Viernes 30 de octubre, 17:15. Las pantallas en Ezeiza (Buenos Aires) mostraban el estado de mi vuelo: Demorado. En el counter me dijeron que embarcaríamos una hora después de lo previsto, pero que de igual forma tenía que hacer migración máximo a las 18. La nueva hora de salida sería a las 20:30. De cualquier manera no me lo tomé a mal. Este fue el único viaje con demora de todos los que he hecho este año. Quizás el aeropuerto sea el único lugar en el mundo donde me es placentero esperar. Estar rodeado de diferentes acentos, etnias, idiomas, abrigado por la voz impersonal que anuncia la llegada y salida de vuelos, con carritos que transportan maletas de todos los colores y formas, me resulta un escenario fascinante. La aventura de viajar se inicia desde ese momento en que se abren las puertas automáticas del aeropuerto y me inserto en un espacio donde personajes administrativos y pasajeros se mezclan en una sinfonía de movimientos a veces más lentos, a veces más acelerados dependiendo del vuelo que toque. Ese tránsito infinito me atrapa desde la infancia. Cuentan mis papás que aun cuando no sabía hablar, ya tenía trazada en la cabeza la ubicación del aeropuerto y que rompía en llanto cuando nos desviábamos de la ruta que conducía al Simón Bolívar (hoy José Joaquín de Olmedo). Tardaron algún tiempo en entender que no lloraba por hambre o sed sino porque nos estábamos alejando del aeropuerto. No sé qué santo o entidad hizo que mi papá en una de las salidas que hacíamos volviera a pasar por el aeropuerto y entendiera que lo que yo quería, siendo un nene menor de un año, era ver a los aviones.

No hay una explicación lógica para mi fascinación por los aviones. Ya más grande, alrededor de los cinco años, el ir al aeropuerto sea o no para despedir o buscar a algún familiar, se convirtió en una paseo familiar bastante habitual. Me gusta observar cuando despegaban y aterrizaban los aviones en la época en que el aeropuerto de Guayaquil tenía esa especie de mirador donde los familiares podían despedir a los viajeros. Esa imagen se ha quedado grabada en mi memoria. El aeropuerto de Guayaquil en los 90 todavía tenía ese raro encanto de estación de pueblo, medio improvisado, caótico, familiar.
El paseo al aeropuerto se complementaba con algún almuerzo o merienda en el bar-restaurante que había en el segundo piso, desde donde se tenía vista directa a la pista de aterrizaje. Las mesas más peleadas obviamente eran aquellas que estaban junto a los ventanales. Me embargaba la emoción cuando encontraba una vacía y me adueñaba por completo de ella. También me emocionaba cuando veía la cara de decepción de alguien al vernos a mí y a mi familia en la mesa. De niño era un fanático de la competencia y no me gustaba perder. Recuerdo todavía el sabor de las papas fritas que pedía para comer mientras veía los aviones nacionales ya extintos de Saeta, San, Ecuatoriana. Me gustaban sus colores y ver a la gente bajar con sus bolsos de mano y caminar a pie sobre la pista.
No viajé mucho en avión durante la infancia y quizás por ello se fue alimentando en mí esa fantasía por lo aéreo. Me imaginaba ahí, abrochándome el cinturón, mirando por la ventanilla, teniendo la sensación de penetrar el aire, dejando la ciudad para llegar a otro destino. Algo así sentí a los 17 años cuando en el 2003, el avión de la desaparecida Varig me transportaba a São Paulo desde Bogotá. El horizonte desapareció para dar lugar a la ciudad más grande de Sudamérica. Siendo además fanático de Brasil, ese primer viaje largo me dejó sin aliento. Ver a São Paulo desde el aire es uno de los recuerdos más lindos que tengo relacionados a la aviación (qué ambicioso suena eso). Siempre trato de ubicarme en el asiento junto a la ventanilla para mirar las ciudades desde arriba y ver sus diferentes formas, a veces geométricas, otras con diseños urbanos más caprichosos. Algunas en medio de la selva, otras en medio de montañas, pero todas diminutas y frágiles desde lo alto.

