Estudiando la filmografía de Harmony Korine (del que hablaré la próxima semana), me encontré con este documental que busca hacer un retrato de arte underground norteamericano de los años 90. Jóvenes que empezaron a tomarse las calles como lienzo para contar las historias que se desbordaban en sus cabezas y que en sus inicios eran considerados como enfants terribles. Así, desde la pintura, la música, el grafitti, el cine, varios artistas (entre ellos el cineasta Harmony Korine) hablan de sus vidas, sus influencias, sus procesos y sus primeros trabajos. Si bien es un documental más del tipo entrevistas «cabezas parlantes», tiene muy buen ritmo y como fuente de información es excelente.
Acá el link para verlo completo en Youtube con subtítulos en español.
«Escribe un texto sobre el que quieras trabajar», me dijo Itzel Cuevas al final de una de nuestras sesiones de entrenamiento actoral. El mandato me emocionó y al mismo tiempo me llenó de ansiedad. Tuve la misma sensación de incertidumbre que cuando alguien se entera que hablo varios idiomas y me dice: «dime algo en francés, en italiano, etc». Es como que agarra fuera de base y no sé qué decir. Mi cerebro entra en black out. Y lo mismo me pasó con ese texto que quería trabajar.
Como primera cosa, hice la del vago, esculqué en textos míos viejos a ver si encontraba algo interesante. Algunos me parecían chéveres pero no los sentía teatrales o no me interesaban para trabajarlos yo desde el cuerpo, así que al no encontrar un texto que me llenara, emprendí la escritura de uno nuevo. Por alguna razón pensé que debía escribir sobre algún miedo y ahí surgió la semilla: El miedo a los aeropuertos.
Esto es una paradoja porque amo viajar, vibro desde que elijo el lugar de destino, amo los ambientes de aeropuertos, pero le tengo terror a la sala de migración. Me pongo ansioso, nervioso, sudo frío, trato de disimular el miedo que me da y sólo respiro cuando ya estoy en el avión. Mientras escribía el primer esbozo de ese texto, recordé que ese tema ya lo había trabajado en un ejercicio escénico durante un taller que hice con Leo Van Cleynenbreugel, pero a modo de improvisación. Las líneas no las recordaba pero sí tenía clara la sensación de angustia, ansiedad que me produjo «revivir», «reproducir», la situación en la sala de migración.
Con el primer borrador, Itzel me dio ciertas directrices de movimientos antes de trabajar el texto como tal. Luego de algunas sesiones más, tuvimos un corte por el montaje de Romeo y Julieta donde Itzel actuaba y yo tuve un viaje a Buenos Aires. Cuando retomamos, vino la segunda escritura del texto. «Debe ser más dramático», me dijo Itzel. Entendamos por dramático las acciones y no el lloriqueo de telenovela mexicana. La segunda versión agarró fuerza, podía visibilizarse la historia, había un recorrido por diferentes momentos. En cuanto al montaje, Itzel había propuesto varias alternativas, todas geniales, pero resultaban muy costosas y difíciles para realizar, considerando además que si nos íbamos a presentar en el Microteatro, el presupuesto debía ser reducido.
Al final encontramos una propuesta más viable, recurrimos a los servicios de Valeria Galarza, una genia del cómic que dibujó para nosotros los paneles que utilizaríamos como única escenografía. En paralelo teníamos también a Diana Pacheco, mi gran amiga, compinche que siempre estuvo ahí para dar sugerencias, metiendo el hombro para conseguir utensilios, herramientas y hacer electricista, carpintera, pintora si fuera necesario.
