Que la música es el lenguaje universal que nos hermana a todos, ya lo sabemos. Pero también es cierto que cada lengua particular le imprime a una canción una marca, un sello que marca un ritmo fonético, de velocidad que da lugar a una sensación de dulzura, acidez, de distancia o calidez.
Quizás por esa búsqueda concreta de lo que me produce cada lengua, me encanta escuchar canciones en varios idiomas. Cantantes que cantan en diferentes idiomas o canciones que se traducen pero que respetan la melodía. En el primer caso me gusta pensar en Charlotte Gainsbourg, a quien siente muy melancólica en francés, mientras que en inglés la siento más colorida y alegre. Depende mi estado de ánimo prefiero escucharla en una de las dos lenguas. Lo mismo me sucede con los brasileños Roberto Carlos, Caetano Veloso o Simone cuando cantan en portugués o español. Dependiendo de la canción los prefiero en un idioma o en otro. Hay veces que cuando los escucho en español con su fuerte acento portugués, la canción adopta una cosa nueva, un canal que circula entre dos aguas, un limbo sonoro que la vuelve especial.
Con Andrea Bocelli me pasó algo. Durante la infancia y la adolescencia como sólo tenía acceso a los discos (el internet no estaba muy desarrollado en esa época), sólo podía escuchar a Bocelli en las ediciones para América Latina y por ende en español. Su voz me gustaba y sus canciones también. Fantaseaba en cómo sonaría en italiano. Sólo tenía como referencia Vivo per Lei, canción que me aprendí para una actividad en el colegio italiano donde estudiaba. Sabiendo la canción y escuchándola repetidamente, más ganas me daban de escuchar otras canciones en su idioma original. La fonética italiana de la z y la s como zumbido de abeja, el sonido frecuente de “y,” las palabras terminando casi siempre en vocal debían modificar, enaltecer las melodías. Años después encontré en internet el disco Romanza en su edición italiana. Lo escuché de principio a fin y fue como encontrarme con un amigo pero al mismo tiempo con un desconocido. Como había intuido, la fonética modificaba las canciones aun cuando la melodía era la misma. Bocelli se sentía mucho más vivo, brillante, su voz era una montaña rusa que subía y bajaba a piacere.
Un caso similar fue con la canción La quiero a morir, de Francis Cabrel. Obviando las versiones salseras, shakisrescas que se han hecho de ese clásico de los 70, cuando una vez navegando en youtube llegué a la versión original en francés, fue un impacto tremendo. Me gustó mucho más la versión original porque el francés le imprimía una profundidad que la hacía más grave, más intensa. La versión española del mismo Cabrel era más ligera, menos dramática. Es como si la canción en francés fuera una etapa más reciente de ese amor vivido y la canción en español fuera más bien como una evocación de ese amor pasado. La letra es la misma pero el impacto que me producen las versiones es diferente.
Siempre que empiezo a estudiar un idioma nuevo, trato de buscar canciones que me sumerjan en esa fonética desconocida. Ahora que estudio japonés he descubierto varios cantantes nipones y sigo en la búsqueda porque me atrae mucho la idea de ir deshilvanando las melodías, comprendiendo pequeñas sílabas o palabras. Sumergirme en el lenguaje musical es siempre un viaje no garantizado de retorno invicto. En algunas ocasiones, escucho canciones por una única vez y en cambio otras me acompañan por meses, por años y se vuelven tan personales que quedan atadas a hechos de mi vida. Entonces, cuando las vuelvo a escuchar, años después, no sólo las canto en mi cabeza recordando las letras en lenguas ya no tan extrañas sino que ellas mismas me cantan mis propios recuerdos. Me muestran mis primeros pasos medio torpes cuando empecé a estudiarlas, en principio, sólo por placer para luego volverse parte esencial de mis memorias. Sí, mis recuerdos se evocan en muchos idiomas musicales.









Jacques Dutronc con quien estuvo casada desde 1981 y que pese a estar ya legalmente divorciados, asegura que él siempre será el amor de su vida. Quizás tampoco puedan muchos entender su claro fastidio hacia la izquierda a la que cataloga de creerse dueña de la verdad. La vejez, confiesa, le resulta un proceso humillante y doloroso, sobre todo porque limita su capacidad de movimiento en determinados momentos. Sin embargo Françoise continúa estando entera, exhibiendo su gracia y belleza a la tercera edad. Se rehúsa a teñirse el pelo, acepta las marcas de sus arrugas y aunque su voz ha ido cambiando ligeramente por el paso de los años, sigue cantándole al amor, sigue siendo en sus melodías la chica yé-yé romántica y melancólica de los 60 que marcó a toda una generación. Envejecer duele pero a sus 72 años goza de la admiración y el respeto de sus pares, de las generaciones posteriores y su voz seguirá viva en aquel o aquella que sienta conexión con la poesía que ha sabido plasmar en música.
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