Retorno

Tenía casi veinte horas de viaje cuando abracé casi sin fuerzas a Camila en la sala de llegadas internacionales. Mientras la abrazaba pensaba en el horrible aspecto que debía tener, en la humedad de mi cara y maldecía haber comprado un pasaje barato a cambio de sufrir cuatro escalas inútiles con esas horas de vacío que no se llenaban ni siquiera vitrineando en el Duty Free. No quería verme mal. Después de todo, tenía más de diez años sin verla y uno tiene su amor propio, quiere causar buena impresión, que la otra persona piense -aunque no lo diga- que bien le han sentado los años, se ve mejor que antes y huevadas así por el estilo. Pero el mal ya estaba hecho, no me veía bien y con el jetlag mucho peor. No había caído en cuenta que en Guayaquil eran apenas las dos de la tarde, aun cuando mi hora australiana reclamara mi cama IKEA que había vendido hace dos días -¿o tres?- en Sydney.

Nos separamos, me miró por un rato. Supongo que pensó que el tiempo no me había hecho feo sino que el viaje me había desfigurado. Esbozó una sonrisa y me dio un beso en la mejilla. Sentí nuevamente su perfume frutal de otros años y que nunca más había vuelto a oler en alguien. Seguía igual de linda que antes. Quizás hasta más. Bueno, siempre me han gustado las mujeres treintonas, con esa frontera difusa de lozanía veinteañera y madurez. Camila ahora se encuentra en ese bando de mujeres y si bien la amé, pueril, ingenua, loquita, me resulta más atractiva con el tránsito superado de los veinte.

No estaba entre mis planes que Camila me fuera a buscar al aeropuerto, pero dado que mi hermana estaba en una cobertura periodística en el Congo y mis padres se habían retirado a vivir a la playa, no me quedaba otra opción que tomarme un taxi, algo que Camila por chat me dijo que no era correcto. «Te podrían asaltar, te olvidas que regresas a Guayaquil, no? Hay muchos ladrones haciendo guardia cerca del aeropuerto de ojo seco a ver quién lleva muchas maletas». Intenté minimizar su advertencia pero ella sin más organizó sus horarios para estar puntual a mi hora de llegada.

Reconozco que no pensé mucho en cómo sería el reencuentro sino hasta el momento en que el avión pisó tierra. La fila de migración se me hizo corta recordando los viajes a la sierra, el feriado en Cartagena, el encebollado matutino de la chupa de la noche anterior, las cenas abundantes luego de latiguear con comentarios alguna obra de teatro. Camila más que mi novia de los veinte había sido mi pana, el apoyo en momentos difíciles que prefiero saltarme para no empañar la cápsula de este recuerdo que guardo celoso en papeles varios.

La charla en el auto fue amena pero rara. A momentos tuvimos paréntesis, un silencio suspendido que se asemejaba mucho a lo que duró nuestra relación a distancia. Sí, intentamos ver si funcionaba pero Australia es cruel con su diferencia horaria, Ecuador es cruel con su fragilidad de memoria y así, luchando con la geografía, nos perdimos sin advertir nada. Nunca hubo un término. Quedó una ruptura tácita, flotante, que se evidenciaba ahora en esas pausas breves en el auto. Era como si uno de nosotros esperara que el otro hiciera mención en algo de lo que nos había ocurrido. Sin embargo, ahogados en nuestras propias expectativas, recurríamos a algún tema trivial para aliviar la carga. «¿Cómo están tus papás? ¿Qué es de la vida de Mayra? ¿Fernando sigue filmando ese documental en la selva?» Cualquier pregunta cojuda adquiría de pronto una relevancia estratósferica y todo para realmente evitar lo que realmente nos interesaba saber.

Ya con el auto por la Plaza Dañín, Camila me dijo que antes pasaríamos a ver a Ricky al jardín de infantes. Sonreí y aproveché para preguntarle por él. Tenía tres años, era un niño alto para su edad (algo que luego comprobé) y era el más pilas de su clase. No me atreví a preguntar por Ricardo, pues no quería que eso diera lugar a alguna pregunta sobre nosotros. Así que para efectos de la conversación sólo existían ella y Ricky, sin padre, con su imagen presente pero oculta, como esa astilla que con el tiempo consiguió separar más que la propia geografía.

