Saudade de Domingo #68: Mi romance con los idiomas

«Cada idioma es una forma de sentir al universo», expresó Jorge Luis Borges a propósito de su amor por las lenguas, la morfología y la fonética de cada una. No podría estar más de acuerdo con esta frase ya que aunque no hablo tanto idiomas como varios políglotas en la web que admiro (Luca Lampariello, Benny Lewis, Idahosa Ness, entre otros), con los cuatro que conozco fuera del español, aprendo mucho de la cultura de lugares distantes a través de sus palabras.

Como todo romance que se aprecie, recordar los inicios son importantes. Mi primer idioma fuera del español, debía ser el inglés pero como en la escuela me lo enseñaron terriblemente, le tomé fastidio. Me sonaba falso y aunque era bueno para la gramática, no sentía ninguna conexión con el idioma. En vista de ello, mi primer idioma extranjero fue el italiano, que lo aprendí en el colegio y en menos de un año ya lo hablaba bastante bien. Desde entonces nunca más me tuve que preocupar los exámenes de italiano. Quizás por la fuerza de la costumbre de escucharlo casi todos los días durante seis años, el italiano me resulta muy familiar y puedo entenderlo, hablarlo sin mucho esfuerzo. Su gramática, su fonética me traen recuerdos de adolescencia. Tengo un nexo con el italiano muy fuerte aun cuando actualmente no lo tenga tan presente. Llegué hasta grabar un cortometraje en italiano porque sentía que esa historia, que ese personaje que escribí debía expresarse en ese idioma. El trailer de ese proyecto lo pueden ver a continuación.

A los trece, cuando ya sentía que hablaba bien italiano, me dí a la tarea de buscar otro idioma para estudiar y así llegué al francés. Como no resultó, meses después lo dejé y empecé con el portugués. Esto no habría sucedido si no hubiera visto Xica da Silva. Puede parecer chistoso pero la historia y el contexto de la corona portuguesa en Brasil me hizo sentir curiosidad por un idioma del que ya sabía de su existencia gracias a Xuxa, la pídola de mi infancia.

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Uno de los primeros libros que compré en portugués

Del portugués brasileño me encanta la sonoridad de su lenguaje. Una mezcla de seducción, calidez y dulzura. Es una fonética que ya se canta sin mucho esfuerzo por su nasalidad y el ritmo de las frases. Recuerdo que al inicio, se me hacía complicado captar esa musicalidad, pues una cosa es escucharla y entenderla desde la cabeza pero otra es traerla al cuerpo. Muchas semanas pasé repitiendo frases para buscar la nasalidad hasta que con el tiempo me fui familiarizando con las T como ch, la G como Y, la NH como una ñ muy suave y la sílabas nasales. Ver películas, novelas y escuchar música ayudó muchísimo en ese proceso. En un cierto punto me olvidaba cuando en realidad estaba «estudiando» y cuando me estaba divirtiendo con el idioma. Porque ambas cosas se fueron fusionando hasta darme cuenta que pasaba jugando con el portugués gran parte del día. Algunos de esos juegos consistían en traducir mentalmente al portugués las conversaciones que tenía con mis amigos del colegio. Era mi manera de testear mis progresos. No me imaginaba por ese entonces que todo ese esfuerzo me llevaría, sin buscarlo, a ser intérprete simultáneo en varios congresos, traductor de textos, profesor del idioma en el extranjero.

 

El francés fue una relación de amor/odio. Empezó con amor cuando luego de aprender italiano, compré un libro de Larousse con un cassette para tales fines, estudiaba capítulo a capítulo, hacía mis anotaciones en un cuaderno al estilo del colegio, pero luego de algunos meses me frustré al ver que sólo entendía los diálogos del cassette del libro y nada de lo que se transmitía en el canal TV5. Un poco infantil de mi parte pretender un gran dominio del idioma como me pasó con el italiano, pero tenía 13 años, así que mucha madurez no podía pedirme. Dejé el francés olvidado por unos años, mientras me sumergía en el portugués, hasta que cuando entré a la universidad volví a retomarlo. Meses después, lo dejé. Un año más tarde lo volví a retomar y meses después lo volví a dejar. Sin embargo ya no empezaba de cero. Era capaz de leer textos en francés fácil, entendía más que años atrás pero me seguía faltando más soltura. La fluidez se dio cuando un grupo de franceses geniales llegaron a mi universidad y pude practicar lo que ya sabía de francés. Me sorprendió darme cuenta de lo mucho que sabía y de que podía hablar en francés con soltura. Es verdad que también las fiestas propician un ambiente relajado que era lo que necesitaba con el idioma. Motivado por esta experiencia, retomé mis clases de francés pero ya no de la forma solitaria como siempre hice sino en clases de conversación. Pasé varios meses así, luego hice un examen de nivelación en la Alianza y me mandaron al penúltimo nivel. Después de eso hice el DELF B2 y lo aprobé. Fue una victoria personal ya que había conseguido dominar en cierta medida el idioma.

