Mi cumple en cuarentena

Poco antes de que terminara el 7 de abril, me puse en la tarea de plasmar lo que había experimentado en el día. Acá los pensamientos y los divagues por mi cumpleaños en el aislamiento:

Se suponía que hoy estaría en Praga. 

Cuando el plan de Praga se vino abajo por la pandemia, cambié mi vuelo a Buenos Aires.  También se hizo arena, cuando el Covid-19 nos sorprendió en América Latina.

Tuvimos que aislarnos en nuestras casas mientras veíamos el horror en nuestras ciudades desde la tele, el celular, la compu. El mundo empezó a cambiar.

De modo que mi cumpleaños (7 de abril) lo he pasado encerrado con mis padres. Tuvimos un hermoso almuerzo los tres, sin poder evitar colocar sobre la mesa el tema del virus: las negligencias del gobierno, los amigos que han fallecido, los que aun luchan por su vida. Aunque ya el Covid-19 hace parte de nuestras charlas, es imposible “naturalizarlo”. Nunca la muerte repentina puede volverse cotidiana. El horror se manifiesta en cada tuit, en cada post desesperado de algún conocido que pide ayuda en las redes. 

Sin embargo, hoy me he conectado con esa energía sideral de los amigos, familiares, colegas y estudiantes que se han tomado el trabajo de escribirme por las redes, de llamarme, de dejarme un cálido mensaje de voz. Algunos hasta me cantaron “feliz cumpleaños”. Me he sentido acompañado todo el día con sus buenos deseos.  

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Hoy no hubo torta (sólo una especie de espumilla), pues estamos tratando de salir lo menos posible en casa. Pero hubo cariño, amor, el agradecimiento por tener salud, por ver a mis papás vigorosos. Mis compañeros y amigos de la facultad me organizaron una “fiesta virtual” sorpresa. Una amiga me hizo creer que tendríamos una reunión entre los dos y ahí me encontré con mi jefe y mis amigos colegas deseándome un feliz cumpleaños, a pesar de las circunstancias adversas.

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Debo decir que dormir es complicado en estos días, me da miedo levantarme y encontrarme en el celular con alguna mala noticia repentina. Pero en este día de cumpleaños pude al fin dormir un poco más, desconectarme de todo y volver a mí, fetal, minúsculo, acurrucado en mi corazón para tomar fuerzas, para poder sonreír a pesar de los allegados que están perdiendo la batalla.

El día de mi cumple está terminando. Han llegado notificaciones de conocidos que han fallecido. Finalizo mi día triste, con las manos temblorosas y una sensación entre rabia y pena. Me contengo, no quiero llorar. No hoy al menos. 

Veo las fotos de mis salidas con mis amigos, de mis viajes y me he sentido ajeno. Como si se tratara de un personaje alejado de mí, de otra época en la que no estaba prohibido abrazarse, en la que no había hacer fila para ir al super, en la que no había que cubrirse la boca y la nariz. Me da vértigo pensar que nunca volveremos a ese tiempo, que para bien o para mal, el mundo es otro, que ha llegado una nueva era, incierta, desconocida.

Son ya las 00h30 del 8 de abril. El calendario de mi compu aun no entiende que el mundo cambió, que no necesita recordarme mi itinerario de Praga a Madrid, o de Guayaquil a Buenos Aires. Que no tomaré esos aviones, que mi lugar ahora está en Guayaquil, junto a mis papás, batallando no sólo contra el virus, sino contra el miedo y tratando sonreír por la dicha de otro día más con salud.

Saudade de Domingo #127: Tiempo de resistir

«Hola Santiago, estás bien? He visto en la tele imágenes de cuerpos en las calles de Guayaquil», me escriben varios amigos de diferentes latitudes del mundo, consternados, preocupados por lo que pasa en Ecuador a causa del Covid-19. «Hola. Estoy bien, mi familia también, estamos confinados hace más de dos semanas pero tenemos salud». Se me hace un nudo en la garganta el responderles a mis amigos porque pienso en todas las personas que en mi ciudad están sufriendo la enfermedad, que están en la larga lista de espera por una cama en un hospital, los que desesperadamente reclaman el cuerpo de un ser querido, los que dejan los cuerpos en la calle como medida desesperada para evitar más contagios dentro de sus familias.

