Let it go, dicen los gringos. Y aunque suene fácil, cuesta dejar ir algo o a alguien. Algunas veces sobreviene una especie de alivio, de poca densidad en el aire, producto de esa repentina libertad. Lo digo yo que soy bastante aferrado a las cosas, que me gusta echar raíces, afianzarme, aunque luego por diferentes circunstancias, me doy cuenta que estoy asfixiado y a veces, de forma impulsiva, termino desechando lo que ya no me deja respirar.

Desde hace algunos días he comenzado a ordenar muchas de mis cosas y sobre todo a desechar lo que ya no me sirve, lo que siento que ya no tiene que ver conmigo ahora. No ha sido una decisión repentina como en otras ocasiones. Por varios factores, estoy leyendo filosofía oriental especialmente la filosofía Zen, donde aparece como base fundamental, el principio del minimalismo. Aplicado a la vida cotidiana el minimalismo se extiende a las casas, oficinas e incluso a la organización digital de la computadora: las carpetas, el mal uso que se hace del escritorio, archivos en varias versiones, miles de páginas abiertas generando un caos visual y poco inspirador.
Me encontré en YouTube con varios consejos para mejorar ese desorden digital y pude poner en práctica muchos de ellos. Entre video que va, video que viene, llegué al método KonMari, de la japonesa Marie Kondo. En sus libros publicados (La magia del orden y La felicidad después del orden) enfatiza en la necesidad de organizar, juntar las cosas por categorías y sobre todo, lo más duro, desprenderse, desechar las cosas que no resuenan con uno mismo. Su método de organización es intuitivo. Kondo sugiere que nos preguntemos por cada cosa que tenemos para saber si es necesario conservarla o no. Cuando se obtenga la respuesta del corazón, si la decisión es desechar el objeto, hay que agradecerle por habernos prestado servicio durante todo ese tiempo y desecharlo.
Para fluir se necesita poco en realidad. Una pequeña prueba de ello la tuve al mudarme a Argentina en el 2012. Me fui solo con lo indispensable en dos maletas. Y pude vivir bien así. Hasta que luego, obviamente, el ego empezó a querer echar raíces y fui llenándome de muchos afectos (objetos). A la vuelta a Ecuador años, obligado por las leyes internacionales de peso de equipaje, me tocó hacer lo mismo: regresé con lo indispensable en dos maletas, aunque luego en cada viaje a Buenos Aires, me he ido trayendo cosas, especialmente mis libros, que considero mi tesoro más grande. De modo que me debato entre mis objetos de afecto y el deseo por estar libre de cosas «innecesarias». Admiro los espacios minimalistas donde siempre se respira orden y paz. Me gustaría que mis espacios tuvieran esa atmósfera de suspensión, de fluidez en los que las chispa creativa pueda surgir en cualquier momento.
Por lo pronto mi compu luce más ordenada. He dejado casi en cero el desktop de la compu, he ordenado con marcadores las decenas de páginas que tenía abiertas en Safari, cancelé la suscripción de varios mails inútiles que me llenaban diariamente la bandeja de entrada. También he puesto orden en mi oficina, desechando una hiperbólica cantidad de papeles. En casa, llené tres bolsas grandes con ropa y zapatos que ya no uso, ordené también mi escritorio físico, dejando en él apenas lo necesario para trabajar en mis proyectos personales.
Lo bueno de toda esa polvareda física y emocional que se levanta, es descubrir cosas que tenía y que había olvidado: Un lápiz, una fotografía, un cuaderno, una caja de inciensos que me da una nueva alegría. Unos objetos olvidados que me hacen pensar en la nueva historia que estoy pensando escribir. Porque al remover cosas también aparecen chispazos creativos. Los pensamientos fluyen mejor, se encuentran más cómodos en un espacio libre, donde no hay obstáculos en el camino. Aunque la creatividad está al interior de cada uno sí es verdad que proporcionar espacios, situaciones pequeñas, facilita que puedan emerger nuevas ideas.
No me desharé de todas mis cosas pues la idea en el minimalismo no es desecharlo todo, sino vivir con lo indispensable. Todo esto implica un cambio de mirada. Observar los objetos (e incluso las relaciones) y preguntarse: ¿Me sirve esto realmente? ¿Cuándo fue la última que me hizo feliz esto? Dependiendo de la respuesta, sería hora de desechar lo que no sirve agradeciendo por su presencia y abriéndose paso a nuevas cosas, para poder fluir hacia donde haya que ir.





De modo que el dibujo, en el que siempre me sentí torpe me está dando gratificaciones. Con poco tiempo de práctica no es que dibujo mejor pero sí estoy divirtiéndome en el proceso. Quizás más adelante pruebe con otros trabajos manuales y también estará bien. Me seguiré dejando llevar por el impulso creativo hacia lo que éste quiera mostrarme. Me gusta ser un eterno aprendiz, probarme en cosas nuevas. Quiero también aprender que equivocarme hace parte del camino. Más que nunca pienso en Beckett diciendo: «fracasa otra vez, fracasa mejor». Y en esa búsqueda por el siguiente «fracaso», quiero ir forjando un camino.
París es un crème brûlée con sabor a madera y frutos rojos. Es un velo de novia multicolor que se traviste caprichosamente si hay sol o lluvia. Es elegante, a veces rebelde y casi siempre, intocable. Es de esas bellezas para admirar pero no para penetrar.

Luego de los viajes y en especial en este viaje, suelo quedar un poco agobiado. Me resulta difícil de manejar y procesar tanta información. En algunas ocasiones, como ahora, termino enfermándome y la única salida que me queda es escribir. Lo que sea y en el formato que sea, pero escribir a modo de curación, de sanar el cuerpo ante tantos impactos recibidos. Son las consecuencias de abrirme y convertirme en esponja cada vez que viajo. Me gusta absorberlo todo y esto como contrapartida me deja extenuado. En estos días luego del regreso de Madrid, por ejemplo, tengo la extraña sensación estar y no estar. Mi cuerpo no se habitúa del todo a la rutina y mi cabeza sigue pensando en las ciudades que visité como si fuera tiempo presente. Se niega a la idea de final. Aun con los horarios cruzados, en estos días he dormido más de lo habitual y aun persiste un cansancio constante. Lo único que atino a hacer bien es leer. Estoy sumergido en la lectura de Mandíbula, el último libro de Mónica Ojeda y creo que leerlo me ha salvado del tedio que produce el síndrome post viaje. Con el tiempo he aprendido a manejar mejor el impacto del regreso. Sé que en buena parte, escribir hace bien para amainar el peso la vuelta. Son los estragos de abrazar otras fronteras, de vivir diferentes «yoes» en ciudades distantes.

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