En algunas cosas soy bastante digital pero en otras, como en la escritura, prefiero el papel. La escritura con bolígrafo o lápiz entrando en contacto con el papel es una acción necesaria para disociarme en el espacio. Dejo de estar en mi escritorio para trasladarme a una montaña, a un domingo lluvioso, una cama de hotel o para viajar a mi propio interior.
Sería más fácil claramente solo teclear y que el monitor muestre las palabras prolijas, limpias, sin errores pero me resulta un proceso más frío que prefiero cuando estoy escribiendo algo con más formalidad (tipo un ensayo o algo del trabajo) o cuando se trata de procesos de largo aliento (tipo una novela). Sin embargo, aun en estos casos siempre empiezo con bocetos y garabatos en letra manuscrita. En medio de ese caos de tinta de diferentes colores, borrones y tachones encuentro un orden, una luz para desarrollar ideas.
Usualmente para estos borradores desquiciados tengo siempre una o varias libretas. Algunas tamaño bolsillo, otras más grandes. Durante muchos años fui fiel a las Moleskine, donde plasmé cientos de ideas y también me desahogué a modo de diario. Fueron leales compañeras de trabajo y aventura, hasta que conocí a la familia Midori. Me dejé encantar por la calidad de su papel, su portabilidad, su cobertura vintage. Pensaba que me gustaría sólo por novelería pero he desarrollado un vínculo especial con Midori. No son tan populares como Moleskine pero tienen ese gustito a viejo y nuevo que encanta.
Comencé a usarla desde mi viaje a Buenos Aires para las fiestas navideñas del 2017. El propósito puntual era usarla sólo como un diario de viajes pero desde ese momento hacia acá, ha fungido de agenda de actividades, lista de películas por ver y ya vistas, pensamientos sueltos para no olvidar, temas para posibles escritos futuros. Incluso ciertas ideas para este mismo post se escribieron en mi Midori Journal.
Escribir a puño y letra me da una libertad que no siento cuando ya estoy trabajando en la compu. Siento que a mano puedo escribir cualquier cosa sin sentido y que no importa si es buena o mala, pues el papel es el hogar ideal para todo. Muchas letras quedarán probablemente ahí, no harán el tránsito a lo digital pero quizás alguien las encuentre alguna vez y le digan algo a ese fortuito lector. Una de las cosas que más amo de escribir es esa idea de la permanencia, de fijar algo en lo efímero que es nuestro paso por este plano terrenal. Y en la permanencia o en la lucha para existir, siento que el papel es el mejor amigo.
Quizás en el futuro cambie a Midori y vuelva a Moleskine o encuentre un nuevo diario. Poco importa. Lo realmente valioso es el vínculo con papel, el fluir de las emociones que terminan en letras manuscritas, el pasar de la sangre a la tinta y que en ese nuevo lugar las letras tengan la libertad de ser lo que quieran, incluso en contra de mi voluntad si fuera el caso.
A inicios de este año empecé a ver con cierta curiosidad la serie alemana de Netflix que tanto se promocionó a finales del 2017. Muchos la llamaban la sucesora de Stanger Things o “si te gustó Stranger Things tienes que ver Dark”. Aunque la segunda temporada de Stranger… no me gustó tanto, sí me inquietó saber por qué la comparación con Dark.
A diferencia de otras series, Dark no pude verla de corrido. Tuve incluso semanas sin ver un sólo capítulo. Quizás paralelamente tenía muchas cosas que resolver a nivel personal y laboral, pero no pude dedicarle el tiempo que suelo ponerle a otras series. Sumado a que la historia es un ir y venir entre 1953, 1986 y 2019, en muchas ocasiones me sentí completamente perdido. Debí regresar a un capítulo atrás para entender algún punto de giro, poner pausa y preguntarme si estaba entendiendo lo que pasaba. Cuando ya parecía que sabía por dónde iba la serie, aparecía algún personaje que rompía ese equilibrio. En fin, no fue una visualización “tranquila”.