Con el inglés ha sido una relación similar como con el francés. Durante varios años me conformé con leer y escribir en inglés. Pude tomar materias en la facultad en inglés sin problema, podía leer artículos académicos y novelas cortas, pero en mi interior estaba completamente negado a hablarlo o a escucharlo. Quizás producto de la mala enseñanza en la infancia, con el inglés me sentía muy alejado, no había ningún nexo que me acercara al idioma. Durante la adolescencia mientras todos deliraban con la música yanqui, yo me decantaba por la música brasileña, así que tampoco tuve cómo crear un nexo con el inglés. Creo que siempre asocié al inglés con Estados Unidos y por consiguiente a un mundo superficial, hipertecnológico, nada afectivo y bastante financiero. Luego con los años eso fue cambiando, cuando viví en el extranjero y conocí a otros extranjeros tuve la oportunidad de usar el inglés y sentir las múltiples ventajas que tenía. Me forcé entonces a recordar mis diferentes momentos de aprendizaje con los idiomas para tratar de encontrar técnicas que me pudieran acercar al inglés. Y así fue que comencé a ver películas y series que me interesaban varias veces, leer libros que me gustaran mucho, repasar canciones que me gustaban. Tomé las herramientas utilizadas en el portugués y el francés para llevarlas al estudio, lo cual me dio buenos resultados. El inglés dejó de ser esa lengua extraña para volverse familiar, like home.

IMG_5938Y después están los idiomas que se quedaron en el camino y con los que tengo cuentas pendientes: Ruso, alemán, griego, latín, catalán, rumano y sueco. De este grupo, me gustaría retomar los dos primeros, aunque todavía no me decido. Ambos tienen una sonoridad que me gusta (cosa fundamental para que me guste un idioma) pero de ambos me da terror su gramática, especialmente las declinaciones de los sustantivos. Y del ruso, su alfabeto diferente, aunque no es tan complicado como el del mandarín o el del árabe. Hay días que creo que debo empezar alemán y otros días, ruso. Veré cuál se impone con más fuerza.

Mantener un romance con varios idiomas es complicado. No siempre se tiene la oportunidad de practicar los idiomas por igual y ahí es cuando se corre el riesgo de que alguno vaya oxidándose. De los que conozco, el que menos he estado practicando en los últimos meses ha sido el italiano y por ello me he puesto en la tarea de ver la serie Suburra, de Netflix. A pesar del fuerte acento romano, he estado refrescando expresiones, modismos y aprendiendo más vocabulario. Y es que con los idiomas siempre te llevas sorpresas y hay que estar en constante estudio con películas, series, canciones, leyendo periódicos online, hablando con nativos. Los podcasts son también una buena fuente variada para practicar idiomas, sobre todo lo concerniente a la compresión oral. Dada la facilidad del formato se puede estar haciendo cualquier otra actividad mientras escuchas un podcast. También hay opciones interesantes como Italki, donde se pueden encontrar personas para practicar un idioma o directamente tomar clase con algún profesor online.

Me gusta la sensación de explorar idiomas, de encontrar semejanzas, de ver cómo a nivel personal también me dejo afectar por ellos. Las palabras en todos los idiomas tienen una carga simbólica importante y me gusta sentir esa responsabilidad de apropiármelas, de usarlas, de alterarlas o de mezclarlas con el español. Mientras estudiaba Latín, recuerdo haber pensado mucho en la nostalgia de aprender una lengua muerta y de memorizar palabras en las que seguramente muchos se amaron, se odiaron, se arreglaron acuerdos, etc. Nunca llegué a ningún lado con el Latín, pero con el aprendizaje de pocas semanas caí en la cuenta de que mi amor por los idiomas inicia siempre por el afecto profundo que tengo por las palabras y cómo ellas se juntan y se expresan en las diferentes formas que cada idioma tiene de ver al universo.