Esto es una pesadilla. Los días pasan y aunque en el confinamiento igual estoy haciendo teletrabajo, cada vez se torna más difícil concentrarse, desentenderse del mundo y cumplir con las tareas de mi empleo. Me siento mucho más cansado que cuando tengo que movilizarme y pasar diez horas trabajando en la universidad. Estos últimos días opté  por no engancharme mucho con las noticias ni en tele ni en las redes, pero el Covid-19 se ha colado en todos los rincones de la vida cotidiana. Ya no es suficiente con evitar los noticieros, los tuits de conocidos desesperados que claman medidas contundentes por parte del gobierno. El Coronavirus está también en los pedidos de auxilio por un respirador, por un medicamento en los grupos de whatsapp, en las declaraciones vacías de un gobierno que está más preocupado por su imagen internacional que por resolver el grave problema de los cuerpos sin destino, del cuidado del personal médico que se juega la vida en los hospitales, de la escasez de pruebas para detectar el Covid-19. Siento pena y rabia por lo que estamos pasando.

A modo sublimación, he tenido la necesidad de documentar mi encierro. A partir de mi cuenta en Instagram (@Saudade86) me he puesto en la tarea de fotografiarme y de escribir cada noche sobre el día que se termina. Hay días que cuesta más escribir, que preferiría no decir nada pero siento que necesito esa catarsis diaria para seguir adelante. Lo real de toda esta situación es que acá en Ecuador estamos a la deriva. Un completo abandono, una desolación en la que no nos queda otra cosa más que cuidarnos entre nosotros pues el Estado (o mejor dicho este gobierno) es incapaz de proporcionarnos la salud pública mínima que como ciudadanos y seres humanos nos merecemos. Y no digo que esto sea solo un problema ecuatoriano exclusivamente, pero acá las medidas improvisadas del gobierno desde que apareció el primer caso, dejaron crecer el número de contagios hasta llegar (hoy domingo 5 de abril) a mas de 3600 casos. Mi ciudad, Guayaquil, ha sido la más golpeada del país.

Esto es una guerra. Hay quienes se resisten a la comparación y lo respeto, pero yo no encuentro nada cercano ni vivido antes para explicar la desazón, la impotencia, la ansiedad, las noticias desalentadoras en todo el mundo contabilizando el número de nuevos contagios y el número de fallecidos. Y yo en silencio, con un nudo en la garganta me pregunto: ¿Me tocará a mí el Covid-19? ¿Tocará a algún ser querido? Hay que luchar contra ese miedo que no da tregua, como cuando alguien espera que el bombardeo no toque su casa ni mate a nadie de los suyos.

El nudo en la garganta, suavizado por gárgaras diarias, sigue ahí, recordando que esto nos está pasando a todos, que nada ni nadie puede protegernos por el momento. En estos tiempos dolorosos, la sociedad civil ha activado sus redes de colaboración y es conmovedor ver cómo muchos están haciendo más por la ciudad, que las mismas autoridades que elegimos en las urnas. Lo que nos toca, desde el privilegio del encierro para algunos, es honrar el toque de queda, no salir, lavarse las manos de forma compulsiva y sobre todo resistir.

Resistir.

Resistir.

Resistir.

La historia que no sucedió

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Hoy, a esta hora, debía estar en Madrid.

Como de costumbre, habría salido a caminar por donde me hubiera alojado, habría mandado mensajes a mis amigos informando que ya estaba ahí.

Seguramente habría tomado unas cañas por la noche en algún bar en Malasaña, escuchando música al aire libre y queriendo resolver el mundo con los amigos.

Mañana domingo seguramente habría ido a Retiro a tomar fotos, escribir un rato y sobre todo, habría caminado, mucho, mucho, agradeciéndome por lanzarme a otro viaje en solitario.

Quizás por la tarde habría ido a algún museo o me habría encontrado con algún amigo, a comer churros o a tomar un café.

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Dentro de unos días habría ido a Praga a encontrarme con una gran amiga catalana. Nos hacía tanta ilusión volvernos a ver luego del verano intenso que compartimos en Barcelona. Seguro que con ella me habría emborrachado sin pena en la víspera de mi cumpleaños. Y habríamos caminado del brazo por Praga, sintiendo que flotábamos sobre la calle, puteando a los políticos, riendo de los días calurosos en Barcelona, recordando a los autores que nos gustan.