Camila bajó del auto. Pude verla completa, seguía tan bronceada como todos los abriles y su pelo algo quemado en las puntas cubría parcialmente sus brazos. Aunque fue rápido el movimiento pude al seguir su camino hacia el jardín, la redondez del inicio de sus senos. Habló algo con el que custodiaba la puerta, le sonrió con el mismo despliegue que yo había fotografiado por placer en cualquiera de nuestras salidas. En nuestros años de amor, la cámara era el mal o buen tercio, según quiera mirarse. Y la retraté una, diez, veinte, cien, mil veces. Siempre quise, temiendo un final, empapelarme con ella, registrando cada poro de su cuerpo, cada detalle de sus ojos, el relieve de su nariz y de sus labios. Y ella sonreía tímida, quizás un poco culpable de gustarle ser mi centro de atención. Y siempre tenía que haber, al final de cada sesión improvisada, una última foto de ella con sus manos tratando de tapar el lente de la cámara.

Pocos minutos después Camila regresó con Ricky. En un primer segundo lo odié. No quería ver en un ser de casi un metro, la perfecta combinación de Camila y Ricardo. En Ricky la genética había hecho una jugada maestra y el equilibrio de sus cromosomas maternos y paternos me hizo odiarlo. Pero el niño tenía la dulzura de Camila, me saludó con un beso en la mejilla y terminó de desarmarme (para bien y para mal), cuando me llamó tío Marcelo. En ese momento, me odié a mí mismo.

Ricky hizo su reporte rápido de actividades del día a su madre y yo apenas presté atención en sus palabras. Lo miraba por el retrovisor moviendo sus labios pequeños y haciendo grandes movimientos con sus brazos. Será actor, pensé, como su madre en sus años veinte. Camila me trajo al presente cuando me miró y sonriendo con ese despliegue fotográfico me preguntó cuál era el número de la casa. 111, le dije. Se aparcó unos metros más adelante. Me despedí de Ricky con un apretón de manos y ya bajando las maletas, como si quisiera recuperar el tiempo perdido en esos segundos antes de la despedida, Camila me dijo que debíamos vernos de nuevo. La observé incómoda, su rostro estaba fuera de foco, como aquellas primeras fotos que le sacaba cuando estaba aprendiendo a tomar con la cámara en modo manual y no en automático. Quise besarla, apretarla, enterrar mi nariz en su cuello perfumado y huir con ella. Pero solo atiné en decirle que podíamos vernos al día siguiente en el lugar de siempre.

¿Entendería ella cuál era ese lugar?

Saudade de Domingo #34: De cómo empezó mi amor por la lengua portuguesa (brasileña)

Hago la aclaración de lengua brasileña, porque el portugués hablado en Portugal dista mucho en fonética, léxico, e incluso en ortografía del que se habla en Brasil, que fue justamente el portugués que aprendí a hablar en los años de pubertad y por el que siento una endiablada devoción.

¿Cómo empezó ese amor? Pues con misterio, alrededor de los 4, 5 años, cuando todavía ni sospechaba que llegaría a hablar con fluidez, pensando y soñando en portugués una década más tarde. No recuerdo con exactitud cuando escuché por primera vez el portugués, pero seguro que fue con Xuxa, cuando el precario doblaje permitía escuchar en segundo plano la voz melódica de la reina de los bajitos. Aprendí también a «masticar» algunas de sus canciones en portugués. Aquel idioma en la infancia me daba una extraña sensación de cercanía y distancia. La sonoridad de la lengua confundida con el español me hacía sentir cerca aun cuando me daba la sensación de que me perdía de palabras importantes. La escritura del portugués, con aquellos acentos agudos, circunflejos y el característico til sobre la a y la o (ã, õ), me marcaba una lejanía que me atraía. El portugués era para mí, como darle al español una segunda opción de cómo podía ser escrito. Era como un español transgresor, rebelde que se autoimponía acentos donde se marcara la mayor fuerza voz.

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Las telenovelas brasileñas también tuvieron gran responsabilidad en esa fascinación por la lengua de Jorge Amado. Al no haber internet en los primeros años de infancia y pubertad, me conformaba con leer los créditos de las telenovelas. Y me enamoré de esas palabras escritas (direção, produção. convidados, figurino), de nombres de personajes y actores (Glória, João, Letícia, Cássia, Fátima, Paula, Carlão, Renata, Eduarda). También me emocionaba cuando en algunas producciones no traducían el título al español y quedaba el original como en Brilhante, Desejo, A Próxima Vítima, O Clone, Laços de FamiliaMulleres Apasionadas, etc. Era la oportunidad de comparar el título en español con el original. En algunos casos eran completamente diferentes y me quedaba entonces con una sensación de frustración con lo que se perdía en el traspaso al español.