Alrededor del capítulo 5, me pregunté si no sería mejor comenzar otra serie, tipo las famosas de ahora La casa de papel o Altered Carbon, pero algo en mí me decía que debía continuar, que una serie no me podía ganar. Tenía que entender lo que pasaba en esa historia así sea para al menor decir que no me gustó. Así que vi los capítulos 5 y 6 unas dos veces para volver a engancharme. Volví a ver unas tres veces el final del 6 y comienzo del 7 ya que como veía la serie antes de dormir, en más de una ocasión me quedé dormido y me despertaba cuando sonaba esa cancioncita de suspenso de la serie. Una noche recuerdo haber tenido un sueño tenso relacionado con la historia pero lo olvidé. Sólo recuerdo la sensación de incomodidad y la certeza de que tenía que ver la Dark.
Finalmente terminé de ver Dark ayer. Me he quedado con ganas de una segunda temporada porque hay muchos cabos sueltos. En general debo decir que la serie es muy buena, con una estructura complejísima (lo cual es de admirar), diálogos inteligentes y la producción logró crear una atmósfera desoladora para esos personajes que transitan entre un ser y no ser constante.
Dark sí es similar a Stranger Things en cuanto a la atmósfera que tienen pero son historias completamente diferentes. A pesar de la experiencia particular de visualización que tuve con Dark, siento que me gustó más que la segunda temporada de Stranger Things. Quizás más adelante hasta vuelva a ver toda la primera temporada de Dark otra vez. Para mí la serie tiene un gustito que se va asentando, añejando con el tiempo. Probablemente al verla otra vez, así como en Dark, el tiempo se altere también y sea otro yo el que la vuelva a ver.
Los viajes relámpagos sólo tienen dos caminos: O son nefastos o son una delicia. Nueva York podía ser entonces en mi tercer encuentro, una de esas dos opciones y contra todo pronóstico (otros viajes, trabajo, cansancio) me lancé a la aventura.
En septiembre del año pasado, poseído por algún ente explorador poco previsivo, se me puso en la cabeza que quería hacer algo diferente con el feriado de carnaval de este año. Decidí (o el ente decidió) que iría a New York por una tercera ocasión. ¿La razón? Conocer más de los lugares típicos y recónditos que una ciudad tan variopinta como New York puede ofrecer. Algo de shopping audiovisual tampoco vendría mal, así que sin mucho pensar compré un pasaje por cuatro días (sí, muy poco, lo sé, pero no era mi primera vez tampoco) y reservé hotel. En los meses sucesivos fui pagando con la tarjeta los dos rubros y ya para febrero estaba prácticamente todo pagado. Así sentí menos culpa al subirme al avión para vivir un breve paréntesis del trabajo. Era un oasis en medio de la avalancha de trabajo en la facultad, en teatro, en proyectos de escritura y obvio, una pausa necesaria para romper con la rutina.
Upper East Side
Nuevamente en invierno. No conozco a New York en otra estación que no sea con temperatura en números negativos, con nieve, lluvia y viento. Caminé como en otros viajes con esa paisaje blanco, de árboles pelados, con las manos en el sobretodo y flanqueando las calles con el paraguas. El agua y el frío no se me dan bien pero casi siempre me tocan juntos. Sin embargo esa combinación demencial fue incluso una caricia luego de recorrer el Downtown Abbey Exhibition. Tres pisos para recorrer las escenografías, vestuarios, espacios multimediales sobre la serie. Sin duda, unos de los momentos top e inolvidables de este viaje.