Seguramente la noche de mi cumpleaños, ella me sorprendería con algún detalle y yo bebido de nostalgia ante el regreso inminente al Ecuador, le habría dado un abrazo, le habría susurrado en catalán que ahora a ella le tocaba venir a Guayaquil, a conocer a mis amigos, el lugar donde trabajo y que seguro le encantaría.

Pero bueno, son imágenes de una película que no se rodó.

3

El mundo empezó a cambiar a inicios de este año. Muchos creímos que una epidemia china no nos tocaría hasta que el virus se hizo presente en nuestro país, en nuestra ciudad, en nuestro barrio. De repente el mundo como dice el refrán, es un pañuelo. Un pañuelo enfermo, paranoico, temeroso.

Ayer recibí formalmente las cancelaciones de mis vuelos. Respiré aliviado desde mi cuarentena. Pensé en mis viajes y también en lo afortunado de tener a mis padres, mis mascotas en casa y a mi hermana, mis amigos en el mundo conectados conmigo desde el corazón y la virtualidad.

Es momento de recogimiento, de relacionarnos de otra manera con el tiempo. Aunque tenga home office, el paso del tiempo es diferente, las horas tienen otro ritmo, la secuencia del día a la noche camina en otro sentido.

En tiempos en los que los afectos físicos están prohibidos, toca mirar hacia dentro. Aceptar que el tiempo que tenemos es este y que en la languidez el encierro, debemos fluir con otras reglas. Habrá momentos de tedio, de mirar a un punto fijo sin esperar nada más, de silencios voluntarios y forzados. Habrá que hacer el esfuerzo de sacarnos el chip de “estoy perdiendo el tiempo”, porque en estos momentos el tiempo tiene otro sentido.

Hay que abrazar la monotonía, comprender que el paso de los minutos responden a otra lógica y que está bien que así sea. Quiero creer que estamos frente a un punto de giro en la trama que nos está tocando vivir, que todo esto es un punto de inflexión para dar paso a algo que todavía desconocemos.

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Hoy no estoy en Madrid.

Estoy en mi cuarto en Guayaquil, escribiendo estas líneas y conectado con mis afectos presentes y lejanos. No recrimino nada, no maldigo, no me mortifico. Pienso en el planeta y cómo esta nueva realidad ha provocado un efecto dominó. Se habla de fake news, de conspiraciones, de un plan conveniente para arrodillar el mundo. Quizás sí, quizás no. En todo caso, los contagiados, los fallecidos y nuestro encierro es real y con seguridad algo se aprenderá de este momento extraño, cercano y distante a la vez.

Cuando todo esto pase, lo primero que me gustaría a hacer es abrazar a esos familiares y amigos que hacen parte de mi geografía personal. También salir, comer, ir a la playa, a la montaña, volver a esas cosas básicas y necesarias en las que el tiempo también corre de otra manera.

Saudade de Domingo #126: No ser una máquina

En el trabajo de mesa de una obra que montaremos en el futuro con unos compañeros, surgió, entre varios cuestionamientos, qué es lo que nos diferencia a los humanos de las máquinas/robots/plataformas. Aunque la respuesta podría ser obvia y cargada de verdades absolutas y de lugares comunes, el asunto se complejizó cuando empezamos a discutir acerca de la humanidad versus el automatismo de las máquinas. ¿Podemos los humanos «volvernos» robots cuando tenemos comportamientos automáticos y «perdemos» la sensibilidad? ¿Los robots, las máquinas y/o plataformas se irán perfeccionando en el futuro en materia de humanidad? Aunque suenan a preguntas descabelladas, hacen mucho sentido para el montaje de una obra de teatro en la que la humanidad y la robótica se unen, generando malentendidos y problemas que más allá de ser una ficción invitan a una reflexión.