De la tristeza

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Lloras. Sintonizas con cualquier persona, animal o cosa que vibre en la misma frecuencia de la nostalgia para abajo. Siempre se te dieron bien esos humores relacionados con bilis negra. Ríes. Lo haces de manera sonora, como si tus pulmones se recogieran para tomar un impulso y así lanzar una carcajada furiosa. Pero sigues triste, apretado de recuerdos y con gula de historias interrumpidas. Comes. De forma desmedida, como si en cada comida buscaras repletar a cada célula de tu cuerpo por el miedo ancestral de no poder comer en varios días. Y luego te miras gordo, guatón, con los excesos descansando en los rollos de tu abdomen. Tiras, coges. Con exceso y con temor. Con el deseo de saborear un cuerpo nuevo y con el terror que te produce excitar una piel que podría ser estéril. Te rindes al placer efímero de un orgasmo silencioso. No te gusta gemir y peor gritar. Y sigues triste. Con la melancolía de haber usurpado un cuerpo para abandonarlo como abandonas el tuyo propio. Te vas. Acabado el ritual de amor pasajero, agarras la ruta y te pierdes. El destino no te importa, el punto es huir, vaciarse, ya que lo único que buscas llenar es tu barriga salobre. Caminas. Con la rapidez de tus pies calcificados, escuchando música que no conoces y añorando personas que no amas. Y te ves triste. Así como cuando mirabas las ventanas empañadas mientras llovía cada marzo o abril a la víspera de Semana Santa. Llorabas siempre en esas fechas. Ahora respiras nostalgia y vomitas azúcares. Saltas y sigues triste. Nadas y sigues triste. Te sumerges en el océano dejando el desierto atrás pero conectas con la tristeza del mar en su vaivén eterno. Lloras en la cordillera azul. Te vas, nadas hasta tocar fondo. Descansas, cierras los ojos. Y sigues triste.

Saudade de Domingo #67: La enseñanza del cuerpo

El cuerpo es una incógnita. Una X, una Y y con las posibilidades que se decidan combinar. El cuerpo nos sostiene, nos avisa, nos duele, nos da placer y sin embargo a veces lo llevamos porque no hay de otra. Desde hace algún tiempo (unos tres años más o menos) he empezado indagar sobre mi propio cuerpo, desde la escena, desde la escritura, desde el yoga y ahora he empezado a explorarlo, a conocerlo desde el ejercicio físico «fuerte». Por voluntad propia he entrado a un gym, primero para saber qué me dirá de mi cuerpo sobre ejercitarme con máquinas y pesas, y segundo para ver cómo se siente eso de estar ahí y cómo es que mucha gente termina adicta a la adrenalina del ejercicio.

No tengo mucho tiempo (apenas mes y medio) pero ya empiezo a notar cambios. El primero y más evidente fue un terrible dolor muscular las primeras dos semanas. Pocas veces había sentido tanto dolor en los músculos. Me sentía lisiado, caminando despacio, vistiéndome con lentitud, ayudando un brazo al otro para moverse, maldiciendo mentalmente las escaleras o pisos irregulares que me hicieran mover más de la cuenta las piernas. Durante esas dos primeras semanas me preguntaba si esa sensación me acompañaría siempre. Quizás el gym no era para mí, pensaba. Pero el dolor fue disminuyendo, el cuerpo se fue acostumbrando y empezó a entender la función de las máquinas, las pesas. Conocí músculos que ni sabía que tenía. Me dolían zonas inexploradas de los muslos, de la espalda, de los brazos. Era un descubrimiento de mi cuerpo a través de dolor.

Empecé a tener también un hambre voraz. Los que me conocen saben que como bastante pero ahora con el gym el hambre es superlativa, me invaden unas ganas tremendas de comer en cantidades industriales. Luego entendí que era algo normal, sobre todo considerando que también he hecho un cambio en mi alimentación. He reducido la ingesta de azúcar, volví a eliminar las gaseosas de mi vida y ceno muy muy ligero. De modo que el hambre se concentra sobre todo en las mañanas y en las tardes, para lo cual preparo mi arsenal con yogurt sin azúcar, stevia, leche de almendras, pan integral, jamón de pavo, entre otras cosas.

Luego comencé a experimentar otro fenómeno que ya había escuchado de amigos deportistas o que se ejercitan. Los días que por alguna razón no puedo ir al gym, me da un terrible cargo de conciencia. Pienso que mi cuerpo se acostumbrará a la calma, que los músculos se regodearán en la pereza y al menos trato de hacer cardio en casa como premio consuelo. No me había pasado nada de esto ni con yoga o con los otros ejercicios que había practicado antes. La culpa por no ejercitarme empieza a jugarme en contra y también la satisfacción cuando he cumplido mi rutina planteada.

