Saudade de Domingo #29: Mi compañero fiel

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No recuerdo con exactitud desde hace cuánto tiempo estamos juntos. Me parece que lo compré en el 2009 o 2010. Llevaba años deseando un iPod Classic pero por razones económicas no era posible, así que en la espera me contentaba con un iPod Nano que fue mi compañero durante varios años. Sin embargo me paseaba por las tiendas de Apple (vitrineada que siempre ha sido mi debilidad) para ver el iPod Classic, con la esperanza de llegar con el dinero para comprarlo. Los 160 GB de capacidad eran el principal factor seductor. Siempre he sido melómano y el disco duro de la época ya no era suficiente para almacenar toda mi música. El iPod Classic aparecía incluso más que por un gusto, por una necesidad (o eso me argumentaba a mí mismo para animarme a la compra).

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Una vez que logré llegar al valor (no recuerdo ni cuánto me costó pero sé que para mi sueldo de entonces no era poco), le vendí -o regalé- el iPod Nano a mi hermana, que luego de unos años pasó a manos de mi mamá. Aun recuerdo la sensación de alegría y sorpresa al tener el iPod Classic conmigo. Un modelo impecable con ese aroma a nuevo tan particular que tienen todos los productos Apple al sacarlos de la caja. Pasé mis álbumes al iPod Classic y ocupé un poco más del 10% de la memoria total. El iPod me hacía sentir un novato, pero me daba la satisfacción de que cada carpeta de música nueva con cientos de megas, no sería una preocupación para mi iPod (de hecho hasta hoy en día no lo es). Y es así como hoy tengo carpetas variadas en todos los idiomas posibles, de todos los géneros posibles, normados por el idioma francés que le impuse al iPod desde hace años, como una manera de estar siempre practicando el idioma.

Desde entonces el iPod Classic ha sido mi gran compañero. Me ha acompañado a mis viajes  a Quito, Cuenca, Ambato, Riobamba, Otavalo, Galápagos, Rosario, Buenos Aires, Montevideo, Punta del Este y ha sido el centro de atención en varias reuniones de amigos. Ha sido el medio de inspiración para muchas cosas que he escrito. Me ha hecho ameno muchos recorridos a pie, en tren, en carro, en avión. Definitivamente mi vida habría sido otra sin el iPod. Sumergirme durante horas en mi música, salvo las contadas excepciones en que no lo dejé cargando y a mitad de canción el iPod moría, fueron mi salvación en momentos críticos, donde la mejor opción era escapar con las canciones.

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Hace poco, removiendo cosas en mi cuarto, encontré la caja del iPod. Impecable, libre de manchas o golpes que evidenciaran el paso del tiempo. En ese momento caí en la cuenta de cuántos años habían pasado. Tener el iPod siempre conmigo se había naturalizado de tal manera que, a lo Marshall McLuhan, parecía una extensión de mis sentidos. Desde entonces me esfuerzo en recordar todos los momentos juntos, como si estuviéramos renovando nuestros votos. Muchos auriculares pasaron, varios protectores también, una época llegó a tener incluso una marca en la pantalla producto de una caída que luego con otra caída volvió a la normalidad, pero el amor por el iPod sigue intacto. Es curioso que actualmente ya sea considerado vintage. El avance tecnológico pronto acaba por hacer reliquia a algo de no más de diez años. Reliquia o no, mi iPod tiene un valor sentimental que no se puede contabilizar en dinero ni en moda. No tengo intención alguna de comprar un iPod actual. Así que mi iPod Classic devenido en clásico, seguirá conmigo, aguantando que  escuche miles de veces la misma canción, mostrándome siempre el top de las canciones más escuchadas, acompañándome en las horas de escritura, recordándome en portugués por qué siempre vivo alrededor de la saudade.