En este tercer recorrido por New York decidí hacerme el turista convencional y el segundo día lo reservé para visitar la Estatua de la Libertad y Ellis Island. Había leído en varias guías que era necesario ir temprano porque suele llenarse. Llegué a Battery Park a eso de las 10 am, compré el ticket relativamente rápido pero lo más engorroso y largo fue la espera para subir al barco. Había mucha gente como advertían las guías pero además el frío era tremendo. Teníamos el río ahí al pie y la brisa era fuerte. Una ligera llovizna con el cielo cubierto hacía la escena un poco londinense. De todas maneras, no me molestaba. Amo el frío y entre más se entierra en los huesos, más lo disfruto. En la espera me distraía escuchando las frases sueltas en inglés, en francés, en portugués que escuchaba de las personas alrededor. Vi parejas, familias, amigos, jubilados. Les creé historias a partir de sus frases. Era como sentirme espectador en una sala de cine pero al mismo tiempo tenía la sensación de ser parte de la escena. En algún momento debo haberme reído de algún chiste que alguien dijo. Pero claramente no era un chiste para compartirlo conmigo. Anyway, la espera de casi una hora se hizo más dulce sintiéndome parte de esos personajes.
Más adelante me di cuenta que me esperaba una tortura habitual: los filtros de detector de metal y esas cosas. Había que quitarse abrigos, cinturón, zapatos, celulares. Era prácticamente desvestirse para luego volverse a arreglar lo más rápido posible.
Ya en el barco me fui a la parte de arriba, al aire libre. El vaivén del agua y el susurro de las gaviotas que pasaban me hicieron sentir en casa (no sé por qué). A momentos en medio de un viaje, logro disociarme de donde estoy y me observo. ¿Cómo hice para llegar hasta acá?, suele ser mi pregunta. Empiezo entonces a hacer un recorrido rápido de cómo llegué y algunas veces concluyo que estoy loco, que contra viento y marea hago lo que se me canta (eso debería ser positivo). Me veo y me siento satisfecho, estoy en el lugar donde debo estar y vivo mis viajes a mi ritmo, a piacere, la gran parte del tiempo solo porque aun no consigo ser un buen compañero de viajes o quizás no encontré el/la compañero/a ideal para emprender recorridos largos.
Me hice selfies, hice fotos, vídeos en el camino a la Estatua, compré souvenirs, me saqué más fotos, más videos en el parque. Quise vivir la experiencia del turista tipo. Me subí al barco de nuevo, fui a Ellis Island y me conmoví con la majestuosidad del lugar. No pude evitar recordar The Godfather en esa famosa secuencia en la que Vito Corleone, siendo un niño llega a Ellis Island para entrar a Estados Unidos. Sé que es una ficción, pero me sentí muy tocado por esa historia, que a la vez era el espejo de muchos personajes que llegaron a Ellis Island. Fue un privilegio recorrer los diferentes pabellones del lugar, conociendo fragmentos de vida de muchos migrantes que vivieron ahí antes de entrar finalmente a Estados Unidos. Pensé en los bisabuelos, abuelos que llegaron sin nada dejando sus tierras en busca de mejores días, pensé también en los que aun hoy deben migrar. A veces es triste ver cómo las historias ser repiten en ciclos no importa la época.
Como de costumbre no pudo pasar la visita obligada a B&H Photo Video, la tienda de Apple de la 5th Avenue y la librería Barnes and Noble. Tuve que controlarme para no llevarme toda la librería en peso, en especial los libros relacionados a la escritura, pues muchos autores norteamericanos no se traducen a español. También conocí una hermosa tienda japonesa de la que contaré en un siguiente post.
También en este viaje recorrí el Riverside Park, lugar que había escuchado por una obra de teatro que escribió Woody Allen y cuyo escenario era justamente ahí. No era para nada como me lo había imaginado pero rápidamente pude acostumbrarme al lugar. Un parque lineal, cerca al Hudson, de luces mortecinas y con eventuales sujetos en ropa de gimnasia que pasaban corriendo de ida y vuelta. Fue mi último atardecer en New York del tercer viaje. El río oscuro en el medio mientras el sol anaranjado daba sus últimos garabatos de luz. Aunque estaba en plena ciudad, desde el parque el sonido de los autos era apenas un murmullo, una especie de banda de sonido de fondo.
