Siempre me ha gustado viajar: desde la planificación del destino, seleccionando los lugares que quiero visitar, armando horarios, decidiendo qué ropa llevar. Para mí el viaje empieza desde el momento en que decido comprar el boleto. La cuenta regresiva también alimenta mis ansias por perderme en un nuevo lugar, sentirme foráneo y desafiar a mi cabeza para que aprenda nuevas rutas.
Con el tiempo he aprendido a canalizar mejor mi emoción por los viajes. En otras épocas, de niño o adolescente, llegaba incluso a enfermarme. Recuerdo mi primer viaje a Brasil, en el 2003: terminé rapándome la cabeza antes del día del vuelo.
Lo que sí me pasa hasta ahora es no dormir bien la noche anterior al viaje. Me lleno de expectativas, me fijo una y mil veces de que no se me quede nada. Repaso mentalmente todo lo que quiero hacer en el avión y luego cuando llegue al destino. Se me van algunas horas así y termino durmiendo en promedio sólo tres horas. Luego recupero algo en el avión pero casi nunca consigo dormir.
Cambiar de aire, aunque sea por pocos días, es para mí una necesidad. Debo realizar cada cinco, seis meses un viaje largo para poder soportar mi ciudad por unos cuantos meses más. Mi destino favorito es Buenos Aires, ciudad que puedo decir sin falso orgullo que conozco bastante bien. Muchos se preguntan por qué voy tanto a la capital argentina. Más allá de que parte de los mejores recuerdos de mi vida fueron allá, con Buenos Aires siento que realmente puedo descansar. Que no tengo que hacerme el turista y correr de un lado a otro para cubrir un itinerario. Disfruto la ciudad con la calma de que tengo a Buenos Aires para siempre, que puedo sentarme toda una tarde a tomar café mientras leo o escribo, sin sentir que estoy perdiendo el tiempo. Que puedo meterme en librerías todo un día si quiero y esa inmersión hace parte de mi viaje.
Pero también hay los destinos donde me gusta dormir tarde y despertar temprano. Restarle horas al sueño para conquistar más lugares, tomar más fotos, conocer más gente. Es el encanto que despierta lo desconocido, como si tuviera un deseo obsesivo de volver cotidiano aquello que me resulta diferente. Me hace feliz cuando a los pocos días de llegado a un lugar, puedo caminar sin perderme, identificando calles, líneas de buses. Un viaje es siempre estimulante, hace crecer, quiebra limitaciones. No es que un viaje borre los problemas, ya que el cambio debe venir del interior de cada uno, pero sí es verdad que el viaje en sí mismo permite mirar las cosas de otra manera, con menor rigor quizás.
Viajar más allá del placer que pueda provocar, es una necesidad de vida.