Saudade de Domingo #27: El libro del abuelo

A los siete años mi abuelo decidió regalarme un libro. Las circunstancias están difusas en los vericuetos de la memoria. Recuerdo haber recibido el libro con alegría pero con un gran escepticismo de poderlo leer completo. Era un libro célebre de Julio Verne, Veinte mil leguas de viaje submarino. Tenía en la primera página una dedicatoria que citaba un pasaje bíblico de Proverbios. Me pareció un gesto lindo y atesoré el libro conmigo. Esto fue en junio de 1993 y menos de un año después, mi abuelo ya había fallecido.

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No tengo muchos recuerdos de mi abuelo. Lamentablemente no fue presencia constante durante mis primeros años de vida a pesar de que vivíamos cerca. Lo veía a veces desde la ventana de mi casa entrando o saliendo de la suya. Su figura característica no daba margen a dudas que era él: Un hombre gordo, de panza prominente, blanco rosado, de ojos turquesa y con pelo blanco escaso. Parecía una especie de Papá Noel guayaco que se delata por su fuerte acento tropical que no guardaba mucha relación con su aspecto más bien nórdico. Lo observaba a la distancia y sabía que era mi abuelo, por ser padre de mi padre. Algunas veces mi papá lo llevaba en el auto para algún chequeo médico, pero sólo vine a tener contacto con él, un poco más cercano, justo el año anterior a su muerte. Recuerdo que una vez me llevó a pasear por el centro, recorrimos el Parque Seminario, caminamos por el Museo Municipal y almorzamos un sopa de menestrón en algún restaurante desangelado del centro guayaquileño. Es extraño cómo logro acordarme de estos hechos y de sentir mi mano pequeña agarrada de la mano de mi abuelo. Era una mano gorda, blanca con grandes pecas que se abrían paso entre las arrugas. Recuerdo que me dijo que no me tenía que soltar de él porque había mucha gente y podía perderme. Y yo me lo tomé en serio y no me solté para nada, aun cuando la palma de la mano me sudaba.

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Como decía, no recuerdo exactamente cómo llegó el libro a mí. Sólo sé que lo recibí y me causó gracia que mi abuelo me llamara Santiaguito en esa dedicatoria. Durante mis primeros años de vida nadie me llamó por ninguno de mis dos nombres. Tenía un apodo familiar y en la escuela me llamaban por el apellido. Mi abuelo fue el primero que llamó por mi segundo nombre y sólo fue pasados los doce años cuando asumí que quería usar Santiago como nombre habitual. Era mi primer libro de más de 400 páginas y tengo la sensación de que intenté leer la primera página. Pero la letra diminuta y el espaciado mínimo le ganaron a mi voluntad de siete años. Lo guardé por varios años, terminé el colegio, entré a la universidad, me fui del país a hacer una maestría y sólo ahora, por cosas de un trabajo puntual en el que participo, recordé la existencia del libro. Lo encontré perdido entre los libros de Derecho de mi papá. Aun sus páginas mantienen el olor característico de la editorial Oveja Negra pero se han amarillado un poco con el tiempo. Las polillas también han hecho su trabajo todos estos años, aunque han sido benévolas con Verne. Sólo se nutrieron de algunas partes que no afectan la lectura. Ahora tengo el libro sobre mi velador, junto con otros que tengo pendientes. Han tenido que pasar casi 23 años para que el libro se imponga como lectura. Realmente el tiempo es relativo.

Saudade de Domingo #20: El amor después del amor

No pensaba ya escribir el día de hoy. Pasaron hechos accidentados en este San Valentín que me hicieron rechazar la idea de escribir y peor todavía sobre el amor. Sin embargo me parece necesario cerrar «con amor» este día, aunque sea sólo para compartir unas cuantas reflexiones.

El amor resulta un sentimiento tan complejo y abarcador que siempre terminamos por darles tintes inconmensurables o trivializarlo en una película, una fecha o en algún producto masivo. No soy un Grinch del San Valentín. Es más, me parece una fecha interesante para expresar algo, salir de la rutina, encontrarle una chispa al amor que a veces termina por almidonarse y convirtiéndose en un accesorio. Encontrar el amor después del amor es la clave. Enamorarse todos los días no sólo de la persona que se ama, sino del trabajo, de los amigos, de los libros, de las películas, de la ciudad, del mundo. El reto es amar siempre, reinventar formas de amar o atreverse a amar a aquello que resulta extraño o prohibido. Porque al amar a la extrañeza, encontramos que es en esencia el mismo amor  que le hubiéramos dado a algo/alguien conocido.