A mi regreso a Ecuador, al volver a la facultad y ver a mis amigos, colegas, tuve la sensación de haber estado mucho tiempo afuera. Era como si me hubiera ido un mes. Y es que durmiendo tarde y levantándome temprano las horas vividas del día eran muchas más que en un día convencional. El deseo por comerme la ciudad era tal que en los días que estuve sólo un día almorcé. El desayuno ni siquiera entraba en de la agenda. No es que me maté de hambre, pues por las noches traté de cenar bien. Fui con un amigo a un restaurante suizo de quesos y vinos en Hell’s Kitchen, fui a West Village cenar a un restaurante mexicano, comí también pizza al paso en Koreatown y también los famosos Pretzel, que de verdad, para mí no tienen nada del otro mundo. Pura fama, nada de sabor.
Como decía al inicio, los viajes puedes ser nefastos o una delicia. Este, de largo, fue una delicia. Y como siempre que regreso de New York me quedan las infinitas ganas de volver, de encontrar ese plano corto o largo en una esquina inadvertida en el downtown o en el Upper East Side.
Brooklyn y Queens quedan pendientes para un cuarto viaje.
(Fecha desconocida: Podría ser hace un año, cinco o diez. Igual todo en este plano esilusorio)
Creo que lo amé desde la primera foto en que lo vi. Compartíamos muchos amigos pero nos separaba la barrera de «la solicitud pendiente» en Facebook. Repasé sus fotos, sus viajes a la Patagonia, sus ponencias como joven promesa de la literatura del Cono Sur, sus fotos familiares. No era lindo en aquel entonces pero había algo en esos ojos rasgados, en sus mejillas abultadas y rosadas, en ese cabello abundante surcado de pelos grises que me sacó de la anomia cotidiana.
Me hice esclava de sus fotos, de sus posteos a los que no podía poner Like. Lo busqué, lo viví, lo toqué por google. Ambos teníamos treinta años en esa época. Sentí un poco de envidia que teniendo la misma edad él ya fuera una joven promesa con varios libros y yo apenas una compositora con alguna canciones circulando. Me imaginé navegando en su esternón, buceando entre sus venas hasta llegar a su garganta y adueñarme de su boca, de sus palabras, de aquellos adjetivos rebuscados con lo que solía escribir historias de amor gótico. Imaginé mi nombre entrelazado a su apellido, mi piel a la suya, mis melodías con sus letras. Y así hasta llegar a la foto en que me miró directo a los ojos. Quise pasar el cursor hacia otra foto pero ahí seguía, con esos ojos orientales profundos violando mi mirada. Me había descubierto, sabía todo de mí y lo que quedaba era el vacío de saludos no pedidos. Congelé mis ojos en los suyos, una melodía con ukelele invadió mi cabeza y nos quedamos atados en esa foto. No quise ni pestañear porque tuve miedo de terminar saltando a otra escena.
Hay otro Santiago cuando escribe por WhatsApp. O quizás soy yo mismo pero más afilado, más irónico, más chistoso o nada de esto y sí una versión alterada de mi yo de la vida real. Releyendo varias de mis conversaciones de whatsapp, suelo sorprenderme de lo que escribo y de lo que me escriben. No importa si son amigos, familiares, conocidos menos que amigos o aquella persona especial que te remueve las hormonas. Cada conversación de chat termina siendo una historia en sí misma, un pedazo de vida virtual que esboza algo de lo físico. Recuerdo haberme peleado con alguien en la vida real y cuando se limaron asperezas, volvimos a nuestras habituales conversaciones de WhatsApp. Me di cuenta por el historial que nuestra última charla había sido antes de esa pelea (en el plano físico, real) y por tanto en WhatsApp no había registro de ese enfrentamiento. Según lo registros whatsappísticos, nosotros éramos muy buenos amigos: solidarios, amables, presentes, con charlas de doble sentido, con charlas pseudo-filosóficas y luego otras bastante triviales que también alimentan toda conversación que se respete.
