Escenas sueltas (2 de 7)

Recorro el teatrín intervenido por dos amigas: una italiana y una mexicana. Cada una prepara una obra, muy distinta la una de la otra. Ayudo como puedo, coso un vestido, taladro una pared, hago un listado de la utilería para luego devolverla (sí, todo se hace por amor al arte, así que el préstamo es la mejor opción). Mientras, actores y actrices entran y salen, se prueban vestuarios, repasan sus textos a la italiana. Una muy menudita y con un pelo que desafiaba a Medusa, lloraba al haber olvidado en cuestión de segundos, dos páginas de sus parlamentos. La mexicana, dura, le dio dos cachetadas para que reaccionara y no atrasara más el ensayo. Al final, lo recordó todo.

La italiana en otra sala terminaba de pintar una silla. Montaría un infantil y esa silla sería el trono de un rey que sería interpretado por un actor que tenía un aire a un David Bowie tropical. era medio divo, seleccionaba a quién saludar y aunque se jactaba deseo profesional, faltando pocas horas para el estreno, todavía no se sabía todo el texto. La italiana lo insultó en genovés, milanés, italiano y al final en español. El resto de los actores no actuaban tan bien pero al menos se sabían sus textos.

Las dos funciones fueron bien de público. Los aplaudieron, se tomaron fotos. La mexicana huyó para no ser presa de autógrafos o fotos. Su compañera italiana posó feliz, lo entendía como parte de su labor de artista y hasta dio unas palabras a unos revistas de teatro independiente. «Seguiremos con nuestro compromiso de hacer teatro así sea con nuestra propia sangre», sentenció, sin saber que su frase textual empapelaría a una revista de ideología socialista.

Va fa un culo, me dijo la italiana días después cuando le insinué en broma que ahora la tomarían como una agitadora.

Escenas sueltas (1 de 7)

Escena 1

Comencé a hacer ejercicios de forma obsesiva hace más o menos dos meses. No es que haya surgido en mí un interés repentino en hacerme pepudo. Todo es por causa de un personaje. Haré mi debut cinematográfico como actor y necesito tener marcado un six pack en el abdomen. Me viene bien la analogía ya que soy cervecero hasta la linfa y ante la abstinencia de la bebida, hago unas veinte flexiones, treinta lagartijas o cuarenta abdominales. Ya con el sudor y el cansancio, las ganas de una Pilsener helada se diluyen hasta caer dormido, con el cuerpo inflamado y adolorido.

Días atrás empecé a observar dos protuberancias encima de los hombros. Una de cada lado. Imaginé que ya estaban surtiendo efecto las rutinas de espalda y hombros, por lo que entusiasmado, las incrementé sin piedad. Una de mañana, otra de tarde y otra de noche, antes de dormir. Pero pronto las protuberancias fueron creciendo y no de manera proporcional con el resto de la espalda. Un día al levantarme, molesto al no encontrar una posición cómoda para seguir durmiendo, me levanté para cepillarme los dientes y al frente del espejo me encontré con una escena digna de Horacio Quiroga o de Kafka (prefiero al primero, por el referente latinoamericano). Tenía un Alfil en el hombro izquierdo y una Torre en el hombro derecho. Me llamó la atención la perfección, el detalle con el que los músculos habían logrado esculpir dos piezas de ajedrez. Llegué a tocarlas y su textura era igual a la de una pierna o un brazo. Ni siquiera dolían. Sentí hasta un cierto placer tocando estas nuevas extensiones de mi cuerpo que casi llegaban a rozar mis orejas. Pasados unos minutos vino la realidad: Era imposible vivir así, ¿Qué camisetas o camisas me podría poner? ¿Tendría que exhibir mis piezas de ajedrez u ocultarlas? ¿Debía confeccionar camisas adecuando las formas de estas protuberancias? ¿Cómo dormiría las siguientes noches? ¿Debía tener algún cuidado, lavado especial? ¿Si dejaba de hacer ejercicios, disminuirían de tamaño o se volverían flácidas? Ante las dudas, entré a la habitación de mis papás, quienes no podían salir de su asombro. Mi padre, que es médico cirujano al borde de la jubilación, examinó las piezas de ajedrez y aunque señaló que se trataba de un caso rarísimo, dijo que se podrían extirpar sin problema. No me dio tiempo a pensar cuando me colocó una mascarilla en la cara y caí desvanecido.

