En algunas cosas soy bastante digital pero en otras, como en la escritura, prefiero el papel. La escritura con bolígrafo o lápiz entrando en contacto con el papel es una acción necesaria para disociarme en el espacio. Dejo de estar en mi escritorio para trasladarme a una montaña, a un domingo lluvioso, una cama de hotel o para viajar a mi propio interior.
Sería más fácil claramente solo teclear y que el monitor muestre las palabras prolijas, limpias, sin errores pero me resulta un proceso más frío que prefiero cuando estoy escribiendo algo con más formalidad (tipo un ensayo o algo del trabajo) o cuando se trata de procesos de largo aliento (tipo una novela). Sin embargo, aun en estos casos siempre empiezo con bocetos y garabatos en letra manuscrita. En medio de ese caos de tinta de diferentes colores, borrones y tachones encuentro un orden, una luz para desarrollar ideas.
Usualmente para estos borradores desquiciados tengo siempre una o varias libretas. Algunas tamaño bolsillo, otras más grandes. Durante muchos años fui fiel a las Moleskine, donde plasmé cientos de ideas y también me desahogué a modo de diario. Fueron leales compañeras de trabajo y aventura, hasta que conocí a la familia Midori. Me dejé encantar por la calidad de su papel, su portabilidad, su cobertura vintage. Pensaba que me gustaría sólo por novelería pero he desarrollado un vínculo especial con Midori. No son tan populares como Moleskine pero tienen ese gustito a viejo y nuevo que encanta.
Comencé a usarla desde mi viaje a Buenos Aires para las fiestas navideñas del 2017. El propósito puntual era usarla sólo como un diario de viajes pero desde ese momento hacia acá, ha fungido de agenda de actividades, lista de películas por ver y ya vistas, pensamientos sueltos para no olvidar, temas para posibles escritos futuros. Incluso ciertas ideas para este mismo post se escribieron en mi Midori Journal.
Escribir a puño y letra me da una libertad que no siento cuando ya estoy trabajando en la compu. Siento que a mano puedo escribir cualquier cosa sin sentido y que no importa si es buena o mala, pues el papel es el hogar ideal para todo. Muchas letras quedarán probablemente ahí, no harán el tránsito a lo digital pero quizás alguien las encuentre alguna vez y le digan algo a ese fortuito lector. Una de las cosas que más amo de escribir es esa idea de la permanencia, de fijar algo en lo efímero que es nuestro paso por este plano terrenal. Y en la permanencia o en la lucha para existir, siento que el papel es el mejor amigo.
Quizás en el futuro cambie a Midori y vuelva a Moleskine o encuentre un nuevo diario. Poco importa. Lo realmente valioso es el vínculo con papel, el fluir de las emociones que terminan en letras manuscritas, el pasar de la sangre a la tinta y que en ese nuevo lugar las letras tengan la libertad de ser lo que quieran, incluso en contra de mi voluntad si fuera el caso.
Hay un proverbio chino que dice «quien puede lo hace, quien no, lo enseña», como una suerte de satisfacción de por lo menos contribuir con la formación de otro si es que no se puede ejercer lo que aprendiste. En algunos círculos se suele pensar que el profesor es un poco eso, alguien que no pudo o aun no ha podido consagrarse profesionalmente y por tanto desemboca su saber en el aula de clase. En mi caso particular no soy docente porque no te tenido de otra. Yo he elegido serlo por vocación, por un deseo profundo, por considerar a la enseñanza una forma de contribuir con la ciudad donde me desenvuelvo.
La mayor satisfacción que puedo tener como docente es ver a los estudiantes poner en práctica aquello que han aprendido en clases. Verlos discutir entre ellos utilizando el nuevo léxico aprendido, relacionando la teoría con la práctica. No importa que no me agradezcan al final. No enseño para ser rock star o figura de culto. Cumplo con mi trabajo y mi preocupación siguiente es siempre el nuevo ciclo de clase que me toca preparar. Como profesor me gusta estar a disposición donde me necesiten, prepararme y acudir a la defensa de las fronteras de la educación. Revisar películas para aplicar en talleres de aprendizaje, seleccionar textos para discutir en clase, leer el día a día de la ciudad para analizar desde el campo comunicacional y artístico qué nos sucede como sociedad.
