Saudade de Domingo #105: Olor decembrino

Ya había tardado un poco. El calor decembrino acompañado del olor a tierra mojada, con la humedad cortando el aliento son síntomas certeros que diagnostican la llegada del último mes del año en Guayaquil. Recuerdo ese olorcito de lluvia desde la infancia y para mí era sinónimo de navidad, de regalos y de mucha comida. Aunque ese clima se mantiene hasta abril, la llegada de la primera lluvia siempre me regresa a la infancia, con las tiendas del centro vestidas de navidad, las ofertas en televisión, las canciones navideñas en los centros comerciales, las decenas de Papá Noel recorriendo lugares.

Recuerdo vívidamente los recorridos que hacía con mi mamá por el Unicentro en búsqueda de regalos y también para hacer la fila y tomarme la foto con Papá Noel. En esa época no dudaba de su existencia. Era Papá Noel quien me sentaba en sus piernas, sonreía y me preguntaba si me había portado bien en el año. La charla era muy breve porque había siempre una fila larga de niños esperando su turno. Se me hacía injusto no conversar con él pero también era justo que los otros niños pudieran tener esa charla de breves segundos con él.

Mis navidades siempre fueron muy cálidas en la infancia. Eventualmente (cada dos años o tres) recibíamos la visita de mi abuela desde Colombia. Cuando llegaba, había la garantía de más regalos y eso me emocionaba. Por su sola presencia, la navidad se volvía un acontecimiento más alegre y me hacía muy feliz abrazarla, darle muchos besos, escuchar su acento costeño y hablar sobre libros (sí, ya desde esa época me gustaba mucho leer).

Este año, el clima tardó un poquito en cambiar. Los primeros días de diciembre seguían siendo frescos por las noches. La lluvia no se asomaba desde mayo y aunque las vitrinas ya estaban navideñas, no lograba sentirme parte de la obra. Pero esta semana, no recuerdo si fue martes o miércoles, cayó la primera llovizna. El aroma de tierra húmeda invadió la ciudad, los jardines cambiaron inmediatamente su color y los cerros han empezado a mudar el color cobrizo por el verde selva de esta época del año.

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Mi hermana y mamá armando el arbolito navideño

Este cambio involucra una navidad caliente en todos los sentidos. De días grises cargados IMG_1015de agua y también de días soleados con humedad de 60-70%, pero también de compartir con seres queridos. Este año mi hermana ha venido de Buenos Aires a pasar las fiestas y hoy fue el día para armar el árbol. Es un momento muy esperado especialmente por mi hermana y mi mamá. Fue bonito compartir ese momento con música y tomando rompope. Al rompope le agregué bolón. Una mezcla extraña pero deliciosa. Lo líquido con lo sólido, lo dulce con lo salado. Alternamos las luces, los lazos navideños con algunas fotos. Había que dejar el registro de este año.

Y así nos acercamos a la Nochebuena, con almuerzos, cenas para compartir con amigos, familiares. Más allá de la parafernalia navideña, lo importante es el pretexto para juntarse, recapitular el año y desearse buenos augurios.

 

Saudade de Domingo #95: La película de mis papás

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El miércoles 5 de septiembre mis papás cumplieron 37 años de casados. La fecha no evidencia los 6 años de relación previa, por lo que sumando todo, llevan juntos más de 40 años unidos desde el corazón. Digo desde el corazón, porque esos primeros seis años estuvieron mediados por la distancia geográfica. Mi padre vivía acá en Guayaquil y mi madre en Santa Marta (Colombia). Las cartas de dos jóvenes enamorados iban y venían con promesas de amor, relatos familiares, proyectos e incluso discusiones (es que si no había cómo pelear había que hacerlo por carta).

La historia de mis papás es una suerte de película interactiva. Mi papá tiene una versión de los hechos más pragmática, más generalista y menos dulzona (aunque en las cartas se evidenciaba un Rimbaud guayaco); mi mamá en cambio tiene una versión más detallada, de mirada aguda y romántica ante todo. Mis tíos, tienen la versión de testigos, que observaban ese amor juvenil, sin imaginarse quizás que aun estarían escribiendo su historia 37 años.