Así que la pregunta sobre la humanidad me ha seguido dando vueltas. No basta con tener un corazón que lata para hablar de humanidad cuando vivimos en rutinas sistematizadas, organizadas para encajar y cumplir. Es inevitable bajo este esquema cuestionar relaciones afectivas, laborales, el vínculo con la ciudad, con el mundo. Aunque suena a frase hecha, creo que más que nunca es necesario «salir de la zona de confort», probarnos en otras áreas, reinventarnos y sobre todo ganar confianza. Es el miedo lo que paraliza.

En una época donde todos corren y como diría Byung-Chul Han, la realización personal está en explotarse a uno mismo, creo necesario hacer un alto y pensar en las cosas que hacemos. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué objetivo? Sin duda son preguntas existenciales que las máquinas no podrían hacerse y que los humanos estamos perdiendo la capacidad de formularlas.

Aunque pareciera no tener relación, en paralelo a este nuevo proceso de teatro, estuve leyendo el libro The Bullet Journal Method, que básicamente se enfoca en llevar un diario monitoreando todas las actividades que realizamos en el día a día, a través de colecciones anuales y mensuales. Empecé a leerlo con recelo, con sospecha de que fuera otro libro más de coaching, de mindfulness para dummies. Sin embargo mientras avanzaba la lectura me encontré con un texto sólido en el que queda claro que el diario es sólo una herramienta para realmente estar felices con lo que hacemos. Más allá de la parte técnica que propone utilizando nomenclaturas, índices de clasificación, el valor real que tiene este libro para mí es que invita a reflexionar sobre cada actividad que hacemos preguntándonos si es útil o no, por qué la realizamos, por qué la posponemos (oh, maldita procrastinación) y si vale la pena invertir tiempo en ella.

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Aprovechando el inicio de mes, he decidido llevar adelante mi primer bullet journal. Me he tomado el tiempo de armarla de acuerdo a mis necesidades (eso es lo interesante de esta metodología) y de ir anotando las actividades que tengo y quiero hacer durante este mes y en lo sucesivo. Si bien ya llevaba registro con el Google Calendar, creo que el volver a lo analógico, al cuaderno y a la tinta me permite desconectar un poco de lo digital y sobre todo me hace reflexionar sobre lo que hago y lo que dejo de hacer. Trabajar en un diario ofrece una relación intimista, voluntaria y necesaria.

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Podría parecer que con el Bullet Journal se perdería la naturalidad de lo espontáneo pero esta dinámica no es rígida sino que está abierta a los cambios y cada uno la puede adaptar a lo que necesite. Me gusta el hecho de que el diario sea como una especie de inventario de mis actividades y de esa manera puedo tener la cabeza con más aire, con más espacio para pensar en cómo llevar a cabo lo que quiero. Siempre me he sentido ahorcado de trabajo, de actividades que se suceden una a la otra y ahora llevando un registro puedo mirar en qué estoy invirtiendo mi tiempo real.

Puede que el Bullet Journal no sea para todo el mundo pero creo que está bien probarlo y ver si funciona. Creo que ya es ganancia el hecho de hacer un alto momentáneo a lo digital y concentrarse en uno mismo y el papel, dejando que sea esa relación la que invite a pensar, a reflexionar, a saber cuándo decir no. El Bullet Journal es una herramienta con la que se puede salir del automatismo diario, del ser una emulación robótica que al final del día siempre se recriminará no hacer lo que realmente quiere «por falta de tiempo». Yo diría que es por falta de organización y de ganas de cambiar lo que no ha funcionado hasta ahora.

Saudade de Domingo #125: Los mapas de la infancia

Abro el Google Maps, escribo la dirección a la que tengo que ir. Quince minutos caminando a buen ritmo, me pronostica la aplicación. Trazo mi recorrido imaginario por calles que conozco pero que en la vista satelital lucen como venas grises que se interceptan, se cortan o siguen largos tramos en línea recta. Muchas veces me he sorprendido “jugando” con Google Maps. Elijo una ciudad que se me viene a la cabeza y la recorro, fantaseo con sus formas, con el verdor (o la ausencia) de árboles, los tejados de las casas, la aparición repentina de ríos o de playas. Juego por unos cuantos minutos como cuando en la infancia jugaba con los mapas. Con un lápiz trazaba caminos, posibles rutas para ir de una ciudad a otra, también los calcaba y me desafiaba a ubicar ciudades sin la ayuda del mapa original. 