Este año también hice conciencia sobre mi cuerpo. No es que no la tuviera antes, pero este 2017 decidí tomar acciones concretas. Por primera vez me metí a un gimnasio para entrenar y decidí hacer un cambio leve en mi alimentación: abandoné las gaseosas y empecé a comer mucho menos en la hora de cena. Como resultado me siento más dispuesto, más ágil y me siento más contento con la imagen que veo proyectada en el espejo.
Esta semana estuve en el taller de dramaturgia que impartió Ignasi Vidal (El Plan, Dignidad) en el Estudio Paulsen (Las Peñas, Guayaquil). Aunque no pude asistir a las dos primeras sesiones por asuntos laborales y académicos, los tres días que participé fueron maravillosos. Ignasi fue muy generoso en compartir su experiencia con nosotros, dándonos consejos útiles acerca del proceso creativo y sobre todo muy detallista a la hora de la retroalimentación de los trabajos. El grupo también contribuyó a generar un ambiente distendido, cálido, cosa que no siempre se consigue en los talleres de escritura.
Por primera vez en la vida me compré una balanza. Nunca me había importado saber cuánto pesaba. Me bastaba con lo que me dijera el espejo pero con el ejercicio surgió la necesidad de llevar una especie de registro de lo que pasaba con mi cuerpo. Y la balanza apareció ante mí como una posibilidad de diario sobre mis kilogramos perdidos o ganados. Paralelo a esto surgió también la necesidad de registrar en fotos parte del proceso y publicarlas en mi cuenta de Instagram. No lo hago por una cuestión exhibicionista sino a modo de bitácora, quiero ver mi paso a paso, ver a lo largo del tiempo qué pasa conmigo en esta nueva fase. Siempre habrá alguno que otro amigo sufridor que haga algún comentario «bromeando» por los fotos en el gym. En realidad veo mi cuenta de Instagram como una bitácora muy personal de lo que me gusta y hago, así que ni siquiera tomo en cuenta los comentarios aparentemente bromistas. Sigo en lo mío, registrando el proceso, para recordarlo, guardarlo y no confiando únicamente en mi memoria frágil.
Del martes al jueves de esta semana un buen grupo de docentes de la UCG estuvimos reflexionando junto a la Dra. Paula Carlino sobre los procesos de aprendizaje en las facultades, específicamente en el campo de la lectura y la escritura académica. ¿Cuántos estudiantes leen? ¿Cómo escriben los estudiantes? ¿Cómo califica el profesor un ensayo? ¿Qué dificultades tiene un estudiante al escribir un texto académico argumentativo? Varias de estas interrogantes rondaron los tres días de capacitación. Previamente habíamos leído algunos textos de Carlino y otros autores preocupados por este campo específico de la educación. Descubrí con sorpresa la inversión que hacen las universidades anglosajonas para crear Centers of Writing, departamentos con tutores dedicados a ayudar a los estudiantes para mejorar sus ensayos académicos.

cuántas y cuáles serían a ciencia cierta. Seguro que la búsqueda espiritual viene por ella y por mi abuela (su madre). Y no hablo de esa búsqueda espiritual necesariamente cristiana ni de iglesias. Es la de buscar más allá, de encontrar una metafísica en lo que nos rodea. Le agradezco por nunca haberme inculcado la idea de un Dios castigador, le agradezco por no haberme obligado a ir misa si no lo sentía, le agradezco por respetar que en mi adolescencia y en mis primeros veinte me hubiera autodenominado ateo, le agradezco por enseñarme a no juzgar a nadie que profesara un credo diferente. Mi mamá, quien nunca fue profesora, ha sido mi mejor maestra de las cosas sutiles, de los valores que no se pueden intercambiar.
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