Soy un fanático de tomar apuntes a mano. Aun cuando me considero un apasionado por la tecnología, soy un apocalíptico nostálgico con respecto a la toma de apuntes. Me gusta escribir a puño y letra sobre un papel, sentir el olor del mismo y la tinta, poder hacer tachones y que estos luzcan como heridas dentro de un texto-tránsito parchado en busca de su versión final.

Desde que tengo uso de razón, recuerdo haber tenido libretas de apuntes. Por esos años, las libretas eran las páginas sobrantes de algún cuaderno escolar del año anterior o bien las últimas páginas de un cuaderno de uso en curso. Esas páginas me daban libertad para escribir lo que quisiera, desde imitar alguna letra caligráfica, jugar con la imprenta, transcribir poesía o crear algún relato corto y acorde a lo que podía escribir por esos años.
- Mi primer cuaderno independiente
Con el tiempo, las libretas fueron evolucionando a cuadernos independientes, libres de los contenidos escolares y en algunos de ellos plasmé novelas enteras. Escribí mi primer libro íntegramente a mano cuando tenía 10 años en un cuaderno universitario. Revisando años después ese escrito mi letra se me presenta como un torbellino agitado, una pugna entre lo que mi cabeza/corazón dictaba y la velocidad con la que la mano podía captar todo lo que se le decía. Reconozco en esos primeros escritos la influencia de Dickens y García Márquez, que como ya mencioné acá, fueron mis primeros autores de cabecera.
Seguí con el vicio de escribir a mano, aun cuando después hacía las transcripciones a la compu. Este proceso me gustaba porque me permitía hacer una “edición” de lo que se había escrito primero en el papel. Ahora que lo pienso me parece demasiado laborioso pero yo disfrutaba de ese proceso. Era como volver a escribir, repensar los verbos, modificar diálogos, acciones. Me sumergía en ese universo donde vivía a todos los personajes. Debo haber hecho ese proceso por algunos años hasta que la compu le fue ganado terreno a las libretas de apuntes. Me fui convirtiendo en un experto al tipear y de esa época debo el hecho de que actualmente pueda escribir sobre el teclado con gran rapidez pero con un defecto: sólo escribo con los dos índices. El resto de los dedos se mantienen curvados haciendo de base para los activos índices que danzan por todas las teclas en fracción de segundos. Por ahí a veces el anular o el dedo medio ayudan con la tecla de borrado mientras los índices permanece inmóviles, respirando y cargando energía para continuar con la batalla salvaje del teclear. Ya en compu escribí una serie de relatos, novelas, cuentos, muchas de las cuales quedaron a medio terminar (aunque sabía perfectamente el final de cada personaje) y otras las concluí pero las condené al silencio del cajón. En cualquier caso, todas esas historias aun cuando tuvieran como reservorio principal la pantalla de un monitor, empezaron aunque sea en fase embrionaria, en una libreta de apuntes.
Comprendí mejor mi pasión por la libreta de apuntes cuando leí a los 18 años, un libro de Nathalie Goldberg llamado El Gozo de escribir. En este libro además de dar algunas pautas, tips sobre qué y cómo escribir, la autora proponía que se usara un cuaderno por mes para escribir lo que sea. Goldberg era categórica al decir que debía ser uno por mes y si acaso se encontraba ya por el día 29 y faltaba la mitad del cuaderno, había que apresurar en un día a escribir toda esa mitad que faltaba. Su objetivo era simplemente llenar las páginas, mantener el brazo caliente para escribir lo que sea. Tomé a medias su consejo: Me propuse tener un cuaderno a modo de desahogo pero lo completaba normalmente en dos meses.
Más adelante, ya en el 2009 llegué a las Moleskine, libretas que desde esa fecha no he abandonado. Empecé con las pequeñas de pasta de cartón y luego fui entrando a las de pasta negra delgadas y a las de lomo grueso. Es la libreta hispter por excelente, con su diseño vintage y fácil portabilidad, pero más allá de eso, las Moleskine ejercen en mí un encanto especial: amo el olor que tienen. Soy adicto a la mezcla de olor entre la tinta y sus páginas. A veces escribo en una moleskine sólo para sentir ese encuentro cercano de papel, pluma y yo. En ellas, ya fruto de una escritura un poquito más madura, los apuntes van desde storylines para posibles proyectos audiovisuales, esbozos de cuentos, aprendizaje de palabras nuevas en otros idiomas, guía de calles, colectivos, lista de compras y tareas, perfil de personajes, frases que se me ocurren mientras espero en algún lugar. En Buenos Aires, las moleskine me ayudaron a aprenderme nombres de calles, recorridos de colectivos y subtes, escribí en ellas las primeras sensaciones en la ciudad y también a modo bitácora escribí sobre cómo me iba apropiando de esa capital.
Las moleskine han sido mis compañeras fieles desde entonces. Siempre cargo una conmigo. Durante varios años las usaba en el bolsillo trasero del pantalón hasta que un día regresando a casa, no encontré la que usaba en esa época y caí en cuenta de que en algún momento debió caerse del bolsillo y la perdí para siempre. Me sentí mal por haberla perdido, todavía recuerdo la historia que empecé a desarrollar ahí. Desde ahí decidí que era mejor tenerlas en resguardo en mi mochila y no confiarlas a un bolsillo.
Las moleskine han sido muchas veces mi tabla de salvación en las eternas filas que nunca avanzan o cuando un amigo o amiga me asegura que ya está llegando al encuentro y me deja esperando quince o veinte minutos. Siempre hay un buen pretexto para sacar la moleskine de turno y escribir sobre un proyecto ya pensado o dar espacio a uno nuevo. Al término de la libreta la junto con las otras que guardo con cariño en un cajón que usualmente reviso cuando ando falto de inspiración. Releerlas me recuerda al yo de ese momento, como si pudiera hacer un scan rápido de las canciones que escuchaba en ese momentos, de mis lecturas, de mi estado anímico de ese entonces. Las moleskine con sus borrones, manchas y diferentes colores de tinta son mis semillas, el germen de los proyectos que un día verán la luz.