Recuerdo que una vez me emocioné mucho cuando durante un capítulo de Por Amor, algo le pasó al video y apareció el audio original en portugués. Y pude escuchar a Regina Duarte con su voz profunda y grave en portugués, muy diferente de la voz doblada. Luego el audio se corrigió pero me quedé en la cabeza con esa melodía, sintiéndome estafado por la voz del doblaje. Ya más grande, cuando tenía un dominio del idioma gracias a la música y al cine, grababa algunos capítulos (sobre los finales) y me divertía poniendo en mudo el audio, haciendo yo el doblaje en portugués, como si quisiera devolverle a esas escenas su audio original. No sabía si eran en realidad las mismas palabras que dirían los actores pero hacía el esfuerzo de imaginar y de que cuadrara lo que decía con los labios de los personajes. Creo que desde ahí viene mi deseo por querer doblar alguna novela o película algún día.

Ya esos años de fervor adolescente han pasado, pero el amor por el portugués continúa igual. Necesito una dosis diaria de música brasileña, de literatura, de cine o televisión del gigante de América del Sur. Uno de mis días más felices fue cuando pude tener en cable a Globo Internacional y desde ese momento es el canal en el que más tiempo paso cuando veo televisión. Podría prescindir de todo el resto de canales, siempre que tuviera Globo conmigo.

La lengua portuguesa (brasileña), también resultaba -y resulta todavía- un gran desinhibidor. Con el portugués me atrevo incluso a cantar (aunque no lo haga del todo bien). Hay un extraño placer, un éxtasis sonoro al pasar por las cuerdas vocales, palabras y verbos lusitanos. Mis grandes amigos, compañeros de idioma fueron -y son- Tom Jobim, Caetano, Simone, Chico, Gal Costa, Roupa Nova, Titãs, Cazuza, Cássia Eller. Cantar en portugués funciona para mí como una terapia espiritual, así como para los hindúes lo es el cántico de los mantras en sánscrito.

Y la saudade… bendita palabra dulce, melancólica, sensual y dolorosa, con la que he podido identificarme quizás porque no es fácil de definir pero sí de sentir. Y es así que sinto saudade de tudo, hasta del mismo proceso de enamoramiento en el que me apaixonei pela língua portuguesa (brasileña).

Saudade de Domingo #32: Lo que amo

Enseñar siempre me pone en una situación de cuestionamiento. Aun cuando preparo mis clases con actividades y tiempos destinados para cumplir con los objetivos de cada sesión, siempre sucede algo mágico en el acto de enseñar. En una buena clase todo fluye, los estudiantes están conectados, participan y las horas vuelan. En otra clase, todo elemento externo se vuelve un distractor, los chicos no entran en la atmósfera y el tiempo pasa lento. Cada clase es como una función de teatro, en la que uno puede salir sintiéndose el mejor o el peor actor del mundo. Y es en ese proceso de armar y desarmar, de prueba y error, donde queda claro si uno ama enseñar o lo hace sólo porque «no hay otra cosa más que hacer».  Yo creo firmemente que enseñar debe ser un acto de amor.

No me refiero al amor que acaricia, que todo lo justifica y todo lo sufre, sino al amor de entregarse, de mirar a ese chico o a esa chica que ha optado por estudiar y llamar su atención, de hacerlo cuestionarse, de enojarlo si es necesario. Es un amor que no mezquina el conocimiento, que comparte certezas, dudas y baja al profesor del Olimpo para convertirlo en un humano dispuesto a prestar su cuerpo, su voz, su energía para que otros seres aprendan, abran sus ojos y construyan criterios. Es un amor que se permite también bromear con los estudiantes, mostrando que la enseñanza no debe ser un acto aburrido ni severo, que lo lúdico también hace parte del aprendizaje. Es también un amor que debe dejar ir a los estudiantes, que no debe hacerse expectativas. Cada uno de ellos tiene su propio proceso y se irán, volverán o quizás decidan cerrar la puerta de la clase para siempre. Eso también hace parte de la enseñanza y el aprendizaje.

