Como no podía ser de otra manera, Guayaquil ofrece hoy en su fecha de independencia un sol radiante y un calor infernal con aire tropical. Esto del aire, pasados unos días ya ni se percibe pero cuando se viene de afuera y se sale del aeropuerto, inmediatamente invade una humedad fluvial, de las entrañas del trópico que en primer momento lo único que hace es aturdir. Así es Guayaquil para mí, una ciudad abrumadora, recargada, que avasalla. No es hipócrita, te hace saber desde un principio que es una ciudad difícil, hostil pero también cálida y seductora. Y es que Guayaquil seduce con su modernidad, su precariedad, con el corazón y sus fluidos. Es difícil que produzca indiferencia: la amas o la odias. Y aun cuando se la odie a momentos, luego te pone al frente las razones por las que has elegido vivir aquí y terminas reconciliándote con ella.

Viví un tiempo fuera del país y al regresar he mantenido con Guayaquil una relación bastante particular. Siento por ella toda clase de sentimientos y emociones: amor, odio, seducción, alegría, bienestar, angustia, ansiedad, tristeza, nostalgia. Es una ciudad vieja que se engalana de joven. No tiene memoria, se va rehaciendo sobre la marcha y por ello pareciera que todo estuviera por empezar y por hacerse. Guayaquil es una ciudad que devora su pasado, que oculta lo que no le gusta, lo que no se ve bien y se pone máscaras para las fiestas. Pero hay quienes que sí conocemos algo más de esa fachada y entendemos sus neurosis. Aun con todo la amamos como la madre imperfecta que es pero que sigue siendo madre, porque entre sus desvaríos, es amable, cariñosa, te sorprende con un cielo azulado, un río calmo, el cántico de pajaritos y un árbol centenario que se ha salvado de la tala municipal. Guayaquil tiene sus encantos y es necesario conocer sus venas a profundidad para vivirla desde las entrañas. Es en ese fluir sanguíneo de las calles adyacentes, de los barrios de antaño, en las periferias de sus cuatro costados, donde se percibe el saborcito guayaco que está mejor condimentado que en las zonas regeneradas. Son los contrastes los que enamoran de Guayaquil, los que la engrandecen y hacen pensar que pese a todo, vale la pena vivir acá.
¡Feliz día, Guayaquil!
Si bien en agosto estuve acá por motivo de un viaje académico, este regreso tiene otro sabor. Es como una especie de fin de ciclo y con ello, han surgido emociones encontradas, recuerdos inesperados que me han asaltado en una calle, en un café, en alguna charla. Se trata de un regreso a una ciudad que es para mí, mi segundo hogar. Mirando atrás me encuentro pegado al GPS del celular, consultando mapas, tomando colectivos con desconfianza y aprendiendo nombres de calles y lugares que me sonaban agrios. Ahora cada una de esas calles y lugares guarda un recuerdo especial, de esos que arrancan una sonrisa ligera. Buenos Aires pasó de ser la ciudad de mis estudios a la ciudad de mis afectos.
mí. Nos fusionamos en un raro abrazo de tres años, nos apretujamos los huesos, lloramos, sudamos, nos escupimos a la cara también para luego volver a un cálido abrazo de verano. Me acurruqué en sus vericuetos de Retiro y Recoleta, descansé en sus bosques palermitanos, caminé enojado maldiciendo en Chacarita, pasé horas leyendo sobre ella en los colectivos y subtes. Nuestra relación siempre fue de pasiones extremas, nunca de medias tintas.
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