… Como odio las despedidas, decido ser siempre yo quien se va. Las despedidas siempre duelen más para quien queda. Cuando el sentimiento me embarga, cuando el amor me ata, cuando la rutina me atenaza, una extraña melancolía amarga mis letras y es entonces que decido dejarlo todo, salir, mirar afuera, aunque esa observación me conlleve a más amargura. A esa altura la decisión está casi tomada. Debo salir a buscar. No soy un aventurero, ni me aburro de las cosas. Simplemente tengo miedo de afincarme, de crear raíces, de amar una estabilidad. Le temo a los compromisos, a los contratos, a las ataduras y antes de que ellos terminen por acabarme o quebrándome, decido romper mis nexos, dejar puntos suspensivos. No digo que no sufro, pero prefiero salvaguardarme… Parezco frío y a veces hasta cruel, pero es al contrario. Por sentir demasiado, por dejarme afectar es que prefiero cubrirme y despedirme es una forma de huir…
Hay algo en las despedidas que me atrae. No es que sea masoquista, pero las personas adquieren una cierta postura, una expresión de lontananza. Las palabras suenan a miel, el tacto es mucho más sutil y las miradas son mucho más profundas. Son las últimas escenas de la historia. Las personas se convierten en personajes y la situación deviene teatral, cinematográfica. Aun no he tenido muchas despedidas en mi vida, pero las que tuve siempre me situaron en una especie de escenario, donde siempre he sido el que hace mutis. Cargo conmigo una inmensa nostalgia, pero nunca se compara a aquella para los que se quedan. Por eso parto. Prefiero sorprender antes que ser sorprendido…