Al despertar en cama de mis padres, las protuberancias habían desaparecido. Fue una operación exitosa, ya mandé las piezas al laboratorio para hacer una biopsia, no creo que sea nada, dijo él mientras pasaba las páginas del diario, como si no tuviera ninguna importancia lo que había sucedido. Yo seguía pasmado y sobre todo cuando vi que eran las cuatro de la tarde. Me quedaba apenas media hora para poder llegar a un teatrín del centro de la ciudad y ayudar a dos amigas con el montaje de dos obras que se estrenarían esa noche.

Ya en el colectivo, aun mareado por la anestesia, me quedé dormido la mayor parte del trayecto.

Ella en la foto

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Hace unos días, en mi timeline de Instagram, me apareció esta foto de Glória Pires, una de mis actrices favoritas de Brasil. Aunque no tiene nada de especial, me capturó la mirada profunda con la que se clava en el objetivo de la cámara. Glória Pires no representa el prototipo de “mujer linda”, pero tiene una fuerza uterina que se apodera de todos los personajes que interpreta. Es de esas actrices brasileñas que recuerdo haber visto desde mis primeros años de vida. Su pelo negro abundante enmarcando ese rostro mestizo de cejas pobladas siempre me llamaron la atención. Ya más grande, en los primeros años del Internet pude escuchar su voz original (no la doblada de las novelas) y me fasciné con su voz grave, profunda, puissant que se pierde en el doblaje. Lo siento, actriz dobladora de Glória Pires pero la prefiero a ella, la original, ok?.

En esta foto nada especial, una más del álbum de Instagram de Glória Pires, me pregunto por María de Fátima, Ruth, Raquel, Nice, Lavínia, Rafaela, Júlia. Todas tan diferentes a Glória y todas ella misma.

Escribiré un personaje para ella.

I’m 31

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Hace un año tenía todas las expectativas y ansías de llegar a los 30. Doce meses han pasado, con mucho aprendizaje, tomando conciencia de procesos que empezaron a gestarse en mí desde los 20 pero que necesitaron años de incubación para concretarse, para emerger.

Uno de los mayores aprendizajes -que aun me cuesta, claro- es el tiempo. Saber esperar y saber cuándo actuar, en qué momento salir al escenario y cuándo también hacer mutis. Siempre he sido de los que quiere todo ya, por un impulso, por una carencia. Ahora creo entender que moverse a prisa, por una urgencia emocional desgasta y es contraproducente. Es mejor moverse poquito pero constante. Tiene mejores resultados a largo plazo.

Otro aprendizaje que se hizo evidente durante este primer año en el tercer piso: El cuidado de mi cuerpo. Mucho de esto se lo debo a mi gran amiga y directora, Itzel Cuevas, quien durante los ensayos de Pa et Blunk siempre me recordaba mientras entrenaba: Respira, toma conciencia de cómo se mueve tu cuerpo, qué partes están tensas y por qué. Me hizo llevar un diario hablando sólo de mi cuerpo, pensando en cómo se sienten mis rodillas hoy, mis brazos, mi espalda. Un ejercicio que suena raro pero que a la larga me ayudó mucho. Ese diario y las presentaciones de Pa et Blunk fueron claves en el descubrimiento de mi cuerpo. Durante los 20 no le di mucha pelota a mi cuerpo. Mi obsesión era cultivar mi cabeza, meterme en proyectos, trabajar y el cuerpo, abandonado, relegado a un segundo plano. Entre los 18 y los 22 fui bastante delgado así que menos me preocupaba si mi cuerpo estaba bien o no. Luego empecé a subir un poco de peso, comencé a trabajar en algo que no me gustaba y fue así que mi propia imagen la percibía como fea, patética. No me gustaba para nada. Tenía el pelo largo, poco cuidado al igual que la barba, comía a deshoras, no me preocupaba mucho por mi forma de vestir. No era que no tuviera autoestima, pero me «daba pereza» ocuparme de mí. Ya en Argentina volví a bajar de peso, me puse muy delgado y comencé a preocuparme un poco por mí. Fui al gym por primera vez (no duré ni un mes jaja) y comencé a cuidar un poco lo que comía. Sin embargo, en general los veinte fueron años de siembra intelectual pero desde lo físico, tuve poca conciencia.

Ya a los 30 (desde los 29) hubo un proceso de renacimiento. Adiós pelo largo, empecé a cambiar toda mi ropa, comencé yoga (no soy tan flexible todavía), reconecté con mi parte espiritual. Ante el espejo, visiblemente estoy mucho mejor (me merezco baño de vanidad hoy). Un Santiago un poco más recargado, con mucha sed de seguir aprendiendo idiomas, viajando, escribiendo.