También me sucedió al contrario, muchas discusiones en el WhatsApp y en la vida real todo de maravilla. En ese caso, según los archivos whatsappísticos, nuestra relación era una mierda, mucha ironía con mala onda, insultos disfrazados de broma, emoticones insoportables de enojo y hastío. Era como si WhatsApp nos permitiera ser los malos de las películas, unas versiones virtuales y diminutas de villanos telenovelescos. Varias veces quise dar la vuelta a la situación, escribir llano, sin ironías, pero la interpretación libre que permite lo virtual, tergiversaba mis palabras, me colocaba como una persona intolerante, cruel, indolente. Eran cientos de líneas de discusión, con intervenciones muchas veces simultáneas que hacían que se perdiera el hilo de lo que se estaba discutiendo más arriba. Menos mal que WhatsApp puso la opción de poder citar un comentario y responder a ese comentario, así la otra persona puede entender a qué está haciendo alusión en medio de toda la catarata de mensajes.
En cada chat de WhatsApp parezco ser otro y al mismo tiempo, soy todos ellos. En algún momento llegué a tomar prestado de mis chats ciertas líneas interesantes para nutrir otros textos, en especial cuentos y guiones. Recuerdo incluso haber tomado casi textualmente un chat de hace años, que en ese momento fue muy doloroso, para ponerlo en la piel de unos personajes. No tuve que modificar casi nada, el sentimiento era exactamente el mismo. Me gustó ver cómo algo turro, que me costó meses en comprender, se había «curado» a través de las voces de otros personajes. Pude incluso ironizar, mirar desde afuera ese texto y decirme: Ese ya no soy yo.
Hace unos días atrás, pasando revista a mi biblioteca, como me gusta hacer cada tanto, me encontré con un libro que había comprado en uno de mis viajes a Buenos Aires. Lo miré con curiosidad y me encontré con un autor que propone radicalmente no seguir creando más textos y sí manipular, modificar los ya existentes. Sostiene que existen ya tantos textos en el mundo digital, que lo más responsable sería moverlos, ajustarlos, darles una nueva vida y pasar de ser autores a procesadores de textos. La idea me ha volado la cabeza, sigo leyendo con hambre el libro y me voy dando cuenta que ciertas prácticas que él recomienda, las he aplicado yo mismo sobre mí mismo. El autor no menciona (o al menos no hasta donde yo he leído) a WhatsApp como fuente re-creadora de textos, pero no pude evitar relacionarme con eso, dadas mis experimentaciones sacando extractos de chats para escribir literatura, teatro o cine.
Si tienen la oportunidad de encontrarse con Escritura no creativa, de Kenneth Goldsmith, hagan un alto en todo, cómprenlo y léanlo. Aunque no coincido en algunas de sus propuestas, me parece que Goldsmith arroja una luz sobre la literatura actual dialogando con el mundo digital. El rol autoral, como también señala Goldsmith, siempre estará presente, ya que se va a seleccionar, modificar los textos previos y ahí interviene este autor a modo de procesador de textos. Es lo que he hecho con mis propios chats de WhatsApp…
De una forma purista, podría decir que me he plagiado a mí mismo, que quizás debí ser más «creativo» escribiendo diálogos específicos para mis personajes, pero prefiero pensar que los textos de la naturaleza que sean, se van creando y son ellos quienes me buscan a mí. Quiero creer que muchos de ellos intervienen a través de mis chats de WhatsApp y de una forma tácita, me piden que no los deje morir (o congelarse) en la pantalla del teléfono. Quino creer que ese Santiago malo, risueño, irónico que escribe en diferentes tonos son sólo manifestaciones para luego producir otra cosa, que son pre-textos para terminar en un escenario o en una novela.
Pensando así, me siento ya curado de muchas chats no tan amistosos.