Me parecía fascinante comparar mapas de diferentes libros. Algunos eran más planos, otros pretendían emular el relieve real de las montañas y valles. Los había también de diferentes colores y tipografías. Debo decir que todos me gustaban y ningún atlas estaba de más, todos sumaban, todos me emocionaban. Todos me hacían viajar a lugares distantes.

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Debía tener ocho años cuando mi abuela y mi tía me regalaron un atlas que editó diario El Comercio, a partir de una edición de National Geographic. Su pasta dura, imponente, de color azul y una fotografía de la Tierra, esférica, perfecta, descansando sobre un mapamundi. Lo abrí, exploré sus páginas blancas de papel couché y me encantó ver que cada país tenía una modesta descripción cultural con datos importantes como capital, ciudades importantes, idiomas, moneda. Había además varias fotos de manifestaciones culturales de cada país que me permitían hacerme una idea de cómo eran esos países.

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Otra cosa que me encantaba eran los colores de los mapas. Amaba mi atlas, con él aprendí cómo lucían las personas en Escandinavia, las monedas de los países del Medio Oriente, las impactantes imágenes de Seúl y Tokyo, lo enorme que era Australia y lo solitaria que era al interior del país. Fue uno de los regalos más hermosos que recibí en la vida y recuerdo haber dormido muchas noches junto a mi atlas. Soñaba que visitaba esos lugares, me veía como un explorador que iba tachando el mapa de cada país que  visitaba. Gracias a mi atlas, con ocho años, ya me sabía de memoria todas las capitales del mundo. 

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Además de mi atlas, que se volvió mi libro de cabecera, seguí como detective cazando mapas. Cada año pedía de regalo de navidad el Almanaque Mundial, que me brindaba vasta información de cada país con su respectivo mapa. En la escuela, en el cuarto año de primaria, incluyeron en la lista de útiles escolares, un atlas de América y del Ecuador. Fue ahí cuando me enteré que Ecuador había tenido un territorio vasto y que con el paso del tiempo, luego de varios conflictos con Colombia, Perú e incluso Brasil, quedó del tamaño que tiene actualmente. Recuerdo haberme “cabreado” pensando en cómo nos fuimos empequeñeciendo frente a los otros vecinos invasores. Ahora, obviamente, es historia superada.

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No podría precisarlo bien, pero creo que los mapas influyeron también en mi pasión por los idiomas. De cada idioma que estudiaba, me gustaba calcar los mapas de los países hablantes. Era una manera de apropiarme de esas regiones, de esas provincias. Calqué y pinté muchas veces los mapas de Brasil, Italia, Francia, Portugal, Alemania, Estados Unidos. También el hecho de recorrer los mapas con ciudades de fonéticas extrañas para mí en ese momento, me incitaba a saber más sobre las lenguas. Vi fotografías de Moscú y su alfabeto familiar y distante del latino me hacía pensar en cómo se escucharía hablar a los rusos. Lo mismo me pasaba con el árabe y el mandarín. Las ciudades chinas, por ejemplo, eran las más difíciles de pronunciar y recordar. 

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Llegó luego el internet, podía descargarme los mapas pero no era lo mismo. Llegué a imprimir a algunos pero no me emocionaban de la misma manera. Los mapas fueron quedando en el desván de mi memoria. Cada tanto en algún lugar podía encontrar un mapamundi y atraído como imán lo observaba de cerca, pero nada más. Ya adulto empezaron los viajes y ahí volvieron otra vez los mapas en las guías de Lonely Planet. Las ciudades y sus sitios emblemáticos, sus calles, sus plazas, sus montañas volvían a tener sentido para mí. Me preparaba para vivir esos lugares que había explorado tanto desde los mapas. 

Debo decir que a cada lugar que viajo, sigo comprando atlas de ese país que visito. Me sirven de colección y a la vez como guía durante los recorridos. Es verdad que el Google Maps es una herramienta fabulosa, una guía en tiempo real que ofrece atajos, que anuncia tiempos y que además anticipa con fotos lo que uno se va a encontrar. Pero también es verdad que necesito del mapa en papel y tinta, resistente ante las fallas del wifi e indoloro ante las horas sin batería. Necesito lo imprevisto que me ofrece la representación gráfica del mapa frente al espacio real.  A veces prefiero la incertidumbre de lo que está por descubrirse en un mapa que está diseñado para ser enmarcado, doblado, mojado, estrujado y que aun así seguirá siendo un mapa con historia.