Otro hallazgo importante del primer año de 30 ha sido perseverar más, tener más confianza en mí mismo. Llegar a tener cierta posición de «prestigio» (llámese ser profe desde los 22), termina muchas veces por generar una imagen que si bien puede ser linda también acaba por encerrarte. Hay más miedo a cagarla, a equivocarte, se termina pensando demasiado creyendo que así hay menos probabilidad de errar. Huevadas que al final del día poco importan. Algo que he aprendido pensando en mí como espíritu y cuerpo es que realmente somos todos personajes de una obra y los roles varían dependiendo de la escena. Ser profe me puede poner en una situación de prestigio, de imagen, pero también la puedo cagar, reconocer que no todos los ejercicios funcionan, que a veces los trabajos de los estudiantes me sirven más para evaluarme a mí que a ellos mismos. Que tengo todo el derecho de saberme vulnerable porque en esa flexibilidad soy un mejor profesor, donde no creo sabérmelas todas y puedo sin temor replantearme una materia por completo y probar, experimentar qué funciona y qué no. En ese sentido creo que un estudiante percibe la franqueza de su profesor y aquella imagen de semidios, se diluye y queda la de un ser humano que en la medida que enseña, también aprende. Y así con todas las relaciones. Siempre estamos aprendiendo. Aprendemos a ser buenas parejas, buenos compañeros de trabajo, buenos hermanos, buenos padres, buenos hijos, buenos estudiantes, buenos ciudadanos. El otro siempre es un espejo y aunque duela reconocerlo, los defectos de ese otro, son oportunidades para trabajar, para mejorar cosas en mí.

Los 31 llegan con fuerza y calma al mismo tiempo. Es un año para trabajar en aspectos en los que me siento en deuda. Es un año también para agradecer por lo que tengo, por la familia, por mis amigos, por el trabajo que tengo, por las oportunidades que llegan a mí. Hay mucho por recorrer todavía y me encanta sentirme siempre estudiante. Amo cada año que tengo y me siento más saludable que a los 20.

Me encanta ser un guy in his thirties.

El oficio del (llegar a) ser

Entrenar hasta que el músculo aguante

Inspirar y expirar, contraer el abdomen

Marcar cuadritos, bíceps, tríceps

Ser esclavo del espejo, contando centímetros

Documentar con selfies la derrota en el camino

 

Ahogarse de grasa, el sueño perverso

Morir en ayunas, el músculo primero

Adolorido, articulaciones en reversa

La calma no llega, el músculo siempre más.

 

Deglutir la meta,

astillarse los muslos en un Eros de hule

Apretar la sienes, vaciar recuerdos, sólo respirar

Desechar el azúcar, la tinta, la bilis

Y roer el estómago hasta encontrar la columna

 

El desvarío de la carne no mata las ganas

Subir, bajar, romper el tiempo y espacio

Romper la dermis se rompe,

Corta el hilo en el enjambre de tendones crujientes.

No queda nada del Eros,

solo el aliento que se escapa a mitad de la noche.

Léeme si me encuentras

Sería más fácil buscarte en Facebook o rastrear tu WhatsApp, pero la verdad es que eso de chatear contigo siempre fue complicado. Nunca fluyeron las conversaciones, los temas parecían muy bien pensados y cada línea de chat se sentía como un auto en reversa. En lugar de conocernos más, creo que terminábamos agotados al sentirnos más ajenos. En fin, ¿ves que divago? Y tú igual, así no íbamos a llegar muy lejos tampoco. Y si procuramos saber el uno del otro con amigos o espiando redes, es porque sabemos que la historia del freno, que la falta de onda, se convirtió en un motivo de curiosidad, de desafiar a nuestra propia falta de química.

No quiero extenderme tanto por acá, no lo mereces. Sólo te escribo porque supe hoy de la muerte de tu padre, aquel ser gigante del que siempre hablabas con un brillo tal en los ojos hasta el punto de inundarte de lágrimas sin atreverte a soltarlas. Yo sonreía de ternura al verte tan sensible y agradecida por el padre que nunca te abandonó a pesar del divorcio. Sin embargo me llenaba de envidia, porque sabía que además de nuestra falta de química, nunca llorarías por mí cuando me recordaras. ¡Qué egoísta! ¿No? Pretender que lloraras por mí al recordarme, aun cuando estuviera encamándome con cualquiera en ese preciso instante que me evocaras. De todas formas, no dejo de pensar que me habría gustado conocer a tu padre (creo), aun cuando me he quedado con la sensación de conocerlo por tus vívidas descripciones.