El amor después del amor, más que un sentimiento cálido, erótico (en el sentido griego), efervescente, es una decisión. Yo decido seguir amando a tal persona, a mis padres, a mis amigos, a mi trabajo y decido alimentar ese sentimiento con detalles, cariño, con encuentros fortuitos, con sorpresas. Decido también bancarme los bemoles, las crisis, las dudas porque también esos hiatos hacen parte del amor, porque después de esas convulsiones telúricas, el amor triunfa y se hace más fuerte.

El amor después del amor es también una gran prueba de fuego. Es la instancia o momento clave donde decido si quiero o no continuar amando a esa persona o situación, si ese sentimiento no es más que una máscara de dependencia que sólo trae consigo dolor. Si de la otra orilla no encuentro latidos, no vale la pena pasar el umbral del amor inicial. Es un amor que debe quedar en nivel principiante y no es que sea menos válido por eso. Es apenas un amor minúsculo, parvulario, que tiene su lugar en alguna parte recóndita del corazón y que al evocarlo puede incluso sacar una sonrisa ingenua.

El amor después del amor es una gran enseñanza y una gran prueba de aceptación al otro como legítimo en convivencia, parafraseando a Maturana. Te amo y te acepto con tus virtudes, con tus aciertos y también con tus debilidades y miedos que he aprendido a amar también, entendiendo que hacen parte de ti. Me gustaría que te liberaras (y nos liberáramos) de tus angustias pero sé que atacándote no lograré iluminar tus zonas oscuras. Es con el amor que podremos ambos desvanecer los temores y seguir caminando juntos en el sendero que sea. Porque a final de cuentas no importa el camino que elijamos siempre que estemos con esa persona amada, a aquella que hayamos amado por primera vez y con la que hemos decidido seguir amándonos después. El amor después del amor es el paso largo al reconocimiento de que finalmente tú y yo en realidad somos uno solo.

Dejo por acá un capítulo dedicado al amor en el programa argentino Mentira la Verdad, donde su conductor, Darío Sztajnszrajber (sí, así es el apellido, no lo escribí mal) reflexiona sobre el pensamiento de varios filósofos acerca del amor.

Desde esta ventana

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Facultad de Derecho, UCA. Octubre-Diciembre, 2014. En una de las amplias salas del último edificio de la universidad, contemplaba Puerto Madero mientras escribía los guiones de la serie de TV con la que me gradué de Magíster en Comunicación Audiovisual.

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Sábado de Primavera

Veo la ciudad hermosa, dueña de un sol brillante, la gente feliz, los colores vivos inundan este lienzo en las márgenes del Río de la Plata. Los bosques de Palermo se han teñido de Renoir, sin embargo yo me ahogo en mis letanías, me siento un vampiro expuesto a la luz.
No me contagio de alegría, mi cabeza no me da tregua, quisiera descansar, pareciera que voy a explotar. Un géiser pasivo circula por mis neuronas… 
Disfruto en el dolor de lo que la vida me quitó…