IMG_5766Por primera vez en la vida me compré una balanza. Nunca me había importado saber cuánto pesaba. Me bastaba con lo que me dijera el espejo pero con el ejercicio surgió la necesidad de llevar una especie de registro de lo que pasaba con mi cuerpo. Y la balanza apareció ante mí como una posibilidad de diario sobre mis kilogramos perdidos o ganados. Paralelo a esto surgió también la necesidad de registrar en fotos parte del proceso y publicarlas en mi cuenta de Instagram. No lo hago por una cuestión exhibicionista sino a modo de bitácora, quiero ver mi paso a paso, ver a lo largo del tiempo qué pasa conmigo en esta nueva fase. Siempre habrá alguno que otro amigo sufridor que haga algún comentario «bromeando» por los fotos en el gym. En realidad veo mi cuenta de Instagram como una bitácora muy personal de lo que me gusta y hago, así que ni siquiera tomo en cuenta los comentarios aparentemente bromistas. Sigo en lo mío, registrando el proceso, para recordarlo, guardarlo y no confiando únicamente en mi memoria frágil.

No sé si esto del gym se volverá un hábito vitalicio o será sólo una temporada, de todas formas estoy disfrutando del proceso, ganando resistencia física y viendo cómo mi cuerpo se va superando en el ejercicio. Ya para mí hay un saldo positivo hasta ahora.

Llegas a ese momento. Lo has evadido durante mucho tiempo. Has fantaseado con ese espacio, con en esa hora del día (o de la noche, según como te parezca mejor). Ahora no hay cómo escapar. Tratas de pensar en todos los trucos, frases ensayadas para cuando llegara ese momento. Pero todo es confuso, una humareda niebla tu cabeza. Te niegas a improvisar, a dar el primero paso. Danzas sobre tu propio eje. Prestas atención al vaivén de tu sangre que fluye forzada por tus venas. Quieres llorar, lo sé. A mí también me traicionan los lacrimales cuando elevo un poco el corazón. Respiras en cortos intervalos para ahogar el llanto. Te animas a dar la primera señal… Te interrumpe con una frase sin palabras. Entierra sus ojos en los tuyos. También tiene miedo. También ensayó para ese momento. No hay soundtrack que ayude o inspire. Te das cuenta que no hay que decir nada. De repente sientes que la situación parece escrita por Tarkovski o Bergman. Terminas por creer que sería del agrado de Godard. Luego piensas que él preferiría una escena más cortada, más posmoderna… Caminan juntos. El terreno es incómodo. Sólo escuchas tus pasos y los suyos. Y la sangre sigue atropellada en tus venas. Tropiezas. Intenta ayudarte para que no caigas. Se miran otra vez. Sabe bien que no darás el primer paso. Espera el intervalo de silencio que permite el canto entrecortado de los grillos. Te dice, casi en susurro: Escríbeme.

No quiero darle play al final

Siempre amé los finales, aunque más amo la sensación de vértigo que me produce la cercanía del fin. El desenlace como tal es vacío, hueco, insípido. Es un momento sin piso en el que a veces hay música y con suerte, la cámara sube.

Soy egoísta con los finales. Me los guardo para mí, no los comparto, me agrada saber que yo conozco el final y decido si quiero o no transitarlo. Algunos los repito en reversa no quedarme con esa de sensación de abismo. Hago mi propia edición del final, mezclando escenas de diferentes momentos. En unos de esos finales, la pareja queda junta, nadie muere o por el contrario, algunos personajes desaparecen sin explicación. Juego a editar desde mi cabeza historias que conozco bien, terminan muchas veces mal.

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Hoy amanecí con una sensación de final (¿de algún ciclo de vida?), con sabor a chocolate caliente en los labios durante el último sorbo antes de terminarlo. Amanecí con la emoción de querer darle play a la escena final, preparando el cuerpo, el espíritu, para el momento decisivo que cierra algo (no sé bien qué sería). Cierro las cortinas para que ninguna luz externa atenúe la sombra de los personajes y ahí, justo ahí, en el minuto previo al final, decido suspender la cuenta regresiva. Me distraigo en las redes, recuerdo tareas pendientes y decido no seguir dando play hacia el final. «En otro momento, cuando esté más preparado». «Mañana mejor, que así tendré tiempo para quedarme pensando unos minutos en el final sin tener ninguno compromiso después». «Me siento un poco down ahora, mejor más tarde, mañana o cuando esté muy feliz».

Me engaño así con frases diletantes para evitar el momento final, como cuando sales con alguien y te das cuenta que no va a funcionar, que no tiene sentido seguir remando la charla y sin embargo sigues ahí, esperando que alguna chispa mágica se encienda y postergue el final. Como cuando intentas reanimar a la gente en una fiesta que ya sabes que dio lo que tenía que dar y la música turra de esa hora imposible se convierte en el mejor soporífero. Como cuando divagas en la mitad de un examen y ya sabes que no habrá ningún milagro que te haga recordar los textos que apenas si lograste leer. Mi momento postergado es siempre el final, evadiendo esos últimos fotogramas que marcan el punto cero de la trama. ¿Empezar de nuevo? ¿Otra historia? ¿La misma?

