No me resisto. Es un elixir, un estimulante, un afrodisíaco literario. Posee alguna especie de feromona aun no descubierta que me embriaga cuando deslizo los índices de mis dos manos sobre las teclas. Aquel sonido acompasado se mueve al ritmo de los personajes que gritan por expresarse o mis propios demonios que luchan por abandonar mi cuerpo.
El teclado me encandila, mucho más cuando en determinados momentos en los que suelo desconectarme me dejo llevar por el amor genuino que tiene mi teclado. A veces cierro los ojos y me vuelvo etéreo. Puedo tocar mis sentimientos, acariciar mis ideas, tocar las metáforas, las palabras esdrújulas, graves y agudas. Pasado los escasos segundos de trance abro los ojos y me encuentro con una pantalla en blanco con el cursor titilante. Espera mis instrucciones. Ocasionalmente cuando el olor del teclado me embriaga de letras, suelo llenar líneas de alguna cosa lúdica, vacía o fértil que en conjunto forman retratos de momentos hilarantes o de horizontes sin gloria.