 

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Mis papás se conocieron en una fiesta en Guayaquil en 1975. Mi mamá, colombiana, venía a conocer a la familia ecuatoriana de parte de mi abuela. Tenía entonces 17 años y era su primer viaje «largo». Mi papá, de 19 años, guayaco hasta los huesos, estudiante de Derecho y músico en sus tiempos libres, aquella noche de fiesta dudaba si debía ir o no (la vida bohemia y la de estudiante responsable es una combinación difícil de llevar). Sin embargo, un impulso de último momento lo hizo salir de su letargo y se dispuso a ir a la fiesta. Probablemente el hilo rojo del amor del que habla la leyenda asiática fue quien lo espabiló y en un susurro inconsciente le dijo que esa noche en particular tenía que asistir.
Durante la noche mi mamá bailaba con otro joven y mi papá con otra chica. Se miraban por encima de sus parejas de baile. Algo empezaba a gestarse y según mi mamá, fue amor a primera vista. No hablaron durante la fiesta, sólo se miraron. Ya más adelante, cuando mi mamá decidió irse de la fiesta, mi papá fue tras ella. Mi mamá un poco asustada corrió hasta entrar en el auto de uno de sus primos. Ya «salvada», le sonrió a mi papá a la distancia y se despidió balanceando su mano. La primera carta estaba echada y empieza el nudo de la historia.

10947412_10153247763912491_4571813623553746487_o.jpgEl amor había hecho su primera jugada y mi papá no iba a quedarse tranquilo. Como buen personaje complejo, iba a hacer todo lo posible para saber quién era esa chica de larga cabellera rubia. Supo que un compañero del colegio era primo de ella. No eran tan cercanos en la época, pero el primo de mi mamá siempre fue de esos acolitadores, vivaces, buena gente y no tuvo problema en ser un personaje ayudante dentro de la historia. Indirectamente a él le debo que mis papás pudieran acercarse.

Mi mamá tenía su visa de turismo por tres meses, la extendió (ya sabemos por qué) y terminó quedándose casi un año. Luego a su vuelta a Colombia, empezó sus estudios en Publicidad, mi papá continuó estudiando Derecho. Las cartas, que aun conserva mi mamá, ya amarillas por el tiempo, son testigos mudos de esa relación, en las que me llama la atención la personalidad dubitativa de mi papá y tan soñadora la de mi mamá. La distancia de los años me hace verlos diferentes y encontrármelos por carta, me muestra a dos jóvenes inexpertos, que se movían por un amor que parecía prometedor.

 

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En 1978 mi papá emprendió un viaje por tierra desde Guayaquil hasta Santa Marta. Tres días de viaje, cambiando de colectivo, comiendo en el camino, mientras se acortaba la distancia con mi mamá. Allá en Santa Marta conoció a mis abuelos, a mis tíos. Fue bien acogido por todos. Lo hicieron sentir como en casa. Las fotos del paso de mi papá por Colombia, lo muestran en la vida cotidiana de mi mamá. Ya desde entonces mi papá trabó amistad con mi tío tocayo, que por esos años era un preadolescente y cuya camaradería continúa hasta la fecha.

Como en toda película, siempre hay un momento de crisis. En 1980 tuvieron una pelea que los distanció durante todo ese año. Revisando las cartas a modo de investigador, me di cuenta que no llegaban ni a cinco. En teoría todo había terminado. Mi mamá buscaba organizar una familia, habían pasado ya cinco años y buscaba certezas. Mi papá aun bohemio y estudiante no quería un compromiso serio hasta licenciarse de abogado. Cada uno entonces siguió con su vida, hasta que, claro, el amor habla más fuerte y volvieron las cartas, las llamadas telefónicas y con ellas, el inevitable destino de caminar juntos.