Para tales efectos, prefiero tener varias tramas simultáneas de modo que cuando sea el inexorable final de alguna, no tenga que empezar de cero con una nueva.

Big little lies, mi nuevo amor

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Un amor pequeño, vale decir. Con sólo siete episodios, la serie de HBO supo retratar la vida de un grupo de mujeres de posición acomodada en un pueblo costero de California. Y con ellas quedaron evidentes muchos problemas que atraviesa la mujer actual: el rol de madre, esposa, amiga, profesional se mezclan en una historia de escenas largas, con diálogos potentes y sobre todo, actuaciones magistrales.

Me resulta difícil decir quién es la mejor actriz en la serie. Nicole Kidman interpreta a Celeste un ama de casa que dejó su carrera de abogada y su ciudad por su familia. Lo que parece un hogar perfecto junto a Perry (Alexander Skarsgard) luego va revelando su cara oscura. Kidman y Skarsgard tienen escenas muy fuertes, dramáticas, de esas que cortan el aliento. Reese Witherspoon es otra genia. Histérica, habladora, madre controladora parece una caricatura de mujer adinerada que luego nos descubre un personaje complejo, con sombras y una humanidad que atrapa. Laura Dern como Renata resulta la gran antagonista de la serie. Acostumbrada a no ser contrariada en nada, la llegada de Jane Chapman (Shailene Woodly) con su hijo pondrá a Renata fuera de sí, cuando su pequeña hija se vea involucrada en un problema de bullying escolar. Vale destacar que en actuación Kidman y Dern se llevaron los Emmy a mejor actriz principal y secundaria respectivamente.

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La serie, basada en la novela homónima de la australiana Liane Moriarty, empodera el rol de la mujer en la sociedad actual. De hecho los personajes masculinos, aunque importantes (sobre todo el Perry de Alexander Skarsgard), están supeditados a los roles femeninos. Witherspoon y Kidman además de actrices, son las productoras ejecutivas de la serie, ya que desde hace mucho tiempo venían sintiendo la ausencia de personajes femeninos desafiantes. Las dos, que tienen una dilatada carrera en Hollywood, decidieron dar el salto como productoras para poder realizar los personajes que  siempre han querido realizar. La elección del libro de Moriarty fue un gran acierto. La trama no tiene espacios muertos, tiene momentos de humor, de tensión, silencios justificados y una atmósfera densa en medio del hermoso sol californiano, de hombres y mujeres con rostros perfectos. Como bien dice la frase de la serie, a perfect life is a perfect lie. En ese sentido, la dirección del canadiense Jean Marc Vallée es exacta, no cae en excesos lacrimógenos sino que por el contrario, mantiene una distancia que roza con la frialdad digna de una serie nórdica.

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Luego de llevarse 8 Emmys el domingo (mejor actriz principal, secundaria, mejor director, mejor actor secundario, mejor vestuario, entre otros), HBO ha dejado entrever la posibilidad de una segunda temporada. Reese Witherspoon en una entrevista se confesó entusiasmada ante esa posibilidad y la misma autora Liane Moriarty planteó que podría desarrollar más historia para los personajes del libro. Habrá que ver si la acogida del público y de la crítica motivan a HBO para una segunda temporada como ha sucedido con Young Pope. Otros fueron los tiempos de HBO en que grandes historias como Mildred Pierce o Angels in America se quedaban en una sola temporada, restringidos a la historia cerrada de la novela o de la obra de teatro en las que estaban basadas estas series.

Que haya larga vida para Big Little lies.

Saudade de Domingo #65: Proyectos que nacen

Como síntoma de estos tiempos agitados, pienso mucho en proyectos a realizar que luego por alguna u otra razón, se transforman, se congelan o se postergan. En cualquiera de los casos aunque me repita que no lo voy a intentar más, que trataré de ser lo más cuadriculado, administrativo posible, nunca lo consigo. Las ideas caen ante mis ojos y me es imposible sacármelas del paso hasta que las escribo (en el formato que sea) o las grabo.

En estas últimas semanas se han modificado ciertos proyectos y también han aparecido otros que me generan expectativa. El nacimiento de un «posible» siempre es motivo de alegría y algunas veces, cuando no se concreta a tiempo, trato de darle una vuelta de tuerca y pensar que cada proyecto tiene su propia maduración y también que las cosas suceden muchas veces sin que uno haga mayor esfuerzo.