Saudade de Domingo #124: En busca del tiempo «perdido»

Tomo prestado el título de Proust. Lo saco de su contexto para mirar mis primeras semanas del 2020 y llegar a una pequeña conclusión ahora que el mes está por concluir en unos días: quiero recuperar las cosas que me hacían feliz en otras épocas. Cosas que dejé de lado por licuarme en la vida diaria, por creer que nunca encontraría el tiempo perfecto para dedicarme a ellas, por pensar que seguramente habría miles de personas mejores que yo para hacer esas cosas que yo quería hacer. En fin, todas trampas que me ponía para dejar de lado los desafíos y quedarme en el confort que ofrece tener un trabajo asalariado como profesor universitario.

En estas semanas en las que he tenido un horario regular de oficina (todavía las clases no han comenzado), pude destinar tiempo para una pasión que en los últimos años ha tenido altos y bajos: estudiar idiomas. El año pasado coqueteé con el japonés y el polaco pero ambos proyectos de aprendizaje no duraron más de tres meses. Una lengua requiere tiempo, paciencia y entusiasmo, cosas que yo no tenía por esos momentos a nivel emocional. Estaba por una crisis treintañera con mucha ansiedad y fui picoteando en muchas cosas en busca de algo que me abstrajera de esos problemas. Los idiomas cumplieron esa misión sólo por un breve lapso de tiempo.

IMG_0927A fines del año pasado, no sé por cuál razón, me propuse aprender ruso. Con metas pequeñas, me bajé Duolingo para practicar tranquilo, sin exigirme nada más que cinco minutos diarios; luego pasé a Memrise, una plataforma de cursos en línea, especialmente de idiomas, que me permitió aprender el alfabeto cirílico. Comencé a escuchar música en ruso, a leer sobre la historia reciente de Rusia y lo más importante comencé a hacer amigos rusoparlantes en internet. Toda esta combinación ha hecho que estudiar ruso no sea una tortura. Ni siquiera he pensado que es considerada una de las lenguas más difíciles del mundo, que su gramática es caprichosa, que la fonética es complicada. Pienso más bien en lo que voy progresando. Puedo escribir frases completas en ruso a mis nuevos amigos, cosa que hace unas semanas no podía hacer. Puedo leer ciertas frases aunque no sepa qué signifiquen. Hoy ví la película Brat (Hermano) considerada ya un clásico del cine ruso y me emocioné al escuchar palabras que ya me son familiares. Estas pequeñas hazañas, estas «microvictorias» son el combustible para seguir aprendiendo. Ahora he comprado un libro para aprender ruso en el que siguiendo todas las lecciones llegaría al nivel B2.

En paralelo quiero volver a dibujar, algo que me gustaba hacer y a lo que le dedicaba varias horas hace un par de años. Lo dejé de hacer porque me criticaba mucho, quería una prolijidad, una perfección que estaba matando ese espíritu creativo con el que empecé a hacerlo. Hace unos días me ha vuelto el deseo de retomar eso, reabrí un curso de dibujo online que había comprado en aquella época y me he puesto nuevamente a bocetear. Hace dos años compré varios kits de acuarelas, papeles de diferentes formas y gramajes, así que pienso utilizarlos, recuperar esas horas de trabajo y regresar a dibujar, a pintar. Quiero apenas probar y expresarme a través de las manos sobre el papel, escribiendo imágenes.

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También he vuelto a escribir con regularidad en mi diario, siguiendo los consejos de las páginas matutinas de Julia Cameron. Apenas escribir tres páginas sobre lo que sea al despertarse, cuando la mente está más despejada. Ha sido un ejercicio terapéutico volver a esas páginas, reflexionar sobre lo que me pasa y disfrutar de ese viaje de autoconocimiento diario. No hace falta más que despertarse, sentarse a escribir y ver qué sale hasta completar tres páginas.