Y es con la enseñanza que he aprendido a crecer profesionalmente y como individuo. Esta semana en particular, a partir de una de mis clases, me he cuestionado qué amo. Lo más a la mano que tenía era obviamente el enseñar y por eso abrí este post con ese tema, pero extendiendo la pregunta a otras esferas, surgen muchas cosas. No voy a extenderme por acá en las explicaciones del porqué amo cada cosa. Prefiero más bien plantear sólo el qué y que las razones floten en la cabeza de quien lea esto.

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Yo, en una tertulia de amigos en Quito (2011). Amo recordar ese viaje.

Amo a mi familia, amo mis rutinas, amo charlar, amo besar, amo abrazar, amo caminar con frío, con calor. Amo aprender, me excita las neuronas encontrar un campo de posibilidades para estudiar. Amo comer, conocer nuevos lugares donde una nueva sazón renueve mis papilas. Amo viajar, armar maletas y lanzarme a las calles del nuevo lugar. Amo escribir, elegir verbos, delinear personajes y aunque duela, colocar la palabra fin como término de la historia. Amo aprender idiomas, buscar la manera de incorporar palabras, familiarizarme con fonéticas extrañas y ver cómo voy dominando una lengua ajena. Amo leer, sumergirme en otros mundos, escudriñar la carpintería escondida en la narrativa de cada autor que llega a mis manos. Amo la imagen, la pintura, la fotografía, el cine, la televisión, encontrando un encuadre conmovedor que pueda dejarme hipnotizado. Amo el teatro, ver al actor en escena, crisparme los pelos con la magia del espacio y probarme yo mismo desde el escenario. Amo salir con amigos, perdernos en lo no planificado y que la magia marque las diferentes estaciones de llegada. Amo jugar con mis mascotas y volver a ser un niño sin preocupaciones. Amo recordar, fijar momentos importante con precisión cinematográfica para luego embriagarme de saudade. Amo la música, dejar que las melodías penetren los poros de la piel y me conmuevan los lacrimales (sobre todo me pasa con el Bossa Nova y el Jazz). Amo el olor a tierra mojada y aroma de un buen incienso, que me coloque en un estado de calma. Amo amar desde el primer chakra, con toda la pasión de la que puedo ser capaz, aunque pueda equivocarme. Hace parte del juego…

Sí… de cierta forma, también amo equivocarme.

Saudade de Domingo #30: El amor de papá

Como ya he dicho por acá, no me gustan los domingos. Los encuentro vacíos y predecibles. Sin embargo este domingo fue especial. Una conmemoración más del día del padre. Un reconocimiento a mi papá que siempre ha estado presente y que a pesar de las discusiones, siempre me hace sentir protegido Eso de que uno de niño cree que el padre lo puede todo, aun sigue en mí, de forma inconsciente, pensando que si estoy en peligro, aparecerá mi papá para salvarme. En la práctica puede que no sea tan así, pero me reconforta pensar que mi papá, aun con todos los defectos que pueda tener, sigue siendo invencible para mí.

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En su cumpleaños del 2011

Creo que en parte debo el amor a las letras por él. Siempre lo recuerdo leyendo, citando a los griegos, inculcándome el hábito de la lectura. Compartimos pocos autores, mi derrotero fue por otros gustos, pero siempre tenemos un libro -y varios- a la mano. Como si necesitáramos de forma urgente sumergirnos en el solitario placer de la lectura.

Mi papá sería un gran personaje de novela o película. En él habita sin saberlo, un actor nato, fruto quizás de sus años locos de cantante en la juventud. Varias han sido las oportunidades en que le he dedicado unas cuantas líneas y algún día lo haré un personaje para cine. Es conflictivo, apasionado, errático, perfeccionista, protector, sensible. No hay mucha objetividad para hablar de mi papá, pero siempre sorprenderme. La incertidumbre de sus acciones ha dificultado a momentos nuestra relación y por ello quizás me parece que él sería ficcionable.