Sin haberlo conocido, veo mucho de ti en él. Físicamente, teutona, nórdica y con los ojos esmeraldas más tristes del mundo. En ellos heredaste la nostalgia del desarraigo de tus abuelos migrantes. La tranquilidad de tus palabras, siempre melódicas, dotadas de la velocidad del viento en un verano moribundo. Lo sensible, lo neurótica, lo soñadora también lo heredaste de él como una vez me dijiste. Podías pasar de la euforia a la tristeza como si operara en tu fisiología una elipsis cinematográfica propia que yo obviamente desconocía. También podías insultar, escupir, atravesar y minutos después llorar desolada implorando un abrazo gordo, sentido, al igual que aquellos abrazos de luna que tu padre te daba luego de que terminabas con alguna pareja. Las rupturas, al igual que a mí, nunca se te han dado bien. Te dejan desfigurada por un tiempo y fue así como te conocí, con las consonantes cambiadas de tu apellido eterno que había que pronunciar haciendo cinco inspiraciones de aire para no morir en el intento. Y así desfigurada, con el apellido y tus recuerdos entreverados, no pegamos onda cuando yo también sin geometría alguna venía destruido de un amor no nacido. Pero ahí estábamos a pedazos, sin química, con charlas entrecortadas y anclados en nuestros muelles a la espera de zarpar a donde fuera. Y en esa espera, emergía tu padre más grande de lo que ya físicamente era. Quería conocerlo por el impulso que contagiabas al hablar de él, pero también rogaba no conocerlo nunca, sobre todo cuando me dijiste mientras bebías un americano sin prisa en ese café de San Telmo, «Te caería bien mi viejo, los dos se gustarían». Siempre desconfío cuando alguien pretendiendo conocer a las dos partes involucradas, busca generar expectativas positivas ante un posible encuentro. En 9 de cada 10 casos me decepciono y termino por odiar a la otra persona. Quizás sea un acto de rebeldía ante la propia química posible.

Doy vueltas, lo siento. Escribirte hace que rememore mis 20. Quizás lo hago porque no tengo palabras o explicación clara para saber qué nos pasó. Si la química hubiera funcionado, quizás estaría contigo ahora dándote ese abrazo que ya tu viejo no te puede dar. Pero quizás es mejor no abrazarte y sí decirte que en nombre de nuestra falta de química, de nuestra falta de onda, ocupas un lugar especial, como el de una linda fotografía que capturó un buen momento, como el de una canción de antaño que en algún momento suena por una ventana distante y dispara recuerdos ardientes. Probablemente hoy estés también desfiguradamente hermosa, con lágrimas secas sobre tus mejillas y la mirada lontana. Debes estar lista para un encuadre de Tarkovsky. O de Bergman, creo que mejor te va el sueco. Digo, por tus ancestros. Si pudiera te sacaría una foto a la distancia y te llevaría conmigo en esa tristeza, en esa tácita satisfacción de que tu viejo al fin descansó de su agonía. Y tú también de la tuya, pues como me dijiste alguna vez, nacemos y morimos siempre, en ciclos que se abren y se cierran. No sé si fuimos un ciclo o apenas una breve coma en medio de un poema estructuralista. Tampoco quisiera saberlo, prefiero que esto (si es que hubo un «esto») sea un retrato extraño, fuera de foco, empañado por lluvia de invierno que se da play una y otra vez en un loop ad infinitum.