Con toda esta fascinación por los aeropuertos y aviones, pilotar es claramente una cuenta que tengo pendiente. Sueño con manejar un avión, surcar aires, nubes, sobrevolar campos, mares, desiertos, así como cuando de niño jugaba con los aviones que me regalaban, inventando además aeropuertos de partida y arribo. Algún día pilotearé aunque sea una avioneta. Luego de eso podré volver a ser un pasajero delirante, fanático de las esperas y de las escalas infinitas. El destino siempre estará en el aire.
cuando intentaba ingresar mi clave y como esta contenía una de las letras mencionadas más arriba, no conseguía entrar al sistema. Ahí fue cuando empezó mi relación forzosa con el teclado bluetooth. Mi laptop dejó de serlo para convertirse en una especie de Frankenstein, que llamaba la atención en cualquier parte. Pensé que sería fácil de arreglar, pero todos los técnicos que consulté me dijeron de forma unánime: «Tenés que cambiar todo el teclado porque el circuito está muerto». No entendía bien eso del circuito pero sonaba a una especie de cáncer terminal, una metástasis en el teclado que me condenaba al teclado bluetooth por tiempo indefinido.
¿Volvería a escuchar el sonido de las teclas de la MacBook mientras escribía? (perdón, parezco un poco frívolo, pero el tecleo es muy importante para mí mientras escribo) ¿No se dañaría otra cosa en el intento de extirpar el viejo teclado y colocar el nuevo? El miércoles 21 a la mañana retiré mi compu. Me la entregó la madre del proveedor. La señora no entendía bien mi alegría desmedida por el teclado nuevo y como si tuviera la necesidad de compartir mi emoción con alguien, le dije antes de irme que iba a “jubilar” al teclado bluetooth. La señora, en su instinto maternal, sólo atinó a decir: “Y guardalo de todas formas, por si lo necesitás en algún momento”. Lo guardaré pero espero no necesitarlo sobre mi laptop nunca más.
y en teoría ya era magíster desde entonces, la ceremonia era el ritual necesario para confirmar ante una sociedad que ya poseía el título. Siempre he sido escurridizo en este tipo de eventos, me siento incómodo, ser el centro de miradas me pone un tanto nervioso, pero era parte del protocolo esperar a ser llamado, subir al escenario, recibir el diploma simbólico de las manos del director de la maestría y volver al asiento. Fue la oportunidad de verme con dos amigos de la maestría y de encontrar con sorpresa a varias ex alumnas que se recibían de licenciadas en Periodismo. Volvía a sentirme en casa.
abrió en marzo de 2012, cuando en una maleta cargada de sueños venía a Buenos Aires con la intención de cruzar una maestría. Sentí ese miércoles un sabor a fin de ciclo, como cuando la serie está al fin de una temporada. Mirando para atrás, mucha agua ha corrido y la verdad que volvería a hacer todo de nuevo, con los aciertos y los errores.
Si bien en agosto estuve acá por motivo de un viaje académico, este regreso tiene otro sabor. Es como una especie de fin de ciclo y con ello, han surgido emociones encontradas, recuerdos inesperados que me han asaltado en una calle, en un café, en alguna charla. Se trata de un regreso a una ciudad que es para mí, mi segundo hogar. Mirando atrás me encuentro pegado al GPS del celular, consultando mapas, tomando colectivos con desconfianza y aprendiendo nombres de calles y lugares que me sonaban agrios. Ahora cada una de esas calles y lugares guarda un recuerdo especial, de esos que arrancan una sonrisa ligera. Buenos Aires pasó de ser la ciudad de mis estudios a la ciudad de mis afectos.
mí. Nos fusionamos en un raro abrazo de tres años, nos apretujamos los huesos, lloramos, sudamos, nos escupimos a la cara también para luego volver a un cálido abrazo de verano. Me acurruqué en sus vericuetos de Retiro y Recoleta, descansé en sus bosques palermitanos, caminé enojado maldiciendo en Chacarita, pasé horas leyendo sobre ella en los colectivos y subtes. Nuestra relación siempre fue de pasiones extremas, nunca de medias tintas.
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