Con la escenografía lista, pasamos a los ensayos. Los primeros bocetos parecían funcionar, pero luego sometiéndolos a la observación de personas en cuy0 criterio confiábamos, caímos en cuenta de ciertas falencias y vacíos que teníamos en el montaje, en mi interpretación y en el texto. Se volvió a pulir el texto, se modificó el movimiento escénico, se cambió mi modo de interpretación. Escrito así pareciera que fue fácil pero fue muy difícil, sobre todo para mí que era mi primera vez en un monólogo y de alguna manera estoy expuesto, desnudo (no literal) en escena. Tenía y aun tengo la sensación de ser un recién nacido en el mundo de la actuación y por tanto todo me parece novedoso, extraño y me cuesta todavía lidiar con los gajes del oficio. Desde la escena, ahora he entendido lo fundamental que es tener un director/a contigo. Como actor es imposible verse y muchas veces la propuesta que uno puede tener no es la más viable para el personaje o la obra. El director además debe fungir de coach a momentos y en esto Itzel ha sido importante para mí, siempre con la frase adecuada, en el momento preciso. Siento que con På et Blunk, he descubierto un campo nuevo, gigante, desconocido en el que me inserto sin tener certezas, de la misma forma que entré a lo audiovisual a los 18 años. Con miedos y con ganas. Vuelvo a ser aprendiz, alumno que necesita ser guiado y poner en práctica lo aprendido. En ese proceso he vuelto a ver de cerca los defectos de los que siempre intento huir u ocultar. Pero en el teatro no hay cómo mentir, no hay cómo evadir porque entonces lo que ve el público es falso, no es honesto. Así que me ha tocado mirar esos defectos, lidiar con ellos y usarlos en escena.
Itzel Cuevas y Jaime Tamariz, grandes amigos y maestros.
Las funciones han sido otra experiencia. Ninguna ha sido igual a la anterior. Siento que he tenido algunas buenas y otras que pudieron ser mejores, lo cual también me ha llenado de angustia. Los consejos de Jaime Tamariz (director del Microteatro GYE) sobre mi trabajo han sido acertados para seguir trabajando, buscando y para entender que el trabajo de un actor sobre su personaje no termina nunca. Justamente ayer veía una entrevista que la hacían a Penélope Cruz y lo que ella hablaba de su oficio como actriz me hacía mucho sentido. Era como caer en la cuenta de que mis ansiedades y miedos hacen parte del trabajo del actor y que toca convivir con esa sensación de caída libre. Ahora entiendo más por qué los actores y actrices parecieran siempre vivir al límite…
Estoy muy feliz por el proceso que estoy atravesando, me emociona pensar en el aprendizaje que obtendré hasta el final de la temporada de På et Blunk. Me encanta jugar en ese aeropuerto que hemos creado en la escena, en las situaciones hilarantes del personaje, reírme e interpretar muchas cosas que en realidad he pensado en una sala de migración. He llegado hasta hacerme algo «rubio», por el papel. Creo que me haré adicto a esta sensación de construir personajes. Me encantaría en el futuro hacer otra obra corta y quizás más adelante hacer algo audiovisual como actor, pero todo a su tiempo, paso a paso, porque todavía soy un neonato en la actuación. Estoy muy feliz por este proceso y por los amigos y estudiantes que han estado ahí para verme. Aunque a veces me siento desesperado, después de todo también estoy muy cuidado, acompañado en este proceso por personas con una calidad humana generosa. Luego escribiré como un balance sobre la temporada completa.
Con grandes amigos, luego de una de las funciones de la obra.
Y para los que quieran asistir, På et Blunk se presenta de miércoles a sábado, 20:15, 21:55, en el Microteatro GYE (Av. Las Palmas #307 entre Calle 4ta y 5ta).
Yoko Ono ha vivido a la sombra de quien fuera su pareja, el ex beatle fallecido, John Lennon. Ha sido odiada por los fans acérrimos del grupo británico, endilgándole la responsabilidad de ser la causante de la separación de la banda. Ono, pesar de su calidad artística, gozó de poca simpatía y para muchos ha sido sólo «la mujer de John Lennon».
El MALBA en Buenos Aires, decidió realizar una muestra como retrospectiva de la obra de Yoko Ono, desde los años 60 hasta la actualidad. En ella se pueden apreciar vídeos, films, registros sonoros e instalaciones que proponen toda clase de instrucciones, en las que el público debe prestar atención a los latidos de su corazón, a su respiración, a su mirada, entre otros ejercicios que busca la conexión con el propio ser y el entorno.
Como pieza inicial está la famosa obra de la escalera Ceiling Painting, en la que John Lennon descubrió el talento de la japonesa a través de la palabra “sí” (yes) que había que buscar con una lupa en lo alto de una plancha que simulaba un techo. A partir de ese momento, según aseguraba Lennon, se había enamorado perdidamente de ella.
La retrospectiva propone varios momentos. El sellado de la frase “imagina la paz” en los diferentes puntos del mapamundi donde cada uno quisiera que funcionara la frase, el rearmado de varios objetos rotos para luego colocarlos en una estantería, escribir frases con tiza sobre una gran pared oscura, pintar palabras en una pared. También Ono aprovechó la muestra para hacer un llamado a las mujeres latinoamericanas que hayan sufrido algún tipo de violencia para que enviaran una fotografía de sus ojos relatando un testimonio personal de forma anónima.
