No recuerdo cuándo empezó mi molestia hacia los domingos pero seguro que fue desde la época de la escuela. Marcaba la antesala de las clases y la muerte del fin de semana. Día híbrido de descanso y preparación para la semana que venía. Conservaba los resquicios alegres del sábado hasta más o menos las cuatro de la tarde. De ahí en adelante, con la agonía del sol, venía también la pesadumbre de las actividades estudiantiles -ahora laborales- y esa hora absurda del atardecer, hacía mella en mí en forma de angustia, de un vacío extraño que aun hoy no logro superar aunque he aprendido a manejarlo mejor.
No en vano estoy casi en los 30 (menos mal). Tengo más conciencia de mí desde hace algunos años, cuando emprendí por espontánea voluntad la ardua tarea de intentar conocerme y preguntarme cómo reacciono, cómo me siento, qué quiero e inexorablemente surgió como interrogante mi aversión a los terribles domingos. Para evitarme la angustia/ansiedad que me producían, busqué mecanismos para ignorarlos: iba al cine, al teatro, pasaba en algún café mientras el domingo fallecía y así disminuir su peso haciendo otras actividades. Sin embargo el mal seguía al acecho. Viendo alguna película, recordaba fugazmente la caída del domingo y me esforzaba por volver a la historia. No siempre lo lograba y me quedaba con esa rara sensación de suspensión, de mutismo en la que no consigo actuar ni hacer nada.
Luego empecé a mirar la muerte de los domingos como algo para estudiar. Empecé a fijarme qué me pasaba corporalmente, qué raras sinapsis hacían mis neuronas mientras el reloj avanzaba hacia las seis de la tarde. La respiración se agitaba un poco, empezaba a pensar en todas las tareas pendientes que juraba hacer desde el viernes por la tarde y me agobiaba con la acumulación de trabajos que se vendrían por el peso de la misma semana. También me fijé que me volvía ridículamente sensible, sobre todo con películas medio lloronas o recordando hechos con amigos, amigas, familiares que ya no están. Son las horas en las que más suelo sentir nostalgia y las horas donde suelo escribir de forma más azucarada. Me retumban en la cabeza las melodías más tristes de las que puedo tener registro y todo mi yo se convierte en un raro personaje de tragedia griega. Ya aprendí a no darme mucha bola en esas circunstancias. Con la tristeza encima ahora soy capaz de decirme como si le hablara el yo del san viernes a eso yo quebradizo dominical: “Es domingo, ya pasará”. Y en efecto pasa. El lunes, aun con todo la fiaca que representa, resulta mi salvación, la prueba de que logré superar al domingo cruel por su carencia.
Con más conciencia de mi súbito cambio de personalidad cuando llega el domingo, me suelo preparar con películas, series, libros o salidas que hagan que mi cerebro olvide la presencia del fatídico día. Cuando lo consigo, me alegro ya en la cama, antes de dormir, de haber pasado un domingo sin melancolía, sin haberme torturado. Quizás por eso decidí escribir esta columna todos los domingos. Para forzarme a estar en mí, sintonizado, pero sin caer al precipicio. Escribir es un poco luchar contra los domingos, ficcionalizar es el arma de combate para aplacar los estragos de esos días. Y cuando no lo consiga hacer, me tocará enfrentarme solo, recordándome que ya pasará y que el lunes me salvará.

reproducción fiel de la época. Entramos así en un universo donde ante todo prevalen las tradiciones (en especial con el personaje de Violet, interpretado genialmente por Maggie Smith), los títulos nobiliarios y la obsesión casi enfermiza por las apariencias. La actuación flemática propia de los ingleses queda de manifiesto pero en Downton Abbey tienen un matiz más que justificado. Su creador Julian Fellowes se permite momentos de distensión, de humor y humaniza a los dos mundos opuestos que se muestran en la historia. Ni los nobles son unos tiranos ni los empleados son unos santos. La serie coloca cualidades y defectos en ambos lados, lo que se agradece y el espectador lo mira como humano, verosímil.
Mis personajes favoritos de la serie fueron Lady Mary (Michelle Dockery), Violet (Maggie Smith), Carson (Jim Carter) y Barrow (Rob James-Collier). Son muy diferentes uno de otro, pero creo que Fellowes fue muy generoso con sus personajes y los actores tuvieron una gran proeza al interpretarlos. A lo largo de sus seis temporadas estos personajes fueron creciendo, logrando un arco de transformación impresionante. Tuvieron grandes momentos dramáticos y cómicos, donde se los amaba y odiaba al mismo tiempo. Lograr esos sentimientos encontrados es un gran acierto, alejándolos de cualquier posición maniqueísta.


de eso, las Moleskine ejercen en mí un encanto especial: amo el olor que tienen. Soy adicto a la mezcla de olor entre la tinta y sus páginas. A veces escribo en una moleskine sólo para sentir ese encuentro cercano de papel, pluma y yo. En ellas, ya fruto de una escritura un poquito más madura, los apuntes van desde storylines para posibles proyectos audiovisuales, esbozos de cuentos, aprendizaje de palabras nuevas en otros idiomas, guía de calles, colectivos, lista de compras y tareas, perfil de personajes, frases que se me ocurren mientras espero en algún lugar. En Buenos Aires, las moleskine me ayudaron a aprenderme nombres de calles, recorridos de colectivos y subtes, escribí en ellas las primeras sensaciones en la ciudad y también a modo bitácora escribí sobre cómo me iba apropiando de esa capital.

Jacques Dutronc con quien estuvo casada desde 1981 y que pese a estar ya legalmente divorciados, asegura que él siempre será el amor de su vida. Quizás tampoco puedan muchos entender su claro fastidio hacia la izquierda a la que cataloga de creerse dueña de la verdad. La vejez, confiesa, le resulta un proceso humillante y doloroso, sobre todo porque limita su capacidad de movimiento en determinados momentos. Sin embargo Françoise continúa estando entera, exhibiendo su gracia y belleza a la tercera edad. Se rehúsa a teñirse el pelo, acepta las marcas de sus arrugas y aunque su voz ha ido cambiando ligeramente por el paso de los años, sigue cantándole al amor, sigue siendo en sus melodías la chica yé-yé romántica y melancólica de los 60 que marcó a toda una generación. Envejecer duele pero a sus 72 años goza de la admiración y el respeto de sus pares, de las generaciones posteriores y su voz seguirá viva en aquel o aquella que sienta conexión con la poesía que ha sabido plasmar en música.





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