Hace unos días se me puso por delante la idea de un proyecto literario. Empecé a organizar algunos asuntos con respecto a este tema y como siempre acelerado quería ya tener un título para ese proyecto. Barajé varios nombres, no me convencía ninguno, taché, hice combinaciones de nombres y terminé por dejar la tarea para no caer en ansiedad. Tampoco tenía mucho tiempo para pensar ya que esta semana tuve tareas importantes en la facultad y teatro leído en la Feria del Libro, actividades que ocuparon la mayor parte de mis horas.

Sin embargo, conversando con mi mejor amiga el viernes por la noche luego de vernos en la feria, el título (o el posible título) cayó sobre la mesa. No fui capaz de darme cuenta en el momento pero algo en mí debió removerse para que hoy a la tarde, mientras descansaba, una frase dicha por mi amiga el viernes me disparara la cabeza. La repetí varias veces hasta que me sonó que podía vincularse al proyecto literario que cocino (que preparo, aun no cocino). No sé si sea el título definitivo pero me gusta cómo suena y el sentido que despierta. Por el momento será el título de este nuevo proyecto, que como muchos otros, no sé dónde ni cuándo terminará.

Así que me lo he tomado como una señal de que debo embarcarme en este nuevo proyecto. Dedicarle horas de trabajo, editar, pulir, reescribir y ver qué pasa. Sin más expectativas por el momento.

Saudade de Domingo #64: Leer y escribir en la universidad

Esta semana estuve en un taller de capacitación docente denominado «Escribir y leer, un asunto de todos». No, no era un taller para aprender a leer o escribir. Era un espacio para enseñar a leer y escribir a los estudiantes universitarios. Esto lo supe ya en el taller, pues fui casi a ojos cerrados al mismo. El título me daba curiosidad pues no tenía muy claro de qué iba a tratar y quedé gratamente sorprendido con todo lo aprendido. Sin duda ha sido una buena instancia para conocer conceptos, confirmar otros y quedarme con muchas interrogantes.

IMG_4674Del martes al jueves de esta semana un buen grupo de docentes de la UCG estuvimos reflexionando junto a la Dra. Paula Carlino sobre los procesos de aprendizaje en las facultades, específicamente en el campo de la lectura y la escritura académica. ¿Cuántos estudiantes leen? ¿Cómo escriben los estudiantes? ¿Cómo califica el profesor un ensayo? ¿Qué dificultades tiene un estudiante al escribir un texto académico argumentativo? Varias de estas interrogantes rondaron los tres días de capacitación. Previamente habíamos leído algunos textos de Carlino y otros autores preocupados por este campo específico de la educación. Descubrí con sorpresa la inversión que hacen las universidades anglosajonas para crear Centers of Writing, departamentos con tutores dedicados a ayudar a los estudiantes para mejorar sus ensayos académicos.

Para universidades como la de Berkeley, la escritura es parte central de todas sus carreras y por ello destinan tiempo, esfuerzo y presupuesto para estos centers of writing, que trabajan bajo el programa denominado Writing Across the Curriculum (WAC). Basta con buscar en Google este programa y se puede ver la cantidad de universidades que lo han implementado en sus universidades.

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De todo lo vivido y aprendido en este taller con la Dra. Carlino, me llevo varios conceptos para trabajar. Algunos ya los conocía de forma intuitiva, otros los aprendí y espero ponerlos en práctica el semestre que viene. Acá van:

  • Dejar de pensar en la escritura como una instancia de evaluación. Es importante reconsiderar la escritura y pensarla más bien como un proceso de aprendizaje.
  • A escribir se aprende escribiendo. Nadie es bueno haciéndolo de forma innata y por ello que hay que practicar. Es un ejercicio constante, de muchas revisiones. Esto se complementa con lo anterior, que la escritura es un proceso de aprendizaje.
  • El ejercicio de escribir no es sólo algo que le compete a los profesores de Lengua. Es una responsabilidad de todos los profesores para que sus estudiantes escriban en sus asignaturas. Esto es así ya que nadie mejor que el profesor de la especialidad para corregir los errores de escritura de sus alumnos. La escritura como proceso, va más allá de la forma (la buena ortografía, sintaxis, uso de signos de puntuación) y es necesario estudiar el contenido, aspecto que sólo los profesores de cada asignatura, y no uno de Lengua, pueden corregir.
  • Es necesario que el proceso de escritura sea acompañado. La escritura de un texto académico no puede ni debe quedarse en una sola entrega sino que el docente (o los tutores) deben ayudar a pulir, mejorar sus escritos.
  • El proceso de lectura debe generar nuevas inquietudes. La lectura debe instar a los estudiantes a hacerse preguntas que surjan a partir de determinado texto. Con esto, es necesario que el docente no caiga en las típicas preguntas de control de lectura, porque así no se fomenta un aprendizaje. Sólo lleva a que el alumno busque en el texto la respuesta a las preguntas. El docente debe generar momentos de discusión en el aula sobre la lectura enviada previamente para aclarar y fijar ciertos contenidos, ya que la lectura de textos académicos implica que el estudiante lector haga una jerarquización de lo que es más importante y en ese proceso muchas veces el alumno no logra distinguir qué es lo realmente importante. Ahí interviene el trabajo del profesor y del resto de compañeros para determinar cuáles son esas ideas principales.
  • Estimular a que los estudiantes se expresen más por escrito. Al escribir se ordenan y se fijan los pensamientos, algo que en el lenguaje oral resulta más caótico. Es por ello que Carlino surgiere instancias de escritura breve que además funcionan para aquellos estudiantes que normalmente no hablan en clase. Es una manera diferente de obtener feedback acerca de los contenidos de la clase.