John Lennon no podía faltar en la obra de Yoko. Queda retratado en una película de long portrait y en otra donde aparece un primer plano de sus nalgas, intercalado con las de Ono. También Lennon fue el responsable del trabajo de sonido de muchos de los vídeo-arte que se encuentran presentes en la escena.
La obra de Yoko obliga a mirar(se) hacia adentro sin descuidar tampoco el encuentro con el otro. En cada una de sus instalaciones, apela siempre al interior para dar cuenta del otro y al mundo donde vivimos. En ella hay una fuerte presencia de la tierra, del agua, del aire y del fuego, pero lejos de sonar imperativa con sus instrucciones, en su obra se respira calma pero no estatismo, acción pero sin prisa. Toda su obra resulta una invitación a desafiarse, a conocerse, a reconocerse en el otro y eso es algo que como visitante, se agradece profundamente.
Yo escribiendo la palabra Saudade. (Nada raro).Una de las «instrucciones» de Yoko.
Para “vivir” la obra de Yoko es necesario entregarse a ella, jugar a los desafíos que propone a través de sus famosas “instrucciones” aun cuando algunas pudieran parecer extrañas. En ese sentido, me dejé llevar por ella; pinté, escribí, subí la escalera con la lupa, contemplé el tragaluz desde donde Ono propone mirar el cielo con otra conciencia. Luego de salir de la muestra de Yoko me sentí pleno, revitalizado, como si hubiera visitado a una amiga que me abrió las puertas de su casa y que me permitió jugar en ella. Tenía muchas expectativas alrededor de esta muestra y quedé gratamente sorprendido. Al igual que el título Dream come true, visitar la obra de Ono fue un sueño hecho realidad.
No nací en una familia consumidora de teatro. Sin embargo de una u otra forma siempre estuvo cerca. Recuerdo haber visto de pequeño varias representaciones teatrales en la calle y más allá de si podía o no entender lo que veía, me gustaba ver la caracterización de los personajes. Era pequeño para entender sobre el hecho escénico pero tengo la sensación de haberme divertido viendo a aquellos actores y actrices asumidos en sus roles.
Más tarde, por el colegio fuimos a ver las obras clásicas que el Teatro Centro de Arte montaba: El Hombre de la Mancha, La vida es sueño, La celestina. De acá me llamó mucho la atención las grandes escenografías y sobre todo me gustaba el momento en que los actores al término de la obra se agarraban las manos y hacían un venia a nosotros, el público. Luego se abría una especie de foro con los actores. Recuerdo claramente haber pensado, sin decirle nada a nadie: “Yo quiero estar ahí, hacer un personaje, estar en el escenario”. Ahora que lo pienso, en esos foros estaban actores que hoy en día son grandes amigos míos.
Por el mismo colegio tuvimos un año (un sólo año) de clases de teatro. Era la última hora de los martes y jueves. El profesor era un belga que balbuceaba un español afrancesado a pesar de que él era flamenco. No puedo recordar los ejercicios puntuales que hacíamos pero sí tengo la sensación de haberme divertido con las consignas, creando una escena pequeña, aprendiendo textos cortos, aprendiendo a proyectar la voz desde el diafragma.
Durante la adolescencia fui bastante introvertido. Mi cartografía era de la casa al colegio y viceversa. Las tardes estaban consagradas para escribir, así que fui muy poco al teatro por motus propio durante la adolescencia. Ya en la universidad, fue decisivo para mí haber conocido a Santiago Roldós y Pilar Aranda, quienes en esa época estaban creando la carrera de Escénica en el ITAE. Tomé con ellos un taller que dieron en Casa Grande en el 2004 y como de costumbre, entraron alrededor de 20 y terminamos 5. El taller me abrió la cabeza en muchos sentidos pero en aquella época con 18 años recién cumplidos, no logré entender muchos ejercicios escénicos, aunque siempre los hice para probarme qué pasaba conmigo. Al final del taller hicimos una linda lectura teatral a partir de varios textos que cada uno de nosotros había escrito. A finales de ese 2004, entré en el grupo de teatro de la universidad Tzantza Grande, que dirigía y sigue dirigiendo Marina Salvarezza. Estuve en todos los montajes posibles del 2005 al 2008, año en que empecé mi proyecto de titulación y casi que como consecuencia natural, decidí unir dos pasiones en una tesis: Haciendo un documental sobre la gestión cultural y el teatro guayaquileño.