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El 5 de septiembre de 1981, mis papás se casaron por la iglesia. Un mes atrás se habían casado por el civil y antes de eso, se hizo la reunión de cambio de aros. Mis papás cumplieron con todos los protocolos de la época. Veo sus fotos y los veo felices, jóvenes, con aquellos trajes que me hacen pensar en las películas ochenteras. En esas fotos, mi papá tenía 25 y mí mamá 23 años. Mucho más jóvenes de lo que yo soy ahora (tengo 32). Las fotos me hacen entender la distancia de la época. No veo ni cerca la idea del matrimonio y no creo que cumpliría con ninguno de los protocolos que ellos cumplieron. Me alegro que ellos convirtieron esos protocolos en una filosofía de vida y que sigan unidos más allá de un «deber ser».

 

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Han pasado 37 años de esa unión eclesiástica. Cinco años después, luego de algunos intentos, nací yo. Cuatro años más tarde, mi hermana. Creo que somos una familia como cualquier otra, con sus problemas, sus cualidades. Lo más lindo de esta familia es ver a mis papás amándose y demostrándolo sin pensar que se trata de un deber o de una apariencia. Se aman y lo demuestran en la intimidad de su habitación, en la sala de la casa mientras toman un trago, en la cocina mientras cocinan un domingo a la tarde, cuando ven televisión ya entrando la noche.

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Me resulta curioso que aun con la rutina sigan enamorados y sigan con proyectos. Ahora están muy concentrados en las reformas de su habitación. Entre las cajas que mueven y sacan, brota por ahí alguna que otra foto que delata otro tiempo. Algún artefacto que cumplió alguna función en particular en un momento de nuestra vida familiar. Y así pasan los días, ocupados y felices compartiendo el tiempo juntos. Sus cuerpos no son los flexibles y vigorosos de los 20. Las canas aparecen, la piel se fragiliza pero aun tienen la fuerza a sus 60 para emprender y seguir caminando juntos. Verlos muchas veces me hace pensar que algún día me encantaría encontrar un amor así, para caminar en compañía, sea que esté a la vuelta de la esquina o al otro lado del mundo.

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Gracias a mis papás, siento que estoy listo para amar de la forma que sea. Hay quienes creen que un amor en distintas coordenadas es de tontos, pero yo sí puedo creer que el amor a distancia es posible, ya que yo soy fruto de él.

Saudade de Domingo #31: El amor de mamá

Ya la semana pasada hablé de mi papá y ahora coincidió que mi mamá está de cumpleaños hoy. Esto de escribir sobre los padres es complicado, pero me gusta el ejercicio. Definitivamente mi mamá ha sido el pilar de la casa, la que sostiene, la que siempre está atenta y se adelanta a las cosas. Es madre las 24 horas del día, aunque alguna que otra vez «amenace» con irse de la casa a ver cómo nos desenvolvemos solos.

Mi mami consigue calmarme en aquellos momentos de estrés, de problemas en los que no veo solución a la vista. Sabe decir las palabras correctas y muchas veces siento que realmente me alivio. Puede que no tenga la respuesta para todas mis dudas, pero escucharla me tranquiliza, me hace ver muchas veces el dramatismo que le pongo a las cosas. (Sí, algo de italiano meridional debo tener por ahí en el árbol genealógico).

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En 1989 (creo) durante un viaje a Quito. Mi mami al estilo ochentero.

También sé que calla muchas cosas, que teme herir y por ello prefiere no discutir. De hecho, pocas veces la he visto llorar. Es muy parecida a sus tías, las Reyes, según me han dicho. Lejos de ser seca o fría, mi mamá es cariñosa, de las que abraza, besa, consiente cocinando mis platos favoritos, capaz de desvelarse las veces que he caído enfermo. Nunca podré olvidar el dolor horrible que me provocó la extracción de una muela del juicio postrándome en cama varios días y mi mamá junto a mí, cuidándome a pesar de los 26 años que tenía en esa época.

IMG_9678Sé también que no he sido el hijo modelo. Tengo un carácter complicado pero algo que aprendí desde chico (aunque no parezca) es aprender a escuchar. No me creo dueño de la verdad y sé reconocer mis faltas. En parte creo que debo ese equilibrio a ella, quien siempre busca las múltiples caras de la verdad, para comprender las situaciones. Mi madre, sin saberlo con las palabras técnicas, se maneja en la vida con una visión sistémica analizando todos los factores posibles. Antes de emitir un juicio hacia alguien, prefiere ponerse en los zapatos de esa persona. Y eso le ha permitido tener el cariño de todos sus familiares y amigos cercanos.