Flashback al vacío

Anoche soñé que estaba en una piscina de cualquier parte, divirtiéndome con amigos que no conozco y jamás conocí. Yo debía tener 16, 17 años. Éramos todos locos, inconscientes, contábamos chistes tarados. Me veo  y me asombro por la oportunidad: Ser nuevamente adolescente y ser errático, cojudo, hormonal. Liberado de mis ficciones, de los libros, del colegio, estaba ahí sudando entre amigos en un sol de tres de la tarde. No me sentía incómodo con mi cuerpo ni con mi altura, simplemente “era”. En el sueño se sentía bien ser inmaduro, de pensamiento limitado y más conectado con mi cuerpo y los de mis amigos. Éramos una masa bronceada disonante que entraba y salía de la piscina. La música era estridente, una cuchilla constante que picaba el oído, mientras hablábamos a los gritos. Las chicas, sus tetas, sus vaginas húmedas, la paja, el tamaño de la verga, los pelos en la cara y temas varios, eran los tópicos de rigor acompañados de chelas. Mi mejor amigo, entiendo yo, era el bacán del grupo, el que se había tirado/cogido a más de diez peladas, se pajeaba dos veces al día como mínimo y era el peor alumno de la clase, aunque el más “pinta” y el mejor pana. Y en el sueño no lo odiaba ni me molestaba su escasez de neuronas. Era mi amigo, el hermano que no tuve, el que estaba ahí para todos, hablando huevadas pero que en un milesegundo, por la conjunción de algún astro, decía alguna perla que había que agarrar al vuelo. Y esa tarde dijo alguna seguro, pero la brevedad de la escena, el pantallazo de pocos segundos se fundió tal cual como emergió. El sueño terminó de repente.

Y me desperté con un ojo ciego.

Mi otra casa

Soy medio nómada, de piso móvil, de músculos inquietos y sufro de síndrome de vuelo constante. Necesito escapar a otros parajes, refugiarme en calles diversas y cafetear sin propósito alguno. Aunque me seduzca elegir una ciudad del mundo por descubrir, hay una casa a la que siempre amo volver, para retomar abrazos, respirar avenidas, hablar en dialecto.

Mi otra casa tiene anfitriones diversos y siempre hay fiestas, asados, charlas eternas, chistes boludos. Siempre tiene nuevos rincones por descubrir. Puedo descansar si quiero, salir, comer hasta reventar, escribir en servilletas, en papeles sueltos…

Puedo recorrer mi otra casa sin temor a perderme y si pasara, sería el mejor pretexto para vivir un personaje lunfardo, ahogándome en el frío polar de julio o en la soledad del verano en enero.

Mi otra casa tiene inviernos melancólicos, otoños románticos, primaveras cinematográficas. Mi otra casa queda al sur del continente, donde el mundo parece terminar y sólo tiene como rival la extensa Patagonia y la gélida Antártida.

Mi otra casa es Buenos Aires.

Saudade de Domingo #50: Cincuenta ediciones

En un abrir y cerrar de ojos. Este espacio se ha convertido en un pozo de emociones contenidas, algo que no imaginé que pasaría, que empezó como un hobbie, un juego que podría morir en cualquier momento, como ya ha pasado con otras iniciativas. Creo que lo que me gusta de este espacio de Saudade de Domingo es poder escribir sobre lo que sea, sin importar el tono que sea. Total, es mi lugar y todo es muy subjetivo acá, no busco ni expongo verdades sino lo que siento en determinado momento y una vez que otra sale algo de lo que me enorgullezco. Tampoco suelo releerme por temor a querer editar. Así que lo que salga por acá queda para quien lea y que vea qué hace con eso.

Desde octubre de 2015 que empecé con esto han pasado tantas cosas. Graduación, viajes, películas, procesos de teatro, escritura. En algunas cosas he avanzado, en otras siento todavía un estancamiento. Son aspectos que toman tiempo ir deshaciendo y que capaz cuando llegue a las 100 ediciones algo hayan cambiado (espero). Una pregunta que suelo hacerme a veces sin esperar una respuesta es «¿qué tanto me parezco a lo que escribo?». Siguiendo una idea lógica se supone que la escritura debería ser una suerte de espejo o radiografía de quien escribe, donde además podría dilucidar qué influencias tenía en determinado momento. Sin embargo no estoy muy seguro de parecerme a lo que escribo o quizás es uno de los tantos yoes que tengo. A lo mejor en mi escritura sucede algún proceso esquizoide en el que soy y no soy lo que escribo. Surge quizás alguna especie de canalización de donde brotan ideas, personajes, situaciones que muchas veces quedan como engendros a medias sin un derrotero concreto. En ese sentido creo que el descubrimiento de la poesía gracias a María Negroni, me ha ayudado a desembocar esas imágenes sin sangre. Son apenas pincelazos que con suerte -o no- terminarán en un collage de algo. Desde hace algunos meses me ronda en la cabeza la idea de hacer algo con proyectos inacabados. Quizás un medio o largometraje de los cortos que quedaron minúsculos y que juntos puedan tomar otro despegue. No lo sé, es sólo una idea que me ronda y que madurará no sé cuándo.

Así que aquí estoy con mis 50 ediciones y mis incertezas. Voy por las 100 a ver qué onda.