Fue en ese proyecto que con mi amigo y compañero de tesis nos metimos de cabeza. Hablamos con los actores, conocimos nuevos grupos, vimos todas las obras que se presentaron durante el 2008 en Guayaquil. Sarao, Arawa, Kurombos, el ITAE se volvieron nuestras casas durante nuestras horas de trabajo. Marchamos con los teatristas por la 9 de octubre para conmemorar el día del teatro, nos metimos en los bastidores de las obras, callejeamos con Arawa con sus montajes y los muñecones que llevaban en el Cerro de Cuentos de Ángela Arboleda, sentimos de cerca el arduo trabajo del teatrista en una ciudad manejada por gestores más de nombre que de acción. Era un Guayaquil quizás un poco diferente al de hoy en día.
Con el documental que terminamos en diciembre del 2008, entendí finalmente muchos de los ejercicios que Santiago y Pilar nos proponían en el taller del 2004. Tuvieron que pasar cuatro años en mí para poder entender más sobre el hecho escénico. Me sentí feliz por haberme dado la oportunidad para luego llegar a escudriñar en los recovecos de la escena. Desde ese 2008, cada 27 de marzo tiene para un sabor especial: el de la creación, los ensayos, la iluminación, los textos como pretextos, el cuerpo en sus infinitas posibilidades sobre las tablas. El teatro además de transportarme a otros mundos, ha sido el lugar que me ha permitido conocer a personas maravillosas que hoy se han convertido en mis amigos. Por el teatro, he viajado, he bebido, he comido, he llorado, he discutido. Es inevitable no involucrarse emocionalmente cuando se habla del teatro. Así que mi enamoramiento con el teatro fue causal como un encuentro, se desarrolló a lo largo de trabajos y sigue creciendo, reinventándose en una escena, en un personaje, en una ciudad o en el campo, en una noche o en una mañana de textos efervescentes.
«Empecé a escribir por casualidad, quizás sólo para demostrarle a un amigo que mi generación era capaz de producir escritores. Después caí en la trampa de seguir escribiendo por gusto y luego en la otra trampa de que nada me gustaba más en el mundo que escribir», le confesó García Márquez a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en una de sus tantas charlas que luego se recogieron en el libro El olor de la guayaba (1982). A quienes amamos sus obras, agradecemos que haya caído en esa trampa y haya producido personajes endiablados en la ardiente costa atlántica colombiana.
García Márquez me ha acompañado de forma casi permanente desde los 12 años. Como niño inquieto que era a nivel intelectual, no se me ocurrió nada mejor que empezar a leer a García Márquez que con Cien años de soledad. Recuerdo que su lectura me tomó casi dos meses pero no tengo consciencia de qué tanto entendí del libro en esa ocasión. Lo que sí recuerdo era esa sensación de estar descubriendo un mundo mágico mucho más cercano a mi realidad. Hasta antes de Cien años de soledad, había leído a Dickens, Twain, D’amicis, Stevenson, Lagerlöff, con historias situadas en lugares tan lejanos, de fonéticas extrañas y de pronto con Gabo, me encontraba en Aracataca en el Magdalena, no muy lejos de Santa Marta, la ciudad de mi mamá que siempre está muy presente en nuestras conversaciones familiares.
No tardé mucho en hacer asociaciones entre lo que leía y lo que me contaba mi tía Silvia acerca de ciertas tradiciones en Santa Marta. De pronto comenzaba a encontrar analogías entre los Buendía y los Reyes (mi familia materna). Las tías de mi mamá se convertían entonces en una especie de Amaranta y Rebeca, mientras que la abuela, ese ser que no llegué a conocer pero que mi mamá idolatra hasta hoy por su fortaleza de carácter y sabiduría, se convertía sin lugar a dudas en Úrsula Iguarán. Como alguna vez dijo García Márquez, la cultura caribeña es una sola. Y yo le creo, porque mi familia materna es sin saberlo, muy garciamarquiana.