Hoy, con un año más de vida, de sabiduría, sigue igual de guapísima que siempre. En este punto no puedo ser objetivo pero me amparo en lo que dicen quienes la conocen. Con el paso de los años, ha adquirido una belleza madura que refleja lo linda que es también desde el interior, desde su corazón de donde emana todo su amor y dulzura.

¡Feliz cumple, mami!

Saudade de Domingo #27: El libro del abuelo

A los siete años mi abuelo decidió regalarme un libro. Las circunstancias están difusas en los vericuetos de la memoria. Recuerdo haber recibido el libro con alegría pero con un gran escepticismo de poderlo leer completo. Era un libro célebre de Julio Verne, Veinte mil leguas de viaje submarino. Tenía en la primera página una dedicatoria que citaba un pasaje bíblico de Proverbios. Me pareció un gesto lindo y atesoré el libro conmigo. Esto fue en junio de 1993 y menos de un año después, mi abuelo ya había fallecido.

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No tengo muchos recuerdos de mi abuelo. Lamentablemente no fue presencia constante durante mis primeros años de vida a pesar de que vivíamos cerca. Lo veía a veces desde la ventana de mi casa entrando o saliendo de la suya. Su figura característica no daba margen a dudas que era él: Un hombre gordo, de panza prominente, blanco rosado, de ojos turquesa y con pelo blanco escaso. Parecía una especie de Papá Noel guayaco que se delata por su fuerte acento tropical que no guardaba mucha relación con su aspecto más bien nórdico. Lo observaba a la distancia y sabía que era mi abuelo, por ser padre de mi padre. Algunas veces mi papá lo llevaba en el auto para algún chequeo médico, pero sólo vine a tener contacto con él, un poco más cercano, justo el año anterior a su muerte. Recuerdo que una vez me llevó a pasear por el centro, recorrimos el Parque Seminario, caminamos por el Museo Municipal y almorzamos un sopa de menestrón en algún restaurante desangelado del centro guayaquileño. Es extraño cómo logro acordarme de estos hechos y de sentir mi mano pequeña agarrada de la mano de mi abuelo. Era una mano gorda, blanca con grandes pecas que se abrían paso entre las arrugas. Recuerdo que me dijo que no me tenía que soltar de él porque había mucha gente y podía perderme. Y yo me lo tomé en serio y no me solté para nada, aun cuando la palma de la mano me sudaba.

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Como decía, no recuerdo exactamente cómo llegó el libro a mí. Sólo sé que lo recibí y me causó gracia que mi abuelo me llamara Santiaguito en esa dedicatoria. Durante mis primeros años de vida nadie me llamó por ninguno de mis dos nombres. Tenía un apodo familiar y en la escuela me llamaban por el apellido. Mi abuelo fue el primero que llamó por mi segundo nombre y sólo fue pasados los doce años cuando asumí que quería usar Santiago como nombre habitual. Era mi primer libro de más de 400 páginas y tengo la sensación de que intenté leer la primera página. Pero la letra diminuta y el espaciado mínimo le ganaron a mi voluntad de siete años. Lo guardé por varios años, terminé el colegio, entré a la universidad, me fui del país a hacer una maestría y sólo ahora, por cosas de un trabajo puntual en el que participo, recordé la existencia del libro. Lo encontré perdido entre los libros de Derecho de mi papá. Aun sus páginas mantienen el olor característico de la editorial Oveja Negra pero se han amarillado un poco con el tiempo. Las polillas también han hecho su trabajo todos estos años, aunque han sido benévolas con Verne. Sólo se nutrieron de algunas partes que no afectan la lectura. Ahora tengo el libro sobre mi velador, junto con otros que tengo pendientes. Han tenido que pasar casi 23 años para que el libro se imponga como lectura. Realmente el tiempo es relativo.