Con los cuerpos gastados, luego de años buscándose en otros cuerpos, se reconocieron al instante, en esa calle húmeda y melancólica de una Guayaquil que aun dormía entre sus alcoholes de la noche anterior. Con la ciudad en resaca, el reconocimiento de sus cuerpos fue más fácil. Se fundieron en un abrazo extraño, intenso pero distante, suave pero violento, dulce pero agrio. Se miraron unos segundos para encontrarse en la mirada del otro, sonrieron. Ninguno de los dos emitió comentario alguno. No querían romper la morfología del silencio. Caminaron juntos de la mano, se internaron por una avenida cuyo nombre desconocían. El calor del día empezaba, pronto tuvieron las manos transpiradas y el contacto provocaba una suerte de asco y excitación. Cuando lo asqueroso se vuelve placer, había pensado ella, sin imaginarse que él también había hecho la misma reflexión.
Siguieron caminando, se detuvieron a desayunar en un café que se caía a pedazos y cuyo olor a frutas batidas invadía el ambiente. Sentados frente a frente, con la mesa de por medio, juntaron sus cuatro manos, se acercaron, quisieron besarse pero pensaron que sería incómoda la escena y prefirieron esperan el bolón de verde, el café y el batido de naranja.
Unas horas más tarde, yacían exhaustos el uno al lado del otro, mirándose al espejo clavado en el techo. Estaban gastados, usados, algo marchitos pero eran ellos, auténticos en sus defectos físicos. No había nada más que decir. Se habían encontrado como querían, en una ciudad imposible, de sudores amargos a la hora del alba.
Alguna vez escuché decir a algún autor cuyo nombre ya no recuerdo, que se es escritor aun cuando no se escriba. Recuerdo haberme quedado pensando en esa frase, dándole vueltas. En aquel entonces era un adolescente, etapa en la que escribía de forma compulsiva, todos los días por varias horas y se me hacía imposible la idea de imaginarme escritor sin estar escribiendo.
Pasaron los años, llegó la universidad, el trabajo, la maestría y demás. El tiempo para escribir se vio mermado. Pasaba (y a veces paso) días o semanas sin escribir una sola línea. Mientras realizaba mis otras actividades me preguntaba: ¿seguiré siendo escritor? Y ante esa pregunta emergía ese recuerdo de antaño respondiéndome: Se es escritor aun cuando no se escriba.
Luego vi y leí muchas entrevistas a escritores que amo y más o menos cada uno desde su mística de trabajo, coincidían en ese aspecto. Hay otras cosas que se pueden hacer mientras no se escribe pero que sin duda son material para la escritura. La más importante de todas ellas: Vivir.
Aun cuando no escriba un cuento, una novela, un guion, mi cabeza siempre martillea con situaciones, con personajes que dicen frases sueltas, con escenarios potenciales para una historia, con noticias que de alguna manera me mueven y se conectan con poco esfuerzo a ciudades, épocas en las que me gustaría trabajar. Creo que la clave es siempre estar atento, escuchar afuera y escuchar adentro. De las dos me parece que la escucha interna va en primer lugar ya que de esta depende de cuán sintonizado puedo estar para darme cuenta de lo que sucede a mi alrededor.
Ya mencioné que el tiempo era responsable de que no pueda escribir todos los días. Eso en parte es verdad pero también es cierto que aparece otra variable: El propio cuerpo.
El cuerpo, o al menos mi cuerpo, tiene su propia gramática. A veces me dice no, no quiero escribir, necesito descansar, dame cariño, aliméntame, báñame pero no me obligues a sentarme, a hundir las teclas y mirar una pantalla en blanco. No quiero ahora, dame una película o una serie para pensar menos. Reconozco que lo complazco con culpa. Quiero escribir, agitar la cabeza y que salgan las palabras pero mi cuerpo se opone, me sabotea. Eso hasta que ocurre algo “mágico”. Mi cuerpo sin avisarme, se sienta y empiezo a teclear. Mi cabeza se despierta y ve que está todo “listo” para trabajar. Y en esa armonía de cuerpo y espíritu que puede durar segundos, horas o días, van apareciendo atisbos de historias y personajes. Se acercan como quien ha sido invitado a última hora a una reunión. Al principio recelosos, dubitativos, poco expresivos, hasta que luego se toman la cancha, debaten, discuten, plantean sus propias reglas.