García Márquez recibiendo el Nobel en Suecia (1982)
Pero no todo fue lindo con Cien años de soledad. Sufrí mucho con el final de la novela. Recuerdo no haber podido sacarme las últimas páginas de mi cabeza en un buen tiempo y me quedé con una sensación de vacío al pensar que todo había terminado. Adicto a su escritura, me encontré luego leyendo Crónica de una muerte anunciada, Doce cuentos peregrinos, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, Ojos de perro azul, entre muchos otros. Más adelante volví a leer Cien años de soledad y con mayor edad empecé a hilar mejor los hechos y a entender el laberíntico árbol genealógico de Arcadios, Úrsulas y Aurelianos que se repitían en cada una de las generaciones. Hasta la fecha debo haber leído la novela unas cinco veces. Me viene bien cada cierto tiempo volver al libro para actualizarme en su lectura y también para recordarme a mí mismo mientras lo leía en otras instancias de mi vida.
Le debo a García Márquez el amor a la literatura, a la escritura, al observar con milimétrica precisión, a la búsqueda constante de un adjetivo distante que sirva para crear una metáfora. Al leer mis primeros textos de la adolescencia puedo detectar la gran influencia que la escritura de García Márquez tuvo en mí. Cuando los leo, sonrío porque puedo incluso recordar qué libro o cuento de García Márquez estaba leyendo por esa época. Sin duda alguna no habría entrado a la literatura sin García Márquez y tampoco hubiera entrado a lo audiovisual por consiguiente. Sus historias me mostraron un mundo diferente y en la identificación me hizo preguntarme por mi propia voz, qué es lo que busco narrar y cómo hacerlo.
Hoy Gabo habría cumplido 89 años y aunque desapareció de este plano hace dos, sus obras siguen tan vivas como siempre. En cualquier libro de su autoría Gabo estará vivo cuando un lector recorra sus líneas. Establecerá un diálogo con el colombiano más caribeño del mundo y será como tomar una cerveza con un amigo en una tarde de sol brillante. Una conversación de esas que uno recuerda toda la vida. Así que hoy sacaré del estante algún libro de Gabo al azar, el primero que vea y charlaré por unas horas con mi querido amigo y mentor para celebrar su cumpleaños.
…En el arte en general, pero básicamente en la escritura que es de donde luego surge el cine, el teatro, la literatura.
Me gusta reciclar personajes. Tomarlos prestados de otros ‘colegas’ para darles un nuevo giro, moldearlos a mi mirada, hacerlos recorrer por lugares en los que el colega no pudo o no quiso pensar. Cambiar sus decisiones, angustiarlos un poco, brindarles la oportunidad de experimentar a partir de su elixir de vida.
Me gusta reciclar expresiones, frases dichas por personas con las que convivo de una forma u otra. Desde las que podría decir mi padre en un momento de sabia elocuencia o mi abuela con su humor disparatado, hasta aquellas dichas por las recepcionistas de los lugares donde trabajo. Todas aquellas frases, palabras sueltas, de diferentes seres se mezclan, se licúan y dan origen a los diálogos sufridos, alegres o mortíferos de los personajes que pueblan mis líneas.
Me gusta reciclar historias. Estoy atento a aquello que me cuentan, la historia familiar de un amigo o amiga que si bien se ha vuelto casi un mito por las diferentes versiones que tiene, posee una esencia, una dramaturgia popular que es tierra fértil para los caminos que recorrerán los personas.
Escucho con atención la historia del mensajero que debe arriesgarse en lugares peligrosos por el nombre de la empresa, del compañero de trabajo que discutió con su esposa, de la novia que rompe por enésima con su novio, del amigo que está emprendiendo una nueva vida lejos de Ecuador, de los problemas de la amiga que ha dejado a su novia de años por emprender un romance con una mujer de provincia. Escucho, me alimento cada día de historias. Algunas no ‘me tocan’, pasan por el tamiz y se quedan en la nada. Pero en un momento aparece alguna menos elaborada, menos ‘interesante’. Entonces la escribo en mi viejo cuaderno de notas esperando por el momento en que los personajes reclamen espacios, situaciones, frases para empezar a moverse libremente por el papel o en este caso en la blanca pantalla del ordenador.
Sí, me gusta reciclar. Confieso que me gustan los remakes como propuesta de rearmar, de repensar lo ya escrito y vivido. Me gustan los covers, cuando un artista agarra una canción de otro artista y hace una versión a la altura. En contrapartida, me enoja mucho cuando el remake es una vil copia, cuando no pasa por el proceso de reciclaje, cuando no se contextualiza o cuando se ‘manosea’ su valor.
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