Lo interesante de todo esto es que la Dra. Carlino puso en práctica estos conceptos con nosotros mismos los docentes. Pasamos por instancias de escritura, reflexión post lectura y en cada dinámica, venían sus preguntas invitándonos a reflexionar para qué sirve esto y aquello. Con el taller pudimos ponernos en la piel de los estudiantes y con ese conocimiento desde la carne, volver a las aulas, al campo de juego, para dar nuevo aire al proceso de enseñanza.

Espero con ansias volver a las clases y poner en marcha todo lo aprendido.

 

El agro de Samanta Schweblin

Mi primer «encuentro» con Schweblin (Buenos Aires, 1978) fue allá por el 2009, cuando pasó por la Feria del Libro de Guayaquil y presentó Pájaros en la boca. Estuve presente en la charla que dio en la Universidad Casa Grande durante su estadía por la ciudad y con ansiedad me sumergí en su antología de cuentos. De aquella época recuerdo la sensación de borde que me provocaban sus historias. Como es su estilo, Schweblin no va por los grandes relatos ni los discursos ambiciosos. Prefiere más bien la historia personal, íntima, la relación entre personas donde habita lo raro, lo no dicho, el miedo y lo podrido. Todo esto manejado con una prosa firme pero nada acartonada. Meses atrás retomé la lectura de algunos de sus cuentos y hace una semana mientras visitaba una librería en Buenos Aires, me encontré con Distancia de rescate. No leí ni la contratapa. De alguna manera saber que era un libro de Schweblin me daba una cierta «garantía» y además tenía curiosidad por este trabajo.

Para mi sorpresa no se trataba de una antología de cuentos como ha sido la marca personal de Schweblin. Era su primera novela escrita con su tempo de cuentista y con dos personajes que hablan en un escenario ambiguo al inicio. No es una novela que se pueda resumir en pocas líneas, por lo que sólo daré algunos comentarios sobre la trama. El personaje de Amanda empieza relatándole a David una serie de acontecimientos del pasado con el propósito de clarificar su presente. David, un niño, hace las veces de una especie de terapeuta para Amanda, a quien con el paso de la lectura la vemos caer en una ansiedad y profunda desesperación por la salud de su hija Nina. Schweblin juega muy bien el suspenso en la trama, pues va dando poco a poco ciertas pistas dentro de lo que sucede en la historia.

Distancia-de-rescateDe la charla entre Amanda y David, aparece la siguiente historia que es la más importante: El encuentro de Amanda y su hija Nina con Carla y su hijo David, en el campo, muy lejos de los centros urbanos. El paisaje de cultivos de soja, las grandes extensiones de tierras, las casas solitarias se apoderan de las páginas de esta novela, donde la vida rural no se ve como aquel paraíso al que muchos ven como escape de las grandes ciudades. El campo de Schweblin es desolador, asfixiante y manipulado por terratenientes sin rostro. En este escenario la autora habla de la maternidad, en esa distancia de rescate a la que Amanda denomina como el espacio que la separa de su hija en cualquier circunstancia. El gran terror del personaje es que esa distancia de rescate se rompa alguna vez y con ese miedo, toma siempre medidas desesperadas.