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Probablemente en 1989

A mi edad actual, mi papá se convertía en mi papá. Nadie nace sabiendo ser padre, pero sin duda él nació para ser padre. Por eso eligió ser abogado. Tiene un gran don de protección, por el ayudar de forma comprometida, sin esperar nada a cambio. Aun con su carácter fuerte, en mis crisis de la adolescencia, sabía ser blando, tratar de comprenderme, desarrollando una paciencia que yo no me creo capaz de tener con nadie. Ahora yo con 30 años, más cercano a él cuando nací, me parece que puedo entenderlo un poco más. Sigue siendo el padre protector a quien creo capaz de solucionarlo todo, pero también el padre hombre, que oculta sus penas bajo un ceño fruncido, que sonríe mientras piensa en cómo resolver X caso en su profesión. Se acostumbró a ser el guerrero indestructible pero el paso de los años me ha descubierto al hombre sensible que vuelve a ser un niño cuando juega con nuestro perrito, cuando me hace bromas en el carro o cuando cuenta alguna escena chistosa con los dotes histriónicos naturales que posee.

Mirarlo de hombre a hombre, me hace quererlo más, sentirlo el humano que en algunos años tendré que ayudar a caminar como él hizo conmigo hace mucho tiempo atrás. Seré quizás yo su protector aun cuando busque sus frases de aliento y su abrazo sentido. Siempre seré su niñito que nunca creció a pesar de la barba y las canas que empiezan a poblar mi cabeza. Siempre será a quien recurra para desahogarme de una situación complicada. No será el padre perfecto pero sin duda es el padre perfecto para mí. Y eso ya es bastante.

Saudade de Domingo #20: El amor después del amor

No pensaba ya escribir el día de hoy. Pasaron hechos accidentados en este San Valentín que me hicieron rechazar la idea de escribir y peor todavía sobre el amor. Sin embargo me parece necesario cerrar «con amor» este día, aunque sea sólo para compartir unas cuantas reflexiones.

El amor resulta un sentimiento tan complejo y abarcador que siempre terminamos por darles tintes inconmensurables o trivializarlo en una película, una fecha o en algún producto masivo. No soy un Grinch del San Valentín. Es más, me parece una fecha interesante para expresar algo, salir de la rutina, encontrarle una chispa al amor que a veces termina por almidonarse y convirtiéndose en un accesorio. Encontrar el amor después del amor es la clave. Enamorarse todos los días no sólo de la persona que se ama, sino del trabajo, de los amigos, de los libros, de las películas, de la ciudad, del mundo. El reto es amar siempre, reinventar formas de amar o atreverse a amar a aquello que resulta extraño o prohibido. Porque al amar a la extrañeza, encontramos que es en esencia el mismo amor  que le hubiéramos dado a algo/alguien conocido.

El amor después del amor, más que un sentimiento cálido, erótico (en el sentido griego), efervescente, es una decisión. Yo decido seguir amando a tal persona, a mis padres, a mis amigos, a mi trabajo y decido alimentar ese sentimiento con detalles, cariño, con encuentros fortuitos, con sorpresas. Decido también bancarme los bemoles, las crisis, las dudas porque también esos hiatos hacen parte del amor, porque después de esas convulsiones telúricas, el amor triunfa y se hace más fuerte.

El amor después del amor es también una gran prueba de fuego. Es la instancia o momento clave donde decido si quiero o no continuar amando a esa persona o situación, si ese sentimiento no es más que una máscara de dependencia que sólo trae consigo dolor. Si de la otra orilla no encuentro latidos, no vale la pena pasar el umbral del amor inicial. Es un amor que debe quedar en nivel principiante y no es que sea menos válido por eso. Es apenas un amor minúsculo, parvulario, que tiene su lugar en alguna parte recóndita del corazón y que al evocarlo puede incluso sacar una sonrisa ingenua.

El amor después del amor es una gran enseñanza y una gran prueba de aceptación al otro como legítimo en convivencia, parafraseando a Maturana. Te amo y te acepto con tus virtudes, con tus aciertos y también con tus debilidades y miedos que he aprendido a amar también, entendiendo que hacen parte de ti. Me gustaría que te liberaras (y nos liberáramos) de tus angustias pero sé que atacándote no lograré iluminar tus zonas oscuras. Es con el amor que podremos ambos desvanecer los temores y seguir caminando juntos en el sendero que sea. Porque a final de cuentas no importa el camino que elijamos siempre que estemos con esa persona amada, a aquella que hayamos amado por primera vez y con la que hemos decidido seguir amándonos después. El amor después del amor es el paso largo al reconocimiento de que finalmente tú y yo en realidad somos uno solo.

Dejo por acá un capítulo dedicado al amor en el programa argentino Mentira la Verdad, donde su conductor, Darío Sztajnszrajber (sí, así es el apellido, no lo escribí mal) reflexiona sobre el pensamiento de varios filósofos acerca del amor.