Con antifaz

Camino entre gente que no conozco, con música que no amo, con ropa poco habitual. Me mimetizo en un otoño primerizo que ya no me es tan ajeno. Soy periferia, distinto, con historias en la cabeza, cuyo peso siento en la espalda mientras sigo evocando un pasado que me cuesta pensar quedó a miles de kilómetros de distancia. No soy de aquí, soy migrante, una parte está en esta tierra y otra vuela en textos inconclusos, en besos jamás dados, en la copa de vino que no terminé, en el abrazo frío que di para no convulsionarme. Estoy también en las cartas que no escribí, en el listado de autores pendientes, en los fotogramas aun por editar. Salté a medio camino y estoy aquí, al sur del hemisferio, con frío, enfrentado a mí mismo, aplicando a cuentagotas la crueldad del teatro, sumergido en un mar de incertezas, con aparente calma. Un aluvión de imágenes, sonidos, letras me abrazan, me seducen pero pasadas las emociones eréctiles de los primeros días, me siento, pienso, observo y decido permanecer en casa, mirándome, entendiendo los oficios que jamás hice, reconociéndome vulnerable y al mismo tiempo con una fortaleza que jamás pretendí tener. En la calle cargo antifaz, me veo igual a los locales. Solo mi acento delata y la emoción que surge, eventualmente, cuando encuentro a algún coterráneo que me habla en mi lengua, que entiende contextos y que si bien no es como yo, comparte también una agriada melancolía por aquello que dejó aun cuando pueda decir que no tiene raíces. Las raíces también pueden ser móviles y siempre son preludio de génesis.

Sabor de Despedida

No. Hoy no soy observador omnisciente. Soy yo mismo y no sé nada de mí. Apenas conozco unos cuantos pincelazos de una personalidad siempre tan volátil, que en el fondo se niega a encajar en alguna estructura, a pesar de haber sido forjado en una sociedad cerrada y poco liberal.
Sólo sé que estoy en el umbral. De qué exactamente, no lo sé. Soy yo quien parte ahora. No contemplo, no permanezco. Despego, migro, me desplazo, abandono, corto, cierro, callo. Veremos qué se siente el dejar, el partir. Ya saboreo la despedida y hay una extraña acidez que me lacera los ojos, que quema el paladar. Es una muerte lenta, en el sentido más simbólico y abstracto del concepto. No seré igual. Multiplicaré mis yoes y cada uno tendrá algo de aquel en el que me convertiré. ¿Un monstruo? Quizás.
En el umbral las cosas se ven más claras o por lo menos se toma mayor conciencia de la ignorancia en la que se vive inmerso en el día a día. He conocido la visura, he hecho un scan de mí mismo. Aun hay mucho que hacer antes de partir. No hay tiempo todavía para saudade. Ya llegará, quizás, a pocas horas del trayecto o ya en tierra nueva cuando me encuentre rodeado de personas con acento que no conozco, con música que no he amado.

Devaneos

(Sé que debo escribir algo, ¿no?. Al menos eso me exijo, como ejercicio. Quién sabe si encuentro algo, resquicios de novela, pincelazos de película o una miniescena kafkiana. Debería racionalizar menos y escribir más como un acto de salvación, de curación, de placer y principalmente para jugar con la ficción de ese Yo que no entiendo).
El final del personaje A será una sonrisa a medias, con los ojos un poco humedecidos. Se dejará abrazar de forma automática por personaje B. No está involucrado. Las sombras del sol vespertino oscurecerán ciertas partes de su rostro. Agarrará una bocanada de aire. B se irá alejando, sintiendo que no hay más que decirse. Las cicatrices no fueron superadas y la sal aun corroerá ciertos sentimientos no arreglados. (Es una posibilidad pero la verdad, la verdad, no me dice mucho).
(Otra opción). El final del personaje A será una lágrima que brota con dificultad del ojo izquierdo y sigue, por fuerza de gravedad, su caída libre por la mejilla del mismo lado. B se acerca e interrumpe el trayecto de la lágrima con un beso. A y B se miran como si se enfrentaran a un reto visual. A deja pasar apenas unos cuantos segundos. Aprovechando la oscuridad del cielo nublado de esa noche húmeda con el asfalto emanando vapor producto de la tarde infernal, A se desplazará en cámara lenta al otro costado de la acera, donde tomará un bus que la llevará a la confines, donde la tierra termina. B entrará a un bar y beberá una cerveza recorriendo con sus labios el amargor de sus días y el vaivén nostálgico de las nubes en verano cuando acostado sobre la arena las miraba adivinado formas junto a A, quien siempre encontró ese juego un tanto estúpido pero que en compañía parecía interesante o cuando menos, un refugio de soledad.
(Mejor. Una opción más. Debería hacer mínimo diez, pero la cabeza se me agota. Ahí es cuando cuestiono el rigor que tengo con respecto a la escritura). El final del personaje A será con la vista perdida hacia el río que lleva y trae lechuguines con Sigur Rós controlando la corriente. B está a su lado. No se dirán nada. Son dos seres que cargan con los mismos espectros y los alimentan con sus propias angustias. Se mirarán unos cuantos segundos. No se reconocerán. A verá a B con extrañeza. B, con ternura. B se cortará un mechón de cabello que se encargará de dejar en manos de A. B partirá con una maleta de ruedas que al contacto con el piso de granito producirá un sonido intermitente, disonante que se clavará en los oídos de A recordándole la falta y la melancolía que amargará su hígado por el viaje de B. El sonido y la incomodidad irán alejándose. B se irá empequeñeciendo convirtiéndose en una figura más entre las millares del parque. El sonido se habrá marchado, la calma retornará. Sigur Rós seguirá sonando pero el mechón de cabello de B seguirá contenido, apretado en el puño cerrado de A.
(Ejercicio acabado. No sé que es ni de qué va. Los finales se me antojan inicios ambiguos que van en contrario de las manecillas del reloj. A veces aclaran o por el contrario, confunden. ¿A quién? ¿Por qué? A y B son energías, proyecciones de algo. Estuvieron y estarán en el mismo ritmo que borre y dé forma a nuevas líneas, a otros centros de fuga. Devaneo. Noches de Sigur Rós producen estados que es mejor utilizar sólo en dosis desmedidas)