Después, en algún momento, la fiesta se termina, los personajes toman vuelo y el cuerpo vuelve a pedir descanso, quiere nutrirse, hibernar un tiempo para sentarse después, cuando él quiera y donde quiera.
Aun cuando podría parecer que el tiempo y mi cuerpo son dos enemigos de la escritura, en realidad son dos aliados a los que necesito comprender. Gracias a ellos, puedo también vivir, viajar, leer, conocer, sentir, elementos claves para una escritura libre y sobre todo, sana.
El clásico bar La París en el Hipódromo de Palermo en Buenos Aires, ahora tiene nuevo nombre: la Rabieta, y desde ahí lo que podemos esperar es un ambiente descontracturado, con buena música y una atención de primera. Nada mejor para un verano sofocante que unas cervezas heladas (y lo digo yo, que no soy cervecero).
Fui a La Rabieta con unos amigos para pasar la tarde y noche. Atinamos a llegar en el momento en que todo el equipo del bar hacía un simulacro de incendio, por lo que debimos esperar unos minutos que los aprovechamos observando el hipódromo. Ya dentro del bar, iniciamos con una cerveza artesanal Irish Red Ale y una Rabieta Golden, aprovechando el happy hoy de 18 a 21 (una pinta por 70 pesos). El espacio que es enorme, de grandes distancias y techos altos, logra un ambiente acogedor con el uso de madera en las mesas y en algunas paredes. Los amplios ventanales que decoran el bar permiten una gran entrada de luz y apreciar la vista verde del hipódromo. Caminando más hacia el interior del bar, el ambiente cambia. Se vuelve más íntimo, de iluminación tenue, con unas mesas largas para tomar una cerveza al paso. Se encuentra también la cocina, donde se exhiben con orgullo varios chorizos colgantes y grandes porciones de queso, al mejor estilo francés. Más hacia el fondo hay un tercer ambiente que es una especie de salón reservado para ocasiones especiales, con varias mesas grandes en diferentes lugares del espacio.
Decidimos ubicarnos en el que sería el ambiente principal, cerca de la barra. A las seis de la tarde, había varias mesas ocupadas por gente de diferentes edades que a juzgar por sus trajes, estaban haciendo un after office. Algunos otros aprovechaban el lugar para hacer reuniones de negocios a la última hora del día, también algunos turistas llegaban atraídos por la fachada atractiva del espacio.
Uno de mis amigos decidió “merendar” primero por lo que se pidió un café con un cheesecake que vale decir estuvo delicioso. Esa textura suave en la que la jalea se difumina con la masa y el sabor transita entre lo dulce y lo salado. Siempre me pasa que la cerveza me da un poco de hambre así que además de devorarme la picada de maní, le eché mano al cheesecake. Lo siento, amigo.
Más tarde, nos pedimos una picada para tres y aunque la mesera nos advirtió que podía ser mucho para nosotros aceptamos el desafío. No se equivocó en la advertencia. La picada fue abundante, con jamón ahumado, jamón serrano, aceitunas, pan artesanal, salame, queso azul, brie, roquefort, mozzarella, paté de hígado, humus y otras salsas que no logré identificar. La ubicación de cada ingrediente convertía a toda la tabla en una especie de cuadro que daba pena desarmar. Vale destacar la variedad de sabores que permitieron un maridaje interesante para charlar mientras probábamos esas diferentes combinaciones de quesos y jamones.
Volvimos a pedir otra ronda de cervezas y esta vez agregamos una Rabieta American IPA. Aunque era buena, el sabor resultó demasiado fuerte. Agradecí no haber sido yo el que la pidió.