Saudade de Domingo #6: Destino, el aire.

aircraft-464296_1280Viernes 30 de octubre, 17:15. Las pantallas en Ezeiza (Buenos Aires) mostraban el estado de mi vuelo: Demorado. En el counter me dijeron que embarcaríamos una hora después de lo previsto, pero que de igual forma tenía que hacer migración máximo a las 18. La nueva hora de salida sería a las 20:30. De cualquier manera no me lo tomé a mal. Este fue el único viaje con demora de todos los que he hecho este año. Quizás el aeropuerto sea el único lugar en el mundo donde me es placentero esperar. Estar rodeado de diferentes acentos, etnias, idiomas, abrigado por la voz impersonal que anuncia la llegada y salida de vuelos, con carritos que transportan maletas de todos los colores y formas, me resulta un escenario fascinante. La aventura de viajar se inicia desde ese momento en que se abren las puertas automáticas del aeropuerto y me inserto en un espacio donde personajes administrativos y pasajeros se mezclan en una sinfonía de movimientos a veces más lentos, a veces más acelerados dependiendo del vuelo que toque. Ese tránsito infinito me atrapa desde la infancia. Cuentan mis papás que aun cuando no sabía hablar, ya tenía trazada en la cabeza la ubicación del aeropuerto y que rompía en llanto cuando nos desviábamos de la ruta que conducía al Simón Bolívar (hoy José Joaquín de Olmedo). Tardaron algún tiempo en entender que no lloraba por hambre o sed sino porque nos estábamos alejando del aeropuerto. No sé qué santo o entidad hizo que mi papá en una de las salidas que hacíamos volviera a pasar por el aeropuerto y entendiera que lo que yo quería, siendo un nene menor de un año, era ver a los aviones.

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En algún lugar entre los Andes de Chile y Argentina

No hay una explicación lógica para mi fascinación por los aviones. Ya más grande, alrededor de los cinco años, el ir al aeropuerto sea o no para despedir o buscar a algún familiar, se convirtió en una paseo familiar bastante habitual. Me gusta observar cuando despegaban y aterrizaban los aviones en la época en que el aeropuerto de Guayaquil tenía esa especie de mirador donde los familiares podían despedir a los viajeros. Esa imagen se ha quedado grabada en mi memoria. El aeropuerto de Guayaquil en los 90 todavía tenía ese raro encanto de estación de pueblo, medio improvisado, caótico, familiar.

El paseo al aeropuerto se complementaba con algún almuerzo o merienda en el bar-restaurante que había en el segundo piso, desde donde se tenía vista directa a la pista de aterrizaje. Las mesas más peleadas obviamente eran aquellas que estaban junto a los ventanales. Me embargaba la emoción cuando encontraba una vacía y me adueñaba por completo de ella. También me emocionaba cuando veía la cara de decepción de alguien al vernos a mí y a mi familia en la mesa. De niño era un fanático de la competencia y no me gustaba perder. Recuerdo todavía el sabor de las papas fritas que pedía para comer mientras veía los aviones nacionales ya extintos de Saeta, San, Ecuatoriana. Me gustaban sus colores y ver a la gente bajar con sus bolsos de mano y caminar a pie sobre la pista.

No viajé mucho en avión durante la infancia y quizás por ello se fue alimentando en mí esa fantasía por lo aéreo. Me imaginaba ahí, abrochándome el cinturón, mirando por la ventanilla, teniendo la sensación de penetrar el aire, dejando la ciudad para llegar a otro destino. Algo así sentí a los 17 años cuando en el 2003, el avión de la desaparecida Varig me transportaba a São Paulo desde Bogotá. El horizonte desapareció para dar lugar a la ciudad más grande de Sudamérica. Siendo además fanático de Brasil, ese primer viaje largo me dejó sin aliento. Ver a São Paulo desde el aire es uno de los recuerdos más lindos que tengo relacionados a la aviación (qué ambicioso suena eso). Siempre trato de ubicarme en el asiento junto a la ventanilla para mirar las ciudades desde arriba y ver sus diferentes formas, a veces geométricas, otras con diseños urbanos más caprichosos. Algunas en medio de la selva, otras en medio de montañas, pero todas diminutas y frágiles desde lo alto.

