Con ansias locas y movimientos torpes, rompió todos los botones de la camisa de cuadros azules y rojos que lleva Sebastián esa noche otoñal con sabor a glaciar. La calentura proveniente de su primer chakra, siempre acumulada, parecía consumir a Camila hasta el punto de asfixiarla. La furia volcánica subía por su útero, quemaba sin piedad su estómago y corroía su tracto digestivo para luego pasar a su corazón, cuyos latidos hace mucho habían perdido su conteo regular. Su entrepierna, viscosa, deseaba ser poseída, castigada, aniquilada. Con el ímpetu de loba que su abuela habría de aplicar medio siglo atrás con muchos de sus queridos, Camila se perdió entre la selva oscura que poblaba el corazón de Sebastián. A mordiscos, penetró en el pectoral izquierdo, trituró el esternón y como un trofeo, obtuvo su corazón. Aquella bomba de color rubí, brillante, con destellos dorados iluminaron el rostro de Camila. Sebastian, turbado en un estado de éxtasis como nunca antes, veía en ella, a una diosa griega, a una cuyo nombre no puede recordar. Deseó que ella se trague su corazón y estar en su interior. Penetrar sus vísceras y unirse a su corazón, hasta latir al unísono. Camila, como digna nieta de su abuela española mitad gitana, mitad teutona, tomó entre sus manos el corazón de Sebastian. Lo apretó a su pecho perforando su cavidad torácica. Su cuerpo fibriló y por sus muslos descendió una viscosidad oscura que quemaba su piel. Camila aun encima de él, exhausta, se tornó violácea y sus ojos inmóviles parecían agradecerle por la entrega de su mejor ofrenda.