Ir a La Rabieta fue un grato descubrimiento. Las cervezas de la casa superaron mis expectativas con sus sabores atrevidos y con mucho volumen. Aunque se encuentra en una zona muy top de Palermo, los precios del lugar son modestos y adecuados. Sin duda es un bar que vale la pena visitar una y otra vez. Con seguridad volveré en mi próxima visita a Buenos Aires pero exclusivamente por la noche, cuando la música cambia, cuando el ambiente de luces tenues se apodera del bar y cuando el murmullo, las charlas entrecortadas, las risas ocasionales se ponen a tono con el eventual choque de jarros de cervezas para celebrar por un encuentro, por un año más o por la vida misma.
Every book has its own time. I «discovered» a few days ago a book I bought at the beginning of 2016. I knew the book was great but I was enchanted by another books and suddenly I forgot it.
At the end of the last week I decided to throw away many folders, papers and I found that book. It calls The Anatomy of Story, by John Truby. The author reveals some secrets to tackle the huge work of writing stories. I bought it for a course I had to prepare in that time. The last week I started to read it and I found it amazing. I said to myself: «Why didn’t read it before?» There’s no a logical answer.
Everything on the book is making sense right now. It’s as if the book is telling me what to do in my craft (as a writer) right now. I’ve decided to chose some excerpts from the book to share with my students in a short course I have to prepare for this week. I think is gonna be nice to discuss some advices that Truby gives to the screenplayers.
As I said, books have their own time and this book had to reveal it to me just now. I’m very grateful to be ready to read/hear/understand the book.
Hay un proverbio chino que dice «quien puede lo hace, quien no, lo enseña», como una suerte de satisfacción de por lo menos contribuir con la formación de otro si es que no se puede ejercer lo que aprendiste. En algunos círculos se suele pensar que el profesor es un poco eso, alguien que no pudo o aun no ha podido consagrarse profesionalmente y por tanto desemboca su saber en el aula de clase. En mi caso particular no soy docente porque no te tenido de otra. Yo he elegido serlo por vocación, por un deseo profundo, por considerar a la enseñanza una forma de contribuir con la ciudad donde me desenvuelvo.
Enseñar es un acto de humildad. Es ponerse al servicio del otro, ser generoso en la transmisión del conocimiento. Es también estar consciente que no se sabe todo, que como docente uno tiene ciertos límites y que en ocasiones son los estudiantes quienes enseñan. A momentos me obligan a replantearme conceptos, de entrar en conflicto con lo que creo y lo que no. Y en ese conflicto, aprendo, renuevo ideas, aprendo cómo encarar nuevas situaciones sobre la marcha.
Ser profesor es un oficio que nunca se agota. Es muy parecido al teatro en el sentido que uno tiene un guion de lo que pretende abordar en esa sesión, pero en el aula todo puede pasar y a veces toca improvisar, olvidar el texto, entregar los huesos, repetir una y otra vez cómo funciona la teoría de sistemas, cómo se construye la paradoja de un personaje, qué diferencia hay entre escaleta y tratamiento. Repetir, buscar nuevos caminos de entrada hasta que se diluya el terror que produce un concepto nuevo.
La mayor satisfacción que puedo tener como docente es ver a los estudiantes poner en práctica aquello que han aprendido en clases. Verlos discutir entre ellos utilizando el nuevo léxico aprendido, relacionando la teoría con la práctica. No importa que no me agradezcan al final. No enseño para ser rock star o figura de culto. Cumplo con mi trabajo y mi preocupación siguiente es siempre el nuevo ciclo de clase que me toca preparar. Como profesor me gusta estar a disposición donde me necesiten, prepararme y acudir a la defensa de las fronteras de la educación. Revisar películas para aplicar en talleres de aprendizaje, seleccionar textos para discutir en clase, leer el día a día de la ciudad para analizar desde el campo comunicacional y artístico qué nos sucede como sociedad.
Ser profesor me pone en un constante desafío, me mantiene alejado de la zona de confort. Con la enseñanza aprendo cada día más de mí y también sobre este oficio que no sé hasta cuánto lo ejerceré. En todo caso, en ejercicio o no de la docencia, el aula de clases será siempre mi hogar, mi escenario, mi patria.
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