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                           Guayaquil desde el aire

Con toda esta fascinación por los aeropuertos y aviones, pilotar es claramente una cuenta que tengo pendiente. Sueño con manejar un avión, surcar aires, nubes, sobrevolar campos, mares, desiertos, así como cuando de niño jugaba con los aviones que me regalaban, inventando además aeropuertos de partida y arribo. Algún día pilotearé aunque sea una avioneta. Luego de eso podré volver a ser un pasajero delirante, fanático de las esperas y de las escalas infinitas. El destino siempre estará en el aire.

Saudade de Domingo #4: Buenos Aires, te amo

Una primavera dormida, subyugada por un invierno moribundo. Así me recibe Buenos Aires con mínimas entre 12 y 14 grados, con máximas de 20 y 22. Pasaron apenas dos meses desde la última vez que estuve y siento más frío ahora que en agosto. No la paso mal porque amo sentir frío, algo de lo que mis colegas pueden dar fe cuando en la oficina pongo el aire acondicionado a 17 grados. Sangre caliente, temperatura alta, falla fisiológica, error del sistema, no lo sé. El asunto es que Buenos Aires me recibe con frío. No es una venida cualquiera. Regreso para participar del acto de colación (acá le dicen así a la ceremonia de graduación) de mi maestría en Comunicación Audiovisual, que comencé en el 2012.

Captura de pantalla 2015-10-18 a la(s) 13.01.50Si bien en agosto estuve acá por motivo de un viaje académico, este regreso tiene otro sabor. Es como una especie de fin de ciclo y con ello, han surgido emociones encontradas, recuerdos inesperados que me han asaltado en una calle, en un café, en alguna charla. Se trata de un regreso a una ciudad que es para mí, mi segundo hogar. Mirando atrás me encuentro pegado al GPS del celular, consultando mapas, tomando colectivos con desconfianza y aprendiendo nombres de calles y lugares que me sonaban agrios. Ahora cada una de esas calles y lugares guarda un recuerdo especial, de esos que arrancan una sonrisa ligera. Buenos Aires pasó de ser la ciudad de mis estudios a la ciudad de mis afectos.

No todo fue fácil tampoco, ni todos los recuerdos fueron agradables. Sentí en carne propia el agobio que produce toda ciudad grande, la sensación del anonimato y los vaivenes propios de una economía latinoamericana. Así como en cualquier relación, no se puede separar lo lindo de lo triste. Buenos Aires es para mí alegría, euforia, amor, pero también es melancolía, carencia  y aspereza.

La última gran capital de Sudamérica me modificó, yo entré en ella y ella entró enCaptura de pantalla 2015-10-18 a la(s) 13.02.50 mí. Nos fusionamos en un raro abrazo de tres años, nos apretujamos los huesos, lloramos, sudamos, nos escupimos a la cara también para luego volver a un cálido abrazo de verano. Me acurruqué en sus vericuetos de Retiro y Recoleta, descansé en sus bosques palermitanos, caminé enojado maldiciendo en Chacarita, pasé horas leyendo sobre ella en los colectivos y subtes. Nuestra relación siempre fue de pasiones extremas, nunca de medias tintas.

Volver a ella es reencontrarme, saberme vulnerable, extranjero nuevamente pero de alguna manera, un poco parte de esta ciudad. Me siento en casa, rodeado de amigos, con ganas locas de quedarme otra vez y vivir todo de nuevo. Este regreso me ha sorprendido meditativo, enajenado a momentos. Buenos Aires tiene ese raro encanto de nunca dejarte indiferente y creo que es eso justamente lo que nos ata. Seguimos aprendiendo de los silencios, de los caminos, del clima enrarecido y yo no puedo hacer más que regresar, tocarla de nuevo y seguirme preguntando quién soy junto a ella.

Saudade de Domingo #2: ¿Se te quiere o te quiero?

“¡Se los quiere mucho!” “¡Se te quiere!” Hace ya varios meses -o años- observo esta especie de moda en redes sociales para expresar el afecto, el cariño hacia alguien. Me pregunto ¿a qué viene esto? ¿Se habrá desgastado ya la carga simbólica que contiene un “Te quiero” o un “Te amo”? ¿El uso excesivo de estas frases habrá terminado por vaciar el contenido que ya resulta falso o cursi decir un “te quiero” o un “te amo”?

