El clásico bar La París en el Hipódromo de Palermo en Buenos Aires, ahora tiene nuevo nombre: la Rabieta, y desde ahí lo que podemos esperar es un ambiente descontracturado, con buena música y una atención de primera. Nada mejor para un verano sofocante que unas cervezas heladas (y lo digo yo, que no soy cervecero).

Fui a La Rabieta con unos amigos para pasar la tarde y noche. Atinamos a llegar en el momento en que todo el equipo del bar hacía un simulacro de incendio, por lo que debimos esperar unos minutos que los aprovechamos observando el hipódromo. Ya dentro del bar, iniciamos con una cerveza artesanal Irish Red Ale y una Rabieta Golden, aprovechando el happy hoy de 18 a 21 (una pinta por 70 pesos). El espacio que es enorme, de grandes distancias y techos altos, logra un ambiente acogedor con el uso de madera en las mesas y en algunas paredes. Los amplios ventanales que decoran el bar permiten una gran entrada de luz y apreciar la vista verde del hipódromo. Caminando más hacia el interior del bar, el ambiente cambia. Se vuelve más íntimo, de iluminación tenue, con unas mesas largas para tomar una cerveza al paso. Se encuentra también la cocina, donde se exhiben con orgullo varios chorizos colgantes y grandes porciones de queso, al mejor estilo francés. Más hacia el fondo hay un tercer ambiente que es una especie de salón reservado para ocasiones especiales, con varias mesas grandes en diferentes lugares del espacio.

Decidimos ubicarnos en el que sería el ambiente principal, cerca de la barra. A las seis de la tarde, había varias mesas ocupadas por gente de diferentes edades que a juzgar por sus trajes, estaban haciendo un after office. Algunos otros aprovechaban el lugar para hacer reuniones de negocios a la última hora del día, también algunos turistas llegaban atraídos por la fachada atractiva del espacio.
Uno de mis amigos decidió “merendar” primero por lo que se pidió un café con un cheesecake que vale decir estuvo delicioso. Esa textura suave en la que la jalea se difumina con la masa y el sabor transita entre lo dulce y lo salado. Siempre me pasa que la cerveza me da un poco de hambre así que además de devorarme la picada de maní, le eché mano al cheesecake. Lo siento, amigo.

Más tarde, nos pedimos una picada para tres y aunque la mesera nos advirtió que podía ser mucho para nosotros aceptamos el desafío. No se equivocó en la advertencia. La picada fue abundante, con jamón ahumado, jamón serrano, aceitunas, pan artesanal, salame, queso azul, brie, roquefort, mozzarella, paté de hígado, humus y otras salsas que no logré identificar. La ubicación de cada ingrediente convertía a toda la tabla en una especie de cuadro que daba pena desarmar. Vale destacar la variedad de sabores que permitieron un maridaje interesante para charlar mientras probábamos esas diferentes combinaciones de quesos y jamones.

Volvimos a pedir otra ronda de cervezas y esta vez agregamos una Rabieta American IPA. Aunque era buena, el sabor resultó demasiado fuerte. Agradecí no haber sido yo el que la pidió.
Ir a La Rabieta fue un grato descubrimiento. Las cervezas de la casa superaron mis expectativas con sus sabores atrevidos y con mucho volumen. Aunque se encuentra en una zona muy top de Palermo, los precios del lugar son modestos y adecuados. Sin duda es un bar que vale la pena visitar una y otra vez. Con seguridad volveré en mi próxima visita a Buenos Aires pero exclusivamente por la noche, cuando la música cambia, cuando el ambiente de luces tenues se apodera del bar y cuando el murmullo, las charlas entrecortadas, las risas ocasionales se ponen a tono con el eventual choque de jarros de cervezas para celebrar por un encuentro, por un año más o por la vida misma.
hat book. It calls The Anatomy of Story, by John Truby. The author reveals some secrets to tackle the huge work of writing stories. I bought it for a course I had to prepare in that time. The last week I started to read it and I found it amazing. I said to myself: «Why didn’t read it before?» There’s no a logical answer.
Hay un proverbio chino que dice «quien puede lo hace, quien no, lo enseña», como una suerte de satisfacción de por lo menos contribuir con la formación de otro si es que no se puede ejercer lo que aprendiste. En algunos círculos se suele pensar que el profesor es un poco eso, alguien que no pudo o aun no ha podido consagrarse profesionalmente y por tanto desemboca su saber en el aula de clase. En mi caso particular no soy docente porque no te tenido de otra. Yo he elegido serlo por vocación, por un deseo profundo, por considerar a la enseñanza una forma de contribuir con la ciudad donde me desenvuelvo.
La mayor satisfacción que puedo tener como docente es ver a los estudiantes poner en práctica aquello que han aprendido en clases. Verlos discutir entre ellos utilizando el nuevo léxico aprendido, relacionando la teoría con la práctica. No importa que no me agradezcan al final. No enseño para ser rock star o figura de culto. Cumplo con mi trabajo y mi preocupación siguiente es siempre el nuevo ciclo de clase que me toca preparar. Como profesor me gusta estar a disposición donde me necesiten, prepararme y acudir a la defensa de las fronteras de la educación. Revisar películas para aplicar en talleres de aprendizaje, seleccionar textos para discutir en clase, leer el día a día de la ciudad para analizar desde el campo comunicacional y artístico qué nos sucede como sociedad.
Había escuchado hablar de este bar en muchas guías de viaje. En varios sitios web lo colocan como uno de los lugares imprescindibles para visitar en Buenos Aires. Claramente no tiene la fama que puede tener El Tortoni, donde encontrar una mesa puede ser todo un parto complicado, pero por la fotos pude observar que El Banderín era en un bar que valía la pena visitar. Me bajé en la estación Gardel de la línea B, salí por el Abasto Shopping y con la ayuda del GPS, llegué hasta Guardia Vieja 3601, en pleno Almagro. Fue fácil identificar el bar entre los demás de la zona por sus letras pintorescas de fileteado porteño. Aunque pequeño, es un bar con mucha personalidad, clavado en toda la esquina de Guardia Vieja y Billinghurst.
Ya en el interior del bar, que por las tardes funciona más como un café, banderines de clubes de todo el mundo decoran todas las paredes del lugar, en especial en la parte de la barra. Aunque no había música en el espacio, el sonido ambiente se llenaba con el bajo volumen de un partido de fútbol y la charla del encargado con uno de los meseros. La política y la vida en el barrio, eran sus temas principales de conversación, como suele suceder en cualquier barrio porteño que se respete.


De cualquier manera, este año me he propuesto estructurar un poco mi vida a modo de planning. Cuando hice el balance del 2017, me di cuenta de la cantidad de cosas que había hecho pero al recordarlas, las veía como actividades dispersas, intermitentes, y tediosas. A pesar de que tuvieron buenos desenlaces me dejaron extenuado. Al final de muchas de esas actividades pensaba que si me hubiera organizado con mayor antelación, no habría sufrido tanto en el proceso. De modo que en las últimas semanas del 2017, me di a la tarea de buscar las mejores maneras de encarar el 2018. Y entre esas horas de búsqueda llegué a un libro muy conocido Getting things done, que es básicamente un manual de acción para llevar una vida más organizada y menos agitada y Your Best Year 2018, que se edita cada año y que es una agenda de trabajo pensada tanto para la parte de negocios como para la vida personal.
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