Sueño en São Paulo

Dos personas se acercan. Ninguna de las dos soy yo, pero sé lo que cada una siente y espera de la otra. Se miran, juntan sus narices. Están contra el sol, de modo que no logro vislumbrar sus rostros. Se abrazan aun cuando el calor que derretía el asfalto no haría apropiado una manifestación como aquella. Abrazos. Cómo extraño eso. Ya tuve muchos abrazos intensos, con sollozos y lágrimas incluidas. También tuve aquellos más artificiales, productos de una convención, de una aparente simpatía. Debo decir que no fui siempre yo quien abrazó en esos casos. Me resultaba una situación pero afortunadamente es una molestia de pocos segundos que luego desaparece. Vuelvo a mi cuadro. Los dos seres se abrazan en medio del calor. Sudan, es obvio, pero ese fluido funciona como una feromona que los une, lo ata aun más y que ponen en armonía los latidos de sus corazones. La sangre se sincronizan. Sus cuerpos se pertenecen. Sus narices con ansiedad el cuello de la otra persona, como si temieran que luego del abrazo no pudieran reconocerse más. Tienen los ojos cerrados. Lo percibo. Han utilizado tanto la vista que ahora quieren dar paso a los otros cuatro sentidos que tan descuidados han tenido durante años. Sus mentes recuerdan el primer encuentro, su primera relación sexual, su primera salida al cine, su primer baile. Todas aquellas primeras veces, no siempre exitosas, pero que marcaban un sendero, un camino por recorrer, como las primeras páginas de una novela que a veces resultan extrañan pero que cuando se retoman luego de haber leído toda, se sienten familiares y angustiosamente personales. Él agarra sus cabellos rojizos e introduce su nariz en esa maraña salvaje. Ella recorre su cuello. Se separan lentamente. Abren sus ojos. Se sujetan las manos. Están en el parque Ibirapuera. El sol los alumbra cenitalmente, dejando al resto del parque en oscuridad. Él intenta decir algo. Ella hace un gesto leve para evitar que hable. Hace mutis. Él se sienta, invadido por una saudade asfixiante, un álbum fotográfico pasa por su cabeza. Mira sus manos ásperas, su apariencia desaliñada. La llegada hasta ahí no fue fácil. Se pregunta cómo hizo para estar en São Paulo, rodeado de personas con una lengua que apenas si conoce. De pronto, las personas se le antojaron personajes de una pieza brechtiana. Agotado, sólo atinó a escribir, soñando con São Paulo… En São Paulo.