(Fecha desconocida: Podría ser hace un año, cinco o diez. Igual todo en este plano esilusorio)
Creo que lo amé desde la primera foto en que lo vi. Compartíamos muchos amigos pero nos separaba la barrera de «la solicitud pendiente» en Facebook. Repasé sus fotos, sus viajes a la Patagonia, sus ponencias como joven promesa de la literatura del Cono Sur, sus fotos familiares. No era lindo en aquel entonces pero había algo en esos ojos rasgados, en sus mejillas abultadas y rosadas, en ese cabello abundante surcado de pelos grises que me sacó de la anomia cotidiana.
Me hice esclava de sus fotos, de sus posteos a los que no podía poner Like. Lo busqué, lo viví, lo toqué por google. Ambos teníamos treinta años en esa época. Sentí un poco de envidia que teniendo la misma edad él ya fuera una joven promesa con varios libros y yo apenas una compositora con alguna canciones circulando. Me imaginé navegando en su esternón, buceando entre sus venas hasta llegar a su garganta y adueñarme de su boca, de sus palabras, de aquellos adjetivos rebuscados con lo que solía escribir historias de amor gótico. Imaginé mi nombre entrelazado a su apellido, mi piel a la suya, mis melodías con sus letras. Y así hasta llegar a la foto en que me miró directo a los ojos. Quise pasar el cursor hacia otra foto pero ahí seguía, con esos ojos orientales profundos violando mi mirada. Me había descubierto, sabía todo de mí y lo que quedaba era el vacío de saludos no pedidos. Congelé mis ojos en los suyos, una melodía con ukelele invadió mi cabeza y nos quedamos atados en esa foto. No quise ni pestañear porque tuve miedo de terminar saltando a otra escena.