Noche fría, sin expectativas. Domingo sin estrellas y de impertérrita calma. Voces de mujeres susurran a mis costados. Me cuentan sus dramas, en busca de una materialidad que ya no tienen más. Les pido calma. Ya suficiente karma tengo con el domingo por la noche. Las escucho, mis dientes van perdiendo el espesor, siento la lengua pesada y ante mis ojos van apareciendo en fotogramas mustios las escenas fragmentadas de estas mujeres. No lloro, no lo consigo aunque mi piel tirita con aquellas voces entrecortadas. Mi boca está muerta. Solo puedo escuchar y asentir con la cabeza para que entiendan que sigo el relato. Una intempestiva corriente de viento azota mi cuarto. Sus voces se tornan difusas. Mis ojos se empañan, un telón de satín rojo se ha instalado en ellos. Un bossa de Chico Buarque empieza a escucharse mientras las voces de esas mujeres corean, disonantes aquella canción cuyo nombre tenía en la punta de la lengua pero que ahora no logro recordar. Creo que es una canción de la Ópera do Malandro, pero no estoy seguro. También podría ser de Gota d’Água pero no lo sé.
Alucino, camino sobre nubes volcánicas, aun sintiendo los vestigios de mis dientes sobre mi lengua. No debí ver tantas películas por la tarde y sí hacer los ejercicios obligados para disminuir la presión arterial. Me susurro esto todo el tiempo de la misma forma en que las mujeres me cuentan sus relatos infinitos. Se van turnando para contarme cada historia y dejando en suspenso para dar paso a la siguiente. Igual como radionovela, con la diferencia de que no puedo apagarla cuando quiero. Me habría gustado vivir en la Cuba de los 40 cuando Caignet escribía sus imposibles historias y millones permanecían atados a una radio, primera fábrica de sueños prohibidos.
Me duermo. A momentos las mujeres parecen aquietarse. Las escucho en lejanía cuchichear entre ellas. Eventualmente ríen y entre sueños voy difuminando sus rostros grisáceos. El bossa nova desaparece. Finalmente escupo las astillas de dientes que terminan empastados en el espejo. Las mujeres se callan. Escuchan mis latidos y se alarman. Han comprendido que deben terminar el relato.