Y así es como espero recuperar el tiempo perdido, preservando mi área personal, mis actividades de tiempo libre, mi oxígeno en soledad. Sólo así podré encontrar algo de equilibrio en medio de una época en la que se exige rapidez y como dice Byung-Chul Han, acabamos extenuados.

Saudade de Domingo #123: La génesis del 2020

Después de la euforia del fin de año viene el momento de la verdad. Poner las metas y deseos en marcha. Si ya era complicado colocar una lista de prioridades, más desafiante resulta comenzar a trabajar en los objetivos. Hay que aprovechar el envión del nuevo año, las ganas que son un motor importante y ver hacia dónde vamos.

En estas primeras semanas del año he estado trabajando en mi interior, haciendo una  limpieza espiritual, saliendo con mis amigos, practicando mis idiomas, preparando clases para el nuevo ciclo, leyendo mucho, escribiendo poco (lamentablemente). De todo esto me sorprendo de mis ganas de aprender ruso (lo empecé a estudiar a fines de diciembre) y hasta ahora me gusta lo que voy conociendo. Es una lengua difícil, de muchas reglas y de una pronunciación a veces indescifrable, pero es un desafío que me gusta. Me enfrento a palabras que no tienen conexión conmigo, que no lucen ni como parienta lejana de las lenguas que hablo, pero está siendo una oportunidad de abrir otras puertas, de conocer a la familia eslava. El lenguaje es una manera de entrar, por las bases, a otras culturas. En este mes de aprendizaje he aprendido mucho sobre Rusia y los ex países de la Unión Soviética. Estudiar una lengua activa en mí una sed por conocer más que hay en esa cultura, en esas personas que utilizan ese idioma.

Este año he comenzado con los frutos de dos investigaciones que realicé el año pasado y que se han publicado finalmente en revistas académicas. En el mundo de la academia la paciencia es una gran virtud y el único camino, pues los tiempos de las revistas son propios. Toca esperar, reescribir, seguir una serie de procesos burocráticos hasta que finalmente la publicación aparece. Estas dos investigaciones fueron productos de mucho esfuerzo, curiosidad y cariño. Mientras los resultados de estos proyectos ven la luz, he aprovechado para trabajar en el cierre de la investigación realizada el año pasado y que ojalá pueda publicarse este mismo año. Pero como dije, hay que tener paciencia, ya que los tiempos dependen de las revistas.

También han sido semanas para preparar clases. Leer libros, subrayando temas, extrayendo fragmentos que traen a su vez otros textos y a manera de puzzle, he ido armando las clases. Estoy haciendo el ejercicio de reestructurar mis clases habituales casi al 100 por ciento. Me pasa que me suelo aburrir de dar los contenidos de la misma manera y necesito oxígeno, algo que sólo me lo puede dar la revisión de nuevos autores, discusiones recientes y gatillos que permitan que recobre el entusiasmo cuando me toque estar frente a los alumnos otra vez a fin de mes. Asimismo duele desprenderse un poco de ciertos ejercicios, de ciertas citas pero también me recuerdo que ya no soy el que diseñó esas clases y que necesito plasmar mis nuevas inquietudes.

Este fin de semana he tenido un reposo obligatorio ya que tuve extraerme una muela que no daba más. En paralelo he estado leyendo la novela Sistema Nervioso, de Lina Meruane que es un himno tortuoso a la enfermedad y al dolor. Estos días con la encía latiendo a mil, he pensado en unas de las frases que dice el padre de la protagonista de la historia. «Es el dolor el que nos hace estar vivos». Si nos referimos netamente a lo físico (desde una visión espiritual sería diferente) esto es más que cierto. El dolor avisa, resguarda del peligro pero también recuerda. El cuerpo tiene memoria y el dolor ocupa un sitial importante dentro de ese espacio. De modo que pensar en mi dolor de muela extraída, me ha hecho tomar conciencia de aquello que se fue, de lo que me desprendí. Un dolor para evitar otro dolor, el permanente de una muela enferma.

Han sido semanas también de pensar qué quiero hacer con el resto del año. El 2020 me suena a un año clave para plantear nuevos caminos, de mirar las cosas de otra manera y de soltar aquello que ya no funciona.

Agradecer. La clave es siempre agradecer por lo que se deja y por lo que se obtiene. Todo hace parte de la misma experiencia.