“Hay que sentarse frente al teclado, escribir una palabra después de la otra hasta que esté terminado”, así sintetiza Neil Gaiman el proceso de escritura y aunque reconoce que parece tan fácil y simple decirlo, en la práctica es un acto complejo. Así como muchos escritores, siempre he pensado que la escritura es un estilo de vida, una decisión, una prueba de valentía. No es fácil sentarse elegir palabras escuchando al silencio.
En mis clases de guion siempre les digo a mis estudiantes que es importante escribir, aun cuando no siempre haya una historia que contar. Vale la escritura tipo diario, carta, crónica, lo que fuera, pero lo importante es familiarizarse con la soledad del escribir. García Márquez decía que la escritura era quizás la acción más similar a la levitación y yo coincido (aunque nunca haya levitado). Escribir como cualquier otro acto de creación tiene que ver más con el fluir, el dejarse guiar. Es decir, no poner resistencia ni tampoco asustarse cuando en el proceso surjan líneas que parecen hablar de algo jamás imaginado.
En las últimas dos semanas, luego de mi regreso de Argentina y Chile, empecé oficialmente la escritura de una obra de teatro que ya me martillaba la cabeza desde marzo. Durante meses me limité a tomar apuntes, hacer descripciones de ciertas situaciones que pasarían durante la obra, perfilé personajes pero como estaba con mucha carga laboral en la universidad y con una obra como actor, no encontraba el tiempo para desarrollar la historia. Sí tenía tiempo para escribir la columna dominical de acá, la crónica de algún viaje, pero para la obra, que es un tipo de escritura más demandante, no encontraba el momento.
De modo que cuando regresé de viaje, me propuse que pasara lo que pasara, iba a empezar la obra. La idea era iniciar un sábado pero inconscientemente me llené de actividades con el único pretexto de posponer el inicio. El domingo era la única opción. Me senté un poco nervioso, ansioso, repasé todos los apuntes que tenía. Escuché algunas canciones que me acompañaron durante la época que tomaba apuntes pero se me hacía pesado empezar con la escena 1.
Faltaba poco para darme por vencido y decir “empiezo el otro finde”, cuando casi que por rebeldía decidí escribir una escena entre dos personajes de la obra. No sabía si la iba a usar o no, ni en qué momento de la trama aparecería, pero me lancé a escribirla. Y fue ahí cuando todo “se armó”. La escritura de la escena fluyó y me llevó a otra escena, a otra y yo apenas si podía controlar el flujo de información que los personajes me iban dando. Parecía que ellos me dictaban lo que tenía que escribir.
Horas después ya en una escritura más reflexiva preguntándome por lo que había pasado, me di cuenta que ese domingo no había empezado a escribir la obra. Había comenzado meses atrás, en esos esbozos de diálogos, de escenas inconclusas que había escrito en medio de la noche, a la mitad de un viaje o en algún mientras caminaba hacia algún lugar. Durante meses fui creando el universo de la historia, abonando la siembra que empieza a crecer ahora. Me dejé sorprender por mí mismo y sin pretensión alguna escribo la obra, como si terminarla fuera concluir una competencia 5K o fuera una especie de titulación académica. Fluyo con lo que escribo, dejo que los personajes marquen el ritmo hasta concluir el primer borrador de guion.
No sé qué saldrá de esta obra, no sé a dónde me están guiando los personajes. Lo que tengo claro es que voy colocando una palabra después de la otra hasta que la obra termine de escribirse.