La novela también muestra al campo como aquel lugar de experimentación transgénica, del que serán víctimas los personajes de la trama. En medio del verano verde, para Amanda los cultivos de soja se convierten en el enemigo, en el portador de contagio y la distancia de rescate se ve amenazada por los químicos. Amanda ve en David, el niño ya contagiado y transformado, el horror que podría vivir su pequeña Nina. Schweblin maneja la tensión con diálogos rápidos, descripciones precisas y con ese tono sugerido que jamás empacha y que por el contrario, invita al cuestionamiento. Tan preocupados estamos por la ciudad, por lo urbano, por nuestras dinámicas culturales que le hemos dado la espalda al campo, donde se cuecen quizás peores tragedias. «De solo pensar que un día todo lo que comamos esté en manos de una sola empresa, me hiela la sangre», declaró Schweblin a propósito del lanzamiento de esta novela al reflexionar sobre los monopolios que se han establecido en el agro.

En este sentido, Distancia de rescate, sin ser un manual de activismo, aborda desde la literatura un tema actual y que muchas veces se prefiere no mirar. Además de necesaria, es una deliciosa novela que de ser posible, es mejor leerla de un solo tirón.

Saudade de Domingo #63: Escritura sumergida

Escribir es un acto de valentía. Es poner toda la atención, todas las horas necesarias para crear algo y en ese interín, toca lidiar con la pereza, con la crítica propia, con el tiempo escurridizo, con los fantasmas personales. Y aun así, uno se sienta (con comodidad o no) a dejar sobre la pantalla o el papel un testimonio de algo, una radiografía emocional de lo que se quiere expresar con un cuento, una novela o un guion.

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Hay obras que acompañan a sus autores por años, otras en cambio se concluyen en un breve lapso de tiempo y otras, simplemente quedan olvidadas, guardadas indefinidamente. Estas últimas son las que más pena me dan porque son pequeños abortos, atisbos de historias que pudieron ser y están condenadas al limbo a la espera de un destino que probablemente su autor prefiere ignorar.

Quizás producto de esta pena, cada tanto vuelvo a esas historias que no concluí o que las tengo diseñadas, escaletadas pero no del todo escritas. Me emociono releyéndolas, revivo las sensaciones, la energía que tenía cuando las escribía. Pero cuando me dispongo a trabajar en una formalmente, me absorbe una infinita desidia, un fastidio que me provoca enojo conmigo mismo y que da como resultado que vuelva a alejarme de la historia en cuestión. Así, opto por cargar simbólicamente con el peso de esa y otras historias no concluidas.

Ahora trabajo en un guion que corre (o corría) el sendero hacia el limbo. El modus operandi de las anteriores historia se repite: El tiempo es escaso para dedicarle horas, el cansancio del trabajo cotidiano me deja bajo de energía, mis consumos artísticos corren quizás en sentido contrario al universo que intento establecer en la historia que escribo y finalmente, el peor, imagino otra historia de la que me enamoro y la anterior queda mal parqueada en el limbo de los proyectos no terminados.

En vista de que no quiero que pase lo mismo con este proyecto, a fuerza de perder aprendí algo que me ha venido funcionando estos meses. Lo he denominado «escritura sumergida» por darle algún nombre. En todo caso a mí me sirve para mis propósitos actuales. La escritura sumergida es un proceso que me permite y me obliga a estar inmerso en el universo narrativo de mi historia aun cuando no necesariamente esté escribiendo. Es decir, escucho música que esté a tono con los personajes de la historia, trato de leer lo que pueda sobre el género que escribo, veo películas que tengan algo que ver con el tono de la historia que trabajo, elijo personas a través de fotos para darle cara a los personajes, busco escenas puntuales de películas que guarden relación con momentos especiales de mi trama. De alguna manera, al hacer esto el proceso de escritura se vuelve más generoso, adictivo y placentero. Es como si necesitara alimentarme de recursos para luego vomitarlos sobre el papel o la pantalla. No quiere decir que no consuma otras películas, otros libros ajenos a ese universo, pero sé que si tengo sentarme a escribir mi historia, debo hacer un proceso de inmersión de ir descendiendo (o ascendiendo) al universo en el que viven mis personajes, entrar en su atmósfera, despojándome de mis problemas personajes, de los proyectos laborales académicos y de esa manera llegar más limpio, en este caso, al guion que estoy escribiendo.

Para hacer más interesante este proceso he hecho uso de la tecnología para ayudarme en este proceso. He creado un playlist en Spotify con las canciones que serían como  una especie de banda sonora del guion, un tablero privado en Pinterest donde coloco referencias visuales de cómo quiero se perciba la historia y tengo un proyecto en Scrivener (software que amo y del que hablaré próximamente) que me permite colocar todos los apuntes sueltos que tengo, frases de libros que me gustan, links a páginas que reseñan cosas relacionadas con el guion que escribo, etc.

Quizás en el futuro, cuando haya terminado el guion, vuelva a alguna de las historias en el limbo y aplique algo de esta escritura sumergida para darle forma de una buena vez y así sacarme un poco de peso de encima.