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                   Imagen: Ana María Joutteaux

Me atrevo a suponer que quizás el expresar el afecto en primera persona involucra una responsabilidad. Al decir “Yo te quiero”, asumo que soy el sujeto que tiene amor por ese otro/a. Con un “Se te quiere”, el sujeto queda ambiguo y en esa medida no me declaro responsable por el amor al otro/a. Puede que hoy “se quiera” alguien y ya mañana no. Entonces puedo decir en mi defensa ante un posible tercero: “Es que nunca le dije que lo/la quiero. Le dije: Se te quiere”.

Todos soñamos con el amor a través del cine, la música, la tele e incluso por medio de la frívola prensa rosa, pero ¿cuántos realmente nos atrevemos a vivirlo con todos sus bemoles y asumiendo la responsabilidad sin culpar al otro/a del fracaso de la relación? Siempre resulta más cómodo y menos sofocante colocar al ente de juicio en el exterior. Y para ese caso sí usamos el sujeto en primera persona. Nadie diría un “Se te odia” y sí un “Te odio” dolido, amargo, pútrido. Asumimos ese odio como propio por culpa de ese otro/a que nos ha hecho daño. Pero parecería que no queremos hacernos cargo de querer, amar, pues cuando lo hacemos nos volvemos vulnerables. Le otorgamos a ese otro/a, ese sentimiento que cuidamos como tesoro para no sufrir. El “te quiero”, “te amo” es dar el primer paso, es saltar al vacío y lo que más queremos es que nos digan “yo también te quiero”, “yo también te amo”. Cuando lo escuchamos, así no sea tan sincero, nos sentimos nuevamente “protegidos” o “seguros”.

Entonces el “Se te quiere”, surge como una solución intermedia entre expresar el afecto en primer persona y el no decir nada, dejando sólo la agria suposición de que hay afecto. Cuando estamos en una posición o momento de fragilidad, rotos quizás por algún desamor, el “Se te quiere” por parte de un otro/a, igual resulta confortante. Sería como una especie de premio consuelo al que no deberíamos acostumbrarnos para siempre.

La exposición en las redes también nos coloca en un grado de vulnerabilidad al estar todo visible para todos. Eso quizás también nos condiciona a la hora de expresar el afecto. Probablemente no queramos que cualquiera lea que YO quiero a tal persona. Quizás el “Se te quiere”, “Se los quiere”, sea el “Te quiero”, “Los quiero” de las redes sociales. Quizás en el cara a cara, mirando a los ojos de la otra persona, nos resulte imposible un “Se te quiere” y surja un “Te Quiero”, probablemente forzado por el compromiso que implica. Pero hacerse cargo es parte de la experiencia. Estampamos nuestras firmas en documentos, formularios, escribimos desde un yo que observa o vive tal situación, vemos una película y damos nuestra opinión desde ese lugar que nos duele o nos hace felices. Todo el tiempo estamos en función de un Yo y sin embargo expresar el amor resulta complicado. Y lo es, pues siempre queremos tener certezas, garantías de que el sentimiento es recíproco en el mismo grado que nosotros lo damos o expresamos. Pero no nos podemos hacer cargo de cuánto ese otro/a nos quiere. Sólo podemos dar cuenta de nuestro propio sentir. Toca ejercitar el expresar afecto desde nuestra propia trinchera del Yo sin caer tampoco en el extremo de regalar te quieros de forma gratuita, porque entonces vaciamos su contenido y lo trivializamos. Pero si el corazón nos palpita, la garganta tiembla y nos invade un deseo incontenible de expresar el afecto a un otro/a, está bueno decirlo, sobre todo en una época donde expresar el amor se vuelve raro o sinónimo de debilidad.

Hoy está de cumpleaños una de mis grandes amigas y le voy a decir como siempre le digo: ¡te quiero!, sentido desde el corazón; lo publicaré además en su muro de Facebook, y no por un exhibicionismo efervescente, sino porque aunque suene trillado y de libro de autoayuda, es saludable expresar el amor de todas las formas que creamos posibles. El “Se te quiere” es un salvoconducto del que Yo decido conscientemente prescindir. Alguna vez lo usé y me sentí raro, fuera de mí y creo que no fue justo con la persona a quien se lo dije. En un siguiente comentario, en algún otro estado de Facebook, le dije “Te quiero”. Y en ese momento me sentí curado, tranquilo y con la plena consciencia de que expresar afecto en primera persona no es sólo un regalo para ese otro/a sino que ante todo, es un acto de amor para mí mismo.